Juan Neira
de Joaquín Díaz Garcés


Neira era el capataz del fundo de Los Sauces, extensa propiedad del sur, con grandes pertenencias de cerro y no escasa dotación de cuadras planas. Cincuenta años de activísima existencia de trabajo, no habían podido marcar en él otra huella que una leve inclinación de las espaldas y algunas canas en el abundante pelo negro de su cabeza. Ni bigotes, ni patillas usaba ño Neira, como es costumbre en la gente de campo, mostrando su rostro despejado, un gesto de decisión y de franqueza, que le hacía especialmente simpático. Soldado del Valdivia en la revolución del 51, y sargento del Buin en la guerra del 79, el capataz Neira tenía un golpe de sable en la nuca y tres balazos en el cuerpo. Alto, desmedidamente alto, ancho de espaldas, a pesar de su inclinación y de las curvas de sus piernas amoldadas al caballo, podía pasar Neira por un hermoso y escultural modelo de fuerza y de vigor.

Enérgica la voz, decidido el gesto, franca la expresión, ¡qué encantadora figura de huaso valiente y leal tenía Neira! Su posesión estaba no lejos de las casas viejas de Los Sauces, donde he pasado muy agradables días de verano con mi amigo, el hijo de los propietarios. La recuerdo como si la viera: un maitén enorme tendía parte de sus ramas sobre la casita blanca con techo de totora; en el corredor, eternamente la Andrea, su mujer, lavando en la artesa una ropa más blanca que la nieve; una montura llena de pellones y amarras colgada sobre un caballete de palo; y dos gansos chillones y provocativos en la puerta, amagando eternamente nuestras medias rojas que parecían indignarles.

Cada año cuando a vuelta de los exámenes llegábamos a las casas de Los Sauces, nuestra primera visita era a la Andrea, que suspendía el jabonado de la ropa para lanzar un par de gritos de sorpresa y llorar después como una chica consentida. Siempre nos encontraba más altos, más gordos, más buenos mozos (con perdón), y concluía por ofrecernos el obsequio de siempre: harina tostada con miel de abejas.

Después había que ir a buscar a ño Neira, seguramente rondando por los cerros. Desde lejos, al recodo del camino, nos conocía el capataz, y pegando espuelas a su mulato, llegaba como un celaje hasta nuestro lado. Qué risas, qué exclamaciones, qué agasajos; a nuestros cigarros correspondía con nidos de perdices que ya con tiempo tenía vistos entre los boldos y teatinas, y comenzaba a preguntarnos de todo, de si habría guerra, de si habíamos concluido la carrera, de si habíamos encontrado novia. Pero debemos repetir que aún andábamos de calzón corto, y si no, ahí estaban los gansos de la Andrea que nos dieron más de un picotazo en las piernas, débilmente defendidas.

Desde nuestra llegada a Los Sauces, ño Neira no daba un paso sin nosotros: yo a su lado, mi amigo al otro. ¡Qué preguntar, y averiguar y curiosear! Terminaba ño Neira de responder y ya le caía una nueva pregunta encima, y si él tenía placer en contestarnos, no lo teníamos menor nosotros en oír su lenguaje expresivo, su peculiar manera de comerse las palabras, y hasta el colorido especial con que lo revestía todo.

Dos años dejé de ir a Los Sauces, y cuando ya bachiller en humanidades me lo permitieron mis padres, avisé a mi amigo con un telegrama que en el tren expreso de la mañana dejaba a Santiago. Al llegar el tren a la estación, estaba él allí a caballo, con el mío a su lado y el sirviente apretando cuidadosamente la cincha. Un abrazo entusiasta, las preguntas de estilo sobre nuestras familias y ¡a caballo!

-¿Qué llevas ahí? -me preguntó mi amigo, aludiendo a un paquete que asomaba a mi bolsillo...

-Un corvo para ño Neira...

-¡Bien le hubiera venido cuando lo asesinaron!

¡Cómo! ¿A ño Neira? ¿Es posible? -Y entonces se me escapó una pregunta, la única que podía hacerse tratándose del valiente capataz:

-¿Y Neira se dejó asesinar?

-Te lo contaré todo -me dijo mi amigo-, pero apura el paso porque nos va a pillar la noche en el camino, y en casa estarán con cuidado.

Y tomamos trote por la alameda.



Lo que de mi amigo oí y que me conmovió profundamente, es lo que cuento enseguida, tres años después de la muerte de Neira. Ño Neira estaba sentenciado. En nuestros campos se da a esta palabra una importancia excepcional. El capataz dio un día de chicotazos a un individuo de mala índole, a quien había pillado en un robo, negándole enseguida todo trabajo dentro del fundo. Éste había «sentenciado» a Neira.

-Deja no más -le dijo-, algún día nos encontraremos solos.

Neira se encogió de hombros; bien sabía él que al infeliz no le convenía ponérsele solo por delante; lo malo era que buscaría una cuadrilla para asaltarle. Pero en fin, ¿no tenía él en su silla un cuchillo que ya le había servido muchas veces para defenderse?

Pasaron los días. Neira no faltaba ninguno a su ronda del cerro y paso a paso regresaba al caer la tarde para llegar hasta la casa del administrador y decir que no había novedad en el ganado.

Un día fue al cerro con su hijo mayor, un muchachito de doce años con grandes ojos negros, fiel retrato de su padre y fundada esperanza de los patrones de Los Sauces. Llevaba al chico por delante de la silla y conversaba con él, mientras más abajo, en el plan, la vieja Andrea, de cabeza sobre la ropa, la hacía levantar lavaza y blanquísima espuma de jabón, al restregarla entre sus manos.

Llegaba la tarde, y el sol poniente sin rayos ya y convertido en un disco rojo, se hundía como un rey depuesto. Una desordenada orgía de colores inundaba el horizonte y el resto del cielo era intensamente azul y limpio de nubes blancas.

¿Quién no ha visto los cerros chilenos cubiertos de boldos? Un faldeo gris, con manchas doradas de teatinas; algunos quiscos que se levantan como brazos armados; y los boldos del más oscuro e intenso verde que parecen escalar el cerro como peregrinos haciendo penitencia.

En la plana superficie, ño Neira se había desmontado para apretar la cincha de su mulato y echar una pitada al aire. El chico se había puesto a andar en busca de algunos guillaves maduros... De repente, Neira creyó notar que un boldo se movía; tomó una piedra pequeña y la arrojó.

Un individuo se separó del árbol y comenzó a andar en su dirección silbando alegremente. Una mirada sola bastó para hacer comprender a Neira que estaba frente a una emboscada; el gañán que tenía por delante era el que lo había «sentenciado» y no había sido tan necio para ir solo a buscarlo al cerro. Con una mano se palpó la cintura, y al encontrarse allí su corvo de los días de fiesta, sacó con la otra la tabaquera, y se puso a liar un cigarro.

-¿Estabas escondido, ah? -preguntó burlonamente vaciando el tabaco en la hoja de maíz...

-Esperándolo, ño Neira.

-No vendrás solo, por supuesto -continuó el capataz-: no sois vos de los que pelean cara a cara...

-¡Eso... quién sabe, iñor! -y el gañán avanzaba lentamente, como avanza un gato, arrastrándose casi.

-Bueno, párate un poco y déjame pitar este cigarro. Hay tiempo...

El peón se paró. O era admiración o era miedo; pero el asesino quedó dudando.

Neira chupaba deprisa un cigarro, porque le debía quedar poco tiempo. El sol apenas asomaba ya un extremo de su disco rojo, que parecía mancha de sangre, y las sombras alargadas de los boldos duplicaban el número de peregrinos que escalaban el faldeo y parecían apurarse para que no les pillara la noche en tarea tan pesada.

El cigarro se concluía y Alegría se pasaba la mano por la cintura buscando algo.

-Tú -dijo Neira, tomando del brazo al chico- te pones detrás de mí, y no te mueves. ¡Cuidado con llorar!...

Y una mirada lanzada abajo a la llanura, lo hizo recordar a la vieja que probablemente colgaba en ese momento la ropa en el cordel.

Después puso la mano en la cacha de su corvo, enrolló con el otro brazo su poncho negro de castilla y le dijo al gañán:

-¡No te expongáis, Alegría! Llama a tus amigos. No ensucio mi corvo de los domingos en ti solo.

Un silbido sonó y Alegría volvió la cabeza para ver si estaban todos. Cinco hombres caminaban subiendo a saltos, y buscándose los cuchillos en la cintura.

-Ño Neira, le ha llegado su hora.

-Y la tuya tamién, cobarde...

Y de un salto todos estuvieron encima del capataz que se echó atrás y levantó el brazo en que tenía envuelto su poncho.

En ese instante el crepúsculo invadía con su indeciso y vago resplandor las cosas todas, haciendo ya difícil distinguir los objetos. Neira, con los ojos fruncidos para ver mejor, se colocó de un salto fuera de este círculo en que alevosamente le podían matar como un perro, pensando en defender su espalda y ese pedazo de su corazón que tras de ella se refugiaba llorando a gritos.

Alegría logra alcanzarle un brazo con la punta del cuchillo, al mismo tiempo que otro de los bandidos le estrella el suyo en las costillas. Neira se contenta con defenderse barajando los golpes. De repente el viejo capataz se transforma, es el soldado del Valdivia y el sargento del Buin, las dos heridas le arden y lo irritan como a un toro bravo, y en vez de huir del círculo que lo quiere estrechar, salta adelante y hace silbar el aire con la más fiera de las cuchilladas que ha dado brazo chileno.

Uno de los bandidos se desploma y cae y la furia de los otros se duplica en medio de rugidos, amenazas e insultos. Neira es una fiera; tan pronto acomete como se defiende; ya la batalla es silenciosa y sólo se siente el ronquido del que agoniza y el aliento jadeante y cortado de los que se acuchillan. Todos están tan juntos que cada cuchillada encuentra por delante la vigorosa carne de Neira, y todo avance del heroico capataz abre un vientre o rasga un pecho.

En el momento en que las sombras se hacen más densas, surge de abajo del llano, una voz que todos han oído con la cabeza descubierta... Es la campanilla del fundo que toca el Ángelus, y que el viento hace aparecer a ratos como un gemido y a ratos como una voz de mujer que llama.

Pero hay demasiada sangre para que al través de ella se sienta y se mire. Los cuchillos se chocan, el corvo entra cada vez hasta la empuñadura y la sangre corre cerro abajo en un delgado chorro que va rodeando las piedras y abriéndose paso al través de las matas. Pero los bandidos están sintiendo ya el vigor de Neira, porque otro de ellos cae al suelo en fuerza de la sangre perdida, y el capataz no da muestras de cansancio.

El asedio aumenta, el capataz abraza a Alegría que ha errado un golpe y trata de estrangularlo con sus manos; pero al verlo indefenso los otros lo acribillan a puñaladas. Neira lanza un grito de angustia y cae al suelo abrazado con su enemigo. El combate ha llegado a un momento supremo y desesperado. Neira ya no es temible para los otros, y todos sus esfuerzos se concretan a estrangular a Alegría que se retuerce desesperadamente en el suelo mientras sus vigorosos dedos aprietan el pescuezo ensangrentado del traidor y se sumen entre las secas fauces que todavía lanzan ronquidos de ira.

Los tres bandidos comprenden que aquello ha terminado y echan a correr. Neira salta del suelo, abandonando a su víctima, y quiere alcanzarlos y apuñalearlos por la espalda, pero siente que vacila como un ebrio y tambaleando vuelve donde su hijo, que pálido y desencajado no puede ya ni llorar.

-¡Asesinos! -alcanza a gritar. -¡Infames! ¡Cobardes! -y rueda por el suelo al lado de los tres cadáveres que no valen juntos lo que vale una gota de sangre de ese héroe.

Y la noche cae con toda su pavorosa, helada e inhospitalaria oscuridad.

Largo rato Neira respira fatigosamente y el chico inclinado sobre él, calla lleno de estupor y de miedo. De repente el capataz se incorpora, se arrastra hasta un árbol y tomándose de él logra ponerse de pie.

-Trae el mulato -alcanza a decir.

El chico lleno de sangre, también, aunque no herido, pálido como un cadáver, se acerca a tientas al mulato y vuelve con él paso a paso. Pero Neira ha vuelto a caer al suelo desfallecido y sólo tiene fuerzas para quejarse.

-¿Está el caballo? -pregunta con voz apenas perceptible.

-Sí, taitita.

-Bueno.

Y de un nuevo esfuerzo Neira está de pie, y tomando a su hijo lo coloca sobre el mulato que pacientemente tasca el freno. Enseguida, reúne todas sus fuerzas y poniendo un pie sobre el estribo logra montar dolorosamente no sin que se le escape un quejido de angustia y sufrimiento.

El caballo comienza a marchar. Neira siente abiertas todas las heridas y el calor de la sangre que corre a través de su cuerpo y de su ropa. Pero no importa; el capataz quiere llegar sólo a las casas del administrador y pronunciar las palabras sacramentales de todas las tardes:

-No hay novedad en el ganado -y después agregar en voz baja al oído de su hijo: -me llevarás a mi casita para morir tranquilo en mi cama, porque estoy muy cansado. Ahí está la cruz con que murió mi padre y también quiero yo que me la ponga la Andrea sobre el pecho.

Pero ya era tarde. Neira sintió un desvanecimiento y cayó al suelo como un tronco que se desploma. El mulato dio un brinco y arrancó furiosamente alameda abajo, mientras el chico, aferrado a la silla, creía llegado su último momento. El caballo detuvo su galope frente a la casa del administrador, donde casi todos los vivientes del fundo, alarmados por la larga demora de Neira, se aprovisionaban de luces para ir al cerro en su busca.

El chico fue tomado en brazos, interrogado, suplicado, pero sólo podía leerse en sus ojos dilatados que había ocurrido algo muy grave al capataz.

Y todos los vivientes, incluso la Andrea y el administrador, se pusieron en marcha, y gran parte de esa noche se sentían gritos de hombres y mujeres, que el eco respondía pavorosamente:

-¡Ño Neira! ¡Ño Neira!

Y Neira veía a lo lejos las luces que le buscaban, como ánimas errantes que lo llamaban a sí. Su pecho latía como una caldera próxima a estallar, y sus labios convulsos y ensangrentados querían en vano responder: ¡aquí estoy! Pero la voz moría en la seca garganta y sólo salían las palabras en secreto como si fuera una confesión.

Por fin las luces se acercaron, y el primero que llegó al lado de Neira fue don José, el administrador, que se inclinó paternalmente sobre el capataz sumido en un extenso charco de sangre y palpitando como una fiera cansada.

Neira reunió sus últimos esfuerzos, el último resto de su asombrosa vitalidad y dijo con voz entera:

-No hay novedad.

Y fueron las últimas palabras del valeroso capataz de Los Sauces. Siguiendo la línea de sangre que se veía en el camino dieron, casi a medianoche, con los tres cadáveres de los bandidos, y ahí pudieron medir el heroísmo de Juan Neira, el ex soldado del Valdivia y ex sargento del Buin.

-¡Sesenta cuchilladas tenía en el cuerpo! -me dijo mi amigo.

-¡Pobre Neira!



Al día siguiente fui al cerro, solo, y me arrodillé al lado de la verja de madera con que se había rodeado una modesta crucecita que recordaba el sitio del asalto. Allí recé por el alma de Juan Neira, el más valeroso, bueno y leal de los servidores. ¡Qué corazonazo tan grande había en ese cuerpo tan robusto!

Ese hombre, instruido, habría sido un general formidable, un león de los combates; malo, habría sido el más fiero bandido de la sierra.

En cambio fue leal como un perro guardián, bueno como la leche y valeroso como un tigre.