Ira de Dios, poema bíblico/Canto IV
Canto IV
I - Lot
Vivía en aquellos tiempos
en la opulenta Sodoma
un varón prudente y justo
con dos hijas y su esposa.
Lot le llamaban sus gentes,
y el extranjero las otras
de la ciudad; que nacido
era en comarcas remotas
En Ur, tierra de caldeos,
brilló su primera aurora,
y cuando a fijarse vino
en la ciudad populosa,
era ya de edad provecta
y trajo hacienda no poca;
y en toda aquella comarca
que las amarillas olas
del Jordán, plácidas riegan,
y fertilizan y abonan,
jamás se vieron manadas
tan bellas y numerosas
cual las de aquel extranjero,
que de regiones ignotas
llegó a avecindarse un día
en las tierras de Sodoma.
Las lanas de sus ovejas,
que por llanuras y lomas
triscaban, eran más puras
que la cándida corona
de nieves, que el sol de mayo
con mil cambiantes colora,
del Líbano en la alta frente
que con las nubes se toca.
Las mieles de sus colmenas
más que de Hiblea sabrosas,
excedían en fragancia
a los más ricos aromas.
Y, en fin, de sus heredades
los zagales y pastoras
y damas, unos esclavos
y egipcias siervas, remonta
a número tal, que cuando
caminaba hacia Sodoma,
y al caer la tibia tarde
plantaba sus tiendas todas,
en las riberas que bañan
del Jordán las mansas olas,
a esperar de un nuevo día
la resplandeciente aurora,
más que simple caravana
de estirpe o familia sola,
plantado aduar parecía
de una tribu numerosa.
Por eso los habitantes
de las ciudades famosas
que por ser cinco llamáronse
en la lengua más sonora
Pentápolis, con respeto,
si bien con no candorosa
intención al buen anciano
cercaban a todas horas.
Él su amistad recibía
de los bosques a la sombra,
o bien en calles o plazas;
pues mirando por su honra,
jamás permitió a ninguno
de los hombres de Sodoma,
penetrar en el secreto
do vivían sus matronas.
Empero, estaban sus hijas
en edad de ser esposas;
y Lot, entre los mancebos
de la ciudad, eligiólas
los dos que entre ellos hallara
de más apuestas personas,
de fortunas más crecidas
y costumbres más virtuosas.
II - Los dos ángeles
Mas sucedió que una tarde
de calor, salióse fuera
Lot de su casa, y sentóse
de Sodoma ante las puertas.
Era una tarde de estío,
cuando la hora postrimera
del sol lucía, y lazando
de sus entrañas la tierra
el fuego que todo el día
la abrasara y consumiera,
subía de sus vapores
una sofocante niebla.
Ya el rubio sol del ocaso
tocaba a las anchas puertas,
y apenas se descubría
su fúlgida cabellera;
cuando Lot vió aproximarse
por una vecina senda,
dos mancebos peregrinos
de altiva y noble presencia.
Nada ostentan sus personas
que a vista vulgar parezca
exceder de los humanos
la común naturaleza;
pero Lot, que ante el temido
Rey de la creación entera,
por su prudencia y virtudes
favor no pequeño encuentra,
vislumbra en los caminantes,
al través de su modesta
actitud, claros indicios
de una raza más perfecta.
Dos ángeles son, que envía
de Dios la mano severa
de los vicios de Sodoma
a tentar la última prueba;
los custodios son que un día
a aquellas comarcas diera,
dos purísimas sustancias
que viendo la ruina cierta
de aquellas cinco ciudades
que a entrambos tan caras fueran,
tristes y lentos caminan
por la tortuosa senda.
Púsose en pie presuroso
Lot, y tomando carrera
llegó de los paraninfos
a la divina presencia:
y en reverente postura,
el rostro contra la tierra:
«Ruégoos, divinos señores,
les dijo, que a la derecha
torzáis, y de vuestro esclavo
en la mísera vivienda,
lavéis el polvo que cubre
vuestras plantas sempiternas;
que apenas la madrugada
raye en el cielo, serena,
seguiréis con más descanso
la empezada marcha vuestra.
—No podemos el convite
aceptar de tu largueza:
pasar debemos la noche
sin salvar de humanas puertas
el umbral.» Lot no desmaya,
y con humildad extrema
a que acepten su agasajo
los estrecha en gran manera.
Ceden, al fin, los custodios,
y torciendo a la derecha,
Lot delante, al fin entraron
de Sodoma por las puertas.
III - La casa de Lot
En una sala espaciosa
de la patriarcal morada,
están los dos peregrinos
que con Lot antes entraran.
Dos siervos adolescentes,
en cuyas morenas caras,
del ígneo sol de la Nubia
se ve la candente marca,
se ocupan, con el auxilio
de yerbas y puras aguas,
en lavar el rubio polvo
que mancha de ambos las plantas.
No hay en el vasto triclinio
lámparas de oro colgadas,
ni orientales pebeteros
ricos aromas exhalan;
ni alfombras cubren el suelo,
ni candelabros de plata
lo iluminan; ni en gran pompa,
cual la soberbia romana
un día inventó, se miran
ánforas de oro talladas
llenas del hirviente zumo
de la engañadora parra;
los vasos de roja arcilla
zumos traidores no guardan.
Henchidos se van los unos
de las cristalinas aguas
que de lo montes vecinos
en raudos torrentes bajan
y en rojos búcaros cogen
de Lot las negras esclavas.
Otros, purísima leche
encierran en sus entrañas;
y en otros, en fin, fermenta
dulce el licor de las palmas,
aquel licor que algún día
del mismo Dios en compaña,
allá en el Edén florido
bebiera el primer patriarca.
Teas de pino y de enebro
alumbran la hospitalaria
mansión, y adobadas pieles
cuyas blanquísima lana
en suavidad y finura
a la matutina escarcha
excede, cubren el piso
de aquella modesta estancia.
IV - Las dos hermanas
En tanto Lot del secreto
recinto, donde con sabia
costumbre, en aquellos días,
padres y esposos guardaran
a sus mujeres, con rostro
en que la paz de su alma
se ve, y el gozo que siente
del honor que hay en su casa,
sale: sus pasos precede
con priesa a sus años rara
su esposa, y detrás caminan,
por las manos enlazadas,
dos bellísimas doncellas,
que al ver las dos nuevas caras
de los rubios peregrinos,
con timidez se adelantan.
Las hijas son en quien funda
su amor y dicha el patriarca;
y a humanos ojos no fuera
posible al considerarlas
cual ora se ven unidas,
pensar que fuesen hermanas:
tan distinta es su belleza,
aunque en las dos extremada.
La que a diestra mano viene
es la mayor; a ésta, Sara
la llamó al nacer su padre,
y es nombre que a su arrogancia
conviene: del lindo rostro
es la tez algo atezada,
y de azabache pulido
la cabellera que esmalta
su semblante, y que en dos trenzas
con esmero entrelazadas,
cae meciéndose en el cuello
sobre la mórbida espalda.
Sus labios son rubicundos
como una abierta granada,
y los dientes pequeñuelos
que al entreabrirse declaran,
más que el diamante son duros
y parecen a distancia
hilos de nevadas perlas
en campo de roja grana.
Turgente el virgíneo pecho,
y la cintura gallarda
tan breve, que puede un niño
con las manos abarcarla.
Mano y pie son dos prodigios
de pequeñez tan enana,
que parece no crecieron
desde el albor de la infancia.
Pero sus dos negros ojos
so sus más temibles armas;
que cuando mira con ellos
las almas quedan esclavas.
La segunda, a quien por nombre,
y el nombre también le cuadra,
Melka su padre le puso
por su índole tierna y blanda,
es de tez tan blanca y pura
como las conchas de nácar
que arroja el mar a la orilla
en las costas de la Arabia;
caen los sedosos cabellos
en ondas ensortijadas,
más rubios que el sol de estío
en las más puras mañanas;
cándido es su ebúrneo cuello
como el del cisne, y la espalda
y el redondo pecho, ofuscan
a las perlas esmaltadas;
rojo coral son sus labios,
nieve sus dientes, y grana
sus ojos, como el zafiro
que el mar en sus senos guarda.
Los pies, manos y cintura,
breves son como en su hermana;
y en algo más se parecen,
que altas y esbeltas son ambas;
y al andar ambas se doblan
como se mecen las cañas
al soplo de blanda brisa
al borde de las quebradas;
o como en las altas rocas
se cimbran las verdes palmas
cuando alienta furibundo
el viento de las borrascas.
Al llegar Lot con sus hijas,
los huéspedes se levantan,
y alrededor de la mesa
do se mira preparada
la cena, sin distinciones
cual las que ora son usadas
entre los hombres, se sientan,
cabe a su esposo la anciana,
junto a Melka un peregrino,
el otro al lado de Sara;
y en plácida unión partieron
entre sí las ricas viandas:
que en aquel tiempo dichoso
hasta el mismo Dios bajaba
al mundo y se divertía
con las costumbres humanas.