Juan Martín El Empecinado/XVIII

XVIII

-Tenemos retirada segura -gritó Sardina que había examinado el terreno a nuestra espalda.

-¿Cómo retirada? -bramó el general-. Maldita noche que no alumbra. Que se repliegue toda la tropa, y esperemos... A ver, que los de Orejitas tomen posición a la izquierda.

-Es mal sitio, porque amenazan los renegados desde la altura.

-Pues a la derecha.

-A la derecha, sí: pero cuidado con el barranco.

-Esta gente no sirve para nada. ¿Son muchos los franceses?

-No vemos nada.

-Son muchos, muchísimos -gritó una voz.

-Mejor, mucho mejor... El Crudo a vanguardia. Crudo, mucho cuidado. Clavarse en el suelo... hasta ver si empujan fuerte. Si empujan blando echarse encima... si empujan gordo... aguantar. Aquí estoy yo con mi gente... Buena presa vamos a hacer hoy.

La avanzada francesa embistió a nuestro ejército. El vivo fuego indicaba empeño formidable de una y otra parte. Nuestra vanguardia llevaba ventaja; pero ¡ay!, sobre la blancura de la nieve se destacaban enormes masas de franceses, y de pronto no sólo la vanguardia, sino toda la línea se vio amenazada.

Apretando los dientes y crispando los puños D. Juan Martín gritó:

-¡Morir antes que retirarnos!

Destrozada nuestra derecha, y no pudiendo desarrollarse por aquel lado táctica alguna a causa de la peligrosa configuración del terreno, retrocedió con violencia. Sardina, tratando de restablecer el orden para la retirada, se internó entre la tropa y pudo conseguir algo. Pero los franceses, cuyo número era muy superior al nuestro, se echaban encima, no daban tiempo a ordenar la resistencia, y hostilizados nosotros por el frente y desde la montaña, nos hallábamos en la situación más crítica que darse puede.

D. Juan Martín, extraviado, furioso, febril, vociferaba de este modo:

-¡Aquí estoy, venid aquí!... Vengan traidores y franceses.

-No podemos hacer nada, ¡rayo! -exclamó Sardina-; pero aún podemos salvarnos.

-¡Resistir a todo trance!... Los empecinados no pueden rendirse -exclamaba el general.

Y abandonando el caballo se lanzó sable en mano al combate. Su presencia hizo muy buen efecto, y aquellos pobres soldados, rendidos de fatiga y muertos de frío, resistieron en medio de la nieve el tremendo ataque de los franceses. No peleaban en correcta línea nuestros guerrilleros, porque ni sabían hacerlo, ni el sitio y la oscuridad lo permitían, y la cuestión se decidía en luchas parciales de grupos que encontrándose frente a frente se destrozaban con ferocidad. En los sitios de mayor empeño estaban D. Juan y Sardina con todos los de su comitiva, defendiéndonos más bien que atacando, pues ya no era posible conservar ilusiones respecto al resultado de aquel funesto encuentro. Era difícil demarcar con exactitud los límites de cada uno de los ejércitos, ni señalar dónde acababa uno y empezaba el otro, pues en aquella revuelta masa habíanse mezclado los unos con los otros en brutal choque sin arte ni táctica. La nieve pisoteada era fango y sangre, y nos hundíamos en aquel mar de espuma, que nos salpicaba al rostro. Los movimientos eran difíciles por la falta de suelo, y más que batalla, aquello parecía un baile de exterminio en las regiones a donde por vez primera se llevaran los odios humanos.

De pronto un remolino espantoso agitó aquellos cuerpos incansables; redobláronse los gritos y todos cambiamos de sitio, mezclándonos más que antes; fuimos arrastrados, como si la movediza escena corriera de un punto a otro, dividiéndose, quebrándose en pedazos mil. Nuevas fuerzas francesas habían entrado en el campo de batalla avanzando con orden, y dejando tras sí, a gran número de empecinados.

-¡Que nos copan! -gritó con pánico una voz que reconocí como la de Sardina.

Miré en derredor mío, y no vi a ninguno de los que peleaban a mi lado. Pero no tardé en sentir muy cerca de mí la voz del Empecinado, que gritaba:

-Aquí estoy, ¡cuernos de Satanás! ¡Rayo de Dios! Veremos si hay quien se atreva a ponérseme delante.

Corrí allá. D. Juan Martín, acompañado de sus más fieles amigos, se defendía con bravura, y allí mataban franceses y renegados de lo lindo. Era un grupo aquel que atraía y fascinaba. En el centro, el general se multiplicaba, y con el espectáculo de su heroísmo no había a su lado quien no se sintiera con fuerza sobrenatural y un gran aliento para ayudarle. La idea de que cayese prisionero dábanos a todos un coraje loco que retardaba el fin de tan encarnizada lucha.

Al fin, de entre la masa de enemigos que teníamos delante, destacose una negra figura a caballo. Era mosén Antón, que venía gritando:

-¡Ahí está!... No le dejéis escapar.

-¡Ven a cogerme!... animal... -exclamó el Empecinado-. ¡Aguarda, traidor Judas!

Y quiso lanzarse en medio del fuego. Una mano vigorosa asió por el brazo al jefe de la partida y le arrastró hacia atrás. En medio del estruendo de aquel instante supremo oí la voz de Sardina, diciendo:

-Retirémonos... Juan, ahí tienes mi caballo... Vuela en él.

En derredor mío yacían muchos cuerpos que cayeron para no levantarse más. Yo me asombraba de encontrarme vivo... Retrocedimos haciendo fuego. Los aullidos de los franceses y los renegados anunciaban el júbilo de la victoria. Íbamos a caer prisioneros. Ya no había resistencia posible, y permanecer allí era locura, porque si los fusileros con quienes nos habíamos batido apenas inspiraban cuidado, detrás venía una fuerte columna de dragones con mosén Antón a la cabeza. Estábamos vencidos. Era preciso escapar.

-No hay remedio -dije para mí-. Nos cogen prisioneros.

Retrocedí sin precipitación, aguardando con relativa tranquilidad mi suerte, y al borde del barranco encontré a D. Juan Martín, llevado, o mejor dicho, arrastrado por sus amigos.

-¡Que vienen... que nos cogen! -gritó una voz.

Los caballos, con rápida carrera, avanzaban acuchillando a los dispersos. En un instante estuvieron sobre nosotros, y algunos renegados,a pie, avanzaban trabuco en mano.

-¡A ese, a ese... ahí está! -gritaban con feroces berridos.

Todos corrieron por el llano; D. Juan Martín, agitando los brazos con temblor frenético, vomitó estas palabras:

-Ladrones... ¡venid por mí! ¡Coged al Empecinado!

Y diciéndolo, se precipitó por el barranco abajo, y resbalando por la nieve, se hundió en aquel abismo, cuyo fondo ocultaba la oscuridad de la noche.

Los bandidos miraban a todos lados; los caballos se encabritaron al llegar al borde y perdiose en aquellos toda esperanza de echar mano al bravo guerrillero. Esto pasó en un período de segundos más breve que el tiempo empleado por mí en contarlo. No me es posible precisar de un modo exacto todos los detalles de aquel suceso, y hasta es probable que altere sin saberlo el orden con que se sucedían, porque lo que pasa en tales momentos de confusión y espanto queda en la memoria con rasgos y formas indecisas como la sensación producida por el relámpago o las turbias sombras de la pesadilla... Sólo puedo decir, sin precisar sitio ni momento, que el Crudo, otros tres y yo nos vimos rodeados por una chusma que nos quería coger prisioneros.

-Aquí nos tienes -exclamé asiendo vigorosamente la carabina por el cañón y descargando con la culata golpe tan vigoroso sobre la cabeza del más cercano, que lo tendí sobre la nieve.

Nos dispararon varios tiros; el Crudo cayó a mi lado y una navaja atravesó mi manga derecha rozándome la piel... Sé que corrí hacia un punto donde sentía la voz de Orejitas y Sardina... Sé que no pude llegar hasta ellos, y que me encontré junto a otros empecinados que aún se defendían bravamente... Pero no puedo decir por dónde escaparon los que lograron hacerlo... En la confusión con que mi mente me presenta hoy estos recuerdos, sólo veo con claridad lo que voy a contar, y es que por un espacio de tiempo que me pareció muy largo corrí sobre la nieve sin encontrar a nadie en mi carrera, oyendo, sí, gritos, voces, juramentos, aullidos, que ora sonaban a mi derecha, ora a mi izquierda. Miré hacia atrás y vi algunos caballos, no sé si diez o ciento que corrían en la misma dirección que yo... apreté el paso y vi delante de mí sobre el pisoteado fango de nieve un bulto, un trapo, un envoltorio, del cual salía un lastimero llanto. A pesar de la oscuridad se distinguían dos delicadas manecitas, alzándose hacia el cielo. Maquinalmente y casi sin detenerme, cogí el bulto entre mis brazos y seguí corriendo. Pero los caballos que seguían mis pasos, me alcanzaron al fin.

-¡Date, date! -gritaban a mi espalda.

Me sentí asido fuertemente. Había caído prisionero.

En derredor mío había muchos franceses, todos frenéticos, poseídos de la terrible borrachera de la victoria. Uno de ellos apuntome con su fusil al pecho, con intento de matarme.Otro, desviando el cañón, me dijo mezclando el francés con el castellano:

-¿Qué traes ahí, fripon?... Un petit... ¿Dónde lo has robado?

-Deja a un lado el petit, que te vamos a fusilar -dijo otro.

-Es un oficial -indicó un tercero, mostrándome benevolencia.

El guerrillero llamado Narices estaba a mi lado sujeto por dos robustos dragones, y al poco rato aparecieron otros cuatro empecinados prisioneros.

-Para esta canalla no debe haber cuartel -exclamó un sargento-; fusilémosles.

Narices, con un movimiento rapidísimo, se desasió de los que le sujetaban, y esgrimiendo la navaja, gritó:

-¡Compañeros, a mí!... Despachemos a estos cobardes.

Y asestó tal puñada al sargento, que le dejó seco. Íbamos a secundar su movimiento; pero acudiendo otros, nos ataron despiadadamente. Al ver un camarada muerto, quisieron rematarnos a todos allí mismo; pero un oficial dio orden de diferir la ejecución, y luego presentose un hombre, cuya cara reconocí al momento.

-Es Araceli -me dijo- después hablaremos.

-Recoja usted su petit -me dijo el oficial.

Dos horas después, al cabo de una marcha penosa, entraba yo en Rebollar de Sigüenza custodiado por los dragones franceses. Éramos doscientos.