Ismael/I
I
La ciudad de Montevideo, plaza fuerte destinada a ser el punto de apoyo y resistencia del sistema colonial en esta zona de América, por su posición geográfica, su favorable topografía y sus sólidas almenas, registra en la historia de los tres primeros lustros del siglo páginas notables.
Encerrada en sus murallas de piedra erizadas de centenares de cañones, como la cabeza de un guerrero de la edad media dentro del casco de hierro con visera de encaje y plumero de combate, ella hizo sentir el peso de su influencia y de sus armas en los sucesos de aquella vida tormentosa que precedió al desarrollo fecundo de la idea revolucionaria.
Dentro de su armadura, limitado por las mismas piezas defensivas, cual una reconcentración de fuerza y de energía que no debía expandirse ni cercenarse en medio del general tumulto, persistía casi intacto el espíritu del viejo régimen, la regla del hábito invariable, la costumbre hereditaria pugnando por sofocar la tendencia al cambio, al pretender más de una vez destruir las fuerzas divergentes con su mano de plomo.
Asemejábase en el período de gestación, y de deshecha borrasca luego, a un enorme crustáceo que, bien adherido a la roca, resistía impávido y sereno el rudo embate de la corriente que arrastraba preocupaciones y errores, brozas y despojos para reservarse descubrir y alargar las pinzas sobre la presa, así que el exceso desbordado de energía revolucionaria se diera treguas en la obra de implacable destrucción.
Esa corriente, con ser poderosa, no podía detenerse a romper su coraza, y pasaba de largo ante el muro sombrío rozándolo en vano con su bullente espuma.
El recinto amurallado, verdadero cinturón volcánico, no abría sus colosales portones ni tendía el puente levadizo, sino para arrojar falanges disciplinadas y valerosas, con la consigna severa de triunfar o de morir por el rey.
Fue así como un día, de aquellos tan grandes en proezas legendarias, la pequeña ciudad irritada ante un salto de sorpresa del fiero leopardo inglés sobre su hermana, la heroica Buenos Aires, arma sus legiones y coadyuva en primera línea a su inmortal victoria: y así fue como, celosa de la lealtad caballeresca y del honor militar rechaza con hierro la metralla de Popham, sacrifica en el Cardal la flor de sus soldados y sólo rinde el baluarte a los ejércitos aventureros, cuando delante de la ancha brecha yacían sin vida sus mejores capitanes.
Por un instante entonces en su epopeya gloriosa, cesó de flotar en lo alto de las almenas el pendón ibérico: la espada vencedora había cortado al casco la cimera, y, vuelta a la vaina sin deshonra, cedido a una política liberal la palabra para desarticular sin violencia los huesos al «esqueleto de un gigante». Bradford diluyó sobre los vencidos palabras misteriosas y proféticas; ¡Montevideo vio brillar la primera en América latina una estrella luminosa, Southern star, que enseñaba el rumbo a la mirada inquieta del pueblo, para ocultarse bien pronto entre las densas nubes de la tormenta!
El ligero resplandor, parecido a un fuego de bengala, pasó sin ruido en la atmósfera extraña de aquel tiempo; el esfuerzo heroico desalojó de la capital del virreinato a la fuerte raza conquistadora; Montevideo recibió la recompensa de su abnegado denuedo, y el león recobró su guarida.
Volvieron los portones a cerrarse con rumor de cadenas: reinstaláronse las guardias en baterías, flancos, ángulos y cubos; absorbieron en su ancho vientre las casernas de granito, pólvora y balas; lució el soldado del Fijo su sombrero elástico con coleta en la plataforma de los baluartes: y, en pos de las borrascas parciales y de las batallas gloriosas... siguiose la vida antigua, la eterna velada colonial.
La ciudad, como toda plaza fuerte, en que ha de reservarse más espacio a un cañón con cureña que a una casa de familia, y mayor terreno a un cuartel o a un parque de armas, que a un colegio o instituto científico, no poseía a principios del siglo ningún palacio o edificio notable.
Dominaban el recinto las construcciones militares, las murallas de colosal fábrica de piedra, la sombría ciudadela, las casernas ciclópeas a prueba de bomba, las macizas ramplas costaneras y los cubos formidables. La artillería de hierro y bronce, aquellas piezas de pesado montaje cuya ánima frotaba de continuo el escobillón, asomaban sus bocas negras a lo largo de los muros y ochavas de los torreones por doquiera que se mirase este erizo de metal fundido, desde las quebradas, matorrales y espesos boscajes que circuían la línea de defensa y las proximidades de los fosos.
Este asilo de Marte, presentaba en su interior un aspecto extraño: calles angostas y fangosas, verdaderas vías para la marcha de los tercios en columna, entre paralelas de casas bajas con techos de tejas; una plaza sin adornos en que crecía la yerba, en cuyo ángulo a la parte del oeste se elevaba la obra de la Matriz de ladrillo desnudo, teniendo a su frente la mole gris del Cabildo; algo hacia el norte, el convento de San Francisco con sus grandes tapias resguardando el huerto y el cementerio, su plazoleta enrejada, su campanario sin elevación como un nido de cuervos, y sus frailes de capucha y sandalia vagabundos en la sombra; luego, el caserío monótono de techumbre roja, y encima de la ribera arenosa, unas bóvedas cenicientas semejantes a templos orientales que eran casernas de depósito con su cuerpo de guardia de pardos granaderos.
Desde allí, dominando el anfiteatro y la bahía en que echaban el ancla las fragatas, divisábase la fortaleza del cerro como el morrión negro de un gigante, aislada, muda, siniestra, verdadera imagen del sistema colonial con un frente a la vasta zona marina vigilando el paso de las escuadras, cuyo derrotero trasmitía su telégrafo de señales, y con otro hacia el desierto al acecho del peligro jamás conjurado de la tierra del charrúa.
Al mediodía, un torreón recién construido, se avanzaba sobre los peñascos de la costa, a poca distancia de la cortina en que hizo brecha el cañón inglés; seguíanse las baterías de San Sebastián y de San Diego con sus merlones reconstruidos; y, a lo largo de las murallas extendíase en singular trama una red de callejuelas torcidas, estrechas y solitarias de viviendas lóbregas, sin plazuelas, en desigual hacinamiento.
En este barrio reinaba una soledad profunda, al toque de queda. No eran más alegres otros barrios a esta hora en que hería el aire la campaña melancólica, y resonaban en los ámbitos apartados el tambor y la trompa.
Elevábase triste, en sitio que entonces era centro de la ciudad, sin revoque, deforme y oscuro el edificio del Fuerte, en que habitaba el gobernador, y dónde las bandas militares solían hacer oír sus marchas sonoras.
A sus inmediaciones, existía el teatro de San Felipe -construcción colonial también, con su tejado ruinoso, su fachada humilde de cómico vergonzante, su puerta baja sin arco y su vestíbulo de circo. Era el coliseo de la época. Concurría a él lo más escogido de la sociedad. Representábanse comedias y dramas de la antigua escuela española, lo que seguramente era una novedad para nuestros antepasados, desde que en estos tiempos todavía se ensayan con idéntica pretensión por los artistas de talento. Pero, los actores de antaño salvo una que otra excepción -como la de un Cubas de que hablaban complacidos nuestros abuelos- eran de calidad indefinible, cómicos de montera con plumas de flamenco, botas de campana, talabarte de oropel, jubón de terciopelo viejo, guanteletes verde lagarto y sable de miliciano, cuyos modales ruborizaban a las pulcras doncellonas de educación austera, que no iban a reírse sino a admirar a Calderón de la Barca y a Lope de Vega.
Mirábase en aquel tiempo con un ojo, lo que importa decir que se hacia uso del catalejo de un solo vidrio. Esto mismo era una desventaja, pues la sala estaba iluminada con candilejas de un resplandor tan dudoso, como la pureza del aceite que daba alimento a la llama. Un disco que subía o bajaba por medio de una cuerda y que contenía regular número de esas candilejas, difundía desde el centro sus claridades a todos los puntos extremos del recinto, ayudados por los que ardían en el palco escénico y en la fila de los bajos, balcones y cazuela.
Estas lámparas y el anteojo de un solo vidrio, dan una idea del alcance de la visual, ¡en aquellos tiempos arduos del embrión luminoso!
Aparte de esto, la sociedad carecía de goces. El ejercicio de las armas y la función de guerra, casi permanente, habían creado hábitos severos: poca diferencia mediaba entre la rigidez del collarín militar, y la dureza del carácter. Profesábase sin reservas, la religión del rey.
Hacíanse tertulias en los cafés del centro. Aquel culto adquiría creces, siempre que venían nuevas y contingentes de la metrópoli, en cruda guerra entonces con las legiones de Bonaparte. En esos focos de reunión amena, la clase acomodada y los oficiales de la guarnición departían sobre los asuntos graves, que a veces tenían su origen en Buenos Aires. La reconquista de esta capital, fue preparada en las conferencias populares de los cafés, por individuos de la marina mercante y los voluntarios de Montevideo.
La fidelidad ciega a la monarquía, explicábase sin embargo en el vecindario, más por la costumbre de la obediencia que por la espontaneidad del instinto. El hábito disciplinario regía las corrientes de la opinión. Nos referimos a los nativos o criollos. La educación colonial, semejante al botín de hierro de los asiáticos, había dado forma única en su género a las ideas y sentimientos del pueblo; y, para vencer de una manera lógica y gradual, las fuertes resistencias de esta segunda naturaleza, era necesaria una serie de reacciones morales que desvistiesen al imperfecto organismo de su ropaje tradicional operando la descomposición del conjunto, así como sucede en las misteriosas combinaciones de la química. Adúnese a este hecho sociológico, el del vuelo menguado del espíritu y del pensamiento innovador dentro de una ciudad fortificada, sin prensa, sin tribunas, sin escuelas, donde se enseñaba a adorar al rey y se imponía el sacrificio como regla invariable del honor, con el apoyo de millares de soldados y centenares de cañones, en medio de un círculo asfixiante de murallas y baterías -lo mismo que en una cárcel de granito forrado en hierro- a la sombra de una bandera que flameaba más altiva y soberbia, cada vez que rompía su astil la metralla; agréguese todo esto a la educación impuesta por el sistema, y se inferirá porqué los tupamaros, aún abrigando los instintos enérgicos de una raza que va alejándose día a día por hechos que no trascienden de su fuente originaria, y favoreciendo sus propensiones de rebelión contra la costumbre en la vida del despoblado, veíanse en el caso de sofocar esos arranques viriles y de adormecer los anhelos vagos y desconocidos hacia una existencia nueva, que el misterio y el peligro hacían más adorable.
Por eso en los campos, en las escenas de la vida de pastoreo y en los aduares mismos de la tribu errante, estos instintos y anhelos eran más acentuados e indómitos que en la ciudad. Dentro de los baluartes estaba la represión inmediata, la justicia preventiva, el rigor de la ordenanza; pero, fuera del círculo de piedra -sepulcro de una generación en vida empezaba la libertad del desierto, esa libertad salvaje que engendra la prepotencia personal, y que en sentir del poeta, plumajea airada en la frente de los caciques.
Así surgió en la soledad, el caudillo, como el rey que en la leyenda latina amamantó una loba; sin títulos formales, pero con resabios hereditarios. Puma valeroso, bien armado para la lucha, fue el engendro natural de los amores del león ibérico en el desierto que él mismo se hizo al rededor de su guarida, para campear solitario, nostálgico y rujiente. El clima, el sentimiento del poder propio, la guerra enconada, completaron la variedad. El engendro creció en la misma sombra en que había nacido desenvolviendo de un modo prodigioso, lo único que sus fieros genitores le habían dado con su sangre: la bravura y la audacia. Desde los hatos de Colombia hasta las estancias del Uruguay, esta fue la herencia. Solamente las ciudades que concentraban en su seno las escasas luces de la época junto al poder central, gozaron del privilegio de asimilarse algunas de las teorías reformadoras que las grandes revoluciones sociales y políticas hacían llegar palpitantes a estas riberas, como átomos luminosos que arrastran las olas de un mar fosforescente. De ahí, una escena extraña y turbulenta de ideas nuevas y preocupaciones tradicionales, sentimientos y antagonismos profundos, tentativas abortadas, formidables esfuerzos contra la corriente invasora, expansión de ideales hermosos dentro de la misma obra de tres siglos de silencio, relámpagos intensos bañando los recónditos de la vida conventual, resabios en pie terribles y amenazadores y fanatismos ciegos minando en su topera el suelo firme de la sociabilidad futura; pero, teatro al fin, para los tribunos, asamblea para la opinión y la protesta, aunque fuera la del ágora, taller de improvisaciones fecundas en que cien manos febriles fabricaban y deshacían obras y moldes en afán incesante sudando ideas y energías, hasta concluir por destrozar todas las formas viejas de retroceso y de barbarie para cincelar en carne viva el tipo robusto de la democracia americana. Mens agitat molem.
Montevideo carecía de este cerebro. No era un foco de ideas, sino de fuerzas. Imponía el mandato con la espada, y en caso de impotencia, recogíase en su coraza, irascible y siniestra. Era el crustáceo enorme en mitad de la corriente. En su recinto, las deliberaciones públicas tenían su punto inicial en el poder, y a él convergían como radios de un mismo centro. La unidad de acción, salvó así de la derrota o la ignominia a más de uno de sus gobernantes rudos, en los días de angustioso conflicto.
Enorgullecida por los títulos y honores de que hacía alarde, pues no los había merecido iguales ninguna otra ciudad de América, Montevideo confirmaba así el dictado de «muy fiel y reconquistadora» que confiriole por cédula el monarca después de la rendición del ejército británico en Buenos Aires, y su derecho al uso de la distinción de «Maceros». En materia de heráldica, sus blasones constituían un honor indisputable. Acordósele el privilegio de unir a su escudo la palma y la espada, los pendones ingleses -trofeos de la victoria- y una guirnalda de oliva entrelazada con la corona de las reales armas, sobre la cúspide del cerro, símbolos todos de las virtudes y de la gloria militar. Tales honras mantenían incólumes su constancia, su lealtad y su valor: una sola aspiración sensible al cambio, habría sido para ella un cruel sufrimiento y una mancha indeleble.