Juvenilia (Segunda edición)/Capítulo 23


Fue un día bullicioso aquel en que se nos anunció que en breve empezaría a funcionar la clase de literatura, regida por el señor Gigena. Teníamos hambre de lanzarnos en esa vía del arte; las novelas nos habían preparado el espíritu para esa tarea, y nos parecía imposible que al año de curso no nos encontráramos en estado de escribir a nuestra vez un buen romance, con muchos amores, estocadas, sombras, luchas, escenas todas de descomunal efecto.

Ya para aquel entonces había yo comenzada a borronear papel, y a más de dos cretinismos juveniles que mis parientes de "La Tribuna" publicaron con sendas laudatorias, tenía casi concluida una novela que pasaba en una estancia durante las vacaciones, cuyo héroe principal era un gaucho cantor. Creo que algo de eso se publicó después, bajo un seudónimo, como si temiera comprometer mi gravedad en tales ligerezas.

Mi compañero de trabajos literarios era Adolfo Lamarque, que me llevaba dos ventajas insuperables: hacía versos y era externo. A pesar de estar sentados juntos en clase, nos dirigíamos frecuentes cartas, las mías siempre en prosa, pero las suyas generalmente rimadas. Lamarque versificaba con suma facilidad. Recuerdo que una vez que debíamos hacer una composición en clase sobre "El sueño de Aníbal", Lamarque, el único, presentó la suya en verso.

Para mí fue una obra maestra, y aún tengo en la memoria los primeros versos. Empezaba así:

Despierta, Aníbal, del letargo horrendo
que aquí te tiene encadenado, y vuela
a vengar a Duilio...

Lamarque me enloquecía, pintándome en verso, prosa y narraciones orales, los primores maravillosos del "Orphée aux Enfers, que se daba entonces por primera vez en el "Teatro Argentino". La descripción del traje de la "Opinión Publique" tomaba siete octavas partes de la narración, destinadas a pintar precisamente lo que no cubría. Diana, Venus, la opulenta Juno, completaban el cuadro. No tenía la menor noción de esas grandezas; un deseo inmoderado de gozar yo también de ese espectáculo soberano me impedía estudiar, apartar un instante mi pensamiento de ese Olimpo adorable. Así, un día que Gigena nos dio por tema de disertación escrita este cuadro de Suetonio: "Nerón, desde lo alto del Capitolio, rodeado de sus cortesanas, la lira en la mano y ceñida la frente de guirnaldas, contempla el incendio de Roma", no sé qué pasó por mí. Me olvidé que el objeto primordial retórico, obligado, era vilipendiar a Nerón, ponerlo por el suelo en nombre de la moral más elemental, y concluir por una peroración vigorosa, en la que ofreciera ese ejemplo abominable a los reyes todos de la tierra. "Amor sonó la lira", como habría dicho don J. C. Varela, y debuté por la pintura de un incendio durante la noche. En vez de hablar de las madres, niños y ancianos víctimas del fuego, en vez de mencionar gravemente los capitales perdidos y las obras de arte destruidas, no veía sino las llamas colosales jugueteando en la atmósfera, el humo denso y abrillantado por el resplandor, el rugido de las hogueras, la muchedumbre humana en convulsión. Y allá en la altura, Nerón, bello como un dios pagano, desnudo como un efebo, cantando versos sonoros y vibrantes, mientras mujeres de incomparable hermosura sostenían su cabeza con sus blancos senos, le escanciaban vinos selectos y humedecían su sien con la guirnalda siempre fresca...

Insensiblemente pasó por los límites verdosos de la alusión discreta, llegué a las licencias de Petronius, alcancé a Lucius, y al final ciertas páginas de Gautier habrían sido cartas de Chesterfield al lado de mi composición . Gigena se alarmó, y me hizo suspender la lectura a la mitad, a pesar de las protestas de los compañeros, que, viendo aquel "boccato", querían gozarlo integro.

Por lo demás, forzoso me es declarar que aquella clase de literatura tuvo efectos funestos sobre nosotros. Fundamos diarios manuscritos, cuya impresión nos tomaba noches enteras, en los que yo escribía artículos literarios donde hablaba del "festín de las brisas y los céfiros en el palacio de las selvas", y en los que Lamarque, F. Cuñado, D. del Campo y otros publicaban versos. Esos diarios hicieron allí el mismo efecto que en los pueblos de campaña; turbaron la armonía y la paz, agitaron y agriaron los ánimos, y más de un ojo debió el obscuro ribete con que apareció adornado, a las polémicas vehementes sostenidas por la prensa.

Por mi parte, tuve un duelo feroz. Ignoro hoy si mi adversario sufrió; pero sí recuerdo que, aunque el honor quedó en salvo, salí de la arena mal acontecido, sin ver claro, con una variante en la forma nasal, y un dedo de la mano derecha fuera de su posición normal.

Un joven romano habría jurado no ocuparse más de prensa en su vida; pero las preocupaciones se van y los instintos quedan. ¡Oh! ; Que himnos cantará hoy al periodismo si sólo golpes y magullones me hubiera costado...