VI

El semblante de Fray Benito fue luego animándose poco a poco. A sus facciones dulces volvió el tinte risueño, y a la humedad de sus pupilas sucediose el brillo que el pensamiento trasmite a la visual cuando cambian de giro las ideas. Levantó la frente con afable gesto, y dijo:

-Ahora, me permito aventurar otra creencia, a mérito de un nuevo sueño, muy raro, que me sobresaltó anoche, obligándome a prolongada vigilia. El libro de Rousseau, sobre cuyas teorías hemos departido tantas veces con el padre guardián, sirviome de distracción. La aurora me sorprendió en el primer capítulo del tema sobre el contrato social, que el audaz filósofo imagina celebrado por los hombres que vivían en estado de naturaleza...

-¡Paradoja absurda! -susurró Fray Francisco.

-Por eso fue verdadera teoría armada, repuso Fray Benito, muy tranquilamente.

Opinaba él que para mover las muchedumbres contenidas por el dogma del derecho absoluto de los reyes, el filósofo ideó un sofisma atrevido, pensando tal vez que, no pudiendo las nociones de lo exacto y de lo justo penetrar en la conciencia popular, esclava de la costumbre de doce siglos, sino como la gota de agua en la piedra, era preferible anticiparse por los medios violentos a la obra de los años, haciendo volar con un barreno las bases del viejo edificio.

-Mina, llamamos nosotros a esa cavidad subterránea -le observó el capitán Pacheco con aplomo de perito.

-Sea, hermano.

Me detengo en el detalle del libro ruidoso, pues sus doctrinas tienen alguna atingencia con la visión o sueño de que hablaré enseguida.

Estas ideas francesas a que aludía el fraile que habían venido rodando a nuestras playas como despojos de un gran naufragio de instituciones y de extravíos del criterio humano, habían hallado acogida en nuestra reducida juventud ilustrada, dispersa ya en parte por circunstancias diversas. Se conocía a Mirabeau y a Robespierre, y sus utopías terribles preocupaban los cerebros entusiastas, antes que la hoja periódica de Auchmuty divulgase en Montevideo opiniones subversivas del orden colonial. Bien que, dentro de las murallas no hubiese temor al cambio, y se conservase intacta la fidelidad al rey; pero, no había de suceder quizás lo mismo en la cabeza del virreinato, donde la juventud era numerosa e iba elevándose por ayuda propia, después de batir los ejércitos ingleses.

En posesión de estas cosas, es que Fray Benito se atrevió a decir: -Allí puede darse barreno...

-¿A qué? -interrumpiole el padre guardián con aire socarrón.

-Ya se verá -prosiguió Fray Benito, recalcando en su frase favorita.

Y después de recogerse un instante, dijo como pesando en su ánimo algunas verdades que mortificaban su cerebro:

-Este cabildo abierto y esta junta de gobierno propio constituyen una fórmula nueva, apenas un trasunto de lo que el fondo de la temible teoría entraña. Si la juventud de Buenos Aires llegara a aplicársela en una hora de delirio, ¿qué sería del sistema? El gobierno en la plaza pública concluiría con el derecho divino; entraríamos en plena democracia griega...

El padre guardián echose a reír.

-¿Por ahí viene la visión? -preguntó.

-Viene por ahí -repuso Fray Benito con unción profética.

Ocurríasele acaso que de Montevideo había partido un ejemplo tentador, y que debía tenerse en cuenta que las teorías revolucionarias latentes avanzaban esta idea peligrosa: nada sino Dios, está por encima de los pueblos...

Las mismas pasiones -u otras análogas por lo menos- que habían hecho explosión en el siglo último, podrían obrar también aquí en carne y hueso; pues que era sobre la naturaleza humana que se trabajaba.

Fray Francisco, que había asumido una actitud seria, se apresuró a decir:

-Divaga el hermano Benito. Esas ideas monstruosas, como él mismo lo ha reconocido, no viven sino en algunas cabezas calenturientas. El sofista Rousseau no hallará nunca eco en las campañas; su paradoja sería un enigma para las gentes del pastoreo.

-Precisamente -repuso el fraile- véase ahí la materia de mi sueño.

Aquí está escrito -añadió mostrando un papel. Desconfiando de mi memoria tracé estos renglones que voy a leer y lo hice con un lápiz a la primera luz del día.

El fraile, agitado y nervioso leyó lo siguiente:

«... L'homme sauvage se dibujó primero en mi mente bajo la forma de un solitario de las cavernas; luego, de un centauro fiero; después, de un gaucho vagabundo... Soñé que todo se había trastornado en el orden social y político, hombres y cosas, y que 'los últimos eran los primeros'». El rey había muerto, sin que se gritara, ¡Viva el rey! Ni se juraba obediencia, ni se abrían medallas, ni el cabildo había vuelto a cerrarse, ni el mandato supremo era cumplido. Las muchedumbres se agitaban iracundas, y las pasiones de que hablaba, ya sin freno, todo lo hacían temblar en sus cimientos. Yo mismo, -y como yo otros religiosos, fui arrastrado por la onda- y en ese tránsito ideal del templo al campamento, de la celda al vivac, entre mil rumores discordantes y llamas de incendio, vi en los aires una luz nueva, y escuché a mi alrededor grandes voces que decían: ¡los tiempos han cambiado!

El acento del fraile, al leer estas líneas, era grave y solemne.

El padre guardián llegó a sentir un estremecimiento.

Pacheco miró a la puerta con recelo, cual si en sus umbrales pudiese aparecer irritado el gobernador Elío.

-¡Mal sueño, padre, mal sueño! -dijo inquieto y confundido.

«Y así era -continuó leyendo Fray Benito, sin prestar atención a estos signos de inquietud-. No vivíamos como ahora, sino aprisa, de una manera vertiginosa, derribando con creciente frenesí cuanto había constituido nuestro orgullo actual, escombrando los caminos llenos de espantosa fiebre entre nuevos combates, otros himnos, otras banderas; los humildes todos eran obreros y soldados, los audaces y fuertes, soberbios capitanes, los estudiosos políticos y escritores, y de la masa nativa, como de una materia fermentada, salían explosiones enérgicas y relámpagos de coraje y odio, envolviendo la escena con la pesada atmósfera formada por el polvo de las ruinas. No se crea que había hora de reposo. Esa generación terrible de mi sueño, todo lo destrozaba e invertía, cual si quisiera crearse un teatro distinto y borrar hasta el menor vestigio del tiempo que fue, a un toque continuo de rebato que llamaba de apartados extremos las muchedumbres, no para apagar el voraz incendio, sino para aumentarlo con nuevos despojos y reliquias... Hermanos, así fue mi visión. Cuando desperté, ¡llegué a pensar que la tempestad estaba cerca! Venía el alba. Junto a mi lecho, al alcance de la mano, tenía el libro de Rousseau. Al principio le miré con terror, pero después le cogí y púseme a hojearlo con luz de aurora. A este resplandor indeciso, pareciome una mancha negra en mis manos; y, ¿por qué no decirlo? Bien luego el tinte de negrura transformose en el de acero bruñido. Asemejóseme el libro a una máquina de destrucción, pequeña, pero de una potencia descomunal. Brotaba de él como una inspiración diabólica con fulgor de báratro, capaz de hacer caer en el gran pecado de los apetitos salvajes a los que viven maldiciendo: la sociedad es un contrato cuyo texto primitivo se perdió en la noche de las edades; no hay más derecho que el humano. ¡Sursum corda! Hermanos míos: estas ideas así condensadas, más que una espada que corta, pareciéronme una lima formidable de morder cadenas. El eterno Espartaco cruzó por mi vista con el grillete roto, pero esta vez erguido y dominador, llevando en su frente el signo luminoso de nuevos destinos, y en la mano un cetro extraño que no se parecía al de los reyes. Murmuré: ¡Salve al Redentor del mundo! ¡Libertad, igualdad, fraternidad: el verbo va a hacerse carne!...».

-¡Silencio hermano! -dijo Fray Francisco despavorido.

-¡Si se hace carne habrá que acuchillarlo! -exclamó el capitán Pacheco, golpeando con la diestra en la cruz de su espadón.

Fray Benito dirigió a uno y otro la mirada plácida y serena, respondiendo con su voz más dulce:

-Cuento un sueño...

¿Llegará acaso a realizarse?

¡No es fácil saberlo!

Luego terminó así su lectura:

Hay que pensar que un pueblo que descubre poder gobernarse a sí propio, ha dejado ya de ser pupilo ipso facto; y que, de este paso casi autonómico a la descomposición del organismo colonial, no aquí, sino donde el ejemplo y la chispa halle alimento, puede sólo mediar una línea... ¡aunque ésta sea del ancho de un río!».

Estas últimas palabras, como un -e pur si muove- fueron pronunciadas de un modo flébil por el fraile, cuyos labios vibraron cual si en ellos se hubieran quedado temblando.

«Y aquí -prosiguió con el rostro iluminado- aquí... el hombre de Rousseau, más completo, por la campiña desierta vaga, tan desligado ya del armazón de la colonia, como del árbol generador puede estarlo la semilla que aparta lejos el viento y cuaja sola entre las breñas. ¡Guay del día de un conjuro a sus instintos!».

Concluida su lectura, Fray Benito dijo risueño:

-Hermanos: para hacerse realidad el sueño de la novia que narré, necesario fue que transcurriera el tiempo.

¡Dejemos ahora al mismo árbitro, que confirme o desvanezca mi visión!

Y rompió enseguida en menudos fragmentos el papel.