Juvenilia (Segunda edición)/Capítulo 11


Nada mortificaba más a Jacques que ver un alumno dormido durante sus explicaciones; el desdichado tenía siempre un despertar violento. Los cuchicheos, la novela debajo del banco, leída a hurtadillas, lo ponían fuera de sí. Entraba a la clase con su paso reposado, y durante media hora, con un enorme pedazo de tiza en la mano, que solía limpiar negligentemente en la solapa de le levita, explicaba la materia con su voz grave y sonora. A medida que se animaba, sacaba un cigarrillo de papel, lo armaba y lo colocaba sobre la mesa. Pero mientras buscaba fósforos, se olvidaba del cigarro, sacaba otro y así sucesivamente, hasta que, agotada su provisión, se dirigía a uno de nosotros y nos pedía uno, que nos apresurábamos a darle, encendido el rostro, pero sin hacerle la menor indicación hacia los que estaban enfilados sobre la mesa.

Luego nos dictaba nuestros cuadernos, pero con una rapidez tal de palabra que, siendo casi imposible seguirlo, habíamos adoptado con mi vecino del primer banco y amigo Julián Aguirre, hijo de Jujuy y actualmente magistrado distinguido, un sistema de signos abreviativos. Así las voces largas, como circunferencia perpendicular etc., eran reemplazadas por el signo del infinito, a, las letras griega a, w , etc.

Un día, habiéndose interrumpido para reñir a alguno, me tocó la mala suerte de que eligiera mi cuaderno para reanudar el hilo de la exposición. Aquel galimatías de signos le puso furioso, y me tiró con mi propio manuscrito.