Justicia y escuelas

Nota: Se respeta la ortografía original de la época
JUSTICIA Y ESCUELAS


No son leyes las que en el Perú faltan en protección de la raza indígena, sino decisión de las autoridades para cumplimentar las que existen.

En los primeros tiempos de la colonia, el monarca, inspirándose en sentimientos justicieros, dictó sus reales ordenanzas creando y organizando las encomiendas. El encomendero español resultaba investido, no con un poder ó dominio señorial sobre los indios, sino con una autoridad casi paterna, pues se obligaba á civilizarlos y ampararlos.

La ley fué para los encomenderos letra muerta; y para que lo fuese estallaron rebeldías escandalosas que ensangrentaron el país. Las ordenanzas subsistieron; pero el gobierno fué siempre impotente para hacerlas prácticas.

En la ley xxi, título 10, de la Recopilación de Indias, se mandó que fuesen castigados con mayor rigor que si el delito fuese cometido contra peninsulares, los que maltratasen ó agraviasen á los indios. Según Solórzano, en su Política Indiana, sólo una vez se vió acatada esta justiciera prescripción, y fué cuando, en el Cuzco, y en público cadalso, se cortó la mano á un español que abofeteara á un cacique.

Perdían su tiempo los reyes de España insistiendo en recomendar á sus representantes en América que tratasen á los indios, no sólo con espíritu justiciero, sino con benignidad. Felipe IV, por ejemplo, al pie de un rescripto dirigido á una Real Audiencia agregó, de su puño y letra, estas enérgicas frases:—«Quiero que me deis satisfacción, á mí y al mundo, del modo de tratar á estos mis vasallos indios. Y de no hacerlo, y de que no vea yo ejecutados ejemplares castigos en los que se excedieren contra éstos, me daré por deservido. Y asegúroos que, aunque no lo remediéis, lo tengo yo de remediar y mandaros hacer gran cargo por las leves omisiones en esto, por ser contra Dios y contra mí, y en total destrucción de esos reinos á cuyos naturales estimo, y quiero sean tratados como lo merecen vasallos que tanto sirven á la monarquía y que tanto la han engrandecido.»

Vino la República; y quien hojee nuestras compilaciones de leyes patrias encontrará que abundan también las expedidas en favor y protección de la raza aborígen. Fatalmente, como en los tiempos de la dominación española, también nuestras leyes son letra muerta, y el indio continúa siendo rico filón explotable para el jamonal acaudalado y para el cura simoniaco. Por desgracia no abundan autoridades que luchen para poner barreras al torrente de los depresivos abusos.

Las sociedades indiófilas ó protectoras de los indígenas ningún fruto benéfico han producido hasta ahora, pues más que humanitarias, han sido asociaciones de cascabel y relumbrón. Su objetivo más ha sido de política de campanario que de regeneración social para la raza.

Hay que extirpar en nuestras masas populares de la Sierra el alcoholismo embrutecedor que nos trajo la España conquistadora, y ese bien no se alcanza por medio de leyes. Hay que crear en nuestros indios necesidades que los alejen del ocio, y hagan nacer en ellos hábitos de trabajo. Hay, por fin, que ilustrarlos, y eso únicamente se obtiene multiplicando las escuelas.

No llevéis al indio á las algaradas políticas, sino cuando, civilizado en la escuela, lo hayáis hecho ciudadano capaz de discurrir sobre sus derechos de tal.

¿Cuál debe ser la actitud del gobierno y de sus autoridades subalternas para con los indios? Ella es sencillamente clara y fácil. Basta con hacerles siempre justicia, sin moratorias ni humillaciones. Húndase para siempre en el panteón del pasado todo lo que trascienda á prerrogativas de raza. Ante nuestro credo democrático la igualdad humana es absoluta. No cabe otra superioridad en la vida republicana que la que crean la honradez, la inteligencia y el trabajo.

Los factores eficaces para levantar la condición social de dos millones de seres que constituyen la masa de nuestra población de indios, están sintetizados en dos palabras: Justicia y escuelas. Sólo en posesión de estos dos bienes no seguirá el indio siendo en las horas de paz rebaño esquilmable, y en las horas de guerra, carne de cañón.