​Ira de Dios
El ángel exterminador
1840
 de José Zorrilla
del tomo octavo de las Poesías.

En un confín recóndito del cielo,
De una selva viviente circundado,
Denso y confuso y misterioso velo,
Que le tiene del orbe separado,
Hay un alcázar de azabache, obscuro,
Que en un hondo torrente ensangrentado
La sombra pinta de su inmenso muro
En contornos de sangre reflejado.

Jamás el aura de perfume henchida,
Que en los jardines del Edén murmura,
En tal lugar estremeció perdida
Del rudo bosque la hojarasca dura,
Ni el sol radió con fugitiva lumbre,
Ni sonó por la lóbrega espesura,
Ni retumbó la cóncava techumbre
Más que el rugir de la corriente impura.

El aire denso, sin color e inmoble
Que aquel recinto por doquier rodea,
Hace el pavor de quien se acerca doble,
Y doble el caos a quien ver desea;
Sólo se alcanza entre las altas puntas
Que el recio vendaval nunca cimbrea,
Entre dos torres del alcázar juntas,
Un faro que en la sombra centellea.

Ni ser alguno penetró el misterio
Que guarda allí la ciencia omnipotente,
Ni se sabe cuyo es aquel imperio
Donde nunca se oyó rumor de gente;
Ni arcángel sabio, ni profeta diestro,
De este sitio alcanzó confusamente
Más que la lumbre del fanal siniestro
Y el estruendo medroso del torrente.

En este bosque oculto y solitario,
En este alcázar negro y escondido,
Donde nunca llegó pie temerario,
Ni descansó jamás ojo atrevido,
Ni más sol alumbró que el rayo rojo
Del fanal en sus torres suspendido,
Tiene el Señor las arcas de su enojo
Y el horno de sus rayos encendido.

Y allí vive un espíritu terrible
Que al son de aquellas aguas se adormece,
Y a los ojos de Dios sólo visible,
Al acento de Dios sólo obedece.
Arcángel vengador, del cielo asombro,
Cuando deja el lugar do se guarece,
El rayo ardiendo y el carcaj al hombro,
Pronto a la lid ante su Dios parece.

Espíritu sin fin ni nacimiento,
La eternidad existe en su memoria;
Él solo del sagrado firmamento
Entera sabe la infinita historia;
Y al solo ruido de sus negras alas,
A su sola presencia transitoria,
Del firmamento en las eternas salas
Se suspenden los cánticos de gloria.

Aborto del furor omnipotente,
Arcángel torvo que las vidas cuenta,
Vela de Dios el arsenal ardiente
Y los ultrajes del Señor asienta.
El carro guarda allí, cuya cuadriga
Relincha con la voz de la tormenta,
Y allí está con su lanza y su loriga
La copa en que su cólera fermenta.

En ella hierve, con fragor horrible,
El ancho vaso hasta los bordes lleno,
El tremendo licor incorruptible
De las iras de Dios; y en su hondo seno
Se fermenta la esencia del granizo
Y de la peste el infernal veneno,
Y el germen del relámpago pajizo,
Y el espíritu cóncavo del trueno.

Allí está el aire que el contagio impele,
El zumo allí de la cicuta hendida,
La sed del tigre que la sangre huele,
Y de la hiena la intención torcida.
Y allí bulle en el fondo envenenado,
La única de furor lágrima hervida
Con que lloró Luzbel, desesperado,
Su venturosa eternidad perdida.

En aquel arsenal inexpugnable,
Instrumentos de la ira omnipotente
Germinan en rebaño formidable
Las mil desdichas de la humana gente.
Y los vicios, en torpe muchedumbre,
Se apiñan a beber la luz caliente
De aquel fanal de cuya viva lumbre
Es el sol una chispa solamente.

De allí se lanza, con horrible estruendo,
A ejecutar la voluntad divina
El misterioso espíritu tremendo
Que en este alcázar funeral domina.
Arcángel fiero, portador de enojos,
Ase la copa, y por doquier camina,
El aire inflaman sus airados ojos,
Y las estrellas con los pies calcina.

Con él va la tormenta; el trueno ronco
Bajo sus alas cruje; desgreñada,
De armas y quejas con estruendo bronco,
La guerra detrás de él va despeñada;
Y asidas a las orlas de su manto,
Van tras él con la muerte descarnada,
La peste, el hambre, y el amor, y el llanto,
Y la ambición, de crímenes preñada.

El espacio a su vista palidece
Y entolda su magnífica apariencia,
El disco de la luna se enrojece,
Y mancha el sol su fulgurante esencia.
Doquier las nubes que su sombra evitan,
Se chocan y se rompen con violencia,
Y cometas doquier se precipitan,
Presagios ¡ay! de la fatal sentencia.

A su soplo la mar se encoleriza,
Y con gigante voz muge y atruena;
La planta de sus pies torna en ceniza
La limpia concha y la esponjosa arena.
El monte huella y la cerviz le inclina;
Pisa en el valle y de fetor le llena;
Y en la ciudad que a perecer destina,
Vierte el licor fatal y la envenena.

Y ése el arcángel fue que, inexorable,
Lanzó al desnudo Adán del Paraíso,
Y de su raza en él junta y culpable,
Fijó a la vida término preciso.
Él arrancó en el Gólgota empinado
El ¡ay! postrero que exhaló sumiso
El Dios que de la mancha del pecado
Borrar la sombra con su sangre quiso.

Él turbó la insensata ceremonia
Del pueblo santo ante el becerro impuro;
Sentenció a Baltasar y a Babilonia
Con tres palabras que pintó en el muro;
Inspiró al receloso Ascalonita
El degüello fatal, y abrió seguro
Nicho a Faraón, que con su gente habita
Del indignado mar el fondo obscuro.

Él llevó el fuego de Alarico a Roma,
Llevó a Jerusalén a Vespasiano,
En una noche convirtió a Sodoma
En lago impuro y en vapor insano.
Rompió las cataratas del diluvio,
Cegadas al impulso soberano,
Y encendió las entrañas del Vesubio,
Que busca sin cesar otro Herculano.

Y ése será el espíritu tremendo
Cuya gigante voz sonará un día,
Y a su voz, de la tierra irá saliendo
La triste raza que en su faz vivía.
La creación se romperá en sus brazos,
Y cuando toque el orbe en su agonía,
Cuando a su soplo el sol caiga en pedazos,
¿Qué habrá ante Dios? La eternidad vacía.