Jarrapellejos/Capítulo III

Capítulo III

Las Hijas de María estaban muy contentas del trisagio. Al sexto día de la novena un ciclón barrió la plaga de langostos. «¡Milagro, milagro!», decían en gracias a la Virgen, repitiendo lo que los señores sacerdotes demostraban desde el Púlpito. Algunos escépticos explicábanlo de un modo natural: lo mismo que cualquiera medianamente observador, en este pueblo de las moscas, podía notar que las moscas, y las mariposas también, disminuían notablemente después de los fuertes vendavales, el ciclón, que tras una tremenda granizada estuvo soplando treinta horas entre remolinos de polvo, de tejas y de ramas desgajadas de los árboles, habría arrastrado a los voracísimos insectos. El hecho, milagro o no de la piedad divina, era que desaparecieron. No quedaba uno.

Cierto que el ciclón arrancó chozos, descuajó encinas y asoló huertas y olivares. A los arruinados por la langosta, uniéronse casi en doble número los nuevos damnificados, para pedir limosna o manifestar por las calles su sorda irritación. Veíanse negras las damas de San Vicente de Paúl, presididas por Orencia, repartiéndoles raciones, y Gómez, maligno, pronto a hacer arma política de todo, enumeraba los destrozos en La Voz de La Joya y fomentaba la protesta.

Dos emisarios del Gobierno, llegados tres semanas antes, recorrían los campos, en no se supiese qué estudios o qué posibles problemas de socorro. Ignorábase si su viaje obedecía al clamor de La Joya o al de la provincia entera, y al de las próximas, castigadas más cruelmente, según la Prensa de Madrid, por la plaga que aquí tenía perennes focos de reproducción. Vivían en la posada, y hoy, acompañados por el alguacil, que era al mismo tiempo sacristán de una parroquia, se dirigían plaza abajo a la reunión de autoridades que iba al fin a celebrarse. Junto al Ayuntamiento estacionaban grupos de braceros, al sol, sudando, con sus chaquetones pardos y sus fajas encarnadas. Al ver a los delegados, última esperanza del pobre en este rincón del mundo, desamparado de justicias, hubo un conato de rodearlos e informarlos de sus quejas; pero desistieron, porque El Mocho, el alguacil, el ex presidiario, además, hombre de malas pulgas, era uña y carne de caciques.

-Si quién ostés -dijo El Mocho- puen tomá café despacio en el Casino, y asín lo ven.

Aunque la cita era a las cuatro, nadie empezaría a acudir hasta las cinco. Cómodo, nuevo, una joyita el Casino, con sus adornos de yeso y sus amplios ventanales. El Mocho les enseñó la sala de juego, espléndida. Mesa de ruleta; mesa de monte. «¡Aer, de noche, si les tira a ostés la timbirimba!...»¿Quién lo ha hecho?» «¡Aer, quién quién ostés que l'haiga hecho: don Pedro Luis!» Veían después por la ventana los edificios, también nuevos, del Ayuntamiento y del teatro, discordantes con los demás de la vieja plaza, e informándose acerca de quién hubiese realizado aquellas obras, obtenían igual contestación: «¡Aer, don Pedro Luis!» La luz eléctrica, los rótulos de las calles, el uniforme de los guardias... «¡Aer, -insistía El Mocho, admirado de que pudieran tales cosas preguntarse-, quién quién ostés que haiga hecho na, más que don Pedro Luis Jarrapellejos, el que lo hace to, el que pue to, el amo!» Tenía razón. A pesar de que el conde de la Cruz fuese el alto inspirador de la política, y de que sus consejos, y aun en cierta manera los de Octavio, como joven serio y orientado a la moderna, se oyesen en determinadas ocasiones, don Pedro Luis, campechanote, era el que mandaba, en íntimo contacto con el pueblo. Sin haber querido serlo nunca -«Pa qué?», contaba El Mocho-, él hacía y deshacía los diputados y. traíalos de coronilla... Un tanto molestos por la omnímoda autoridad del cacique, ambos delegados, en su condición de representantes del Gobierno, burláronse ligeramente del uniforme de los guardias.

Y, sin embargo, dos personas que cruzaban la plaza entonces, Octavio y Juan Cidoncha, iban precisamente lamentando la insignificancia de aquella comisión a que el Gobierno, y como siempre, encomendaba la tardía salvación de la catástrofe. Ni ingenieros, siquiera. Pobres diablos de peritos agrícolas, con los que no sabrían qué hacerse en la capital de la provincia, y se ganaban unas dietas. Los grupos de trabajadores le abrían respetuosa calle de saludos a Cidoncha:

-¡Don Juan, que lo diga osté!

-¡Don Juan, que no nos abandone!

Medias palabras. Ansias contenidas por temor a Octavio.

-¡Descuidad, hombre, descuidad! -calmábalos Cidoncha, con un gesto de firmeza, en que refulgía la serenidad de la razón.

Entraron en el Ayuntamiento. El portero les pasó a la desierta sala de sesiones. Sentáronse a esperar. Cidoncha habíales hablado a aquellos infelices en el Liceo de Artesanos varias noches. Próxima la siega, venía recomendándoles que se uniesen, al objeto de impedir la desastrosa competencia de sus propias hijas y mujeres. Ellas, según costumbre inveterada, iban a segar, a reventarse al sol, los días enteros por una peseta, y ellos veíanse precisados a emigrar durante esta época del año, en busca de un jornal de cuatro o cinco. Le habían pedido a Cidoncha que les representase en la reunión para esto y para todo.

-Sí, hombre -le animaba Octavio-, aprieta bien. Y además los debías organizar en sociedad de resistencia. ¡Pobre gente!

No podría ayudarle él, por su especial posición entre amigos y parientes; pero vería complacidísimo que se empezase a quebrantar el régimen de feudo. Íntimos los dos, con el alma abierta a las noblezas de la vida, siguieron abominando de las arcaicas miserias de La Joya y de España. Mientras moríase de hambre y suciedad la mitad de la nación, el Gobierno, heroicamente enfrascado en discutir en las Cortes si era constitucional o no la última crisis de las cuatro habidas en un mes, creía cumplir con comisiones o bromas de Gaceta. Pan y duchas, he aquí la fórmula de la general redención para Octavio.

-Sí, sí, Juan -insistía, reforzando su argumento, a la vez que le informaba de cosas de esta Joya, donde Juan llevaba pocos meses-; un país de idiotas, de famélicos, de sucios. No se come. Lo mismo que ves ahí fuera a esos extenuados de fatiga, acartonados por el aire y por el sol, fíjate y advertirás que hasta la mayor parte de los ricos llevan crónico en la cara el rastro de la debilidad, del salón de oveja muerta que consumen. Crían ganados excelentes, y los venden en Madrid. Guardar, atesorar ochavo a ochavo, o jugar a la ruleta. Nos diezman las epidemias y nos abruman las plagas, con gran contento de don Pedro Luis y de sus bravos corifeos, que así afirman el dominio. La miseria sirve para prostituir a las mujeres y para volver a los maridos borrachos y gandules. Régimen de servilismo, en fin, que envejece los cuerpos y las almas de pura hambre y porquería, mal disimuladas por las cloróticas muchachas con caretas de albayalde; y ya ves tú, porque soy un poco independiente y tengo cuarto de baño en mi casa, y porque tú te bañas y han averiguado que se baña Ernesta, nos juzgan raros a los tres, y a ella, punto menos que una...

Se irritó; sabía que circulaban soeces comentarios acerca de los aseos de Ernesta, acerca de ciertos detalles de sus íntimos cuidados, sobre todo, pues nadie, al parecer, entendía que una joven necesitase ser tan absolutamente limpia desde el pelo hasta los pies, y vestirse al interior con tan rabiosa pulcritud, como no fuera... «para dejarse desnudar», y olvidó sus dolores sociológicos, lanzándose a charlar de la hermosa calumniada.

Sólo con Cidoncha permitíase tales confianzas el prudente, el altivo Octavio. Se conocían desde pequeños, de haber estudiado juntos en Sevilla; y si bien la distinta posición los apartaba, porque Cidoncha no era más que el hijo de un humilde labrador de Grazalema, habíalos unido con viva simpatía el talento y la afición a los estudios. Cidoncha siguió la de Ciencias, a más de la carrera de Leyes. Se fue a Madrid, ganoso de horizontes, lleno de esperanzas, y su pobreza y su rígida honradez, que repugnaban los medios de indecoro, le hicieron fracasar en el intento de meterse, por recomendación de un caciquillo de su tierra, a periodista. No había perdido la relación epistolar con Octavio, y éste le proporcionó la cátedra que ahora desempeñaba en el colegio de La Joya, adjunto al Instituto.

Modesto, con modestia de perdones y condescendencia para todo, encastillada en su filosófico concepto de las cosas, a plena fe creía en el poder virtual de las ideas y en un porvenir mejor del mundo hecho por la ciencia y por la higiene. Habíase instalado aquí en un blanco cuartito limpio, de los abuelos, por cierto, de la famosa Isabel, de la famosa Fornarina, y lejos de envanecerse con la amistad de Octavio, redujo su vida, desde luego, a las obligaciones del colegio, donde explicaba agricultura y procuraba aficionar a los alumnos con un pequeño campo de experimentación; a organizar en el Liceo clases de dibujo y artes aplicadas, siendo él el profesor de casi todas, con gran sacrificio de su tiempo; a la gimnasia sueca y a pasear solo, fortaleciéndose con el metódico ejercicio al aire libre cuando no le buscaba Octavio, distraído en los deportes y tertulias, y a conversar y bromear con Isabel admirando su belleza, en las frecuentes ocasiones que iba a visitar a los padres de su madre la alegrísima muchacha. Una gloria verla tan lozana entrar, llena de harina; cerraba el libro Cidoncha, y de extremo a extremo de la mesa reían y charlaban largamente, en tanto trajinaba fuera la abuelita. Al principio estas visitas de la joven habían sido raras y sin orden; ahora, cada noche, novios ya; y por nada de la tierra dejaba de esperar a Isabel el profesor.

Las señoritas, que habían acogido indiferentes la llegada del humilde forastero, acabaron por fijarse en sus corbatas, en sus cuellos limpios, en sus empaques de hombre no vulgar y en el absoluto desdén que las mostraba: ni una vez intentó acercarse a ellas. Los señoritos, los hombres, por su parte, rectificaban, enteramente desorientados, con motivo de Isabel, el concepto de fatuo apóstol con gravedad de burro que les hubo de merecer el catedratiquillo al contemplarle solo por los campos. No concurría al Casino de señores, y de vuelta del paseo solía tomar cerveza en el Liceo con la gentuza. ¿Era posible que un tipo así hubiera venido a que se le entregase sin más ni más la Fornarina, incluso buscándole en su casa, ¡necia!, cuando había sido y seguía siendo la de ella el paso de procesión de tantos como la acosaban ofreciéndola dinero, collares y sortijas, hasta fincas y matanzas?

Acerca de estos asuntos del corazón, tanto o más que de sociologías, placíanles a Octavio y Juan las confidencias. En el profundo abandono de algunas noches de luna por el puente, oyendo cantar los mirlos en los sauces, aquél había llegado incluso a contarle al discreto amigo su aventura con la prima sevillana. Ahora se empeñaba en la no fácil tarea de describir física y moralmente a Ernesta; evocaba de ella encantadores gestos y audacias a que la conversación parecía arrastrarla sin querer. Creía Octavio en la complejidad de las almas femeninas. Ardua cuestión la de fijar por apariencias los quilates del fondo de virtud de una mujer, y de una mujer a la moderna, especialmente.

-Bueno, ¿pero estáis en relaciones?

-No, Juan; aunque como si lo estuviéramos de hecho. No debo proceder con ligereza. Es demasiado guapa para que pueda uno estar cierto de no llegar hasta la burrada de casarse, con tal de verla suya, si no cediera de otro modo. Exponerme a un riesgo así sería insensato. En primer lugar, porque Ernesta, a pesar de que yo no creo que se comprometiese irreparablemente en su valisoletano lance del tejado, pues que no hubiese olvidado por mí tan pronto al capitán, ni fuese su padre tan tonto que con él opusiérase a la boda, es, al fin y al cabo, una mujer frívola, acaso un poco bruta, y, sin duda, de mucho menos valor espiritual que plástico. En segundo lugar, tampoco su posición me convendría: le falta capital, y aparte mezquinas ambiciones, y no tratándose de quien con sus cualidades ofreciese la garantía de una sólida ventura, lógico es que busque una esposa que aporte al matrimonio siquiera lo que yo. La vida impóneseme con grandes exigencias, so pena de renunciar a ser diputado algún día..., gobernador, como mi padre...

«Ministro, quizá.... y con harto más motivo que los tantos que lo son en este desgraciadísimo país de los ministros botarates», iba a haber dicho.

Pero se detuvo ante el ecuánime Cidoncha, que de puro servil ni adulador limitábase a escucharle sonriendo; y con otra pregunta, recíproca de la que le había hecho él, volvió a las cordialidades su ímpetu altanero.

-¿Y tú, Juan, y tu Isabel?... ¿Marcha la cosa?

-Sí; desde anteayer..., ¡no! ¿Cuándo fue la última vez que estuve a verte?

-El lunes.

-Justo. El lunes. Desde el día siguiente, hace tres, va también por las siestas a mi casa. ¡Oh!

Reflejó tal inefable dicha la frase, cortada por el dichoso para engomar y encender un cigarrillo, que Octavio palideció, mirando con envidiosa ira al buen amigo, que no obstante su faz de inteligencia, lucía en la angulosa cabeza, pelada a rape, la estirpe del patán. Por él había ido sabiendo cuándo Isabel le consintió cogerla una mano, besarla una mano, besarla en la cara una vez..., una sola vez, y con juramento de no volver a consentírselo... ¿Era ahora el triunfo, la entrega total, de aquella incomprensible Fornarina?... Sin que se pudiese decir que Octavio había formado nunca en la grotesca turba de sus asediadores, no dejaba de ser cierto que la había mirado al pasar a caballo por la ermita, que por hacerla su amante hubiera dado un mundo, que a ella no habíala parecido mal la rubia gentileza del jinete.... y que él, por el vanidoso temor a un desaire, nunca la dijo nada, así dejándosela a este bueno de Cidoncha. ¡Ridícula, bien ridícula a la verdad, la indecisión, la perplejidad orgullosa, que hacíale andar rematadísimamente mal de todo, hasta de lumias, en un pueblo donde a puntapiés teníalas cada títere y las criadas y pastoras parían más que las ovejas!

Prolongábase la pausa del cigarrillo, cual si Juan, tendido en la butaca, saborease el humo y los recuerdos, y Octavio le excitó:

-¡Bien! ¡Qué! ¿Todo? ¿Ya?

-¡Oh, no! -repuso Juan-. Va por las tardes... ¡Verás! Tú sabes que soy aficionado a la pintura; no habrá otro, ni mejor ni peor, por lo visto, en La Joya, y enteradas las Hijas de María, me escribieron, aunque no debo de serlas agradable, enviándome un cromo y rogándome una copia al óleo para un estandarte de la Virgen. Accedí, y de acuerdo con Isabel, estoy haciendo, en vez del cromo, su retrato. A Isabel, que no debe de serlas tampoco muy simpática, le divierte eso de que, como los señoritos la veneran a prueba de desdenes por su puerta, ellas y todo el mundo tenga que adorarla en imagen por las calles. Llega a las dos. Trabajo hasta las tres. ¡Una morena virgen, graciosa, ciertamente, con la bella faz de todas las purezas en su misma travesura juvenil!

-Pues... que dure, Juan, que dure... O, mejor dicho, ¡perdona!, que no dure.

-¿Cómo... que no dure? ¿Qué?

-La virgen, en persona, para el pintor que va consagrándola en efigie.

Tardó Juan en comprender. Se incorporó, con un gesto de respeto:

-¡Bah, no! Te digo que... al contrario. Cada vez más cerca de mí, en la confianza de mi cuarto, y cada vez más lejos. Sigo rectificando mi juicio de Isabel. Se la juzga una loca complacida en agradar, a la espera de la venta de su honra en la elección más acertada, y ni yo mismo, engañado también por su fama y por su corpachón de mujerota, acababa de entender que no es más que una candidísima niña de dieciocho años, rebosando la alegría de la juventud, de la salud y del triunfo en que la tiene el perpetuo asedio de los hombres. «El señorío de La Joya me ha espantado los novios de mi clase», decíame la otra tarde, tratando de justificar «por qué era novia mía, la novia del señorito menos señorito y menos antipático». Quise abrazarla, y lloró. Estaba divina de honradez y de belleza. Sincero, la dije entonces que yo no era un «señorito», sino el hijo de unos pobres, como ella; y por su madre y por mi madre, la juré el respeto que a una hermana. Tan sincero, Octavio, brotó este sentimiento de mi alma, que aquella noche no dormí, ni duermo a gusto desde entonces, a fuerza de pensar si no estará pasando la felicidad a mi alrededor, en esa sola vez que se nos brinda en la vida, con Isabel, con la delicadísima criatura digna de todo sacrificio, a trueque, como tú decías, de la sólida ventura que acaso sea capaz de forjarle al hombre que la cautivó en un poco de delicadeza (aunque, torpe yo para otras empresas, creyese lo contrario), entre tantos como ofrécenla billetes y sortijas.

Octavio se le quedó mirando fijamente. Era él quien tardaba esta vez en comprender, a pesar de la claridad de lo que oía.

-¡Chiquillo!... Pero... ¿Casarte? ¿Hablas en serio?

-¿Por qué no?... De pobre a pobre, vale más Isabel, y es mas inteligente y discreta que cualquier pobre señorita a la cual yo hubiese de aspirar como una carga de estultez y de cintajos. Señorita también, sólo con vestirla, hay en ella la sana bondad de corazón y los hábitos de laboriosidad, de que tú y yo hemos hablado tantas veces, y tan importantes para las madres que hayan de empezar a darle a nuestra patria los futuros ciudadanos.

-¡Bravo, Juan! -no pudo menos Octavio, caluroso, de aplaudirle.

Y corno Juan guardó silencio, solemne de serenidad, él, Octavio, sobre Juan vertiendo en admiraciones y respetos su sorpresa, enmudeció asimismo con una emoción compleja de íntima alegría por aquellas inesperadas honradeces de Isabel, que le libraban del dolor de verse arrebatada por otro una posible y guapísima querida. No fue torpe, pues, sino avisado, no intentándolo siquiera..., y los torpes y los tontos serían estos que seguían acosándola para quedarse con un palmo de narices...

-¡Bravo, Juan! -repitió-. Siempre también creí notar en esa Fornarina...

Hubo de callarse. Abierta la pesada puerta con estruendo, entraron al salón los dos comisionados y cuatro o cinco concejales. De éstos, borracho, alegrito cuando menos, uno, Mariano Marzo, del Curdin-Club. Se acerco a saludar a Octavio y a Cidoncha, con su flamenca simpatía, que llenábalo todo de sonrisas y de ademanes desenvueltos.

Minutos después llegaban el juez, el registrador y unos cuantos propietarios. Luego, más concejales, el síndico, el alcalde, cinco curas. Pasada la hora del plazo que a la pereza de los joyenses se le solía conceder en toda cita, iban acudiendo puntuales. Dos médicos. Detrás, el capitán de la Guardia Civil. En seguida otro grupo de respetables contribuyentes; y solo, desafiador con su áspero bigote y su rechoncha traza de limpio zapatero, Gómez, que, luciendo un número de su periódico y lápiz y cuartillas, fue a aislarse en un rincón, como al banco de la prensa. Llenábase el salón. Oblicuo el sol, entraba por los tres balcones. Un horno aquello. Empezaba a oler muy mal. Últimamente, con su gigantesco y barbado adlátere Zig-Zag, apareció el no menos barbado y gigantesco señor Jarrapellejos, haciendo al concurso levantarse entre un murmullo de saludos. Subió al estrado. Le desparramó a uno encima, sin querer, la lumbre de su puro. A Octavio le dio un apretón de manos. El alcalde le brindó la presidencia. Él, modesto, sonriente («¡Nada de molestarse, señores! ¡Y vamos a empezar!»), prefirió un lado de la mesa, junto a Gregorio, el Garañón, que, al volver a sentarse, se arreglaba la cruz del pantalón, con las piernas en paréntesis.

-¡Aer! ¡Contra con don Pedro Luis! -decíase a sí mismo en la puerta el Mocho, admirando su llaneza. Hasta para él había tenido una afectuosa palmadita. ¡Quién se lo hubiese dicho al furtivo cazador, cuando estuvo en el presidio justamente por matarle un guarda!

Y era lo que irritaba a Octavio, que no podía sufrir en Jarrapellejos esta especie de impúdico servilismo a la inversa con tal de asegurarse el de las gentes.

El alcalde tocó la campanilla.

-Señores: en vista de las circunstancias que atravesamos, se ha convocado a esta reunión con el objeto.... se ha convocado a esta reunión para.... para...

Titubeó. No lo sabía.

Le acorrió don Pedro, a media voz:

-Hombre, Fabián...: para dar cuenta de los trabajos hechos en la extinción de la langosta, para ver de remediar la situación y para oír a los peritos.

-Eso es...: para dar cuenta de los trabajos de extinción de la langosta, para...

Repitió la frase, y en giros llanos, pero nada torpes, púsose a pormenorizar aquellos municipales trabajos de extinción. No, no. Fabián Salvador, el padre de Purita, no era torpe, sino, al revés, un despreocupado de los formulismos y responsabilidades de su cargo, que con hábiles improvisaciones salía de atolladeros. Antiguo camarada de don Pedro Luis, el juego le arruinó, y don Pedro le hizo alcalde. No había más alcalde que él, desde que empuñó la vara, seis años atrás. Se le vio rápidamente reponerse... Alzar la hipoteca de su casa, comprar tierras, lucir de nuevo a la familia por la carretera del puente en coche... Los fieles amigos achacaban tal prosperidad al simple hecho de haber perdido el vicio a la banca; Gómez, en cambio, portavoz del siempre postergado y pequeño grupo conservador, en su dichoso periódico, no dejaba de largar insidias sobre los trigos del pósito, la venta y los arriendos de la dehesa boyal y los consumos, las contratas de obras del teatro y del mismo Ayuntamiento. Se le dejaba despotricar a Gómez, hombre de puños. Después de todo, maldito si nadie hacía caso de La Voz de La Joya.

Puntualizaba, puntualizaba el alcalde la labor municipal. Gasolina, treinta y dos latas. Vigilancia de guardias rurales a caballo avisando a tiempo los sitios en que amenazaba la langosta. Ciento treinta y tres peones conteniendo la plaga con zanjas y barreras... «Bien, sí; poco y malo -saltó del fondo del salón la voz metálica de Gómez-. Y aun ello, no para los Valles; para fincas, donde no hacía falta, en realidad, de cuatro paniaguados.» «¡Fuera!», se gritó; y siguió el orador, impávido. Dada la insignificancia del fondo de calamidades y lo difícil de aumentarlo, proponía una permanente asociación particular contra las futuras eventualidades de la plaga, por medio de suscripciones, o quizá, mejor, un recargo de las cédulas. Así tendríase siempre gasolina. «El Municipio ha cumplido bien dentro de sus medios, y... He dicho.»Una salva de aplausos sancionó la gestión del Municipio. Surgieron algunas protestas de la gente que en el pasillo se agolpaba, detrás del Mocho, y se amenazó con mandar desalojar. Les fue concedida la palabra a los peritos..., sino que ya un cura, don Roque, habíase anticipado, levantándose.

Largo sermón de voces destempladas y tonos conminatorios. El público, al cuarto de hora, bostezaba. Entendía don Roque, adornándolo con citas en latín, Trahit sua quemque voluptas, que todos los males del pueblo no eran mas que un castigo de la cólera divina a la inmoralidad y la incredulidad. («Oye, éste -le inquirió a Octavio Cidoncha-, ¿no es el querido de la madre de Purita Salvador?» «Sí, de la alcaldesa. Ata esa mosca por el rabo.») Habló de «Gomarra y de Sodoma». («¿Gomarra o Gomorra?», dudó el registrador. «Hombre, no sé; me suena aún más Garnorra», vaciló también el juez.) Quería que, en vez de profanas suscripciones, y puesto que ya funcionaba la Hermandad de San Vicente, constituyéranse para darle al culto mayores faustos, que habrían de aumentar la religión... Se le aplaudió mucho.

-¡Pido la palabra! -gritó Cidoncha, indignado.

Le fue concedida, dejando a uno de los delegados sentarse nuevamente. En contraste con la hueca oratoria de don Roque, produjo expectación la del profesor de Agricultura, reposada, pero enérgica. Unas invocaciones suaves a la humana fraternidad, y pasó en seguida a proclamar que no debía concederse de limosna lo que debía otorgarse por derecho. La miseria presente se podía conjurar, en parte, evitando el mezquino y cruel ahorro que representaba el que las mujeres trabajaran y los hombres emigrasen en la siega. Solicitaba para éstos, además, el reparto del trigo comunal del pósito, y la condonación de arriendos de unas fincas de la dehesa boyal o de las particulares, cuyas cosechas habían perdido por culpa de la ajena incuria. La langosta, según la frase consagrada, no era más que la piojera de los pueblos. La sufrían los que no querían limpiarse. («¡Bravo!», aventuró Octavio tímidamente, si bien provocando murmullos de aprobación hacia la puerta. El alcalde, sonriendo a Octavio, amenazó con la calle a los de fuera del salón.) Y, ahora bien, el modo de limpiarse, el único modo de limpiarse, dejando por siempre a un lado gasolinas e inútiles socorros, estaba en roturar las dehesas, donde desde tiempo inmemorial venían aovando los langostos. Esto era tan sencillo, tan breve, en la región, en España entera, vergüenza de naciones, como limpiar con un peine y un poco de jabón la cabeza de un muchacho. « ¡Ay de los que, no haciéndolo -terminó-, fueran culpados de la tremenda responsabilidad cuando los humildes acabaran de enterarse!»

Hubo que acallar otra vez a los humildes. Fuerte rumor de contraprotesta en el salón. «¡Ay, ay, anarquista! -glosó al oído del vecino un viejo propietario-. ¡Me parece que en La Joya te vas a caer con el equipo!»Y levantado, pudo al fin tirar de papeles el más gordo de los emisarios del Gobierno. Memoria. Ciñéndose a lo de su incumbencia, leía los técnicos datos obtenidos por las calas y sondeos. Más de diez minutos con la enumeración de las dehesas en donde aovaban los langostos, y que deberían ser roturadas: Iboleón, Las Margas y El Terrajo, de don Pedro Luis Jarrapellejos; Camuñas y Zorita, de don Roque Jarrapellejos; Las Pelas, de don Romualdo Jarrapellejos Galván; San Femando y Piedras Blancas, del señor conde de la Cruz de San Fernando; Gorgorillas, de don Andrés Rivas Falcón; Zarzalejos, de don Gregorio Falcón Jarrapellejos (saltaron Rivas y el Garañón en sus asientos, poco menos de brutales); Monterrubio, del señor duque de Monterrubio, de Madrid; San Beltrán...

Siguió la lista. Acabó la lista. Octavio se tranquilizó. «¡Estúpidos!», pensaba, a pesar de su íntima alegría. Habíanse limitado a la zona norte. No habían ido por su dehesa. Pero, irritadísimo el señor Rivas, con su respetabilidad de grueso y vicio propietario, y con voz torpe de cañón, acalló los «¡bravo, bravo!» y los «muy bien!» del mal bicho de Gómez, para afirmar que, siendo La Joya un pueblo esencialmente ganadero, sería una atrocidad meter los arados en las dehesas. La langosta, al salir, en abril o mayo, dañaba poco las hierbas, y salvadas éstas, nada importaba que algún año se comiese los sembrados, «¿Quiénes son labradores aquí?... ¡Cuatro gatos, cuatro gatos!... También yo y todos nosotros tenemos trigos y cebadas, y algunas veces se los comen. ¡Qué más da! i No seré yo quien se ponga a roturar, ni aunque me aten! Y de mi parte, al menos, pueden ustedes decirle al Gobierno, señores comisionados, que si quiere arar las Gorgorillas, habrá de ser por su cuenta y mandando más ejército que al moro!» Se sentó, dando en el brazo de la butaca un puñetazo, que le pilló un dedo a Gregorio.

Grandes aplausos. Gómez vociferaba inútilmente. Hízose la calma, y nadie más quiso intervenir. ¿A qué? Quedaba perfectamente manifiesta la voluntad de la asamblea. A Mariano Marzo, orador fluido, y a impulsos de su borrachera, rebelde en ocasiones, le habían reventado el discurso que traía dispuesto, acerca de la necesidad de roturar. Se levantó don Pedro Luis, y resumió, no sin sorpresa de todos; la roturación parecíale lo único urgente e importante; se debía proceder de acuerdo con la Dirección de Agricultura, en vista de aquellos datos que presentarían los señores delegados, y que, por lo demás, ya existían de años atrás en los centros oficiales. Para lo restante, relativo a los socorros, una comisión de estudio quedaría nombrada incontinenti. Era don Pedro Luis, y nadie rechistó. La comisión fue nombrada: presidente, el señor cura, don Roque Jarrapellejos; vocales, otros dos señores curas, Mariano Marzo y Gregorio..., que ya bajaba los estrados, arreglándose la cruz del pantalón. Con el alcalde, los últimos, permanecían don Pedro Luis y el grupo de parientes y altos propietarios. Rivas bufaba. «¡Lo que es yo no doy un real más a suscripciones; y creo lo de roturar un disparate!» Calmábale el diplomático cacique. «Pero, hombre, Andrés, pareces tonto; ¿qué suscripciones de Dios ni qué roturamientos? ¿Te piensas que de esa comisión resulte nada, ni que el Gobierno se acuerde de aquí a un mes de la langosta?» «¿Pero... y si se acuerda, tú?» «Si se acuerda, con hacernos los suecos, como siempre, en paz. ¡A fe que el duque de Monterrubio no anda al medio, allá en Madrid, por si no sobrase con nosotros!» Se admiraron.

He aquí el hombre que sabía quedar bien con todo Cristo.

Efectivamente, en la puerta, cuando salía con Zig-Zag, los mismos braceros rindiéronle una ovación más grande que a Cidoncha.

Zig-Zag y don Pedro Luis se fueron paseando hacia la ermita, situada a medio kilómetro del pueblo, al lado opuesto del puente y de la Ronda. Reanudaban la conversación que habían traído antes de Isabel. «Y bien; ¿tú crees?...» Sí, creía Zig-Zag todo lo del profesor música celeste. Un pelagatos más feo que Carracuca. La chica fingía aquello para darles guayaba, y nada más, a los que andábanla rondando. Visto el juego de ella y de la madre, como en todas: en hacer rabiar un poco, aguardando un buen postor.

-No, caramba, tú..., que ya llevan tres o cuatro años del juego; desde que Isabel tendría catorce.

-Y qué. ¿Quién la ha dicho nada formalmente? Mucho la gente en la cruz, frente a la ermita; mucho florearla y seguirla, pensando cada memo que por su cara linda la pueda conquistar, y poco ofrecerla más que algún billetejo de diez duros o zarcillos de la feria.

-Gregorio, sin embargo...

-¿El Garañón?... ¡Bah! Echarle a la Cegata, con la pretensión de llevársela por tres pesetas diarias a una finca. ¡No es la Isabel mujer para alcahuetas ni esos precios!

Escuchaba atento Pedro Luis. Zig-Zag era una autoridad en la materia. Moreno bronceado, de rizosa barba negra terminada en dos puntas, que le llegaban al pecho; guapo y arrogante como un guerrero moro, justamente le debía el mote a su exacta semejanza con el moro de los libritos de papel de fumar Zig-Zag. En cierta ocasión, habiendo ido con los prohombres de La Joya a cumplimentar al rey Alfonso XIII, al paso de éste hacia Lisboa, por la estación de Las Gargalias, le dijo: «¡Caray, caray; su majestad estará cansada!...»Y con motivo de tal frase, que dio mucho que reír, algunos llamábanle Caray; pero prosperó más, y le quedó, en definitiva, aquel otro sobrenombre de Zig Zag. Ex albañil medianamente enriquecido, jugaba al monte, organizaba las cacerías de los señores, acompañándoles no pocas veces para servirles de broma y diversión; buscaba minas, mentía bastante, y, a pretexto de que acostándose primero su mujer hartábanse en ella los chinches y mosquitos, que luego, gordos y reventando de sangre en las paredes, a él no le picaban, pasábase solo las noches enteras recorriendo en alpargatas las calles de La Joya, y husmeando líos por tapias y por rejas. Lo notable estaba en que, tiernamente enamorado de su esposa (salvo en aquella egoísta desconsideración de los chinches y mosquitos), nunca trataba de aprovecharse de los secretos que iba descubriendo, dichoso, nada más, de podérselos participar a los amigos. Él era el primero en saber las pastorcitas y artesanas que se echaban al raso, si no se le anticipaban los mismos que lograban deshonrarlas, y él garantizaba las purezas materiales de Isabel, hasta la fecha, por las calmas nocturnas de la ermita.

-De modo que... tú opinas... -insistía don Pedro Luis, tornando al otro extremo de la conversación tenida antes.

-¡Qué sí!... Que la langosta y el ciclón los ha dejado a perdone usted por Dios, que me consta que el padre ha ido a pedirle mil pesetas a réditos al Zurdo para atender a la tahona, que sé que el Zurdo no se las ha querido dar, sabiéndole arruinado.... y que están pasando las morás, y que ésta es la ocasión de que usted le ofrezca a la madre lo que quiera.

Se habían sentado en la escalinata de la cruz. Miraban la puerta de Isabel. La pintoresca vivienda de ella, al borde de la carretera, aislada de las demás del pueblo por huertos y cercones, era una abandonada ermita que habían comprado y arreglado sus padres. El atrio, cerrado con tapias y convertido en jardín, por encima de las frondosas copas de una higuera y un nogal dejaba ver el cimborrio de tejas renegridas entre una ruidosa volatería de gorriones, de vencejos, y la azoteílla del antiguo campanario, sin campanas. Otro campanario que había tenido un esquilón, a media curva del cimborrio, tenía ahora un nido, en que estaban criando las cigüeñas; y justamente, a pretexto de cuidar de los cigüeños, de darles de comer, todas las tardes subíase allí la Fornarina, sin más objeto, en realidad, que coquetear, dejando que de lejos la admirasen los tenorios de la cruz.

-¡Mírala! -le dijo don Pedro Luis a Zig-Zag, largándole un codazo.

Acababa de aparecer en la azotea, armada del cestito y de la caña.

-¿Eh?... ¡La... niña! Nos ha visto, sin duda. Se anticipa. ¡Me parece, o yo estoy tonto, que la cosa significa algo para usted!

Se estremeció Jarrapellejos, se sonrió. Hombre listo, dudaba, sin embargo. En esta trabajadora familia, que con la tahona vivía desahogadamente; que, arrendada o no, disponía además de una labor de dos yuntas de borricas y de un carro, ¿serían verdad sus grandes apariencias de honradez, o entraría en sus cálculos vender a la muchacha?...

¡Ah, Fornarina!... Ni él ni Zig-Zag hablaron más, extasiados de belleza. Por encima de las tapias, por encima de los árboles, en la aérea azoteílla, la gentil silueta de arrogancia se recortaba contra el cielo. Tenía a la cabeza un pañolito de seda azul, atado atrás, a la turca, y llenos de harina la cara y los arremangados brazos. Iba sacando del cesto pan, o lo que fuera, prendiéndolo en algún alfiler de la cuerda sujeta a la punta de la caña, y dándoselo a los cigüeños..., que abrían el pico, empinándose, torpes, en el viejo nido de pastos y malezas.

Aparentando no haber visto a los que allí abajo la admiraban, de espalda a ellos, así mejor podía lucir las esbelteces del talle y la poderosa redondez de la cadera al inclinarse a la baranda.

-¡Qué mujer, Virgen Santísima! -ponderó Zig-Zag-. ¡Parte un napoleón de un cuesco!

«¡Guarro!», pensó don Pedro Luis, a quien la hermosura delicada de Isabel inspirábale poéticas ideas.

Volvió a dudar. ¿Justa la fama de honrada irreductible de su madre o estrategia para explotar mejor a la chiquilla?... Un pensamiento, de pronto, púsole de pie: «En todo caso, bueno fuera no desperdiciar la ocasión de sus apuros para obligarla con un préstamo que tal vez no le pudiese pagar, al fin, más que con la niña.»

-¡Espérame! -díjole a Zig-Zag, sin más explicaciones.

Y con la urgencia de dejarlas, siquiera, obligadas cuanto antes; de que otros, Gregorio tal vez, no le ganasen por la mano.... pasó junto al pilar, cruzó la carretera, y llamó a la puerta de la ermita.

Dejando su distracción en la azotea, le abrió la propia Fornarina, a quien la tapia y las ramas del nogal habíanla impedido mirar quién fuese.

Al verle, púsola encarnada la sorpresa. No ignoraba qué le debía su apodo, grato al fin, a este viejo galanteador, que siempre decíala cosas por las calles.

-¡Hola, don Pedro! -sonrió.

-¡Hola, Isabel!¿Cómo estás?

-Bien. ¿Y usted?

Entraba él, venciéndola la pasiva y leve resistencia.

-Muy bien, gracias -respondió; y hubo de añadir, dándole paternales palmaditas en el hombro, según costumbre suya con las jóvenes-: Tú, tan guapa, tan ingratona, digna de ser la reina de España. ¿Y tu madre? Querría hablarla.

-Ha salido.

-¡Oh! ¿Estás sola?

Ella, alejándose, sacudiéndole de un manotón el brazo, porque tocábala la cara, repuso:

-Está mi padre. ¿Le llamo?

-No, mujer; no es igual; querría hablar con tu madre y contigo. ¡Qué arisca eres! Y qué simple, además; ¡mira que haber ido a enamorarte, según dicen, de ese tonto de Cidoncha!

-¿ Tonto?... ¿Cree usted, don Pedro?

Sonreíale, pícara, habiendo dejado al medio, por defensa, unas cubas de azucenas. El hábil camastrón confirmaba el gusto de señoríos de la hermosísima muchacha en sus botas finas, de punta de charol, y en el corte de aquella ceñida y vieja falda que se ponía para el trabajo. Nada de refajos ni aparejos redondos.

-Y si no es tonto.... peor para ti, Isabel. ¿Qué vas a sacar de un hombre así? Tú, con ese cuerpo, con esa cara, con sólo que lo quisieras, podías tener... hasta coche en La Joya..., como otras que lo tienen.

Fue recogida por la singular burlona ruborosa la alusión a Orencia. Sonreía, sonreía..., y acercábase don Pedro. Pero ella dio otra media vuelta a las macetas prestamente.

-Qué, ¿aviso a mi padre?

Con una mano le estaba indicando la puerta; con la otra, el sitio de atrás, de los corrales, en donde su padre estaría. Era una alternativa, tan suave como firme, que desarmó al tenaz.

-Bien; avísale, mujer.

Pero al verla ir, en un revoleo de faldas, que la descubrió un poco de la prodigiosa pierna por encima de la bota, la llamó:

-Oye, oye, niña, Isabel, ven; primero... te iba a decir...

-¡Qué!

-Ven... ¿Qué prisa tienes?... ¡Acércate!

-¿Para qué?

-Para que sí; ¡escucha!... ¿Voy a comerte, quizá?

-No -dijo ella, volviendo-, a mí no me come nadie, y bien lo sabe usted, don Pedro. ¿Qué quiere? Cauta, no obstante, dejaba ahora entre los dos una especie de estanquillo que estaba al pie del pozo. Y como su sonreír de burla y seguridad acabó de desconcertar al cacique gigantesco, éste se limitó a divagar, hundiéndose las negras uñas en la gris maraña de las barbas.

-¿Qué prisa tienes, chiquilla?... ¿Qué estabas haciendo?... ¿Qué les das a las cigüeñas? ¿Pan?

-No, esto: renacuajos.

Señalaba al pequeño estanque, en cuya agua verde pululaban los panzudos y viscosos renacuajos a millares.

-¡Ah! ¿Los crías aquí?

-Aquí los crío.

-Y los comen bien... las cigüeñas...

-Regular.

-Claro.... ¡dados por ti! ¡Capaz sería yo de pagarte cada uno a cinco duros!

Un nuevo intento de aproximación de él la hizo partir ligera, riendo, en busca de su padre.

Risa de coquetería extraña... ¿Le trasteaba Isabel?... Orencia tendría razón. A su edad, acaso, las demás mujeres le iban queriendo ya para explotarle. ¡Qué más daba! No por eso gozaba él menos a la que caía de su cuenta, y que se despidieran los otros, jóvenes o no, cuando él se proponía. La riqueza era un don que Dios concede, como la misma juventud. Puesto, ¡bah!, ¡sería suya esta muchacha! Miraba la casa, la ermita. A la izquierda, el horno y las paneras. Todo limpio. Sillas buenas. Jaulas de grillos y jilgueros. ¡Iba a costarle!... Nada respiraba la miseria en el jardín.

-Don Pedro... Pero, don Pedro, tanto güeno por aquí... ¿Cómo no ha entrao?... ¡Qué tonta la chiquilla! ¡Pase.. pase usté!

Afeitado el padre, en mangas de camisa, con la cara inexpresiva de otro cualquier labradorcete, y ajeno, sin duda, a aquellos trapicheos de novios profesores y a aquellas ínfulas de grandeza de la hija y la mujer, vendría del pajar y sacudíase los zapatones.

Le condujo al interior. La nave de la ermita hallábase dividida con techos y blancos muros, que habíanla convertido en una pequeña vivienda confortable, doblada de graneros. Únicamente el fuste de una columna empotrado en un rincón, delataba la antigua arquitectura en la estancia a que pasaron. Más dentro, un dormitorio con cama de hierro limpísima, con lavabo de Vitoria, con cortinas claras..., que debía ser el de Isabel.

El rey que hubiera llegado a la casa, no le inspiraría a Roque, al dueño de ella, más turbaciones de veneración. Hízole sentarse, sin sentarse él; le pareció más cómodo después un sillón de madroño para ofrecérselo, y lo aligeraba de un gato, de un bastidor de bordar y de almohadillas de costura... Sobre la mesa había una jarra con claveles.

-Siéntate, hombre, Roque, siéntate. Mira, vengo a verte porque tú sabes que yo, sabiendo la excelentísima persona que eres tú, y tu fidelidad en las elecciones, te aprecio como amigo...

-¿Va a haberlas? -inquirió Roque veloz, no pudiendo entender de otro modo la visita, y alzando una mano tal que si fuese ya a depositar en la urna su sufragio.

-No, no se trata de eso. Ahora, al revés, se trata de que yo te pruebe lo que soy, amigo tuyo, y de verdad, de cuerpo entero...; se trata de demostrarte que hasta la pared de enfrente pueden mis amigos disponer de mí y de mis intereses. Te ha tocado perder mucho, casi todo, con esto del ciclón y la langosta; no has querido ir a buscarme, como otros, sin duda temiendo molestar, y yo, que sé que el Zurdo se te ha negado ayer a cierta petición...., vengo a ti a decirte: ¿cuánto necesitas?

Al bravo apóstrofe, que había hecho palidecer a Roque de infinita y honrada gratitud, acompañó la acción de sacar y brindar abierta la cartera, que siempre el millonario llevaba atascada de billetes. Roque lloró. La emoción le embargó por un instante en el solo afán de besar aquellas manos. No acertaba a hablar. No acertaba a comprender que pudiese merecer tantas bondades; y llorando, llorando, queriendo siempre besar las manos generosas, rechazaba la cartera. Torpe el diálogo, a partir de aquí fue el señor Jarrapellejos quien de clemencia en clemencia tuvo que conducirlo, hasta dejar encima de la mesa no las mil pesetas que el timorato Roque creía necesitar, sino dos mil.... en dos solos billetes.

-¡Pero don Pedro de mi alma, que no le podré pagar este verano, por mucho que arrecoja uno de lo poco que le quea!

-¡Ya me pagarás! ¿Tú crees que yo me arruine?

-¡Pero don Pedro de mi alma, que sobra con las mil!

-¡Quita, Roque, bobo!; ¿a qué vas a andar con estrecheces?... ¡Y cuando quieras más, más; vas y me lo pides!

-¡Pero don Pedro de mi vida y de mi alma, espérese usté, por Dios; siquiá un cacho de recibo!

-Qué recibo; ¡hombre, hombre!

Mas, ¡oh, no!; ¡bah, no!... En esto se obstinó Roque tan terco que tuvo don Pedro que esperarse...