João Francisco
de Florencio Sánchez


Como único recuerdo doloroso de las últimas reyertas partidistas de la vecina tierra, ha subsistido el de los degüellos, incendios, saqueos y depredaciones de todo género cometidos en las fronteras riograndenses. Si se tratara de un simple desborde de la delincuencia común, lógico en circunstancias tan propicias a la impunidad, sólo quedaría esperar que la justicia ordinaria aplicara su sanción a los hechos; pero ellos tienen su significado excepcional, pues son efecto de hábitos regresivos que florecen todavía por aquellas regiones y que conviene poner en claro, analizar y juzgar en homenaje a la cultura de esta América que tanto oscurecen y agravian.

Los diarios han esbozado algunas crónicas de la vida fronteriza, perfilando a través de relatos espantosos la silueta de un personaje, señor de vidas y haciendas en Río Grande, João Francisco, que a fuerza de aparecer malvado y sanguinario va tomando en la imaginación popular los contornos de algunos de nuestros señores feudales de la Edad Media argentina.

João Francisco, que en la realidad se excede a su reputación, es una simple resultante del ambiente en que actúa, encarna los sentimientos, las pasiones y las modalidades del medio.

Transplantado a Buenos Aires o a la última provincia argentina a lo sumo llegaría a ser un interesante ejemplar de delincuente; en la frontera riograndense es señor feudal.

Quien estas líneas escribe ha vivido largo tiempo en aquellas regiones; ha frecuentado sus hombres y observado las costumbres, de modo que se considera habilitado para abordar el tema, verazmente aunque más no sea, desenvolviéndolo en la forma a su juicio menos monótono: la forma episódica y anecdótica.

Vamos, pues, a hacer crónica, que parecería novela a no mediar en la historia del caudillaje criminal americano un documento tan genial como el Facundo de Sarmiento.

La parte sur de Río Grande, comprendida entre Santa Ana de Livramento y Uruguayana, ofrece un tristísimo aspecto de atraso e incultura. Está dejada, como quien dice, de la mano de Dios. Poco poblada, sin medios fáciles de comunicación, desenvolviéndose su vida económica por la explotación más primitiva de la ganadería, en manos de escasos propietarios, su comercio es generalmente a base del contrabando y el abigeo; sin escuelas, sin templos siquiera, sin instituciones de ninguna especie, salvo la de la autoridad a cargo del más fuerte y bárbaro, iba, sin embargo, evolucionando progresivamente hasta que sobrevino la revolución de 1893. Tres años de guerra demolieron toda la obra de progreso dejando la simiente regresiva de la antropofagia política.

Santa Ana es el centro principal de operaciones de João Francisco. Es una ciudad de aspecto colonial, como todas las de la provincia, excepto aquellas en que ha gravitado la influencia de la inmigración alemana. Está situada frente a Rivera, población uruguaya, formando casi un solo pueblo; ambos se diferencian por la edificación moderna de este último y por costumbres fundamentalmente opuestas.

Su comercio es fuerte y nutrido por el contrabando con el Uruguay, su sociabilidad precaria, y cosa no extraña, hay más espíritu supersticioso y fetichista que religioso. Sólo tiene una iglesia a medio derrumbar, atendida por un párroco que más bautiza que dice misas, y que viste de particular. En cambio se habla de política. Antes, cuando había opositores (hoy los que no han sido degollados viven en territorio oriental o se han instalado en los grandes centros de población), se debatían los dos bandos. Ahora se pelean ellos solos por preponderancias personales, pero como João Francisco no tarda en poner coto a esas rencillas se quedan sin asunto, y entonces la emprenden contra los jefes y oficiales de los batallones allí destacados por el gobierno central del Brasil y empleados de reparticiones nacionales, como la de aduanas. Recientemente los telegramas nos informaban que la población de Santa Ana se había alzado en armas pretendiendo linchar al jefe de la receptoría, un tal Frontoura, quien a su vez se había atrincherado en sus oficinas. Ignoramos cómo terminó el conflicto, pero asuntos de esta índole constituyen el pan nuestro de cada día para los buenos santenenses. João Francisco es, por supuesto, el dios de allí. "Noli me tangere".

-Que a don Fulano de Tal, sospechado de maragato le han cortado la cabeza; que el pardo Cipriano apareció con los dientes al sol; que la estancia tal ha sido asaltada, incendiada y degollados sus habitantes?... La noticia corre como un rayo, se comenta sin regocijo pero también sin indignación, y cuando dos amigos se encuentran en la calle al comunicarse sus impresiones:

-¡Fue la gente de João Francisco! -se susurran, bajando la cabeza. Para hablar de esas cosas no se puede alzar mucho el cuello, pues hasta la atmósfera tiene filo.

Hay que hacer notar, no obstante, que por allá no se justifican todos los crímenes.

-¿Para qué degollar a ese pobre diablo?... ¡Si hubiera sido jefe o caudillo, menos mal!...