Jarrapellejos/Capítulo IV

Jarrapellejos de Felipe Trigo
Capítulo IV

Capítulo IV

Sentado en el taburete, al centro del sombrajo, espiaba Melchor la lejanía. Los demás, tumbados contra los aparejos de las bestias, tenían cerca el cántaro del agua. Ya uno, con el escalofrío de la terciana, no cesaba de beber. Otro, muy flaco e hidrópico del vientre, incapaz de soportarse nada en la cintura, mostrábalo venoso y tenso a través de un jirón de la camisa. No hablaban. Inyectados los ojos, absortos bajo la sensación de su tormento en el seco ambiente, que negábales hasta el consuelo de sudar, se rascaban el ardor de los brazos y el cogote. Eran los limpiadores -nuevamente por una calma del aire forzados al descanso-.

Un perro ladró. Moviéronse detrás del sembrajo las espigas, y apareció un hombre con bandolera de chapa y escopeta.

-A la pá e Dió.

El Gato, guarda de las eras.

Huyéndole al sol, desde bien temprano estuvo durmiendo y cazando en las próximas alamedas del Guadiana. Tiró al suelo el sombrero y dos patos que traía, y se sentó.

-Vaya un diíta, ¿eh?, pa los que no tenemos más remedio que chincharno. Ni las cigarra ni las jormiga han salío de sus bujero. ¡Tra ca un cigarro, Melchó!

La falta de tabaco hacíale anticipar el regreso de aquellas frondas agradables.

Día de prueba el de hoy, a la verdad. Se respiraba llama. Olía a retostado pasto en todas partes. Dijérase que, especialmente en el bochorno de fuego de la siesta, no habían ardido solas las eras por milagro. Amaneció con una aurora de calma sofocante, sin una nube, y sin nubes iba declinando el sol en los trágicos resplandores de su lumbre. La planicie tendía la dorada abundancia de las mieses hasta la colina de las huertas, tras la cual alzaba el pueblo las siluetas de las torres. Incierto y agitado intermitentemente el aire de horno, levantó a menudo a los espacios el tamo de las parvas en abrasados remolinos. Continuaban las faenas de acarreo. Continuaba la trilla con reatas de mulas y caballos, con rodillos de paletas que solían llevar en el pescante una mujer. Cien veces habíase agotado en los botijos el agua como caldo. Bebían, bebían las gentes sofocadas, escociéndoles la piel con una sensación de quemadura, y bebían aquí también el del frío de la terciana y el del vientre hinchado, a mudas y fugaces compasiones contemplados por los otros.

El Gato se fijó en el de la fiebre. Se compadeció. «¡Vete a casa, hombre!» ¡Sí, sí, a casa! ¿Quién le ganaba el jornal? Había atrapado aquello desde mayo, llevaba gastados en quinina treinta reales, porque ya no se la daba por la iguala el boticario, y eran siete de familia. «¡Rediez!», reparó luego el Gato en el hidrópico. «Y tú, hombre, Colás, ¿cómo andas?» «Rematao. Pa estallá uno de estos día.» Enfermo hacía dos años, el médico decíale que «lo daba de aquí, de la asaúra», que bebiese leche, que no hiciese nada y que, si no, no curaría. Su mujer, embarazada, hubo de sustituirle, hasta que veinte días atrás viose acometida de parto en pleno campo, en plena siega; parió sobre unos haces, y murió de insolación y de hemorragia cuando la transportaban al pueblo en parihuelas. La cría murió también. El padre, dejando la cama, tuvo que volver a trabajar para atender a otros tres niños, de quienes cuidaban mientras las vecinas.

-¿No t'han socorrío en la Asociación? Allí dan leche.

-Una semana me la dieron. Después dicen las señoras que tien a otros que atendel.

Fatigábase Colás sólo con responder a las preguntas. Tuvo que aflojarse más el pantalón. Su rostro era ya el retrato de la muerte.

Y el Gato se irritó:

-¡Me caso en Ronda! ¡Qu'esto lo puá naide consentí! ¿Estás malo?... Pos amuélate y trabaja, y echa los reaños por la boca; que si se enferma mi jaca, bastante hago con pagale el albeita y la cebá. Y si no estás malo, lo mesmo: cuatro rales en ivierno, escuérnate criando una familia, y yo me acostaré con tus chicas cuando sean grandes y libraré a mis hijos mandándote los tuyos a la guerra. ¡Cuatro rales, señó! ¿Cómo quedrán que se valga así dengún cristiano?... Pague osté casa, leña, luz, zapatos y ropa y pan pa cuatro u cinco; pague usté médico y botica..., y allá le van contribucione y consumos que lo balden, y la cárcel si llueve y no hay jornal y se sale uno al campo a buscarse unas tarama. Mucho con que se iban a rotural las dejesas, y sin rotural siguen; mucho con que se iba a queá la gente a la siega, y ¡la e siempre!...: los padre, los marío, fuera, y las hija y las mujere, aquí, de día a matase por la cochina pesetilla, y de noche a perdel la poca lacha que las quea, a na que se descuidian, aguantando en la parva al señorito. Miraílas allí, aquéllas; ¿se les pué así desigí a las probe ni vergüenza?...; medio en pelota, pa no morise sofocás, y er carrero abajo aupándolas a gateá por los varale. ¡Rediez con las cosa de este mundo, y rediez con los beato señorito v señore d'este pueblo, a toas hora sin pensá más que en caele a arguna entre las pata..., que es ya un asco!

Miraron los oyentes. Más que el forzoso impudor de las mujeres, chocábales la indignación del Gato, que no sólo no tenía hijas ni mujer, sino que siempre había defendido a los señores. Sobre algunas pequeñas parvas, al lado de aquellas otras en que trillaban los trillos y los mulos o caballos, únicamente volteaban desmedradas recuas de borricas. Era la recolección de los pocos desdichados que habían tenido la suerte de salvar parte de su hacienda en estas fértiles vegas de la inmediación de La Joya, acaparadas por los ricos y nunca muy atacadas de langostos. Aunque este año los Valles fuesen un desierto, los carros llegaban aquí, colmados, del confín del horizonte. Se los veía lentos avanzar, alzando polvaredas de la tierra seca y de la paja, y pararse acá y allá entre las rubias montañas de gavillas. Ruedas arriba, asaltados por las semidesnudas mujeres, empezaba la descarga. No habían vuelto aún los braceros emigrantes. Apenas quedaban otros hombres que los mozos de soldada fija y los gandules y enfermos que no habían querido o podido partir.

El Gato proseguía:

-¡Qué tierra nuestra tierra, Dios! ¡Mardita sea! Salí de aquí a la siega me paice una tontuna. Allá, lejos d'una ve, familia y to, a América pa siempre. Trasantié estuve en Jaramilla, de ahí junto a Cervera la Reá, y aquello es entendelo. Se largan a bandás. Primores m'han contao. Er que allega, en cuanti escribe, arrastra otro montón. No van queando ni las ratas. Vende ca uno lo que tiene: burra, cercas, y ¡hala!..., a Buenos Aires.

Les dejó un segundo bajo la magia del nombre sonoro. Después continuó el relato de lo que había aprendido en Jaramilla. Era el mismo cuadro de contrastes que les acababa de ofrecer a los molineros del molino, y que en tres días llevaba repetido muchas veces por las eras. ¡Oh Buenos Aires! Gran ciudad, donde desconocíase el hambre y rodaba la plata a puntapiés. Sobraba el trabajo, faltaban los hombres, y hasta andaban silvestres en los campos las piaras de caballos y carneros por no haber quien las guardase. El que se iba, al mes, empezaba a mandarles a la novia y a los parientes regalos y billetes. Una escribía diciendo que estaba de moza en una fonda, que ganaba treinta pesos y el doble de propinas; su hermana, de costurera, treinta y cinco, y su hermano, ciento, en un café.

-Echay la cuenta, y a ve si no resurtan cinco u seis mil rales mensuales, que n'hay Cristo que los gane aquí ni en medio siglo. Ademá, y esto sus dirá mejor lo que pasa en Buenos Aires -terminó sacando una carta y mostrando los auténticos sellos y timbres del correo-: un ciego que pide se emborsa diarios, diariamente, de limosna, siete duros...; ¡veilo en esta carta que m'han dao; y lela tú, Melchó, que no se diga que lo invento!

Le alargó el papel a Melchor, indicándole en donde el pasaje comenzaba:

«Pues sabrás, padre, que debo decirte tamién que aquí no hay pobres, porque tos tienen pa come y pa ajorrá con su trabajo, y no permitirían tampoco echase a las calles a pedí; pero sabrás, padre, que el otro día estaba yo a comprá una purga en la botica, y entró un ciego y sin decil na comenzó a sacarse del bolsillo puñaítos de moneas de a dos reales. Y allá va un puñaíto, y otro puñaíto, y otro puñaíto; y aluego el boticario fue y se las contó y se las cambió por siete pesos; y yo le apregunté al boticario, que me dijo que era lo que venía a cambiale toas las noches de lo que sacaba de dejale pedí en la avenía de Mayo por sel ciego. Pues sabrás, padre, que me acordé de tío Tanasio, que lo es, y que si hubiá quien lo trujese en el vapor, debía venirse cuanti ante.»

El asombro tenía a todos excitados. De pie, porque volvía a soplar el viento y lo debían aprovechar para la limpia, escuchábanle al Gato sus arengas. La cosa no nenecesitaba comentarse. De a dos realillos hasta la moneda más pequeña, la moneda de limosna, y ¡siete duros un ciego! Aunque gastase dos en comer, como un conde, ahorraría «diarios, diariamente», cuatro o cinco. Preguntábanle, se informaban, y el Gato respondía cumplidamente. Se había hecho amigo en Cervera del representante de la compañía de emigración, y él facilitaríale todo al que quisiese sin más que un anticipo para arreglar los documentos. Pagaban los pasajes.

-Pa dir. ¿Y pa gorvel? -desconfió uno.

-Hombre, Moro, pa gorvel ca cual cuando quia y que le paezca.

-¿Y si después de allegá, que no hay más remedio que achantase, resurta to mentira?

-¿Por qué va a resultá?

-Porque lo tengo oído de leé a mi amo, don Julián, lo que traen de Buenos Aires los periódico.

Revolvíase el Gato. El recelo de Moro les aguaba el entusiasmo a los demás. «¡Pa chasco, los periódicos!» Defendían a los amos, y no iban a declarar que fuese aquello Jauja. Entre creer a don Julián, «qu'era un ganso y no s'había movío de La Joya, y creer a los que mandaban guita y llamaban a sus hermano y sus padre, no cogía duda denguna». Además, se estaba aquí «tan rematadamente daos al mesmísimo demóngano que na se perdiese por cambiá, manque hubiá de sel en el infierno».

Desfilaban los limpiadores con un murmullo de aprobación, con el alma en los ojos, llena del miedo y el ansia de aquel lejano paraíso. Solamente el hidrópico, apoyándose en el bieldo y con la otra mano en el vientre enorme, que mal podían las piernas sostener, marchaba, y lo había escuchado todo con la impávida tristeza del que ya hubiese estado oyendo la redentora promisión desde la tumba.

Melchor, el último, empezó a desperezarse.

-Me voy, tío Ramas -dijo.

-¿Aónde?

-Toma, a limpiá.

-Bah, hombre, que limpie el señó arzobispo de la diócesi. Fuma. Tra cá otro cigarro.

Le entregó el muchacho la petaca, y el Gato filosofó:

-Pa el cochino sueldo que nos dan, bastante hacemo. Despué de to, lo que se deja de hacé es lo que se saca de la vida. Unos, a matarno, rompiéndono los brazo y derritiéndono los seso, iguar que burros condenaos; otros, a guardá, a beberse la cerveza ar fresco del Casino, y a jugase los billete. Por supuesto, que er día menos pensao se me atufan las narice, armo otra vez er jollín, y que venga aquí de guarda el arzobispo de la diócesi. ¡Tra cá un papel!

Le dio el papel.

-Ríete tú, Melchó -prosiguió el Gato-, de Ceuta junt'a esto. En Ceuta estuve, y ni se pasa la mitá de estas fatiga, ni hace la mitá de este caló. Presillo por presillo, ar menos a la sombra, y segura la gandalla. Y no es que yo me puá quejá, que bien ves tú si me quieren o no y si me miman los señore...; pero, ¡vamo!, a que no tengamos na pa que ellos tengan to, es mu duro resinnase.

-¿Por qué fue, tío Ramas, por lo que estuvo usté en presillo?

-Por na: por dale unos trompis al aperaó de don Andrés Rivas, hasta queale sin sentío, que dicen que murió de las resurta, y por llevame unas cochinas mula, en total, que no valían siscientos rales.

Melchor estaba distraído, siempre mirando hacia el pueblo. Aguardaba a la Petrilla, hija de la querida del Gato, y que al anochecer veníase a las eras con su madre, para cenar y dormir bajo el cielo, echadas de La Joya por el calor y los mosquitos. Tuvo la sorpresa de verlas surgir de entre unos montones, ya bastante cerca. Petra y él eran novios. Aunque ella había cumplido apenas quince años, y él veinte, por hijo de viuda libre de servicio, trataban a todo escape de casarse. El Gato le hablaba, pues, como de familia. Nunca estaba de sobra un compañero convencido -por más que, hasta la fecha, habíase bastado él en las noches de invierno a la sencillísima tarea de esperar a los señores que salían del juego y pedirles (sonrisa en boca, garrote en mano y puñal en el bolsillo) cinco duros. «Don Fulano, si usté quisiá haceme el favó de argo, porque anda uno tan mal con un sueldo tan chico y tantas bocas en la casa...»

El sueldo consistía en dos pesetas diarias que le había asignado el Ayuntamiento como conserje de la prisión municipal (y claro es que, habiéndola judicial, no tenía que guardar nada) tan pronto como hubo vuelto del presidio. Diplomático sistema del cacique, del gran Jarrapellejos, del hombre que sabía quedar bien con todo el mundo: a los amigos que se arruinaban al monte los nombraba alcaldes, secretarios, administradores de consumos, a fin de que pudieran reponerse; a los ladrones y asesinos los domaba en simpatías, haciéndoles guardar las vidas y haciendas de los otros. Gente de cuidado, no obstante, don Pedro Luis era el primero en darles unos duros al verlos aparecer por las tinieblas. En esto consistía el sueldo del Gato, aumentado ahora con un suplemento de diez reales, asimismo del Municipio, como guarda de las eras; y por cuanto a las bocas de su casa, habían sido más, cuatro: la de esta Sabina que llegaba, la dulcera, que haciendo dulces y vendiendo vinos y licores manteníale a cuerpo de rey, en calidad de fiel amante, y las de las tres hijas de Sabina: Estrella, Aurora y Petra; sino que Estrella y Aurora, según habían ido cumpliendo los quince años, con dos de intervalo, se habían metido a prostitutas, y estaban la una en Madrid y la otra en Badajoz; y sólo quedaba Petra, a quien el Gato, con las consiguientes trifulcas y enérgicas y celosas oposiciones de la madre, quería a todo trance deshonrar, ya que no pudo hacerlo con las otras, antes que se casase con Melchor o se fuese también con las hermanas.

Pasaban Sabina y la muchacha; Sabina descubrió a «su hombre» y se acercó a entregarle de la cesta el tabaco que traía. Iban a cenar conejo frito. «Llévate esos patos, pa mañana.» El Gato anticipábase un trago de la bota. Melchor, en tanto, fue furtivo junto a Petra: «Ya sabes...: esta noche, en cuanto la luna sarga y sientas que hago la corneja...» «¡Chist! ¡Sí, bueno!.... que van a oírte», le impuso ella, turbada de inquietud su cara granuja de angelillo. Era menudita y rubia, casi roja. Tenía la boca encarnada y muy pequeña, muy pequeña. Fingíale al novio indiferencia, apartada algunos pasos, y Melchor, disimulando a su vez, se echó al hombro el bieldo y se alejó hacia los montones de la limpia, no sin antes reafirmarla: «¡En er soto e Tablajonda!»

-Aire pá alante ¡tú! -le dijo a la chica el Gato, puesto en marcha con la madre.

Petra se adelantó, temblando. La voz de este hombre la aterraba. Había prometido retorcerla el pescuezo, y más de una vez había tenido la madre que acudir a quitársele de encima, toda arañada ella, medio muerta. Y no era que, al fin y al cabo, por sí misma, la importase mucho complacerle, sino que la celosa madre, que ya una tarde la puso negro un ojo, con juramento de cruces teníala dicho que la iba a ahogar si se dejaba. Caminaban los tres a su sombrajo. El Gato se informaba de Sabina. «¿Qué, viste a señá Cruz?» No, no pudo verla Sabina esta tarde. Cuando fue a su casa ya se había venido señá Cruz. Ahora buscaríala y la hablaría. Tratábase de la madre de Isabel, la Fornarina, y de un encargo de don Pedro Luis, importante para todos. Sólo de gratificación, habíale anticipado a Sabina don Pedro quince duros, y la entregaría veinticinco más si con maña lograba que la Cruz cediese a que la Isabel se le entregase...

-¡Mira, mira, qué de golosos, la Isabel.... ¡na má de asuponerse que vendría dende esta tarde! ¡Qué suerte la de argunas!

Indicaba ella la era de Zig-Zag, cerca de la cual iban cruzando. Sentados en la especie de glorieta que formaban las gavillas, charlaban el Garañón, Mariano Marzo y el médico Barriga; pero, más aún que charlar, contemplaban cómo allá, no lejos, la Fornarina guiaba un trillo.

-¡Conchi! -admiró el Gato-, ¡ni las mosca a la miel! ¡La güelen! ¡Mira quiénes más vien'a caballo p'allí!

Don Pedro Luis, acompañado de Zig-Zag. Al lado del caballote tordo, de don Pedro, aún parecía más diminuta la negra jaca jamonera en que al no menos gigantesco ex albañil arrastrábanle las piernas. Nadie ayer aquí de todos éstos. Maravillosa su sagacidad por haber aprendido tan a tiempo que hoy, en la era de Isabel, la trilla empezaría.

Sabina y el Gato apresuráronse a ganar su cobertizo, en la del Garañón. Soltaron los patos, las cestas. Ella partió inmediatamente a buscar a señá Cruz. Él, a ver de dar alguna otra conferencia americana en otra parte. Por cuanto a Petrilla, alejábase hacia el río con un cántaro al cuadril.

Fue una dispersión que no pudieron ver don Pedro y su fiel acompañante. Según éstos avanzaban, Zig-Zag, más claro de la vista, reconocía a los que formaban junto a su chozo la tertulia. Digo, ¿eh?, ¡ahí es nada!, ¡el Garañón! Temible rival, aunque bruto, por su tenacidad y desprendimiento. Los otros, ¡psiá!..., sin un cuarto, incluso Mariano Marzo, que a escape se arruinaba de tanto jugar y emborracharse, y queriendo, sin más que por bonito, calzarse a la Isabel. Tropezó la minúscula jaquita, poniendo a Zig-Zag en riesgo de salir con toda su musulmana humanidad por las orejas, y, una vez que la hubo refrenado, el jinete insistió en ponderarle al buen amigo las últimas noticias que sabía del Garañón: en primer lugar, la Sastra, de gancho con la madre de Isabel, era diestra en el oficio; en segundo lugar, el Garañón había mandado que la ofreciese la casa y el olivar de Los Tejares...

-¡Bueno, hombre, tonto, tú.... pues yo te voy a confesar! -resolvióse don Pedro Luis a anonadarle, mirando y sonriéndole desde lo alto del tordo caballote-: la Sastra será la Sastra y lo que quieras tú, y un mundo ese olivar de Los Tejares...; pero yo le he echado a la madre de Isabel, a Sabina la Dulcera, más lista y decente cien veces que esa vieja, que ese trapo de la Sastra... Y ¡bueno!, ¿cuánto crees que puede valer el olivar?

Dispuesto a los asombros, por saber con quién trataba, Zig-Zag repuso:

-Doce o trece mil reales.

Don Pedro le miró. Llegaban. Apresuróse a concretar:

-¡Bien! Tres mil duros, contantes y sonantes, en pasta mineral catalana, y en la mano, para que compren el cortijo de Alvarez el Pito, que está en venta, tiene el encargo de ofrecerlas la Sabina. Habrán hablado esta tarde. Vengo por la contestación.

-¡Re... contra!

-¡Eso..., y coche antes de un año! ¡Lo has de ver!

Dejaron los caballos; los ataron. Estaban cerca de los otros. Acogidos con sonrisas maliciosas, le fue cedido a don Pedro un trípode de encina, y el ameno Mariano Marzo continuó charlando acerca de la actualidad: la boda del conde de la Cruz. Sin embargo, confluían todas las miradas hacia el lugar en que, a unos cincuenta metros, guiaba la Fornarina el trillo. La hermosa. La bella desdeñada y codiciada. La gentilísima, que lo mismo con novio que sin novio seguía riendo a los piropos cuando, blanca de harina, cruzaba por las calles con el cesto de pan a la cabeza. Maldito si estaba ahora el profesor, y con tal de volver más tarumba a los que ella bien sabía que la estaban contemplando, se había prendido, coqueta, en el sombrero un manojo de espigas y amapolas. Puesto el sol, ni el sombrero haríala falta, en realidad, a no ser porque el espejo, en casa, la hubiese dicho cómo bajo las anchas y pajizas alas agraciábanla los rizos negros. Para mayor encanto, los arrebatados fuegos de su cara se aumentaban a las rojas luces del crepúsculo. En la mano izquierda llevaba los ramales de las tres peludas y ágiles borricas, y en la otra el látigo. Nueva la parva, las largas pajas de las gravillas, mal deshechas aún, ocultaban como e una fofa nube de oro el carro en que daba vueltas la hechicera y rústica deidad. «La Fornarina (frase del poético don Pedro, cortando breve aquella sabrosa charla sobre el conde) estaba aquí transfigurada en la Cibeles.» Su padre y su mozuelo, trabajando en otras cosas, la acompañaban; la madre, no; y esto parecíale de buen augurio al que suponíala con la dulcera en conferencia interesante.

Pero volvían al gran suceso que traía al pueblo en sorpresa y en asombro. El conde de la Cruz se casaba con Ernesta. Con Ernesta, con la misma. Gregorio se acordaba que al conocerle una tarde en casa de las Ribas se hubo de indignar hasta casi la repugnancia y el horror porque juzgábanle las otras agradable. ¡El colmo! Octavio, ya casi su novio, al vérsela de pronto arrebatada, cogía el cielo con las manos. Es decir, suponíase que lo cogiera, porque, dadas las reservas de su orgullo, habíase limitado a retirarse de reuniones y a morder a caballo por los campos su derrota. ¡Ah, una mujer como aquélla, de veinticuatro o veinticinco años, de viva llama, y un hombre de cerca de setenta, tres veces viudo!... Indulgente con toda humana flaqueza, Jarrapellejos trataba de explicarlo. De una parte, Octavio, aunque había probado estar apasionadísimo de Ernesta, no llegaba a acabar de comprometerla seriamente en el noviazgo; y ella debió comprenderle, al fin, demás pagado de su juventud y de su estirpe para llevarla al matrimonio. De otra parte, pobre la infeliz, pero digna por su educación y su hermosura de los faustos de una reina, los coches y el automóvil y la corona condal debieron voltear en sus desvelos por encima del desconfiado amor que Octavio la inspirase, desde que el conde le planteó su proyecto a tita Antonia. A diferencia de Octavio, el conde era bastante rico para no tener que reparar en que lo fuese su mujer.

-¡Ah, sí! -añadió sarcástico Mariano Marzo, que si bien contento por el desastre del Octavio vanidoso, no podía sufrir que ni legítimamente se llevase a la bella forastera un conde carcamal-, ¡y lo bastante viejo para no intentar conquistas sino a cuentas de una boda!

-Hombre, Mariano -defendió don Pedro-, conquistas.... ya ves tú que... con dinero...

-De otro fuste, tito, ¡bah!..., porque al conde, con la respetabilidad de su beaterío y su alta dignidad, le da por madamitas... Tres lleva, y no seré yo quien a la última defienda porque fuese prima mía, que, en resumen, lo mismo éstas que las otras.... ¡salvo el modo de venderse!

El caso era que, una vez obtenido el asentimiento de Ernesta, ella había tenido una cruel escena de ruptura con Octavio; que el conde había ido a Valladolid a pedirla, y que habíase acordado encargar a París y a Madrid el ajuar a todo escape, completándolo bajo la dirección de tita Antonia y bajo la envidia que a las amigas de la futura condesa espléndida las causaba el ver bordar tantos escudos y coronas por almohadas y camisas y manteles. Tanta envidia, mal disimulada en corteses atenciones, que hasta decíase que dos habían llegado a enfermar: una, Joaquina Rivas, un tanto esperanzada por los habituales floreos del conde a sus ojos garzos; otra, Pura Salvador, cada día más escuchimizada y triste, con su carita rubia de payaso... Mas, no, bah, ¡oh!, acerca de esto, ahora, aquí, justamente Barriga, el joven médico, podía poner las cosas en su punto. Clientes suyas, ambas, sus enfermedades no tenían nada que ver con tales tonterías de la malicia. Y en Pura, menos; una niñita que tenía su novio cadete, el primo Antón, y que claro es que no se habría ilusionado nunca con el conde. Joaquina padecía de paludismo; ¿qué relación iba a establecerse entre esto, que era una infección, y la envidia? Una ictericia, un histerismo..., ¡bien!; ¿pero cuartanas?... Y a Purita Salvador, la pobre, a consecuencia de un paludismo larvado, también, habíala sobrevenido una ascitis...

-¿Una qué?

-Una ascitis.

-¿Y qué es eso?

El médico la tuvo que explicar. Agua, hidropesía. La había vuelto a reconocer esta mañana. A consecuencia de los infartos del hígado y del bazo, la sangre circulaba mal, y el vientre íbala creciendo. -Oye, tú, Barriga -deslizó maligno el Garañón, de pie, arreglándose el pantalón en la entrepierna-, ¿y no será más bien una barriga?

Fue esta vez Barriga quien tuvo que inquirir:

-¿Cómo.... una barriga?

-¡Toma! ¡Embarazo!

La duda, que, en verdad, tratándose de una señorita, de una pudorosísima chicuela, no se le habría podido ocurrir más que a este Gregorio barbarote, hizo protestar a todos. Afortunadamente, el médico, harto oportuno, opuso su rotunda suficiencia a aquella duda que aquí surgía por primera vez y que no hubiera tardado en extenderse con la misma falta de fundamento que lo no menos estúpido de achacarle una hidropesía abdominal a envidias por el conde.

-¡Oh, bah! ¡Hombre, bah, Gregorio! -reconvínole don Pedro Luis, reafirmando con su digna autoridad, podría decirse, incluso al médico-. ¡Qué barbaridad! ¡Purita! ¡Pobrecilla!

Y como al mismo tiempo vio que allá atrás llegaba a su sombrajo la dulcera, se levantó y partió rápido, diciendo: «¡Vuelvo!»

Iría a su era. Se alejaba de Isabel y no tenían por qué entrar en alertas los rivales. Siguieron éstos oyéndole a Barriga el plan de diuréticos y tónicos que habíala establecido a Pura Salvador, y únicamente Zig-Zag, con el rabillo del ojo, pudo advertir de qué sagaz manera su amigo y la Sabina escondiéronse a charlar detrás de unos montones. El cauto observador notó asimismo que al poco rato llegaba al sombrajo del Gato una muchacha con un cántaro de agua a la cabeza; y que, no mucho después, Sabina se acercaba a hablarla, sostenía con ella una breve discusión, y volvíanse las dos a esconderse con don Pedro en conferencia. ¿Quién sería? ¿La hija menor de la dulcera..., Lo creyó a primera vista, y ¡no!...; ésta, más alta, a menos que igual que sus hermanas, y en un año que no la veía él, hubiese dado un estirón. En junio pasado, descalza, sin pecho, parecía una garrapatilla, una criaturita de once años...

Diez minutos después, las dos mujeres se alejaban por un lado, y don Pedro se acercaba por el otro. Volvió a fijarse Zig-Zag en la muchacha, alta, rubia, encarnadita, con la boca muy pequeña, muy pequeña, sin apenas pecho en su cuerpo fino y recto de criatura, y volvió a parecerle la hija de Sabina. Don Pedro, montado en su caballo, saludaba, y le llamó:

-¡Buenas tardes, señores! ¡Hala, tú, Miguel, que nos marchamos!

Zig-Zag ardía de curiosidad.

-¿Qué? -inquirió, cuando los jacos hubieron avanzado veinte metros.

Don Pedro Luis tenía la abstraída gravedad de las grandes trascendencias.

Tardó un poco en contestarle:

-Esta noche, en cuanto cenes, si quieres acompañarme, vete a casa. Tenemos que estar aquí a las... ¿A qué hora sale la luna?

-A las once.

-Pues antes de las once.

Era una orden. Era el gran señor que unas veces le dispensaba afable su protección y su amistad, y que ahora le hablaba respetuoso; y como no le dijo más, picando adelante su caballo, tampoco Zig-Zag juzgó oportuno, por lo pronto, osar a pedirle pormenores de su triunfo. ¡Oh, al fin, para él..., la Fornarina! ¡Y en esta misma noche!... Casto y todo, enamorado de su esposa como estaba Zig-Zag, que había acompañado muchas veces en aventuras semejantes a don Pedro, guardándole la espalda, sentía esta vez casi el dolor de la buenaventura de su egregio amigo con una tal mujer, con una tal divinamente humana virgen, capaz de hacerle perder el juicio a San Antonio.



Melchor se alzó un poco, comprobó que dormían los compañeros, incluso el hidrópico, que se estuvo quejando rato antes, y salió de la parva a cuatro pies. Dejó la era. Dio la vuelta por otras de detrás y, ya fuera de todas, saltó la larga valla de piedras de la cerca, que llegaba a la del Gato. Agachándose, avanzó. Le habían ladrado dos perros. La luna, en menguante, surgía inmensa por entre las torres de La Joya y la arboleda de las huertas. Volvía a reinar el silencio sobre el lejano y monótono rumor de las presas del molino. Llegó el furtivo, y antes de resolverse a asomar la cabeza por lo alto de la pared, púsose a escuchar. El Gato le inspiraba miedo. Redoblando las cautelas, comprobó la inmovilidad de las cuatro o seis personas que dormían sobre esta parva. Es decir, una, Petra, no dormiría, aguardando la señal. Al Gato le reconoció por la escopeta, tendida al lado de la manta. Púsose los dedos en la boca, y siseó dos veces: ¡Psiiiiii! ¡Psiiiii! La corneja. Se alejó inmediatamente de las eras, cruzando los rastrojos.

En el soto se sentó. Doblada la suave ondulación de dos colinas, no percibía ya más que la mitad de la distancia recorrida y por donde también «ella» hubiese de llegar. Bajo los sauces, al borde de la sombra, aguardábala, espiaba el momento en que allá arriba apareciese. Era la tercera noche que iría a tenerla; era Petra la primera, la única que habíale hecho conocer las plenas delicias locas del cariño, como era él el único y el primero que a ella hízoselas sentir, y la gratitud de toda su carne estremecida le aumentaba la pasión al infinito. Creyérase otro hombre desde que le reveló dulzuras ni soñadas de la vida esta mujer, esta novia de fino cuerpo, ardiente; esta chiquilla que se ataba a él como una cuerda y le mordía y le sofocaba. Petra le invitó a esto hacía seis noches, citándole aquí mismo, contándole que el Gato quería ser el que la deshonrara a todo trance, y viniendo a «ser pa él», aunque el Gato, si llegara a percatarse, la hubiese de matar; y ya Melchor, en aquella cita, inquieto por el miedo al Gato y el dolor y el sangrerío de la muchacha, acudió tres noches después a la segunda cita, igual que voluntarioso e impaciente había provocado esta tercera, importándole bien poco que el Gato los pudiera sorprender y atravesarles juntos de un balazo.

Pero... subía la luna, subía la luna, pasaba el tiempo, y Petra no venía. El pensaba proponerla la boda cuanto antes, llevársela incluso a su casa, desde mañana mismo, y tenerla para él solo y para siempre. Sabina, celosa del Gato, y de la hija, habría de favorecerlos.

Tales reflexiones entretenían la desesperación del infeliz, mientras seguía ascendiendo la luna por el claro cielo, y Petra no llegaba. Sonaba aquí más cerca el ruido del molino. Los mirlos cantaban en las frondas. Olía a mastranzos. Húmeda la hierba, veíase aún la huella de los cuerpos de los dos, de las otras noches, al pie de un tronco, donde él puso la faja por almohada. Había tenido las otras veces que conformarse con mirar a Petra al resplandor de las estrellas y a la lumbre del cigarro; esta noche

sus ojos la pudieran contemplar a la luz clara de la luna. Mas ¿por qué tardaba? Media hora, una hora, tal vez. ¿Habría tomado mal la dirección? ¿Se habría perdido? ¿Habríanla visto su madre o el Gato levantarse?... Dijérase que pasaba algo extraordinario. Desde hacía buen rato, los perros, como si sintiesen gente, no cesaban de ladrar en las eras, y allá abajo, en el molino.

Otra media hora aún, otro medio siglo, quizá...(¿qué sabía ya él de tiempos ni medidas?). Y Melchor se levantó. La insistencia de los perros del molino en el ladrar, en un ladrar furioso, que recrudecíase a momentos, tal que si alguien se acercara y se alejase vagando alrededor, hízole creer que Petra, extraviada, le buscase. Echó a andar, ansioso de encontrarla. ¡Sí, sí, se habría perdido! Menos cautos, y con menos claridad en las pasadas citas, él pudo esperarla cerca del vallado.

Marchaba, guiándose por el ladrido de los perros. Subía, primeramente, sin embargo, al sesgo de los árboles, la media ladera del rastrojo, por si ella, desesperanzada de hallarle, retornase ya a la era. Pero en cuanto ganó la colina y oteó un poco al otro lado la pendiente, se detuvo. Más; tuvo que aplastarse al suelo entre las pajas. «¿Quién va?», le habían dicho, con voz ronca, de improviso.

A pocas varas de él, encima de una peña, estaba, sentado y fumando, un hombre. Fumaba un puro. Melchor habíale visto la lumbre al quitárselo de la boca para darle aquella voz. Era una especie de gigante con barbas, que tenía un garrote en una mano. ¿Qué haría allí y quién pudiera ser?... Imposible continuar sin ser visto. Se achantó breves instantes el muchacho, y luego se deslizó por detrás de la loma, cuesta arriba. Al asomarse otra vez, ya próximo a las eras, vio otra especie de fantasma. Uno con escopeta. No tardó en reconocerle, por su paso siniestro y peculiar: el Gato. Venía hacia él, justamente como en la dirección del soto, bien porque hubiese echado de menos a Petra y la buscase, bien porque estuviese dando una vuelta en el desempeño de su oficio; y Melchor no tuvo ahora más remedio que correr la cuesta hasta el río mismo y esconderse en la alameda. Ya allí, se tranquilizó al ver de lejos que el Gato, después de trazar en el rastrojo un semicírculo, encaminábase a la pozuela de la fuente. Iría al aguardo de las liebres: habiendo luna, Melchor debió preverlo y no exponer a Petra a una sorpresa. Esto sería lo que la hubiese tenido en vela y sin poder moverse de la parva.

De todos modos, él debiera ganar la suya y acostarse. Cerró y guardó la navaja, que había prevenido en la fuga, por si acaso. No pudiendo ir a procurarse la protección del vallado ni cruzar recto a la izquierda los rastrojos sin que le descubrieran aquellos trágicos fantasmas del Gato y del hombre que parecía vigilar desde la peña, quedábale él recurso de dar la vuelta entre los álamos. Avanzó, pues, por la tupida selva, llena de carrizos y de enredaderas silvestres de tronco a tronco. Hundíase en charcos de la ribera, y más de una vez viose precisado a abrirse paso cortando con la navaja los tallos y las brozas. Los mirlos cantaban en lo alto del ramaje. Seguían ladrando lúgubremente los perros, según se acercaba el ruido del molino. Noche horrible en la serenidad de su belleza. Desde un claro divisó Melchor algo así como otras sombras, algo así como si los molineros, al fin alarmados por los perros, allá en su roca del centro del Guadiana, que desbordaba sus aguas en torrente, vigilasen también con escopetas.

Temeroso de un tiro, destinado a no se supiese cuál ladrón que los perros husmeaban, volvió a internarse en las frondas. Recorríale la espalda un calofrío. Enfrente, cortados a pico, los negros acantilados del río parecían los del infierno. Melchor llevaba la navaja abierta. Lo que en aquel escándalo de perros buscasen los molineros y el Gato debía de ser el hombre del garrote y de las barbas que a él le dio el alto poco antes. Y se estremeció Melchor, sintió que la sangre se le helaba; llegado a un velo de ramaje, tras el cual aparecía alumbrada por la luna una glorieta, la sombra de otros árboles, enfrente, ofrecíale de improviso la confusión de un cuadro horrendo: era, sobre la hierba, como dos personas caídas una sobre otra en lucha sorda de gemidos y mordiscos; la de encima, rugiendo de rabia como un tigre, y cuyas piernas negras veíanse agitadas al borde de la luz, con las uñas quizá en la garganta, estaría acabando de estrangular a un infeliz, que sólo lanzaba ya estertores sofocados... Clavados los pies, erizado el pelo y con la inútil navaja en la mano, el pobre Melchor sufría temblando el terror de la macabra y espectral escena de asesinos. Recordaba al hombre de las barbas, sin quitar de aquello que tenía delante los ojos muy abiertos. Su oído recibía, además, el asombro de advertir que eran de mujer, entre los bramidos de la fiera, los llantos y los ayes dolorosos... ¡Ah, sí de mujer!..., y dijérase que la estaban rasgando las entrañas...

El pavor teníale paralizado. Querría esperar, huir..., y a pesar suyo miraba aquello, escuchaba aquello. Entre las convulsiones espantosas de los dos cuerpos y los gemidos de la martirizada, de la moribunda, una cosa inexplicable, que parecía un tumulto de bofetadas o de besos, estalló. Hubo en seguida otra especie de agitación terrible de agonía, en una última y más larga explosión furiosa, como de rebuznos o bramidos, y todo quedó un instante en el silencio y la quietud de muerte del crimen consumado... Callaban los mirlos, asustados por las frondas. Únicamente seguían ladrando los perros... El hombre aquél, el asesino, para lanzarla quizá al río, iría a cargar ahora con la muerta...

Pero el asesino, el hombre aquél, se levantó, salió a la luna, ordenándose la ropa..., y la muerta, con sorpresa de Melchor, seguía quejándose en el suelo. Hablaron, y sus palabras, más que por su significación, por su metal, claváronse en el propio corazón del aterradísimo testigo. «No es nada eso, mujer. Ya pasará. Esta vez no ha podido ser como la otra. » «¡No, no, don Pedro; me ha hecho también mucho daño!...» ¡Ah!, ¡oh!, ¡Dios!..., ¡las voces!, ¡las figuras de los dos, asimismo alzada ella de la sombra, y saliendo con los senos al aire, a encorchetarse el justillo a plena luz!... ¡Oh, Dios! ¡Gran Dios!... ¡¡Petra!! ¡¡Petra!!

Eran... ¡Petra y don Pedro Luis Jarrapellejos!... ¡¡Petra!! ¡Su Petra!... ¿Cómo dudaría Melchor de la repentina transfiguración que la clara luna estaba haciéndole del crimen?... A la estupefacción, al horror de la traición, cayó de sus manos la navaja, lo que antes no había podido lograr ni el horror de lo horroroso. Ni oyó perros, ni vio luna, ni vio más; habían ellos desaparecido, removiendo ramas frente a él, y él quedó como imbécil..., en una suspensión del mundo y de la noche, contra un tronco.

Al rato se sorprendió medio tendido junto al tronco y llorando con todo el desconsuelo de su ser. Luego, a un salto del corazón, se clavó las uñas en las sienes y dejó instantáneo de llorar. Ya no ladraban los perros. Cogió la navaja, ciego de rabia. Debió matarlos; quizá pudiese matarlos todavía... - Desde el borde de los álamos los divisó lejos, muy lejos. Noche, Cruel de sombras y fantasmas, de brujas y de perros. ¡Sí, de brujas que todo lo cambiaban a los ojos de Melchor!... El blanco fantasma de ella, de la que él aguardó en el soto, sola, y casi llegando ya a la era, iba delante, y a gran distancia, no de un hombre, sino de dos, que juntos, y apresuradamente, por la derecha, se apartaban, en demanda del camino.

Sin darse cuenta, emprendió Melchor el de su era. Iba lento, obseso con la idea de aquella Petra que tendría que ser ahogada por sus manos. Se detuvo a la mitad, en el peñón donde estuvo antes el hombre de las barbas. Fumó un cigarro; después, otro cigarro. La impaciencia de retorcerle el gañote a la traidora le presentaba como un siglo la espera al día siguiente. Por dos veces sus manos, agarrotadas contra el suelo, cual si fuese en la garganta de «su Petra», ¡la zorra!..., habían arrancado dos pequeños haces del rastrojo...; y esto estaba sugiriéndole ideas a su impaciencia... Dormida ya, ella; dormido el Gato, sí había vuelto de las liebres; dormidos todos..., él llegaría a la parva, sigiloso, prenderíala fuego por cuatro o cinco sitios..., y ardería como pólvora, seca y más que seca del sol..., y arderían...

De pronto un fulgor rojo le alumbró, y le hizo creer de nuevo en brujas y fantasmas. Se incorporó. Miró. ¡Oh, Dios; gran Dios, Virgen!... Como si hubiese bastado su intención, la era, la parva de Petra, estaba ardiendo...,

Fue, en un solo segundo, una sábana de chispas y de llamas, que llegaban hasta el cielo...; fue una hoguera de resecos crujidos formidables, en el centro de la cual, lanzando gritos, retorcíanse siluetas negras de demonios...