Ismael/XLIV
XLIV
Por esos días, la campaña empezaba a conmoverse. Corrían voces extrañas de sublevación de las milicias; las partidas se cruzaban en todos los rumbos arreando caballos y haciendas vacunas.
De la estancia de Fuentes se habían ido a los montes muchos de los peones, quedándose sólo en ella los que eran amigos de los «godos».
En la calera de Zúñiga se hacían reuniones sospechosas; en todo el pago del Canelón el paisanaje andaba revuelto; Fernando Torgués salía de su madriguera del Rincón del Rey con un montón de gauchos bravos; Benavides aumentaba su hueste en las asperezas de la Colonia y Vázquez excitaba los maragatos al alzamiento en los campos de San José de Mayo: este «pampero» se acercaba rugiendo para estrellarse como un grito salvaje de las soledades en las murallas y bastiones del Real de San Felipe.
El virrey Elío, bastante alarmado, mandó que se retirasen dentro de muros todos los hombres de armas llevar, así como la mayor cantidad posible de víveres y ganados. Esta orden se hizo extensiva a las familias de los distritos más próximos a la ciudad, todo ello bajo las penas severas que los tercios del rey se encargarían de aplicar.
Jorge Almagro se apresuró por su parte a cumplir las prescripciones del bando, como buen español.
La hacienda del establecimiento era numerosa.
Todos los intereses allí reunidos pertenecían a Felisa, única y universal heredera de la viuda de Fuentes; pero esto ¿qué importaba al mayordomo? El desorden de los tiempos no permitía que imperase otra ley que la fuerza.
Tampoco la criolla se entendía en esas cosas; dejaba hacer sin pedir cuentas, y sólo vivía del aire y del sol del pago.
Los últimos actos de Jorge la habían reducido a la inercia, aún cuando en el fondo de su naturaleza se rebullese enconada la crudeza nativa. Lo observaba todo con aire indolente y casi de idiotez, descuidada de sí misma, hundida en la soledad de su rancho, como un ser que no se echa de menos, granuja de los campos sin voluntad ni voz que en definitiva era tratada lo mismo que las reses.
El día que se arreaba el ganado rumbo a Montevideo, había en la estancia un regular número de hombres, entre criollos y europeos.
Estos hombres debían marchar a su vez con Almagro a la plaza, para ser agregados allí al cuerpo de caballería irregular que se estaba organizando a tiro de cañón de la ciudadela.
La afluencia de gente picó la curiosidad de Felisa que salió al campo, parándose junto a la enramada, de dónde se puso a observar los movimientos y el arreo de la hacienda.
Tata Melcho la impuso de lo que ocurría.
Ella se limitó a un visaje de indiferencia, no comprendiendo el alcance de la medida que se ejecutaba aprisa y en desorden.
Tuito si mistura -decía Tata Melcho con una tos cavernosa-; el toruno i la egua arisca.
Felisa estaba callada.
De súbito, pensando tal vez que todo aquello le pertenecía, se sintió inquieta, irascible. Mordiose una uña y miró de una manera irritada al viejo domador, con los ojos llenos de un llanto que debía resumirse pronto.
-Tata Melcho -dijo al cabo de un rato-; agárrame el pangaré.
El viejo se volvió sobre su dorso arqueado, y le echó una ojeada de mastín sin dientes.
Después, fuese asentando todavía con firmeza en el pasto sus plantas desnudas y endurecidas.
Al cuarto de hora regresó con el caballo listo.
Era un pangaré de regular crucero, un poco brioso, ágil y de arranque, en el cual acostumbraba a andar la criolla hasta la Calera, en otro tiempo.
Meses hacía que el animal no sentía la cincha, llevándose vida de engorde en la manada; por manera que de vez en cuando hinchaba el lomo y sacudía las orejas, piafaba y mudaba de sitio, batiendo con fuerza los cascos.
Así que lo vio llegar, Felisa se anudó bien el pañuelo que llevaba en la cabeza por debajo de la barba, pidió a Tata Melcho el rebenque que él tenía colgando del mango del cuchillo, y a paso lento se puso del lado de montar, haciendo caricias al pangaré en el pescuezo.