Juan Martín El Empecinado/XXIII

XXIII

-Vaya usted preparando su espíritu con esos recuerdos -le dije-, y al fin comprenderá que no tiene otro camino que pedir perdón a D. Juan de esa gran villanía que usted cometió en un momento de despecho. Todos los hombres tienen un mal cuarto de hora.

-No... nada de perdones -repuso dejando caer la cabeza sobre el pecho-. Juan me ha tratado mal. Tiene envidia de mis hazañas. ¡Oh! Si le hubiera yo cogido anoche, le habría dicho: «Ea, Sr. Empecinado, ¿de qué le valen a usted esos humos? Ya está usted a merced de mosén Antón... Abajo esos galones y váyase usted a su casa». Le hubiéramos perdonado, tomando yo el mando de toda la gente, pues así lo concerté con Albuín.

-Dios protegió al soldado leal y la traición victoriosa por un momento es despreciada porlos mismos enemigos. ¿Hay en el mundo un ser más desgraciado que usted? El peso de sus remordimientos, la repugnancia que como traidor inspira a los franceses, ¿no le han movido a desear cambiarse por mí, condenado a morir?

-¡Sí... me cambiaría, me cambiaría! -dijo lúgubremente-. En verdad no hay un hombre más desgraciado que yo en toda la redondez de la tierra. El Manco está contento porque al fin... ese no quería más que dinero y ya lo tiene. Pero yo he ambicionado lo que no me pueden dar, lo que no alcanzaré nunca, no... yo quiero un gran ejército, y creí que el demonio me lo daría. El demonio se ríe de mí y me llama ¡monsieur le chanoine!

Mosén Antón dio un salto, y con frenético ardor, poseído de insana rabia, golpeó la pared con su cabeza, exclamando:

-¡Rómpete, cabeza, rómpete!... ¿para qué me sirves ya? ¿De qué te vale lo que llevas dentro?... inventa sermones para embobar a los botorritanos, y nada más. ¡Epaminondas, César, Alejandro, Gran Capitán, Bonaparte! Vosotros tuvisteis ejércitos que mandar, yo no mandaré más que en mi iglesia, y el ama y mi sobrina y el sacristán y el monago me obedecerán tan sólo.

-Basta -dije apartándole de la pared, temiendo que realmente se estrellara el cráneo.

El Empecinadillo sacó la cabeza fuera de la manta, para mirar un instante con aterrados ojos a Trijueque. Después se volvió a esconder.

-Hasta que no me echen abajo esta montaña que llevo sobre los hombros... Mi cabeza es demasiado grande y harto pesada para uno solo. Con ella habría para dar entendimiento a veinte.

Los ojos se le querían saltar de las irritadas órbitas; respiraba con ardiente resoplido y el aspecto de su cara era el de un delirante.

-Me voy -dijo-. Quiero pasear por el campo... pensaré lo que debo hacer. Valiente joven, ánimo. La situación de usted es de las más gloriosas.

-Sí -repuse con honda tristeza.

-Le fusilarán de madrugada. Su recuerdo quedará vivo y respetado en el ejército. «¡Araceli, dirán, gran muchacho! Murió por no querer pasarse al enemigo...». Se escribirá su nombre en la historia... ¡bonita página...!, hermosa vida y más hermosa muerte.

No le respondí nada.

-¿Será usted capaz de flaquear en el momento supremo? Esa alma varonil ¿será capaz de sentir turbación cuando el cuerpo se vea dentro del fúnebre cuadro?

-No.

-Ánimo. Si le viera a usted decaer de su apogeo glorioso, tendría un disgusto. Pues no se envanecería poco esa vil canalla si usted se afrancesara... No, no, vil gentuza francesa... no le tendréis... El heroico joven morirá antes que servir bajo vuestra ignominiosa bandera... ¡Maldito sea el español que cae en vuestros lazos!, ¡miserables secuaces del gran bandido!... Valor, joven. Que le vea yo a usteddentro del cuadro, abatiendo con su noble altivez la vanidad de esos cobardes.

-Es extraño que de tal modo me hable un hombre que ha hecho lo que ha hecho.

-No me hable usted de mí. Yo soy un... Anoche, santo Dios... cómo me abrumaba el peso... Conque valor, mucho valor. Este ejemplo que tengo ante la vista me entusiasma... Francamente, cuando vi que subía a conferenciar con usted ese farsante a quien llaman Santorcaz, temí...

-Le conozco hace tiempo. Ese hombre y yo no podemos hacer buena compañía.

-Él se las prometía muy felices. Es un bribón. En verdad que no es de los que peor me tratan. Dicen que todas esas idas y venidas al ejército francés y el recorrer los pueblos de la Alcarria es por cuestión de unos amores con cierta jovenzuela de Cifuentes.

-¿Eso dicen?

-Sí... y ahora me viene a la memoria que entre él y ese zascandil de D. Pelayo, que vino acá conmigo, están tramando una picardía... El nombre del señor Araceli danza en la fiesta.

-¿Mi nombre?

-Sí: pero ¿qué le importan estas tonterías a un hombre que está con un pie en la inmortalidad?

-Cuénteme usted todo lo que sepa...

-Ello es que... a ver si me acuerdo. Tiene uno la cabeza tan llena de ideas, que no se fija en lo que se dice a su lado...

-Haga usted memoria; nada me sorprenderá, pues todo lo he previsto.

-Ello es que... -dijo rascándose la oreja-. ¡Ah!, ya me acuerdo. Hay una chica en Cifuentes.

-Es muy natural que haya, no una, sino varias.

-Y esa chica es al modo de novia de Araceli. Un soldado como usted no debe meterse en noviazgos... ¡Ah!, es evidente que Santorcaz quiere llevársela. Es verdad, fusilarle a uno y quitarle después su novia es un poco fuerte. Pero no haga usted caso. Ánimo, joven. Las grandes almas desprecian las pequeñeces del mundo.

-¿No sabe usted más?

-Sí. Ese D. Luis estaba esta mañana discurriendo el modo de sacarla... Si pudiera acordarme de lo que dijo... ¡Cómo se reían los tunantes!... El D. Pelayo mostró a Santorcaz una carta que usted había escrito a esa damisela desde Sigüenza, y que le confió a él para que la llevase.

-Es verdad. Hace más de diez días -dije con la mayor ansiedad.

-Santorcaz la leyó. Después, después... ya me acuerdo. Después dijo que era preciso escribir otra imitando la letra de usted.

-¿Para qué?...

-Una cartita en que se figurase que usted escribía a la tal chiquilla... (¿para qué se mete usted en chicoleos con las muchachas?) pues... una esquela diciéndole: «Estaba preso en Gárgoles, y me he escapado. Unos amigos me han escondido. Quiero veros, lucero mío, sí... quiero veros. Venid al instante. Sé que vuestramamá está enferma en cama. No le digáis nada. Tengo que confiaros una cosa, de que depende el porvenir etc... Salid un momento por la puertecilla de la huerta. Estoy en la casa de enfrente. Fiaos del que os entregará esta, que es mi mejor amigo...». Cuando yo subí, D. Pelayo, que es gran pendolista, estaba escribiendo la carta. El demonio son los enamorados. He aquí una debilidad que yo no he tenido nunca. Esos bribones quieren obligarla a salir de la casa, para echarle el guante.

Al oír esto quedeme absorto y mudo. Después la sangre saltó dentro de mí, y una cólera impetuosa se desató en mi pecho. Levantándome con ímpetu frenético corrí a la puerta, que Trijueque había cerrado por dentro guardando la llave, y la sacudí con violencia.

-¡Quiero salir! -grité-. ¡Quiero salir! No puedo estar aquí ni un momento más. ¡Mi libertad, que me devuelvan mi libertad!

Mosén Antón, corriendo tras de mí, me sujetó.

-¿Qué es eso de libertad? Silencio.

El furor me abrasaba la sangre. Mi corazón estallaba, y olvidé mi próxima muerte.

-¡Quiero mi libertad! ¡Yo necesito salir de aquí, hablaré al comandante!... ¡Esos infames merecen que les arranque las entrañas!

Di tan fuertes patadas en la puerta, que el edificio retemblaba con violenta convulsión.

-Araceli -dijo Trijueque alzando la voz-, esa puerta no se pasa sino para ir al cuadro opara ponerse al amparo de la bandera francesa.

Exaltado por la ira, loco, fuera de mí, ardiendo todo, cuerpo y alma, grité:

-Pues bien, me paso a los franceses... me paso, hago traición. Pero que me saquen de aquí, que me den mi libertad... quiero correr fuera de aquí... Tengo que hacer en otra parte.

-¡Desgraciado, insensato, miserable! -exclamó Trijueque estrechándome en sus brazos de hierro-. ¿Así habla un español valiente y patriota; así se renuncia a la gloria, al honor? Silencio, porque si vuelves a hablar de pasarte al enemigo, aquí mismo... ¡Pasarse a la canalla!... ¡Ahí es nada!... ¡Eso quisieran ellos!... No lo consentiré.

-¿Quién habla así? -grité luchando con el coloso para desasirme de él-. El mayor y más vil traidor del mundo. Usted, mosén Antón, que ha vendido a su jefe.

-Pero yo... -repuso con gran turbación-. Repara que yo soy...

Lanzando un rugido, se cubrió la cara con las manos y terminó la frase así.

-¡Yo soy un hombre indigno, un Judas!

Al ruido que ambos hicimos, acudió gente, y abriendo mosén Antón la puerta, llenose mi prisión de oficiales y soldados.

-¿Qué pasa aquí? -preguntó el oficial de guardia mirándome con fieros ojos.

-¿Ha querido escapar atropellando a monsieur le chanoine? -dijo otro observando la turbación de Trijueque.

Este, con voz campanuda y acción imponente, habló así:

-Es un salvaje, un bárbaro, y al que habla de pasarse a los franceses le quiere matar. Había que oírle, señores oficiales, había que oírle. Para él todos ustedes son unos canallas, perdidos sin vergüenza, y dice que prefiere cien muertes a servir bajo las deshonradas banderas del imperio. Cuando se lo propuse se echó sobre mí llamándome traidor... No hay que hablarle más que de la honra, de la conciencia y otras majaderías... A este joven se le ha puesto en la cabeza que primero es el honor que nada. Mi opinión es que le fusilen al momento.

Los franceses no comprendieron la ironía de las palabras de mosén Antón. Yo, abrumado, confundido por tan extraña salida, sentí desfallecer mi ánimo y disiparse aquella exaltación que me había hecho pedir a voces la deshonra. Contesté afirmativamente al oficial, cuando me preguntó si me ratificaba en lo dicho por el clérigo, fuéronse todos y quedé solo otra vez.