Isaura
Cómo entra amor en el alma
Es verdad que no se sabe,
Pero ello es que él tiene llave
Para abrir el corazón;
Y una palabra, un suspiro,
Dicha, o exhalado apenas,
Son a veces las cadenas
Con que ata nuestra razón.
ZORRILLA
Armida la encantadora, Cuando en una nube vaga Al guerrero arrebató Cuyo amor la desvelaba Dejándolo en las florestas De las islas Fortunadas Do gozase de las rosas Líquido rocío y ámbar, Tan bella no aparecía Como la inocente Isaura Cuando quince primaveras Eran tipo de sus gracias. Del ósculo de su madre La privó la muerte avara Y en esta memoria triste Fija siempre tiene el alma: Así su corola inclina El opio de la Tebaida Y vierte en el suelo gotas Soporíferas y amargas. ¿Será que el amor travieso De su sueño la distraiga? ¿Penetrar podrá el rapaz El castillo que la guarda? ¿Burlar a una dueña esquiva Que do quiera la acompaña Sin que su monjil y tocas Hielen sus lucientes alas? ¿Penetrar por los rastrillos Y saltar fosos y vallas Sin que escuche el centinela Sonar flechas en su aljaba? Era el tiempo en que los hombres Corrían a las batallas A trabar un rudo encuentro Por su Dios y por su dama. La voz del honor seguían Sirviéndoles sus amadas Los cascos y los escudos Y la ponderosa lanza. Sobre rápidos corceles Las riendas de oro flotaban, Las lizas de los torneos Se abrían a la esperanza Y los motes y divisas, Los arreos y las armas Eran el hermoso asunto De los ecos de la fama. El conde Ildebrán, el padre De la bella mencionada, Tenía por norte y ley La caballeresca usanza. Se batía con valor Y muy diestro cabalgaba Jinete en entrambas sillas, Rico en armadura y galas. Seis leguas solía hacer Por ver la risueña cara De Matilde, dulce imán De sus venturosas ansias. Por besar de esa señora La mano bruñida y blanca, Por reclinar en sus brazos Su cabeza ya cansada No temía el caballero Los peligros y distancias, Que por eso amor se pinta Con plumas que al viento igualan. Una lección de alfabeto Su querida le enseñaba Y después, dando a su voz Inflexiones siempre blandas, Un párrafo le leía De la obligación sagrada Que tienen los adalides Con el dios de las armadas, Con su natural país Y con las hermosas que aman, Dándole mil documentos Con que el honor se amuralla. Apreciando estos favores Cual no merecida gracia El Conde a su fortaleza Su corcel encaminaba, Viéndose obligado a veces A trabar peleas bravas Contra algunos malandrines Que ofendían con palabras La vejez de un sacerdote Sin respeto a tales canas, Sin respeto al ministerio Que a los ángeles le iguala: O contra un raptor osado Que doncellas arrebata O que ofende el pundonor De dueñas bien educadas: O contra un rústico torpe Que a pronunciar se adelanta El nombre de su Matilde Sin respeto y sin templanza. Apenas en su castillo Ponía Ildebrán la planta Al retrete se subía De la cariñosa Isaura; Si algún adalid vecino Durante su ausencia larga Se mostró en hostilidad Solícito preguntaba: Si atacó la fortaleza O si meditó emboscadas O si al honor de su hija Se pusieron asechanzas. Tranquilo sobre estos puntos, De doña Sol, dueña y aya De la tímida doncella, Cautamente se informaba Si su alumna en sus estudios Adquiría más ventajas; Si era dócil y virtuosa Sin deslices y sin faltas. Doña Sol con aire docto Minuciosa cuenta daba Y hacía que repitiese Su alumna lecciones sabias Y preceptos de virtud, Devociones y plegarias, Que las aprendió de coro Y era grato el escucharlas. El Conde salía luego A recorrer sus murallas, A poner sus centinelas En erguidas atalayas Y mandando alzar el puente Y rezando con voz baja Devociones a mil santos, Se hundía en su muelle cama. Cuando había caballeros Hubo también trovadores, Errantes cual los primeros, Que cantaban sus amores, Pedían el hospedaje En palacios y jardines Por descansar del viaje Desde remotos confines Y la virgen hechicera Contemplaba entusiasmada O su larga cabellera O el arpa toda dorada. Al eco y a la dulzura De aquel armonioso son Filtraba en el corazón La imagen de la ventura Y el alma se adormecía Y al placer no se negaba Y era un dios el que cantaba Y una diosa la que oía; Y el discípulo de Homero Se llevaba al retirarse Memorias de amor sincero, Favores de que acordarse O a lo menos una flor Que dijese al manso viento: «Yo con mi dicho olor Indico agradecimiento.» Dice el viejo pergamino Que yo leo con afán Que al castillo de Ildebrán Arribó un Bardo divino Que, obsequiado por el dueño Con festines y con dones, Entonó tiernas canciones Con agradecido empeño; Que Isaura se complacía En sus trovas dulcemente Y todas las aprendía Y entre todas la siguiente: TROVA -Madre mía, soy ingrata. ¿Me diréis si un desdén mata Como rayo vengador? ¿Si es tan recio ese cuidado Que un mancebo desdeñado Se puede morir de amor? -Hija mía: si Dios quiere Morirá; mas nadie muere De ese mal que sepa yo. -Madre mía, en bosque umbroso Me dijo un doncel hermoso: «Tú me hieres con rigor, Tus gracias son seductoras, Mas yo lloro y tú no lloras, Yo me moriré de amor.» -Hija mía, ése pondera. ¡Ah! No temas que se muera De ese mal; no temas, no. -Madre mía, él está triste; Solo en este mundo existe Mustio ya como una flor: ¿Quién sabe si por castigo Tendré el mismo mal conmigo Y me moriré de amor? -Hija mía, escucha, espera: Si ves que su fe es sincera Cásate con él, por Dios. El último verso había Conmovido a la hermosura Y el alma lo retenía Como prenda de ventura, Que a veces suele el sonido De una sentida canción Penetrando en el oído Descender al corazón. ¿De quién es la voz sonora Que inspira tan dulce afán? Nos basta saber agora Que el cantor se llama Isván, Que es joven amable y bello, Que inspira violenta llama, Que el oro de su cabello Por sus hombros se derrama. Que es lánguido su mirar Y el párpado soñoliento Sigue el compás breve o lento Y sube o baja al cantar; Que nunca lo pudo ver Y nunca pudo escucharle Sin temblor una mujer Y un hombre sin envidiarle Y, en fin, que cuando partió Tan ligero como el aura Un corazón se llevó Y era el corazón de Isaura. Con sus escarchadas alas Pasó el tiempo que no es tardo Y olvidáronse del Bardo El Conde y la dueña Sol; Mas no se olvidó la bella, Que en el alma lo tenía Al morir la luz del día Y al mostrarse su arrebol. De noche su imagen pura Revolaba par del lecho Cubriendo su blanco pecho Con magnífico cendal Cuyos pliegues, ondulantes Como nieve desprendida, Besaban de la dormida El mullido cabezal. Al roce de aquella gasa La niña en su afán incierta Sacaba de la cubierta Brazos y seno gentil Y dejaba ver dos globos Que a distancia igual subidos Eran blancos y bruñidos Como el índico marfil. Más abajo entre la holanda Asomaba un pie nevado Tan pequeño y torneado Que era difícil juzgar Cómo sostener pudiera La base tan reducida A una virgen tan crecida Al ponerse a caminar. Entre sueños murmuraba: «Ven, oh gloria de mis penas, Que es mi cama de azucenas Y te guardo yo un placer.» Mas la imagen como el humo Sus contornos deshacía Y en vagas olas huía Sin quererse detener. No así huyera el cantor triste Que suspira sin remedio Y pensando está algún medio De aliviar su corazón, De ver la dorada estrella Que con su luciente llama En su horizonte derrama Las dichas que gratas son. Sabe que es de vista escasa Doña Sol: sabe por dónde, Cómo y cuándo marcha el Conde A buscar su dulce imán Y por hablillas del vulgo Conoce sin perder tilde Los amores de Matilde, Que a vela y a remo van. Transfigúrase en villano Con muy prudente consejo, Remedando en todo a un viejo En porte y en languidez; De frutas lleva un canasto Y a más en su seno mete Un papel, que es un billete Que ha de entregar a su vez. Estando el señor ausente Se introduce en el castillo Armado del canastillo Que se brinda al paladar: Todo sale a maravilla: Isaura en el mismo instante Reconoce a Isván su amante Bajo el traje irregular. La dueña no advierte nada, Mas según costumbre antigua Refunfuña la estantigua, Que es de ingrata condición: Quiso Dios que al ver las frutas Se calmaron sus enojos Comiéndose con los ojos La bendita provisión. ¡Oh imperiosa golosina! ¡Tentación almibarada! Tu ley no respeta nada, Dominas a la mujer: ¿Dó hallaremos una vieja Cuya descarnada boca Cuando un dulce en ella toca No sonría con placer? «¡Ricas peras! exclamaba: Muy hermosas a fe mía; Serán como la ambrosía Y más dulces que la miel: ¿Quién me negará por necio Que desluce esa manzana La viveza de la grana Y las tintas del clavel? ¡Ah, buen viejo! mi amo el Conde Vive sin gusto... es seguro... La doctrina de Epicuro No hace mella en tal señor. De los dones de Pomona Descuidado está por cierto: Cerezas tiene en el huerto De malísimo sabor.» -«Tomad, dice el disfrazado, Que os las rindo muy de veras.» La vieja tomaba peras Con mucha jovialidad; La joven tomó el billete, Diciendo después ufana: «Me guardaré esta manzana, Porque me gusta, en verdad.» Doña Sol dijo al villano: -«¿Qué se os debe por la fruta?» -«En materia diminuta, Nada, nada, respondió; Es un don de mi cosecha Rústico, pobre y sencillo: Si queréis el canastillo También os lo ofrezco yo.» Diole el aya unas monedas, Mas la virgen adorada Le regaló una mirada Que tan dulce le será Como la del primer ángel Del sueño y de los amores Sobre las primeras flores Que nacer hizo Jehová. Por fin se retira el hombre... La dueña busca un armario En un puesto solitario Do pone la provisión, Se cala los anteojos Y solícita y atenta Peras y manzanas cuenta Con grata satisfacción. En tanto el billete amado Que ya por abrir se afana De pechos a una ventana Isaura leyendo está: Tan tierno es su contenido Que la exalta y embelesa Y con mágica sorpresa Besos mil y mil le da. ¡Qué ternura! ¡Qué cariño! ¡Qué sentidas expresiones! ¡Y qué fuerza en las razones! ¡Qué aromado está el papel! Quien escribe tales cosas, Quien así pinta su llama No hay duda que adora y ama Noble, comedido y fiel. Una cita se le pide: ¡Gran Dios! ¡si supiese el conde Los secretos que ella esconde! Tiembla toda la infeliz: En una mazmorra oscura Y sobre la tierra fría Sin mirar la luz del día Pagaría su desliz. Su padre el amor le pinta Como un mar de escollos lleno, Como un pérfido veneno Que destroza el corazón, Como un áspid enconado Que pica con inclemencia Y acibara la existencia Y perturba la razón. Matilde también por cartas La inculca, porque se asombre, Que los halagos del hombre Son los lloros del caimán; Que hay mancebos libertinos Que buscan en las mujeres La espuma de los placeres Y las dejan y se van. Mas ¡ah! cuando el alma siente De un volcán la ardiente pira, Cuando el corazón suspira Y es verdad la edad también ¿Qué fuerza tendrá un consejo Que de sabio forma alarde, Cuando siempre llega tarde O tarde y nunca más bien? Húndese en el mar la luz Y vuelve a nacer la aurora, Pasa un día y otro día Y vuelan las negras sombras Sin que tenga el trovador En sus penas y congojas Vislumbres de una esperanza, Noticias de la que adora. Por milicia el amor tengo Aunque son sus guerras otras, Diferentes sus ardides, Sus hazañas y sus glorias. Se rinde para vencer, Halaga cuando provoca, Rechazado no desiste, Con rogar halla victoria Y son de tal condición Sus retos y lides todas Que el vencedor y el vencido Los mismos laureles logran. Mas, en cambio, tiene afanes Y vigilias y zozobras Y lo roen las sospechas Y los celos lo devoran Y quien busca en él quietud Alienta esperanzas locas, Que es océano profundo Que da turbulentas ondas. Declinaba ya la tarde Plegando su tren de rosa Como virgen que desciñe Los vestidos de su boda Cuando Isván, junto al castillo Repasando sus memorias, Gozaba el amable aliento De las auras bulliciosas. Miraba la fortaleza Gigante de antiguas formas, Cárcel que en su seno esconde Su tesoro y se lo roba. Lleva consigo un billete Y abismado reflexiona Cómo lo podrá poner En manos de su señora. La primera vez la suerte A su plan rindió coronas, Mas dos veces no es prudencia Poner un ardid por obra, Que si su barquilla débil Un duro peñasco topa Dejar puede en escarmiento Sus remos y tablas rotas. Escuchando a sus espaldas Confusión y voces broncas Vuelve el rostro y ve una lucha Que le deja el alma absorta. Contra tres bandidos fieros El conde defensa toma Y esgrime su aguda espada Que es un rayo de Belona. Cual león que ve pacer De gacelas leve tropa Erizando su melena Y abriendo terrible boca Sus labios que están sedientos Lame con la lengua roja, Como que ya paladea La sangre que aún no brota Y ruge y se lanza luego, Hiere, divide y destroza, Así el conde a los ladrones Con gran ímpetu se arroja. Huyeron los foragidos Maltratados y en derrota Sufriendo unas cuchilladas Que pasaban de la ropa Y al acercarse el cantor Vio que el conde se incomoda Porque mientras en la lid Con ardiente afán se engolfa, La carta se le perdió De Matilde su señora Para Isaura, en la que inculca Máximas de moral doctas. En el campo de batalla Entre unas malezas toscas El Bardo encontró la carta, Y como no se le ignora Que el Conde leer no sabe, Escondérsela le importa Y en vez de la de Matilde La entrega la suya propia. Ildebrán le da las gracias Y así que algo se recobra Del furor y la inquietud De aquella refriega odiosa Cabalga con noble brío, Riendas al corcel afloja, Pasa el puente y los umbrales De su fortaleza toca. Se alivia de la armadura, Deja el casco y las manoplas Y la malla guarnecida De las aceradas hojas Y llamando a su hija bella Que acude a sus voces pronta, Del cantor le da el billete Sin saber que se equivoca. «Recibe (dijo) esa carta Que es una preciosa joya Y acata la diestra mano Que tales renglones forma: Haz lo que se dice en ella Sin perder tilde ni coma, Que es tu padre quien lo manda Y con su mandato sobra.» Abriendo el billete Isaura Duda y se conmueve y nota Que la carta es de su amante, Que contiene lindas trovas Y que exige muy de veras Una cita perentoria En aquella misma noche Cuando avance más sus horas, Dándole cumplido aviso Del modo con que mañosa Procurar debe a su amante Cumplimiento de sus glorias. Mas, ¿cómo por mensajero A su mismo padre toma?... ¿Qué misterio aquí se oculta? ¿Quién entiende tales cosas? ¿Qué ha de hacer? Su corazón Por la cita sólo aboga Y dan peso aquellas voces Que vienen a su memoria: «Recibe esta carta, Isaura, Que es una preciosa joya Y acata la diestra mano Que tales renglones forma: Haz lo que se dice en ella Sin perder tilde ni coma, Que es tu padre quien lo manda Y con su mandato sobra.» Avanzada, noche, vas Desprendiendo de tu manto Sueños de gracioso encanto Que pronto nos robarás Y andas demasiado clara, Luna, que en tu cielo subes Sin una gasa de nubes Que cubra tu limpia cara. Si supieras, astro hermoso, Que ofende tu claridad. No lucieras en verdad Con rayo tan poderoso, Sino que, como Vestal Que ni ríe ni se alegra, Cubrieras con ropa negra Tu figura angelical. Son críticos los instantes Y más que tu luz que asombra Apetecen dos amantes Soledad, misterio y sombra. Acuérdate, desdeñosa, Si es que tienes corazón, De la gruta de Endimión Y del lecho en que reposa Y dejando el cielo a oscuras Bájate a mostrarle, ingrata, Tu seno de limpia plata Todo henchido de ternuras. La campana del castillo Da las doce lentamente, Tiembla el corazón sencillo De la doncella inocente. Y aquel prolongado son En las auras, de improviso Resuena en su corazón Como una señal y aviso. Duerme el conde sin afán En las horas tan tranquilas, De doña Sol las pupilas Cerradas también están: Buenos sueños les asistan En el lecho bien mullido: Centinelas hay, más distan Del lugar que se ha escogido. En el patio dos alanos, Fieros como dos leones De desiertos africanos, Ladran con interrupciones; Mas aunque su voz no calla, Nunca pueden penetrar El lado de la muralla Por donde se puede entrar De Isaura en la habitación Sin tener sus duros dientes Y sus garras inclementes Que rasgan sin compasión. La noche está muy serena, Reina paz en la campiña, Mas tiembla la pobre niña Que asoma por una almena: Aunque está el apartamiento De Ildebrán de allí distante, Palidece su semblante, Se hiela su atrevimiento: Teme sin duda ninguna Ser vista y se desespera Y se ofende por la luna Que tanto brilló en la esfera. Mas ya ve que por consuelo Alguno de los querubes Tendió sobre el astro un velo De muy apiñadas nubes: Tímido su pie resbala, Esfuérzase y en seguida Colgando dejó la escala Que llevaba prevenida Atándola de tal suerte Que estar bien segura pudo, Pues para tenerla fuerte Tres veces apretó el ñudo. Oprimido tiene el pecho, Retírase a su morada Que dista muy corto trecho, Deja la puerta entornada Y al resplandor vacilante De una lámpara que brilla, Dobla en tierra la rodilla Y alza al cielo su semblante. De la torrecilla al pie Lleno el pecho de esperanza El fiel trovador avanza Y a un rayo de claridad Ve que descendió la escala, Mas ¡ay! toda se desplega, Pero a su mano no llega Porque es corta en realidad. Su dolor crece de punto Pues no hay árbol do empinarse Ni grieta donde apoyarse En el liso paredón Y en vano pretendería Hombre de más estatura Asir la cuerda segura Por el primer escalón. Además aquellas nubes Que a la luna se acercaban Su luz de eclipsar acaban Y el cielo llenando van, Ensanchan sus negros flancos Y recientan con el trueno Las preñeces de su seno Que son todas de volcán. Gruesas gotas se desprenden Y el aire con viva llama Cada punto más se inflama, Como si un genio traidor Dando fuego a muchas minas Y máquinas infernales, Asustase a los mortales Por permiso del Señor. Despertando con los truenos Sale el conde de su abrigo, Pues teme que su enemigo Que mora en su vecindad Y es el conde don Gofredo, Para sorprenderle salga Y con astucia se valga De la recia tempestad. Teme que sus centinelas Con la tormenta maldita Se encierren en su garita Y que se duerman tal vez, Toma su lanzón pesado Y acude a rondar el fuerte Por si algún descuido advierte Que ofenda su rigidez. El primer punto dó acude, La muralla que visita, Es donde se da la cita, Punto que eligió el amor: De un relámpago al destello Un ¡ay! de sorpresa exhala Porque ve puesta una escala Que es causa de su estupor. Quiso dar la voz de alarma, Pero la escala a su alcance Revela de amor un lance Vista su fragilidad; No es propia de ardid de guerra, Por lo tanto en torno mira Y esperando se retira Metido en la oscuridad. Bien pronto salió de duda, Pues amor irresistible Se ríe de lo imposible Conociendo su poder; Como base de sus plantas Piedras el cantor poniendo Por la escala va subiendo En busca de su placer. ¿Qué escena no vio el castillo? Isván en su feble asiento Balancea con el viento Que muge como Satán: Con los ojos encendidos Como líbica pantera Con duro lanzón le espera Recatándose Ildebrán. Este cuando el Bardo salta Con ímpetu a herirle viene, Mas su brazo se detiene, Se suspende su furor; Quiere ver hasta qué extremo Cómplice su Isaura sea Y a dónde va y qué desea El intrépido amador. Le sigue hasta el aposento De la virgen, vacilante Y allí muestra su semblante Terrible, feroz y audaz; Como flor que se desmaya Sin rocío de ventura Languidece la hermosura Nublando su triste faz. Isván contempla y medita Del conde la dura ofensa Y en vez de buscar defensa, Y en vez de mirar por sí, Sacando el acero oculto Sin formar ni leve queja Del conde a los pies lo deja Quedándose inerme allí. En este apurado instante Se oye el grito de la guerra Que las bóvedas aterra De aquel castillo feudal; Da sus golpes la campana; «A las armas con presteza Que atacan la fortaleza», Dice una voz funeral. La muralla está asaltada, Vuela el conde denodado, Isván se arma y a su lado Se muestra en la ruda lid Como un furibundo Aquiles O el Héctor de los troyanos Y anima a los veteranos Cual si fuese su adalid. Dos veces al conde salva, Dos veces librarle pudo Poniéndole por escudo Su espada y su pecho fiel; Mas no acierta en noche oscura Conocer al enemigo Que de su valor testigo Sufre pérdida cruel. Huyen los asaltadores, Mas rindiendo sus aceros Se quedan dos prisioneros, Y ¿quién lo dijera? ¡ay Dios! ¡Que Gofredo el animoso, Su padre dulce y querido, Por su espada fue vencido Y era el uno de los dos! En efecto, Isván, doncel De aire noble y mirar ledo, Era el hijo de Gofredo Enemigo de Ildebrán Que, por su pasión a Isaura De trovador disfrazado, Dejó al padre idolatrado Sumergido en triste afán. A la vista se presenta Un cuadro que exigiría El brío y la valentía Del divino Rafael O las tintas de Murillo Y su numen soberano O la idea del Albano Y el magnífico pincel. Tres guerreros se contemplan: Gofredo vencido y preso, Ildebrán, que quedó ileso Por el ínclito valor Del mancebo temerario Que de noche escaló el muro Del castillo mal seguro, Con agravio de su honor, Isván, que mirando el rostro De su padre idolatrado De su victoria afrentado Viene a postrarse a sus pies Y contempla con sus gracias Esta singular pintura Isaura, cuya hermosura Llora y gime por los tres. Ildebrán enternecido A Gofredo da los brazos Y estrecha con él los brazos De una naciente amistad, Promete al cantor la mano De su Isaura que gemía Y ya despuntaba el día Sereno y sin tempestad. ¡Musa! Yo del himeneo Las glorias cantar quisiera, Mas me pierdo en esa esfera Y es preciso enmudecer: Diré sólo que Matilde Concurrió al festín de amores, Que hubo cantos, vinos, flores, Fuegos, zambras y placer.