Juvenilia (Segunda edición)/Capítulo 31


Pero la juventud venía y con ella todas las aspiraciones indefinibles. La música me cautiva profundamente. Recuerdo las largas tardes pasadas mirando tristemente las rejas de nuestras ventanas que daban a la libertad, a lo desconocido, y oyendo a Alejandro Quiroga tocar en la guitarra la vidalitas del interior, los tristes y monótonos cantos de la campaña y las pocas piezas de música culta que conocía. Aún hoy me pasa algo curioso que en ciertos momento me lleva irresistiblemente a aquellos tiempos. Una tarde, Alejandro se puso a tocar, sentado en su cama, una marcha lenta y plañidera, pero de un ritmo marcado y cariñoso al oído. Yo me había colocado en el borde de la ventana, aprovechando la última luz del día, para continuar la lectura de la Conquista de Granada, de Florián, que me tenía encantado. Había llegado en ese instante al momento en que Boabdil se despide con los ojos arrasados en lágrimas, desde lo alto de una colina, de la dulcísima ciudad de los mármoles y las fuentes, los amores y los perfumes. Me pareció que la música que llegaba a mis oídos era la voz misma del infortunado monarca, y di a aquella melodía sollozante el nombre de "el adiós del rey Moro, que Alejandro le conservó. Más tarde, hoy mismo, cada vez que en un libro encuentro una referencia al mísero fin de la dominación árabe en España, los acordes de la marcha pesarosa cantan en mi memoria. Así se explica esa preferencia llena de misterio que algunos hombres sienten por ciertos trozos de música, indiferentes para los demás. Lo han oído por primera vez en un momento especial, la impresión se ha confundido con todas las que entonces se grabaron en el alma, y por una afinidad íntima y secreta una sola fibra que se estremezca en un rincón de la memoria, despierta a todas aquellas con que está ligada. Un hombre, sentado al piano, puede rehacer, para él solo, toda la historia de su vida moral; haciendo brotar del teclado una serie de melodías, escalonadas en sus recuerdos...