Juvenilia (Segunda edición)/Capítulo 3



He dicho ya que mis primeros días de colegio fueron de desolación para mi alma. La tristeza no me abandonaba y las repetidas visitas de mi madre, a la que rogaba con el acento de la desesperación que me sacara de allí, y que sólo me contestaba con su llanto silencioso, sin dejarse doblegar en su resolución, aumentaban aún mis amarguras.

La reacción vino de un recurso inesperado. Una noche que nos llamaban a la clase de estudio, se me ocurrió abrir uno de los cajones de mi cómoda para tomar algunas galletitas con que combatir las consecuencias del menú mencionado. Maquinalmente tomé un libro que allí había, y me fui con él. Una vez en clase, y cuando el silencio se restableció, me puse a leerla. Era una traducción española de "Los tres mosqueteros", de Dumas. Decir la impresión causada en mi espíritu por aquel mundo de aventuras, amores estocadas, amistades sagradas, brillo y juventud, mundo desconocido para mi; decir la emoción palpitante con que seguí al hidalgo gascón desde su llegada a París hasta la noche sombría del juicio, el odio al cardenal, mi júbilo por los fracasos de éste, mi ilusión maravillosa, es hoy superior a mis fuerzas. Toda esa noche, con un cabo de vela, encendido a hurtadillas, me la pasé leyendo. Al día siguiente no fui a los recreos, no salí de mi cuarto y, cuando al caer la tarde concluí el libro, sólo me alentaba la esperanza de la continuación. Escribí a mi madre, vinieron los "Veinte años después", "El Vizconde de Bragelomne", que me costó lágrimas a raudales; un "Luis XIV y su siglo", también de Dumas, crónica hecha sobre las memorias del tiempo -cuyo único defecto era a mis ojos no ver figurar en ella a D'Artagnan, principal personaje de la época, en mi concepto-, y multitud de novelas españolas, cuidadosamente recortadas en folletines, unidos por alfileres, y de algunos de cuyos títulos me acuerdo todavía, aunque después no los haya vuelto a ver. "El espía del Gran Mundo", novela francesa, en la cual hay una especie de Calibán, pero bueno y fiel, que chupa en una herida el veneno de una víbora; "La gran artista y la gran señora", que después he sabido fue por un año la coqueluche de las damas de Buenos Aires; "La verdad de un epitafio", donde el héroe roba de un sepulcro a su amada, aletargada como Julieta, y le abre la mejilla de un feroz tajo para desfigurarla a los ojos de sus enemigos; "El Clavo", un individuo a quién le perforan el cráneo durante el sueño, con un clavo invisible a la autopsia, pero que algunos años después aparece Bravamente incrustado en su calavera, sobre la que un romántico medita en un cementerio, como Hamlet, con el cráneo del "poor Yorick" ; los "Monfies de Alpujarras", y "Men Rodríguez de Sanabria", dos de los mejores, tal vez los únicos romances realmente históricos de Fernández y González, con una brutalidad de acción propia de la época; el " Hijo del Diablo, cuya primera parte me enloqueció, haciéndome sonar un mes entero con mantos encarnados, caballos galopando bajo la noche y el trueno, viejos alquimistas calvos y sombríos, etc. ; "Dos cadáveres", un salvaje romance de Soulié, que pasa en Inglaterra, bajo el efímero protectorado de Oliverio Cromwell, y cuyos dos personajes principales son los cuerpos de Carlos I y de Oliverio Cromwell, con sus féretros respectivos, sobre los que pasan cosas inauditas, etc., etc. Uno de los recuerdos mas vigorosos que he conservado es la impresión causada por los "Misterios del Castillo de Udolfo", de Ana Radcliff, que cayó en mis manos en una detestable edición española en tres tomos, con x en vez de j, y j en vez de i. No pegué los ojos en una semana, y era tal la sobreexitación de mi espíritu, que me figuraba que esos insomnios mortificantes eran un castigo por el robo sacrílego que había cometido, deslizándome al templo de San Ignacio, durante un funeral por el alma de un ciudadano, para mi desconocido, y metídome bajo el chaleco, en varios trozos, la vela de cera clásica, que debía iluminar mis trasnochadas de lectura.

Por medio de canjes y razzias en mis salidas de los domingos, más o menos autorizadas por los parientes que tenían bibliotecas, todo Dumas pasó, Fernández y González (¡un saludo al Cocinero de Su Majestad, que cruza mi memorial!), Pérez Escrich , que había ya ofendido el sentido común y el arte con unos veinte tomos, y una infinidad de novelas que no recuerdo ya. Un día supe que un compañero tenía "La Hermosa Gabriela", de Maquet. Me precipité a pedírsela, reclamando derechos de reciprocidad; pero Juan Cruz Ocampo se había anticipado, y estaba a punto de con seguirla. Confieso que mi primer movimiento fue disputársela, aún en el terreno de los hechos; pero después de la simple reflexión de que mis fuerzas físicas, no igualando mi arrogancia, me habrían hecho quedar sin el libro y con varias contusiones, acepté el temperamento del sorteo, que como un anticipo sobre mi suerte constante en el " álea " de la vida, favoreció a Ocampo. Durante una semana lo espié, lo aceché sin reposo, y cuando lo veía hablar, jugar o comer, en vez de leer y leer aprisa, me indignaba, pareciéndome que aquel hombre no tenía la menor noción del honor rudimental. A más, el cruel solía hablarme de las hazañas de Pontis, y me decía esta frase que me estremecía de impaciencia: "¡Chicot figura!"...

Las novelas, durante toda mi permanencia en el Colegio, fueron mi salvación contra el fastidio, pero al mismo tiempo me hicieron un flaco servicio como estudiante. Todo libro que no fuera romance, me era insoportable, y tenía que hacer doble esfuerzo para fijar en él mi atención. ¿A cuál de nosotros no ha pasado algo análogo más tarde en el estudio de la historia? ¿Quién no recuerda la perseverancia necesaria para leer un tratado cualquiera, después de las páginas luminosas de Macaulay , Prescott o Motley?...