Jesucristo en la cruz
El que ha podido hacer adorar una
cruz, el que ha ofrecido por culto á
los hombres la humanidad doliente y
la virtud perseguida, éste, lo juramos,
no puede menos de ser un Dios.
¡Calle el mundo á mi voz! El arpa mía
Va á repetir el eco del Calvario
Con mágico concento,
Que en alas de la mística poesía
Se eleve presuroso y solitario
Hasta tocar el alto firmamento.
¡Calle el mundo á mi voz! Altivos reyes,
Pueblos que venerais la augusta enseña
Con júbilo infinito,
Mudos oíd: ante las sacras leyes
El orbe todo su poder domeña.
¡Tiemble á mi voz el bárbaro precito!
Sí; porque canto al Salvador del mundo,
Al autor de las altas maravillas,
Á cuyo solo nombre
Los querubines con amor profundo
En el cielo se postran de rodillas,
Y acá humillado se estremece el hombre.
¡Canto al Señor! dobléguese á mi acento
La humanidad en el mezquino suelo;
Porque de unción piadosa
El alma siento arder, y el pensamiento
Al escabel se encumbrará del cielo
Donde la planta de Jehová reposa.
¡Atended! una voz ha resonado
Derramando torrentes de armonía
Y de placer profundo!...
¿Quién profiere ese acento regalado?
Oíd en esa dulce melodía,
La dulce voz del Salvador del mundo.
«Perdónalos, Señor oh Padre mío;
No saben lo que han hecho.» — ¡No lo saben!
¡Cuánta bondad encierra,
Jesús, y cuanto amor, tu acento pío;
Dejas que gotas de tu sangre laven
La negra culpa que manchó á la tierra!
Y dejas ¡ay! que en tu sagrada frente.
Que en esas sienes, ¡oh Señor! que inclinas
Enclave despiadada
Del pueblo infiel la fementida gente
Corona de agudísimas espinas
Que hacen brotar tu sangre venerada.
¡Tú, cuya aureola presta fulgurante
Su luz al sol, y cuyo soplo haría
Cenizas la natura!
¡Tú sufres, ay! Levanta amenazante
La voz, confunde á la canalla impía,
Y no apures las heces de amargura.
Pero apacible vuelve la mirada
Hacia la cruz del malhechor, diciendo
Con júbilo: «Este día
Serás conmigo en la eternal morada.»
Cada mortal en el instante horrendo
Recuerde esa palabra de armonía.
El Señor va á morir: siempre bondoso
Quiere dejar al mundo cara prenda
De su amor inefable;
Prenda sin par, tesoro portentoso,
Que al hombre triste en su dolor defienda
Y sea refugio de infeliz culpable.
Viendo á María, la dice dulcemente,
Enseñándole á Juan, que triste llora:
«Mujer, mira á tu hijo.»
Desde entónces el mundo reverente
De la Madre de Dios la gracia implora,
Y la venera con amor prolijo.
Del Gólgota otra vez allá en la altura
La voz del Redentor se escucha apena
«Tengo sed,» — ¡Es posible!
El que en Oreb de entre la peña dura
Hizo saltar el agua por la arena
Con su inmenso poder irresistible...
¿Es cierto, Dios Eterno? El que ha vertido
Sobre el orbe torrentes, el que un día
El ancho mar llenara,
El que á su voz mirara sumergido
Al mundo entre las aguas... ¡Raza impía!
Oíd, oíd, su acento que murmura:
«Padre mío, ¿por qué me desamparas?»
Solo!... ¡solo! El que ordena en los confines
Del empíreo millares
De jerarquías de su mando avaras,
De arcángeles y bellos serafines...
¡Solo el Señor cercado de pesares!
¡Silencio! ¡Prosternaos! negros vapores
Torvos encubren el zafíreo cielo!
La luz se debilita,
Desátanse los vientos bramadores,
Y á la penumbra que circunda el suelo
Vése la tierra del Señor maldita.
Y surcan los relámpagos la esfera
Y en las tinieblas lóbregas serpean:
Pavorosos resuenan
Inmensos ruídos de terror; do quiera
Cárdenos rayos sin cesar flamean
Que con su voz los ámbitos atruenan...
Treme la tierra... rugen y se agitan
En sus cuevas las fieras espantadas
De tales conmociones;
Los torrentes sin fin se precipitan,
Y escúchanse feroces risotadas
De los infames, bárbaros sayones.
En tanto de las fosas se levantan
Los que fueron ayer; desencajadas
Asoman las facciones;
Al mirar el Calvario se amedrentan
Y se hunden en las tumbas socavadas,
Con extrañas horribles contorsiones.
¡La hora sonó! La humanidad entera
Levanta el grito: «¡Redención! exclama.
El momento ha llegado
De cumplirse la oferta verdadera;
La sangre que nos salva se derrama.
La sangre de Jesús idolatrado!»
«Todo se consumió!» ¡Gracias, Dios mío!
Que al mundo todo legarás muriendo
Tus bienes soberanos:
Ya te escucho en el Gólgota sombrío,
Exclamando: «Mí espíritu encomiendo,
Señor, Señor, en tus sagradas manos.»