Ismael/XV
XV
La ardua tarea seguía en tanto, y aun debía durar una hora. Circulaba como una atmósfera de fiebre en el rodeo; el calor no cedía, el polvo en perpetuas sacudidas se arremolinaba en torno de los grupos, los caballos jadeantes alargaban sus cuellos buscando en el ambiente denso una ráfaga de aire fresco, y el ganado se agolpaba rumoroso, haciendo temblar el suelo bajo frenéticas corridas.
De improviso, un novillo de imponente aspecto atropelló el cerco, hiriendo uno de los caballos, y bajando la cuesta con la violencia de una mole desprendida de la cumbre.
Almagro se precipitó sobre la res lleno de despecho, para unirle a la paleta la de su zaino de gran alzada. El amor propio lastimado le hizo, hundir la rodaja en los hijares con cruel rigor; en su brío, brincó el caballo en vivísimo arranque, y mordiendo el freno enarcó el pescuezo, lanzándose al declive con pasmosa rapidez.
Pero, casi al final de la cuesta, aflojáronsele los brazuelos, dobló los corvejones y cayó de costado, rodando hasta el pie de la loma, después de haber arrojado a su jinete a algunas varas de distancia.
Perseguía a Almagro la mala suerte.
Un nuevo murmullo compuesto de voces y risas burlonas, siguiose a esta caída, atrayendo al sitio gran número de los concurrentes. Los amigos de Jorge rodearon a éste, que se hallaba un tanto aturdido en el suelo.
-¡Había sido parador el hombre! -exclamaba Fernando Torgués entre carcajadas ruidosas-. ¡Vea no más el diablo, como lo hizo oviyo entre la yerba!
Así diciendo, mientras Jorge se reincorporaba, el gaucho de gran talla y arrogante continente, barba castaña y ojos celestes de mirar ceñudo, hacía ensayar corvetas a su caballo, domeñándolo con fuerte brazo en cada rebeldía.
Los hombres de campo se le aproximaban, silenciosamente, y empezaban a mirarle con interés o cierta fascinación suscitada por el prestigio de la fuerza física, de la hermosura varonil, de la audacia y resolución que revelaban la mirada, la acción y el gesto, cuando a un simple ademán o grito bronco hacía volver azorada una res al núcleo, o a un bote impetuoso de su cabalgadura hacía bramar de cólera a un toro. -Aquel mismo interés manifestado por Ismael, en sus pendencias con Almagro, le había atraído las simpatías de todos sus compañeros, dada la fama que Jorge había logrado conquistarse por sus actos de cruel severidad en aquellos contornos.- Fernando Torgués conocía esa fama del peninsular, y la acción del tupamaro le había seducido. Hacíale acordar a un Jesús de las estampas, el gauchito de los rulos y de los ojos de mujer.
¡Se me hizo güeno el partido -vociferaba- cuando lo vide con su carita de hembra pelirrubia tirando las bolas por las guampas del animal!
Los criollos le habían hecho círculo, y le celebraban las ocurrencias, especialmente los del distrito del Pantanoso que habían venido con él.
Era que, de aquella personalidad fuerte se desprendía como una esencia acre y contagiosa de soberbia y de bravura, que halagaba las propensiones e instintos de sus congéneres, atrayéndolos por sugestión irresistible.
Aumentaban este prestigio personal, ciertas aventuras locales o de pago, de la primera juventud de Torgués. -Prodigios del músculo- luego; rara habilidad para domar al potro, correr al ñandú, cazar al tigre y vencer en la pelea a sus contrarios, completaban el renombre. Este gaucho de presa era temido, si bien su fama no salía del círculo estrecho de la vida de pastoreo. Ya era algo entre la gente nacida en asperezas, en lucha de todas las horas con las bestias, un hombre que derribaba a un toro de las astas, con la misma intrepidez con que vencía a puñal a un enemigo.
El éxito feliz en los lances individuales, en los duelos tenebrosos, cuyos hilos secretos no alcanzaba a descubrir siempre la justicia del rey, incubaba estas prepotencias en la oscuridad -informes larvas de caudillos, que la ley de la evolución tenía fatalmente en el andar del tiempo que arrojar desmelenados e iracundos a la escena-. El valor cruel y las proezas del músculo, los colocaban en medio a su existencia sombría de tribu hispano colonial, al nivel de aquellos héroes primitivos de leyenda que lactaron cuando niños lobas y panteras. Frutos maduros de un sistema de fuerza, se imponían entre ellos mismos la ley, del más fuerte, para aplicarla después implacables y unidos al adversario común.
A esta familia de centauros reacios a la obediencia pasiva que iba creciendo y agigantándose en la soledad, como los «ombúes» en el desierto, pertenecía el gaucho membrudo y altanero de la invernada del Rincón del Rey.
De hablar recio y ademanes rudos, llamaba la atención a la distancia, sin que él se preocupara del alcance de sus frases, ni de los efectos de su atrevimiento. El hábito de lidiar con los «bicórneos» según decía, no le dejaba lugar para «lindezas».
Sus carcajadas sonoras, hicieron aproximar al núcleo a un hombre de formas atléticas que venía montado en un rosillo entero. Pertenecía al grupo de los peninsulares, y acababa de separarse de Almagro.
Por su aspecto, reconocíase al primer golpe de vista al hombre campero, ágil y sufrido. Traía daga cruzada por delante, pantalón y bota de baqueta.
De mirar duro y oblicuo, con un cigarro en la boca, púsose a escuchar en silencio, escupiendo de vez en cuando de lado, sin mover la cabeza ni apartar la tagarnina de los labios, casi invisibles entre el espeso boscaje de su barba.
Ninguno puso atención en él. El círculo se había estrechado en redor de Fernando, quien en ese instante mantenía vivo el interés de los oyentes relatando un episodio de sensación ocurrido a orillas de Santa Lucía.
Un jefe de partida de celadores, que así se llamaban los soldados del preboste, había martirizado a un criollo muy mancebo todavía, por sospechas de hurto. La indignación era grande en el distrito, porque fuera de ser la víctima inocente, se había defendido solo contra toda la fuerza de la Hermandad, cayendo al fin abrumado por el número. Según Torgués, añadía, el mozo hizo «mueca al peligro» con una media-luna de cortar jarretes, y con ella desjarretó dos godos como para hacerlos andar en cuatro pies.
Una voz que venía de fuera del círculo formado por el grupo, interrumpió aquí a Fernando, diciendo:
-¡Te vas en lengua, voceador!
Torgués se empinó en los estribos, y echándose atrás el sombrero, contestó:
-¡Nunca le criaron pelos, y lo que dice lo sostiene el brazo, señorón de estampa!
-Falta verse, matamoros.
Y el jinete de formas atléticas, que no era otro que el dueño del campo en que ocurriera el suceso, levantó en alto su rebenque de cabo y pasadores de plata, con aire agresivo.
-¡Abran cancha! -gritó Torgués rugiente. Voy a señalar a ese godo en la oreja.
-¡Y yo a tarjarte la lengua!
El círculo se abrió de súbito, entrándose al medio el del rosillo; y volvió a cerrarse en violento remolino, a impulsos de una emoción extraordinaria.
Los dos hombres echaron veloces pie a tierra, y las dagas relumbraron.
-Arroyáte no más el tartán, y cuidá de tu alma -dijo Torgués, oprimiendo con furia el barboquejo, entre sus dientes.
-Así ha de ser -repuso en voz breve, lívido y descompuesto el del rosillo, envolviéndose con giro rápido en el brazo izquierdo una especie de chal de vicuña que había traído a modo de banda sobre el cojinillo de su montura.
Y sin hablar más, temiendo se les escapara la fuerza con la voz, se fueron al encuentro encorvados a largos pasos de felino; hasta que, acortada la distancia y caídos en guardia a su manera, torcido el cuerpo y cambadas las piernas, miráronse un momento en las pupilas como si en ellas estuvieran las puntas de las dagas.
En el grupo no se oía el más leve murmullo reinaba ese silencio profundo que impone, entre fuertes ansiedades, un duelo a muerte. Todos los ojos estaban fijos: pálidos los semblantes y mudas las bocas.