XXXIII

En la época en que lo presentamos, Frutos era muy joven.

Sus veintitrés años no cumplidos, que desbordaban savia, se envanecieron en los primeros días con los honores del mando.

Tenía él una hueste para pelear y vencer a los «godos», y era preciso mostrarse jefe.

El fuero del caudillo principió a regir; organizó la gente a su manera, y el movimiento ordinario de la mesnada llegó a convertirse a veces en torbellino.

Las marchas y contramarchas se sucedían con velocidad extrema; considerables «caballadas» recogidas por doquiera, precipitábanse en ruidoso tropel a retaguardia y a los flancos de la columna; acampábase en sitios donde abundara la hacienda «flor», o sea gorda y selecta, para voltear reses cuya carne hiciese olvidar al soldado sus fatigas; dormíase pocas horas por la noche y quedaba desierto el campamento antes de romper la aurora, cuando no se hacía camino de tarde al alba, y sueño a la luz del día; aumentábanse las filas con desertores y matreros, algunos de ellos acompañados de chinas crudas pero jóvenes, y no pocas agraciadas, que eran el regocijo del comandante; fabricábanse lanzas en las herrerías del trayecto, y se perseguía a los destacamentos aislados que refluían hacia la capital para formar núcleos y resistir la embestida.

Todo aquello, a no dudarlo, traía alarmados a los defensores del sistema secular. Parecía estrecharse su círculo de acción, reducirse a un espacio sin holgura, pues de todos los vientos llegaban los siniestros voceríos de la gente sublevada.

Era que al grito de independencia, extraño, nuevo, seductor, hiriendo en lo vivo los instintos y halagando vagos anhelos, iba en repercusiones vibrantes extendiéndose por comarcas y desiertos.

A sus ecos, los criollos respondían lanzándose a las armas; y hasta el salvaje en sus toldos levantaba la cabeza, para arrojar un alarido de guerra.

En medio de sus correrías y rápidos zigzags por sierras y montes, supo Frutos que los vecinos de Maldonado se habían adherido al movimiento bajo las órdenes de Manuel Francisco Artigas; y en el deseo de presentarse ante el jefe superior que debía ya pisar el suelo de su país, con un contingente considerable, resolvió invitar a la reunión con las suyas, aquellas milicias, para emprender enseguida la marcha a través del territorio.

Ismael ofreciose como emisario. Continuaba su odisea borrascosa.

Habíase apoderado de él un afán insaciable de movilidad.

Aparte de sus hábitos de vida errante, parecía haberle trasmitido algo de su fluido vertiginoso la vorágine del tiempo.

Su natural indolente gozábase en las emociones de la aventura y del peligro, como si ellas le hicieran olvidar alguna pena negra.

Halagábale la posibilidad de volver a las riberas del Santa-Lucía con una partida gruesa de hombres guapos, y de campar por allí a punta de hierro, dejando solo a Dios que perdonase.

La travesía pues a Maldonado, le cautivó, en la esperanza de encontrar entre las gentes de los esteros y valles, quienes se resolvieran a entrarse en el riñón del país.

Esta vez como se verá, Ismael estuvo certero.

Frutos diole cinco hombres, entre los cuáles se distinguía por su cuerpo macizo nuestro indio Tacuabé.

Y dijo a Velarde, al despedirlo, señalándole al charrúa:

-Es de los pocos mansos. Hacelo rastrear el rumbo.

Tacuabé se había puesto delante, montado en un «oscuro» de planta vigorosa.

Ismael siguió sus pasos, mirando de soslayo la robusta contextura de su camarada del estero.

Pertenecía en realidad a la misma raza indómita, cuyos últimos guerreros al escapar chorreando sangre de la matanza de la Cueva del Tigre, veinte años después, habían de decir al caudillo impasible, y entonces prepotente: ¡Mira Frutos, matando amigos! -para perderse en las selvas del norte y librar el último combate a muerte, en el que su último cacique como trofeo de expiatoria hecatombe debía enastar en el hierro de su lanza las venas de Bernabé- uno de los orientales más bravos que haya abortado la leonera de los caudillos.