XXXII

Aquella fuerza a que se había incorporado Ismael, se componía de los contingentes reunidos de la zona comprendida entre los ríos Yí y Negro; y venía comandada por Félix Rivera, vecino de excelente fama y prestigio, a la sazón quebrantado por una dolencia que debía concluir con él a las pocas jornadas.

Félix, como todos los tenientes que sirvieron al principio de la lucha era un jefe improvisado, si bien hubiese figurado en calidad de oficial de milicias bajo el régimen colonial.

Patriota y resuelto, su gruesa partida le seguía con fe, mal armada, pero llena de entusiasmo y de denuedo. Aquel nuevo escuadrón buscaba a través de las grandes distancias, lo que por otros rumbos lejanos venían intentando otras huestes, -su unión con el núcleo principal, o con los grupos ya organizados en cuerpos compactos- a manera de esas ondas rumorosas que en las playas de Maldonado se van sucediendo en escalones para refundir al fin sus bramidos en un solo y colosal estruendo.

Algunos indígenas, expertos y durísimos jinetes, acompañaban esta columna, también, guiándola uno de ellos como baqueano por esteros y montes, cuyas entradas y vados descubría con certeza entre las sombras mismas de la noche.

La tropa revolucionaria forzando sus marchas entrose en las serranías de Minas, escurriose por sus valles prolongados y estrechos, engrosándose aquí y acullá con distintos grupos.

En una de esas marchas ocurrió un suceso interesante.

Llamaba la atención en el campamento un gauchito conversador y simpático.

Veíasele de fogón en fogón, echando su cuarto a espadas en todas las cuestiones de bregas y carreras que en ellos se departían; cuando no en juegos de manos o de rebenque con otros compañeros, canchando con estrépito; o en disputa acalorada sobre de quién era la trampa en una partida de taba; y no pocas veces apoderándose del mate y aún de la caldera ajena, para servirse a su gusto del brebaje mientras durase el agua caliente.

Al principio, esto ocasionaba pendencias y altercados; pero, como el mozo era hermano del jefe le la partida, tolerábasele con frecuencia su espíritu de travesura.

Por otra parte, hacía él uso de chistes y gracejos que acogían bien los paisanos, y le daban lugar de preferencia en los fogones. Ciertas cualidades externas por decirlo así, recomendáronle también desde el principio.

Diestro para el caballo, siempre en continuo movimiento, campero sagaz, rastreador certero, su actividad y osadía tenían pocos ejemplares.

No obstaban estos méritos a que él gastase bromas de mal género con sus camaradas.

Reíase luego de los reclamos y protestas. Decidor, insinuante, socarrón y liberal en sus hábitos, daba lo propio sin reservas, así como echaba mano de lo que no era suyo por una propensión casi ingénita, a semejanza del zorro y de la urraca. Tenía en los ojos una mirada constante de pilluelo, y en los labios alguna ocurrencia picante y sabrosa que desarmaba casi de súbito, como un golpe de lanceta en la sangría.

Jovial, quiebra, comadrero, entraba a un pericón con los brazos abiertos, la cabeza echada atrás, el vientre en giro de peonza y las piernas encogidas, embrollando o aturdiendo a las criollas, que concluían por aficionársele, y dar lugar a alguna gresca de sable y daga.

Las chinas y el juego le sacaban de quicio.

Sus sensualismos rayaban en extremos; por manera que, siendo su organismo vigoroso, la saciedad era difícil.

Después de un baile o una orgía grotesca en los ranchos, montaba a caballo contento, y aún cuando fuera nocturna la marcha, de crepúsculo; crepúsculo, él amanecía tieso y firme, cual si formara parte integrante de su cabalgadura.

Sin monedas en su «cinto», transformábase en taimado y taciturno, adquiriendo entonces una movilidad increíble su natural inquieto, hasta conseguir la satisfacción de su apetito insaciable.

La pasión del juego le subyugaba por entero y por esta circunstancia traía alborotado el campamento, en cada uno de cuyos vivacs dejaba lenguas ganase o perdiese. Esa pasión lo había hecho su siervo, al igual que una viciosa llena de encanto al mancebo ardiente que consume en sus brazos. Jugaba pues sin escrúpulos por tendencia irreductible, sin importársele nada del juicio o la censura de los otros. Esta propensión tomó desarrollo incremento en su vida errante, y en su roce familiar con los matreros, entre los cuales había buscado refugio al alejarse de la casa paterna.

De esta existencia errática pasó a la no menos agitada del campamento revolucionario, en el vigor de su juventud, perfectamente conformado para la lucha, física y moralmente, a la vez que lleno de resabios y de instintos indomables.

Era centauro, guerrillero, gauchi-político, bailarín, tahúr, mani-rota, tramposo, camorrista; y en el desenvolvimiento gradual de estas calidades, los paisanos concluyeron por mirarle con interés. Como buen engendro del clima, él poseía, -y ellos se apercibieron del fenómeno-, algo del puma, del zorro y del ñandú.

Tenía la faz morena, nariz bien delineada, frente de regular amplitud, boca de labio inferior carnudo, el torso erguido, garboso el continente. Cierto aire indígena le llenaba de originalidad y colorido. El viento, el sol, el aroma sensual de las soledades habían oscurecido más aún su tez, y nutrido sus pulmones.

Los paisanos conocíanle bajo el nombre de Frutos, corrupción del de Fructuoso.

Al principio chocó él con Ismael; pero, muy pronto, descubriéndole Frutos la dureza de la fibra, hízose su amigo, con esa viveza peculiar que debía caracterizarle en lo futuro para conocer y sondar los hombres.

El joven gaucho de cara de mujer y entraña de valiente, fue desde entonces su camarada de fogón y de aventuras.

Un día que jugaban al naipe, sorprendió a Frutos el aviso de que su hermano Félix se encontraba moribundo en su tienda de ramaje, y que deseaba hablarle.

Algunos de los hombres del comando subalterno, alféreces y sargentos, se habían reunido ya en la tienda, cuando Frutos llegó apresuradamente.

Félix dirigió entonces la palabra a la reunión, manifestando que, próximo a su fin por la agravación sobrevenida en su dolencia interesaba a la causa que se designase cuanto antes la persona que debía sucederle en el mando de la fuerza, hasta tanto D. José Artigas resolviese sobre la efectividad del nombramiento; que al efecto, indicaba él a su hermano Fructuoso, como su reemplazante, y pedía a todos sus compañeros de armas le prestasen respeto y obediencia.

Esta expresión de última voluntad de un hombre patriota, fue acatada en el acto. Así también lo imponía la fuerza de la costumbre.

Producido el fallecimiento poco después, Frutos fue reconocido en su nuevo carácter por la milicia.

El travieso campero sintió entonces por primera vez quizás, una impresión profunda de halago e íntimo goce. ¡Mandaba una hueste!

Recién se apercibía que en medio de las borrascosas pasiones de sus veinte años, existía una, absorbente y despótica, verdadero acicate de su genio activo, díscolo y enredador, la ambición de mando, que había de arrastrarlo desde la escena de terribles vorágines, al fausto y a la pompa de la vida regalada.

Frutos empezó a crecerse, y supo hacerse obedecer. Era dominante, y tenía todo el instinto de absorción que singulariza al régulo.

El caudillo surgía de su agreste envoltura, en los albores de juventud, encelado y brioso, lo mismo que el semental que se larga del potril rumbo a la dehesa, con las crines revueltas y el ojo hecho ascua.

Todos los gustos sensuales y las ambiciones ardientes rebosaban en el fuerte temperamento de Frutos, sin que en su cerebro mermase nunca el fósforo de la astucia; y en su nueva posición, caudillo y obedecido, señor de lanza y banderola, comenzó a campar con altiva osadía.

Este tipo criollo, fundido como se ve en molde nada común, debía ser en el andar de los tiempos un candidato seguro a la admiración de las huestes indisciplinadas, a la vez que a los altos puestos y honores.

Debía serlo...

Como todos los hombres que hacen gesto enérgico al destino, presintiendo quizás dentro de sí mismos la mayor suma de audacia y de vigor, no se preocupaba seriamente del futuro. Tenía fe en las circunstancias en medio de las cuales había surgido, en la corriente del tiempo en que se embarcaba, sin dejar en pos más que recuerdos tristes de juventud turbulenta.

Cuando el mocetón de una tribu ya diezmada y abatida se resolvía a abandonar el toldo, a las márgenes de los grandes ríos, en busca de más profundas soledades, ahuecaba groseramente un tronco, fabricaba una pala y se abandonaba osado a la aventura, enhiesta la pluma de ñandú en su cráneo, el carcaj al flanco, y una sonrisa de desafío en sus labios.

Ese camino andaba, y le llevaría lejos.

Las revoluciones son, en cierta manera, caminos que andan; y Frutos se lanzó a sus olas, solo, pobre, licencioso, sin miedo al contraste, anhelante de impresiones, resuelto, con muecas de desprecio al pasado y mirada de halcón al porvenir, en cuyos senos oscuros se elevarían pedestales a la prepotencia personal.

¿No llegaría él a imponerse algún día?...

Se creía apto para arrastrar masas, a fuer de arrojado, dúctil, sagaz, maleable, vicioso, pendenciero. El ingenio se anidaba bajo sus párpados, y en sus manos estaban presas todas las mañas.

Jinete duro, marchador infatigable, hablador locuaz, camarada libertino dentro y fuera de su tienda, con rasgos de generosidad y nobleza en medio de su misma disipación -conocía el secreto de seducir y de imperar sobre la hueste, cuidando de no hacerla conocer nunca el rigor de la disciplina ni la regla del orden; pues, no poseyendo él mismo escuela militar, sabía bien que el prestigio se cimentaba sobre la abolición absoluta de la ordenanza y de la pena.

Podría comparársele a caballo, en sus marchas vertiginosas, al ser biforme que abatiera la maza de Hércules, porque era en realidad un ágil centauro lleno de fuerza y de osadía.

En este tronco extraño sin fondo moral -único tal vez en su género- la savia producía como hemos dicho, buenos y malos frutos; por manera que se mezclaban en él las más toscas vulgaridades, con las inspiraciones y arranques de un espíritu inteligente. Parecía llamado a improvisar en todos sus conflictos actitudes singulares, cediendo sin esfuerzos o ensamblándose en las situaciones críticas como la madera fina sobre la gruesa. En su vida de campamento dio a la astucia lugar preferente, sin perjuicio de la iniciativa en la acción; semejante al metal que se extiende bajo el martillo, o en hilos delgados -casi impalpables- se doblegaba o escurría, y ponía miedo a sus propios bríos, con la misma asombrosa facilidad con que los exasperaba y embravecía en hora oportuna.