<< Autor: Manuel González Prada

Publicado en Los Parias, periódico de Lima, 1907.


El espontáneo y general clamor levantado en Europa y América para conseguir la absolución de Nakens no logró despertar ningún eco en el ánimo de sus jueces: el hombre, absuelto y glorificado por millares de gentes que nada tenían de revolucionarias ni de anarquistas, fue condenado por la justicia española a nueve años de presidio.

Y todo lo que se brega hoy para alcanzar el indulto de ese verdadero delincuente honrado va siendo tan inútil como lo intentado ayer para conseguir la absolución. Los áulicos o directores del repugnante matador de palomas que simula regir el apolillado cetro de la monarquía española, no comprenden, o más bien, fingen no comprender que el indulto de Nakens rodearía la cabeza del pobre reyezuelo con una aureola de humanidad y clemencia, mientras la implacable tenacidad en la ejecución de una sentencia inicua le va convirtiendo en el ser más digno de horror y desprecio. Cada día se engrandece la figura de la víctima y se empequeñece la de su verdugo, que verdugo merece llamarse quien pudiendo indultar a un inocente no quiere hacerlo. Esta sola dureza bastaría para deshonrar a un monarca, si los reyes de España tuvieran honra que perder.

Fácilmente nos explicamos la inflexibilidad de hierro al pensar que nos referimos a una tierra de reyes inquisidores: donde algunas veces hubo conmiseración para asesinos cobardes y alevosos, no la hay para el incrédulo más desinteresado y más generoso. Se trata de un impío, acaso del mayor y más terco de los impíos españoles, del que durante veinticinco o treinta años no cesó de hacer fuego sobre la Iglesia y sus ministros. Connivencias del reo con los libertarios no deben suponerse ni creemos que nadie las haya supuesto.

Si hubo en España un enemigo de los anarquistas, ese enemigo fue Nakens. Por largo tiempo mantuvo en las columnas de El Motín una sección especialmente destinada a combatirles, y guerra tan encarnizada les hizo que, si mal no recordamos, llegó a sostener una enormidad: que los anarquistas eran agentes o colaboradores de los jesuítas.

El exagerado patriotismo de Nakens no pudo avenirse con una doctrina que rechaza las nacionalidades y combate la idea de patria. No hemos olvidado sus furibundos artículos en los días de la guerra hispano-yanqui: a pesar de su gran talento y ofuscado por el amor a España, no vio que los norteamericanos practicaban una obra de humanidad y policía al extirpar en Cuba un gobierno de tigres y urracas. Pues bien: la patria aquélla, tan defendida y amada por él, es la misma que hoy le juzga y le condena sin misericordia. Porque la patria no es sólo el aire que respiramos, el río de que bebemos, el terreno que sembramos, la casa donde vivimos y el cementerio en que duermen nuestros antepasados; es también el soplón que nos delata, el esbirro que nos apercolla, el juez que nos condena, el carcelero que nos guarda y la suprema autoridad a quien debemos obediencia y sumisión, ya esté representada por un general sudamericano que a duras penas sepa leer y escribir, ya por un reyezuelo español que lleve por cerebro un trozo de bacalao frito en el aceite de alguna sacristía.

Al infligir a Nakens nueve años de presidio, no se trata, pues, de castigar al libertario de acción ni al simple afiliado teórico, sino de escarmentar al impío y tal vez al republicano. Porque simultánea y paralelamente a la campaña irreligiosa, el director de El Motín ejercía una valerosa propaganda en favor de la república. El levantó bandera contra Salmerón por juzgarle incapaz de lanzarse a las vías de hecho. Y tan poco anarquista se revela en su programa revolucionario, que sostuvo (y sigue sosteniendo) la necesidad de un dictador militar para introducir y afianzar en España el régimen republicano.

¡Pobre Nakens! Cogido por las garras de sus enemigos, difícilmente se les escapará. Un soldado se compadece del enemigo y le salva la vida, un hombre cualquiera se apiada del malhechor y le perdona los daños inferidos; pero las gentes de sotana o con hábito no se compadecen ni perdonan: son como la mula del Papa, en el cuento de Alfonso Daudet. Nadie ignora que en la última regencia sufrió la tierra de Felipe II un recrudecimiento del fanatismo, que sobre todas sus poblaciones cayó un formidable chubasco de frailes y clérigos. Nadie ignora tampoco que Alfonso XIII, como buen hijo de su madre, sigue en su reinado las aguas de la regencia, viendo con los ojos de algún capuchino, oyendo con las orejas de algún dominico y no sabemos si engendrando con ayuda de algunos padres jesuitas.

¡Pobre España también! Tierra donde todavía se piensa en matar moros, donde no se deja de creer en los milagros de la Pilarica, donde estoquear un berrendo de jarana se aprecia más que cincelar una Venus de Milo, donde falta pueblo suficientemente viril para barrer con esa descuajaringada Monarquía, tan despreciable y odiosa bajo el ministerio liberal de Sagasta o de un Moret como bajo el gabinete conservador de un Cánovas o de un Maura.