XIII

Al rayar el alba, dijo a Ismael:

-Hay que trabajar hoy todo el día en el campo con el ganado alzado. Tú vas a apostarte en la orilla del monte, donde está el juncal grande de la barra, y allí se te irá a juntar Aldama.

El español dijo esto con un gesto torvo, de noche mal dormida.

Ismael montó a caballo en silencio, y dirigiose al juncal.

Este sitio era selvático, profundamente solitario: un vallecito cubierto al principio de chircas y flores azules, altas cañas con nutrido ropaje de verdor, enseguida, y más allá, un juncal espeso que se extendía a lo largo del monte sobre un suelo húmedo y esponjoso. Llenaba aquellos lugares con su agreste aroma la flor del chirimoyo, y movíase sobre las yerbas crecidas todo un enjambre de libélulas.

Ismael no conocía bien esta parte del extenso campo, que estaba a muy larga distancia de las «casas», en un extremo poco frecuentado por la hacienda vacuna.

Al penetrar en el vallecito, encontró a su paso una res muerta, que presentaba profundas desgarraduras en el cuello y pecho. La sangre había escapado en abundancia por una de ellas, y aglomerádose en negros coágulos en redor.

-Uña de puma... o de tigre, se dijo Ismael, observando los despojos.

Y fijando luego más su atención en los contornos del sitio en que se había detenido, alcanzó a percibir entre la yerba un fragmento de papel quemado y ennegrecido por la pólvora, que había servido sin duda de taco a una pistola.

¿Será del mayordomo? -preguntose interiormente Ismael.

Y quedose un poco caviloso.

Cerca del cañaveral veíase un árbol aislado.

Encaminose a él, y echando pie a tierra, ató por el cabestro a una de las ramas bajas su caballo.

Enseguida, dándose con suavidad en las piernas con el rebenque, dirigiose al cañaveral, donde penetró, escudriñando su espesura con sigilo. Reinaba allí profunda soledad. Avanzaba la mañana, pesada y ardiente, sin brisas consoladoras. Un hálito de frescura alimentado por el rocío que bañaba las hojas, hacía sin embargo, agradable la estadía bajo las cañas, Ismael tendió el poncho que llevaba arrollado a la cintura, y arrojose sobre el césped boca abajo, según su hábito indolente.

En esa actitud le sorprendieron las horas, sin que llegase Aldama, ni apuntase por los alrededores el ganado bravío.

El sol lanzaba ya casi verticales sus fuegos, e Ismael con la barba apoyada en los brazos en cruz y sirviéndose del sombrero con las alas extendidas sobre su cráneo, a modo de quitasol, permanecía inmóvil.

Dormía.

Cuando se despertó, pareciole que había soñado. Su blusa tenía olor a cedrón. Acordose entonces de Felisa, cuya cara se le calcó de súbito en las pupilas y se le antojó que se le asomaba allí, mostrando los dientes, lo mismo que en el agua quieta de un remanso.

El labio sensual de Ismael removiose trémulo.

Volvió a bajar la cabeza y a esconderla entre los brazos para librarse de los mosquitos que zumbaban por todas partes; y en esta posición, en medio de esa laxitud física que domina a ciertas horas los organismos habituados al trabajo muscular, no llegó a apercibirse de un ligero roce entre las cañas, ni menos de los pasos de unos pies afelpados que se deslizaban rápidos sobre las yerbas...

De súbito sintió que le cogían del cinto, y lo levantaban con suavidad, poniendo a prueba la resistencia de las agujetas.

Ismael, sin perder el ánimo, comprendió bien pronto que aquella no era una mano de hombre, y sí una zarpa formidable, cuyas garras se extendían y cerraban con fuerza oprimiendo su cinto y ropas para arrastrarle lejos del sitio.

Un olor acre y nauseabundo, confirmó su creencia de que tenía al lado una fiera.

El espíritu de propia conservación le obligó a estarse inmóvil por el instante. La bestia feroz había venido al rumbo, y en vez de destrozarle, al verle quieto -dormido o muerto- tentaba llevárselo al fondo del juncal. Convenía la inmovilidad absoluta.

El menor signo de vida, caído e indefenso, traería en pos el rugido y la obra terrible del colmillo y de la garra.

La zarpa levantó dos o tres veces su presa, arrastrándolo algunas varas con extraordinario vigor, sin inferirle daño.

Ismael seguía boca abajo, conteniendo su aliento, cerrados los ojos y bien ceñidos los brazos, resguardando en parte el cuello: en medio de su tribulación, indicole el instinto que algo detenía a la fiera. No era ella seguramente la hambrienta, sino los cachorros; ni se explicaba él de otro modo tan corteses modales.

De pronto, la bestia largó su presa, y alejose veloz algunos pasos.

-Ismael respiró, volviendo un poco el rostro, hasta poder mirar de soslayo por debajo del a la del sombrero.

No pudo menos de estremecerse.

La fiera, dándole el flanco, con su enorme cabeza inclinada hacia el suelo, parecía escuchar. Era un jaguareté hembra de espléndido pelaje blanquecino con manchas negras a los costados, miembros cortos y robustos, y contextura poderosa, tan grande como el tigre de raza. Con la cola en forma de aro, las orejas inhiestas, parecía decíamos, recoger los rumores del campo o del monte, desconfiada e indecisa, cual si presintiera un peligro cercano.

-Ismael intentó echar mano a la daga cuyo mango asomaba a su costado, sin volverse, aprovechando aquel minuto de tregua a su fuerte zozobra pero, hubo de reprimirse en el instante mismo, porque el jaguareté aproximándose de nuevo, tornó a asirle del cinto, sacudiéndole en el aire, para dejarle caer con lentitud y posar la zarpa en su dorso.

Luego, acercó la boca a la nuca, y olfateó ruidosamente.

Ismael sintió en su cuello el aliento húmedo y fétido, en la espalda el roce de las garras, y un escalofrío recorrió todo su cuerpo. -Creyó perdida toda esperanza.- Se esforzó en recordar entonces alguna oración trunca, si alguna le enseñaron cuando chicuelo; pero, de pronto se dilató su corazón con desesperado brío, y sintió un ansia grande de vivir.

En ese instante en que se resolvía a echar de nuevo mano a la daga, la fiera dio un pequeño salto, apartose regular trecho, y púsose de nuevo a escuchar los ruidos de afuera.

Era que se oían lejanos y confusos ladridos, los mismos que sin duda la habían hecho vacilar al principio, aunque sólo perceptibles para su sentido sutil. El amor de madre, más intenso que el del celo, aún en el corazón de la fiera salvaba a Ismael.

La tigre temía por sus cachorros, que había dejado solos en el juncal.

Vaciló algunos momentos, yendo y viniendo, y pasando la lengua por sus labios negros y babosos. Los ladridos se percibían más claros y vibrantes del lado del monte.

Ismael pensó en Aldama.

La fiera se revolvió de improviso, lanzando un pequeño rugido; y desapareció entre las cañas, arrastrándose sobre el vientre como un yacaré.

-¡Me cayó la china! -exclamó Ismael, respirando con fuerza, al incorporarse- Mal aiga el godo, ¡más fiero que la tigra!

Y salió del cañaveral apresuradamente, para encaminarse al árbol en que había dejado su caballo de faena pastoril.

El fiel amigo estaba allí tranquilo, pero acompañado. Echado a la sombra, junto al bayo, con la lengua de fuera enlodada, sudoroso y resollante, veíase uno de los grandes mastines de pelaje leonado y cuello blanco habituados a la lucha con la res bravía, que, sin duda extraviado en algún sendero del monte, había salido por el estero del juncal, abandonando a Aldama. La presencia del caballo de Ismael, bastó a detenerle. Allí había amos. El asta aguda de los toros había hecho ligeras lesiones en la piel del perro, adornándola de bandas rojizas; y sus fauces bien abiertas aparecían llenas de espuma y sangre.

Ismael montó a caballo, y alzando el rebenque con ademán brusco señaló el juncal espeso diciendo como si fuera comprendido por el mastín:

Criadero de tigres, Blandengue. Movéte a matar cachorros.

Blandengue se levantó de un salto, y echó a andar en pos del jinete que se dirigió al monte, a paso de trote. Por allí cerca, bajo unos «sarandíes» que formaban isleta, encontrabanse dos gauchos vagabundos armados de trabucos. Velarde se les juntó, convidándolos a pitar, y con su bota de caña.

En las horas que se subsiguieron, ningún peón de la estancia vio a Ismael en el campo. Parecía haberse hundido en la espesura del monte o en el juncal siniestro como una alimaña.

En los ranchos no faltaba quién extrañase su demora. Acostumbraba él a encontrarse en la enramada al caer el sol, y ya era noche profunda.

Felisa había rondado alguna vez cerca de ella, sin decir palabra. Aldama al verla, habíase dicho:

-Anda abiriguando.

Él también no dejaba de sentirse algo inquieto por la falta de Ismael, y para ello le asistían sus razones.

Almagro, en cuyos labios gruñían en cada frase las pasiones groseras, tuvo en sus encuentros casuales con la criolla algunas torpezas que decirla, que ella devolvió con sus peculiares visajes de ironía y desprecio.

El semblante de Jorge tenía mucho de raro esa noche; y esa su expresión de cruda taimonía, resaltaba más a la luz de un fogón, próximo al cual se había puesto a conversar con Aldama sobre las ocurrencias del día.

-El Blandengue se cortó en el monte -decía éste-, pa yá del juncal; y a la cuenta los jaguaretés lo arañaron...

Los ojos de Almagro se encendieron en su fulgor felino. Afectando reposo, preguntó:

-¿Y qué es de Ismael? Ya debía estar aquí.

-Cuando juí al cañizal, ni rastro dél -repuso Aldama con extrañeza-. El ganao no enderezó a los huncos de la barra; y mi Esmael se dentró al monte atrás de los auyidos de Blandengue.

El mayordomo quedose pensativo, en tanto Aldama encendía un cigarro de tabaco negro y papel grueso.

-El rincón ese es fiero -añadió, despidiendo humo por las narices. La tigrada anda ronzando siempre carne de cristiano.

Jorge experimentó una emoción fuerte, y refregose despacio las manos.

En ese momento ladraron los perros; y Blandengue lleno de sangre y lodo, entrose inesperadamente en la enramada.

Traía rasgada en diversas partes la piel del hocico, y la del cuello abierta en un costado, hasta mostrar la pulpa.

Mayordomo y peón se miraron.

que vea no más! -dijo Aldama, cogiendo al perro con las dos manos de la cabeza. ¿Y aónde quedó Esmaél, Blandengue?

-Aquí anda, contestó una voz tranquila en las tinieblas.

Ismael, que acababa de apearse a corto trecho, adelantose con una carga sobre los hombros.

-¡Güenas noches les déa Dios! -dijo con su aire de indolencia. Y arrojó al suelo el bulto.

-¿Qué es eso? -preguntó Almagro acremente.

Ismael detuvo en su semblante sus ojos pardos, esta vez muy abiertos, y colgando el rebenque en el mango de la daga, respondió con la mayor calma:

-El cuero de una tigra.