Instrucciones a los mayordomos de estancias/Ensayo histórico

​Instrucciones a los mayordomos de estancias​ (1942) de Juan Manuel de Rosas
Ensayo histórico de Pedro de Angelis
INTRODUCCION


P

or grande que sea el peligro de un escritor al bosquejar la vida de un hombre sentado en la primera silla del Estado, no hemos trepidado en arrostrarlo, considerando esta tarea, no

como un homenaje al mérito de un individuo, sino como un servicio hecho a la causa pública.

Cuando el espíritu de partido se empeña en desfigurar todos los objetos, en minar todas las reputaciones, y, semejante a la vara de Tarquino, dirigir sus golpes contra los caracteres más eminentes, importa muchísimo trastornar tan culpables maquinaciones, y probar que no es tan fácil denigrar a los que se hicieron acreedores a la estimación general.

Hubiéramos deseado que una pluma más diestra nos hubiese exonerado de este trabajo; no porque desconfiemos de la causa por la que abogamos, sino porque nuestra mediocridad no perjudique a la importancia del asunto. Como no pretendemos ofrecer al público una obra completa, esperamos que se dignará acoger con favor este ensayo, y que su indulgencia estimule el patriotismo de hombres más ilustrados para que lo perfeccionen.


ENSAYO HISTORICO


D. Juan Manuel de Rosas, elevado poco ha a la primera magistratura de la provincia, nació en Buenos Aires en 1793, de una familia rica y respetable. Uno de sus antepasados[1] figura con honor en la historia de nuestro país, que gobernó a nombre de los Reyes Católicos, recogiendo las bendiciones de todos, hasta de las mismas tribus indígenas que nuestros opresores, en su necio orgullo, miraban como inferiores a la especie humana.

Destinado a reemplazar al gobernador Salcedo, cuya administración había sido una cadena de infortunios, cortó los abusos, contuvo las aspiraciones de la corona de Portugal en la Banda Oriental, y fué el primero que entabló relaciones amistosas con los indios.

Otro de sus mayores[2] continuó su obra, sin poderla consolidar. Menos feliz que su predecesor, fué víctima de su celo por la prosperidad de un país que enriquecía con su industria y defendía con su espada. La tradición de sus hazañas se conserva todavía entre los sencillos habitantes del campo que, semejante a los montañeses de Escocia, se complacen en perpetuar el recuerdo de los tiempos pasados.

D. León Rosas se esforzó en imitar tan nobles ejemplos: destinado a la carrera de las armas, antes que estuviese en estado de consultar su inclinación, recibió un despacho de cadete a los 7 años, por la costumbre que prevalecía entonces de recompensar en los hijos los servicios del padre. Al entrar en la adolescencia, buscó la ocasión de hacerse acreedor a esta gracia. D. Juan de la Piedra, superintendente de la costa Patagónica, fundó en 1779 una colonia cerca de Puerto Deseado, con miras de extender las fronteras del sur. Esta avanzada, establecida en el desierto, puso a nuestros soldados en contacto inmediato con los indios. La prudencia exigía contemporizar con ellos, por ser tan numerosos, y por estar dotados de ese valor audaz que los convierte en enemigos temibles, cuando se les concita con actos de rigor.

Estos fueron, sin embargo, los que adoptó el señor de la Piedra y el Marqués de Loreto, recién promovido al virreinato de Buenos Aires, secundó sus planes, esperando señalar con algún hecho extraordinario la primera época de su administración. Franqueó, pues, todos los recursos para una expedición al sur, que debía expulsar a los indios de las inmediaciones de la nueva colonia.

D. León Rosas, que a la sazón era un simple oficial subalterno, marchó con las tropas de de la Piedra; que, lejos de sojuzgar a los indios, como se lo habían propuesto, fueron sorprendidas y derrotadas. Hecho prisionero, el señor Rosas fué llevado al desierto, donde permaneció algún tiempo. Los indios, que no habían olvidado la protección que siempre encontraron en la familia de este joven, lo miraron con cariño, y a pesar del espíritu de venganza que los animaba contra sus enemigos, cedieron a los consejos del señor Rosas, y entraron en tratados con el gobierno de Buenos Aires. Este servicio fué recompensado con el empleo de administrador de las haciendas de la corona, que desempeñó hasta 1809, en que se decidió a renunciarlo, para atender a dos grandes establecimientos heredados por su mujer.

La revolución, que estalló el siguiente año, agitó profundamente al país, e hizo que los esclavos fuesen menos dóciles a la voz de sus amos. Muchos propietarios, y D. León Rosas entre ellos, no hallaron más remedio contra un mal cuyos progresos amagaba sus forrnnas, que ir a establecerse en sus estancias. D. Juan Manuel, el primogénito de los varones, pasó sus primeros años en las faenas del campo, que contribuyeron a robustecerlo: y este desarrollo precoz de sus fuerzas físicas, despertó también su inteligencia. Frecuentaba la escuela de D. Francisco X. Argerich, cuando se verificó la primera invasión de los ingleses en este país, que puso en annas a todos sus habitantes. El joven Rosas, de edad de sólo trece años, se arrojó intrépidamente entre los combatientes, y peleó al lado del mismo general Liniers. Fué éste su primer paso en una carrera que debía recorrer con tanto brillo. Cuando se pensó en organizar otros regimientos para precaverse contra la segunda expedición al mando del general Whitelocke, se enroló voluntariamente en el cuerpo de miqueletes de caballería, uno de los más distinguidos por su bizarría y disciplina.

D. León Rosas, obligado a regresar al pueblo para velar sobre la educación de su tierna y numerosa familia, descubriendo en su primogénito una buena índole y una singular aptitud para el manejo de cualquier negocio, no trepidó en confiarle la dirección de su valioso patrimonio. Si debe parecer extraño que un joven de 14 años llegue a ser el administrador de los bienes de su familia, no lo es menos verle renunciar tan temprano a los goces de la vida, para arrostrar todo género de privaciones. Su casamiento con Da. Encarnación Ezcurra, señora de un raro mérito, y digna bajo todos aspectos de esta alianza, vino a suavizar tan laboriosa existencia. Los jóvenes cónyuges se animaban mutuamente a no desistir de su empresa, que los ocupó hasta el año de 1815. Fué entonces, que D. Juan Manuel pidió el auxilio de su hermano D. Prudencio, no para descansar, sino para fundar otros establecimientos. El padre, a quien devolvió una fortuna doble de la que le había confiado, quiso fomentarlo con un capital en dinero y en ganados; pero él rehusó estas ofertas, diciendo que no necesitaba más caudal que el de sus brazos y sus conocimientos.

Efectivamente, se dedicó a un nuevo género de industria, que en pocos años lo hizo uno de los primeros labradores del país. Nuestros campos no ofrecían entonces otro aspecto que el de una inmensa estancia cubierta de ganado. Los primeros establecimientos que interrumpieron esta monotonía fueron los del señor Rosas, que puede considerarse como el Triptolemo de esta provincia. Por sus incesantes cuidados, millares de árboles sombrean ahora un suelo expuesto otro tiempo a los rayos del sol, y ricas mieses hermosean campos antes estériles y desiertos.

Los sucesos del año 20 sorprendieron al señor Rosas en estas modestas faenas. ¿Y qué corazón podía pennanecer insensible a los infortunios de su patria? ¿Ni quién puede hoy recordarlos sin estremecerse?

Cuando se comparaban las fuerzas de que podía disponer la provincia, con los elementos de oposición que la amagaban, era imposible no alarmarse por su suerte. La discordia que reínaba entre nosotros paralizaba la marcha de la administración, y le arrebataba todos los medios de defensa. El crédito estaba agotado, el espíritu público abatido, la confianza no existía, y el valor mismo, que parecía deberdeber ser inagotable en un pueblo valiente y generoso, se había enervado bajo el cúmulo de tantas desgracias.

La defección del último ejército del señor general Belgrano había relajado los vínculos de la disciplina militar: los oficiales se veían obligados a contemporizar con sus soldados, para que no los abandonasen; y esta insubordinación era aun más notable en los cuerpos de milicias, que mejor organizados hubieran sido más que suficientes para contener a los agresores. Pero el ciudadano llamado al servicio en momentos de tanto peligro, conservaba una gran pane de su independencia, en que hacía consistir los derechos del hombre libre, y cuyo sacrificio le parecía aun más penoso que el de su propia vida. Todas estas causas influían siniestramente en la moral del ejército: así es que las derrotas de las Cañadas de Cepeda y de la Cruz, produjeron más consternación que sorpresa.

Estos dos triunfos habían levantado el ánimo de nuestros opositores, y ya no se veía lejano el tiempo en que fuese preciso optar entre el oprobio y la desesperación. En este terrible conflicto, el cabildo confió la salud de la patria a un joven que se había distinguido en la guerra de la independencia. Cualquiera otro hubiera vacilado en admitir este cargo: pero Dorrego, en quien había recaído la elección, arrostró esta inmensa responsabilidad; y tendiendo la vista a su rededor para calcular sus recursos, se fijó en un individuo que podía prestarle la más activa cooperación.

En medio del espíritu de insubordinación que se había manifestado en todas las clases, por la insuficiencia de las leyes, la debilidad o tolerancia de los magistrados, sólo existía en la provincia una autoridad que fuese respetada, y que sin embargo no emanaba de ningún poder, y era la de D. Juan Manuel de Rosas. Desde que se había resuelto a vivir en sus tierras, había sentido la necesidad de granjearse el afecto de los habitantes del campo, sobre los cuales había tomado cierto ascendiente, participando en sus trabajos, mezclándose en sus diversiones, auxiliándoles en sus desgracias; mostrándose, en fin, justo, humano y compasivo con todos. Su casa se convirtió en asilo para los desvalidos.

En un país falto de las ventajas de la instrucción, y cuyas costumbres se resienten todavía de nuestra imperfección social, un exceso de severidad lo es también de injusticia, puesto que las faltas, cuando no son repetidas, deben mirarse más bien como vicios de la sociedad, que de los individuos. Antes de declarar a los hombres responsables de sus extravíos, es menester enseñarles a evitarlos. Al paso que las cárceles y los castigos confirman a la juventud en todos sus errores, una vida arreglada y laboriosa ahoga en su corazón el germen corruptor del vicio, e innumerables serían los ejemplos que podríamos citar de los que volvieron a la buena senda, por los paternales cuidados del señor Rosas.

Cuando en Junio de 1820 recibió los despachos de capitán de milicias, el momento no era favorable para enrolarse en el ejército. Sin embargo, afligido del estado de su país, admítió este empleo, y en poco tiempo montó, equipó y armó a sus expensas un numeroso cuerpo de caballería, compuesto en gran parte de sus propios jornaleros, a cuya cabeza marchó para reunirse al Gobernador en campaña. Este refuerzo reanimó el coraje del ejército, que se mostró dispuesto a restablecer su reputación. Después de algunos días de marcha alcanzó al enemigo el 12 de Agosto en San Nicolás, donde tuvo lugar un primer combate, que se continuó en Pavón. Estas acciones, en que el señor Rosas peleó con un valor extraordinario, fueron gloriosas para nuestras tropas. No así después: el Gobernador avanzó hasta el Rosario, en donde mandó al señor Rosas que regresase al sur, para ocuparse en organizar al quinto regimiento de campaña, dándole los despachos de comandante de este cuerpo.

El jefe contrario, informado de esta separación, cargó y triunfó en el Gamonal, a pesar que las fuerzas del señor Rosas fueron reemplazadas con otras más numerosas. Ese revés trastornó el plan de campaña del señor Dorrego, y le obligó a retirarse precipitadamente a Areco, de donde expidió circulares a los jefes de las milicias para que se le incorporasen con sus tropas. El señor Rosas se rindió a las órdenes del Gobernador. trayéndole 600 voluntarios; pero lejos de desear que se encarnizase la lucha, se propuso aprovechar alguna ocasión favorable para aconsejar que se estipulase una paz honrosa.

Pero otros acontecimientos se preparaban en la capital. La Sala de Representantes se reunió el 26 de Septiembre, y elevó al mando al general D. Martín Rodríguez. Apenas su autoridad se proclamaba en la provincia, cuando un movimiento tumultuario, encabezado por el segundo tercio cívico, estalló en la ciudad, y obligó al nuevo Gobernador a invocar el apoyo de las milicias. El señor Rosas, que conforme a las órdenes recibidas marchaba a Areco, al llegar al Puente de Márquez recibió una carta del general Rodríguez, en que soiicitaba su auxilio para vengar este ultraje. El señor Rosas, con aquella severidad de principios que le es can característica, no quiso deferir a una simple comunicación confidencial, y aguardó que se le mandase oficialmente ponerse a las órdenes del nuevo Gobernador.

Bastó su presencia para restablecer el orden en la capital, donde entró el 5 de Octubre al frente de un regimiento de colorados, que, imitando el noble arrojo de su jefe, expusieron sus vidas por restablecer el imperio de las leyes, en que se apoyó el gobierno, que había estado hasta entonces a merced de los acontecimientos. Su primer acto fué recompensar los servicios del señor Rosas, enviándole el despacho de coronel de caballería de línea. Ningún desorden mancilló este triunfo: las tropas que acompañaron al gobernador de Buenos Aires observaron la más estricta disciplina, y aunque fueron recibidas a balazos, y quedasen tendidos en las calles más de cien colorados, no se entregaron a ninguna venganza. El día mismo de su entrada renació la confianza de los ciudadanos, que se felicitaban por el término de tantos desastres.

Sin embargo, restaba mucho que hacer. Nuestras disensiones con las provincias limítrofes estaban aun pendientes, y el contraste que sufrimos en el Gamonal inspiraba temores fundados por la continuación de la guerra.

De todos modos importaba salir cuanto antes de semejante incertidumbre. El gobierno confió al señor Rosas tan ardua misión, y la poca esperanza que se tenía de llegar a un allanamiento hizo que se tomasen medios para prepararse a entrar en campaña. El plenipotenciario marchó a la cabeza de su regimiento, que representaba la vanguardia del ejército, al mando del mismo Gobernador. Todos confiaban en el señor Rosas, cuyo crédito se había aumentado por las pruebas recientes de su lealtad, de su valor y de su inteligencia.

No obstante las muchas dificultades que presentaba un convenio entre dos pueblos acostumbrados a mirarse con recelo, bastó una entrevista del señor Rosas con el Exmo. Señor Gobernador de Santa Fe, para echar los cimientos de una reconciliación franca y duradera.

Fué entonces cuando se estrecharon entre los dos jefes esas relaciones amistosas, que tantos acontecimientos, ya prósperos, ya desgraciados han contribuído a fortalecer, y que nada podrá aflojar.

La paz con Santa Fe terminó una era de desastres para nuestra provincia, cerrando el círculo fatal de las revoluciones, que recorríamos desde mucho ha, y que detuvo al país en sus adelantamientos. Los enemigos de nuestra independencia se recocijaban de vernos luchar con nuestros propios hermanos, y contaban con la prolongación de nuestras contiendas para volvernos a esclavizar. Amagados por nuestros enemigos exteriores, teníamos que defendernos contra esas tribus belicosas, que bajo distintas denominaciones nos rodean, y que, enemigos de todo freno, lograron conservarse independientes durante el largo período de la dominación española en el nuevo mundo. Despertándose al ruido de nuestras disensiones, creyeron llegada la oportunidad de talar nuestros campos. La convención con Santa Fe, que probablemente ignoraban, no los contuvo en sus incursiones, y cuando el pueblo se preparaba a celebrar tan fausto acontecimiento, algunas partidas de indios invadieron los departamentos del centro. El señor Rosas, a quien se le había confiado la defensa de las fronteras del sur, avanzó a la cabeza de un regimiento y de un cuerpo numeroso de paisanos armados, para cubrir los puntos más expuestos: pero órdenes terminantes del señor Gobernador le obligaron a suspender su marcha.

El señor Rosas ocupó una posición ventajosa en el Saladillo, a 14 leguas al S. O. de Lobos, aguardando la llegada del cuerpo principal del ejército. Su campamento fué el punto de reunión de las milicias, cuyo número aumentó tanto, que fué preciso licenciar una parte de ellas como supérfluas. El nombre de este jefe estaba en todos los labios, y sus hazañas pasadas eran una prenda de seguridad para el porvenir.

Entretanto el gobernador D. Martín Rodríguez reunía fuerzas para romper.las hostilidades. Dividió su ejército en dos columnas, destinando al coronel Ortigucra a rechazar a los Ranqueles en el S. O., mientras que el mismo gobernador marchaba al sur a atacar a los Pampas. Para que estas disposiciones surtiesen su efecto, se requerían grandes acopios de armas, de municiones, de caballos y de víveres; y fué precisamente lo que se descuidó. Además de esto, en vez de concentrar las fuerzas, para que el ataque fuese más vigoroso, las diseminaron en varios puntos.

Las circunstancias hubieran favorecido este plan, puesto que una sola tribu nos hostilizaba, y de consiguiente no había motivo para provocar a las demás. De todos modos convenía exceptuar a los Pampas, que eran los más dóciles y mejor dispuestos a relacionarse con nosotros. Consultando el señor Rosas la utilidad que resultaría a la provincia, se había esmerado en cultivar su amistad, y había llegado a inspirarles alguna confianza. Muchos Pampas se habían decidido a fijarse en las tierras de los cristianos, a quienes ya no miraban con su acostumbrada repugnancia. El señor Rosas pidió, pues, que se les respetase: mas, lejos de adoptar tan sabios consejos, el gobernador Rodríguez marchó al Tandil, sorprendió y acuchilló a los indios en Chapaleufú. Los que sobrevivieron a esta carnicería, volvieron sobre sus agresores y los siguieron hasta la frontera.

La expedición del S. O., por estar mal montada, y no tener víveres más que para 15 días, regresó después de haber recorrido el Tandil: y lo mismo hizo la vanguardia, al mando del señor Rosas, que se había avanzado hasta la Sierra de la Ventana, sin poderse encontrar con los indios.

El señor Rosas, cuyos consejos se habían desoído, hizo cuanto pudo para reparar estos desaciertos. Envió órdenes a los mayordomos de las estancias circunvecinas, para abastecer de ganado al ejército. Mas, a pesar de toda la actividad que se empleó en esta operación, sus efectos fueron tan escasos, que no pudiendo aguardar por más tiempo los auxilios, fué menester resolverse a volver atrás.

El señor Rosas, que no quiso abandonar su puesto, porque no se le imputase alguna oposición a servir bajo las órdenes del señor Ortiguera, de quien sólo tenía motivos para apreciarlo, se retiró a la conclusión de esta campaña; y lo que más lo estimuló a tomar esta resolución fué ver que sus servicios no eran agradecidos, sea que se les considerase inútiles, o más bien por la libertad con que se expresó sobre las faltas que se habían cometido.

Pero un triste presentimiento amargaba su corazón en el silencio de la vida privada. No dudaba que los Pampas, que se había tenido la imprudencia de provocar, atacarían nuestras estancias, echándose tal vez con más furor sobre las suyas, para vengarse del que había sido su abogado, y que ellos debían creer autor de los planes del señor Rodríguez. Mas, a pesar de esta previsión, no logró sustraerse de su total ruina; y antes que pudiese transportar, como se lo había propuesto, su hacienda de los Cerrillos a los campos de San Martín y Guaraní, los indios atacaron a sus establecimientos y le sacaron más de 26.000 cabezas de ganado. El señor Rosas sobrellevó con resignación esta desgracia; y sólo sentía verse arrebatar sus caudales en el momento en que más los necesitaba, para llenar los compromisos contraídos con Santa Fe, al firmar las convenciones que cortaron las desavenencias del año 20.

Sin embargo tocó todos los resortes, y pudo cumplir satisfactoriamente la parte que le cupo en estas importantes transaccones; como consta de los documentos honoríficos que le fueron librados en Santa Fe, a donde fué personalmente a recibirlos, según lo había prometido.

Poco después de su regreso de aquella ciudad, la provincia de Buenos Aires se halló nuevamente expuesta a una invasión de indios, que habían llegado a ser muy temibles, por la desmoralización del ejército, la dispersión de las milicias, y un terror pánico que se había apoderado de los habitantes.

Entraron por seis puntos; y lo hicieron con tanto acierto que se hubiera creído más bien que ejecutaban el plan de un general, que las distintas órdenes de sus caciques. En todos los ataques rechazaron a las numerosas divisiones de la frontera, que se replegaban en desorden hacia los parajes más habitados. La campaña no ofrecía el menor abrigo, y los indios que entraron por Lobos, avanzaron por el Durazno hasta 15 leguas de la capital, de resultas del contraste que sufrió en el Monte la fuerza del coronel La Madrid. El señor Rosas, que se hallaba en los Cerrillos, voló a Camarones para ofrecer sus servicios al coronel Arévalo, que con sólo 300 hombres estaba en los campos de Callejas. No desconocía este jefe la necesidad de obrar, pero sus recursos eran tan exiguos, y sus soldados estaban tan abatidos, que nadie se atrevía a abandonar su posición. Enjambres de indios bien armados, bien montados, y engreídos con sus últimos triunfos, recorrían el territorio.

El señor Rosas y el coronel Arévalo, a quienes se les había incorporado un sinnúmero de paisanos armados, marcharon a Arazá, donde se trabó una acción formal, en que los indios fueron acuchillados y completamente desechos, dejando todo su botín, que consistía en una numerosa caballada y más de 150.000 cabezas de ganado. Esta victoria reveló a los campesinos un secreto, que habían ignorado hasta entonces, a saber: que los peligros disminuyen cuando se saben arrostrar con valor.

Al examinar los tres primeros años de la vida pública del señor D. Juan Manuel de Rosas, es imposible no admirar su denuedo en los combates, su firmeza en los reveses, su infatigable actividad en llevar adelante cualquier empresa. Difícil era aparecer en la escena política en una época más desastrosa. Cuando nuestro ejército recorría triunfante las orillas del Pacífico, proclamando la independencia de dos grandes repúblicas, nuestro país luchaba con toda clase de infonunios. El gobierno sin energía y sin recursos, nada hacía para sacarlo de una situación tan degradante, y los ciudadanos preferían sacrificar sus fortunas antes que renunciar sus opiniones.

Al salir de estas grandes catástrofes, todos se afanaban en reparar sus quebrantos. Nadie había perdido más que el señor Rosas: de sus ricas estancias, de sus vastos acopios de granos, de tantos brazos y caudales empleados en el cultivo de sus tierras, sólo quedaban algunas reliquias. Pero lo que nadie podía arrebatarle era su actividad, y sus vastos conocimientos en todos los ramos de la industria rural. Igualmente hábil en el pastoreo y en la agricultura, poblaba sus estancias, hacía sementeras, y a fuerza de cuidados y de perseverancia logró restablecer y aun acrecentar su fortuna.

La mejor prueba de lo que puede el trabajo en un suelo tan privilegiado como el nuestro, es la que ofrecen los resultados obtenidos por el señor Rosas. La invasión de los indios en 1821 destruyó sus establecimientos, y bastaron tres años para que volviesen a ser los más florecientes de la provincia. Sus sembrados, que ocupaban una gran extensión, producían más de 15.000 fanegas de trigo y maíz, sin incluir los productos de otras culturas. Tanta prosperidad le atrajo la admiración de sus amigos y la envidia de sus émulos.

Su benevolencia no tenía límites. ¡Cuántas veces no se le ha visto abandonar sus tareas, por amparar a un desgraciado, protejer a un huérfano, transar un pleito! ¿Qué hay que extrañar que esta conducta le hubiese granjeado la estimación de los habitantes de la campaña? Los que piensan que la popularidad del señor Rosas no sea duradera, no saben, o aparentan ignorar que se funda en beneficios, a que los individuos corresponden a veces con ingratitud, pero que los pueblos olvidan difícilmente.

Por su intervención en los asuntos generales y particulares de la provincia había adquirido un conocimiento exacto de su territorio; y no se le ocultó que la línea de frontera era insuficiente para garantimos de los indios. Una parte de los terrenos recién poblados quedaba afuera de sus antiguas guardias, y por consiguiente desamparada en caso de un ataque; y los mismos establecimientos internos no estaban bastante abrigados, para que fuesen invulnerables. Generalmente hablando, estas avanzadas no tenían suficiente unión, para presentar una barrera impenetrable.

La falta de seguridad cerca de las fronteras rechazaba las poblaciones hacia el centro, y disminuía considerablemente la extensión territorial de la provincia. El gobierno del señor Las Heras sintió toda la gravedad del mal, y se propuso remediarlo. Los temores de un rompimiento con el Brasil hacían más urgente esta medida: antes de empeñarnos en una guerra exterior, dictaba la prudencia asegurar nuestras propiedades, y era demasiado tarde para extender y fortificar las actuales fronteras. La construcción de nuevas guardias, era una operación larga y dispendiosa, que no podía llenar las necesidades del momento. Convenía, pues, tocar otros resortes de un efecto más pronto, y no menos eficaz. El señor Rosas, miembro de la comisión encargada de proyectar un nuevo deslinde, opinó que se debía tratar con los indios, para pacificarlos y atraerlos a nuestras estancias. El gobierno adoptó este consejo, a pesar que le pareciese difícil en su ejecución: no concibiendo cómo se llevarían a efecto dos operaciones tan incompatibles, á saber: ocupar los terrenos de los indios y solicitar su alianza. Efectivamente, sólo el señor Rosas, por su genio creador, y por el grande influjo que ejercía sobre aquellas tribus, pudo encargarse de una empresa tan gigantesca.

Siempre se trató de sojuzgar a los indios, mas por primera vez se pensó en colonizarlos; y el resultado de este nuevo plan excedió todas las esperanzas. Conducidos los indios por sus caciques, se transportaron a nuestras estancias y chacras, donde se ocupaban en labrar la tierra, herrar o apartar ganado, en cazar nutrias, en hacer ladrillo. Las mujeres trasquilaban ovejas, hilaban, tejían jergas, y abandonaban su natural pereza, para participar en las faenas de una vida activa y laboriosa; y si las convulsiones políticas, provocadas por la revolución del 1° de Diciembre, no hubiesen trastornado este plan, forzando a los indios a volver a la vida militar, hubieran continuado fertilizando nuestros campos, y olvidando sus costumbres belicosas.

Los eminentes servicios del señor Rosas, a pesar de la importancia y utilidad que tenían para el país, sólo le proporcionaron persecuciones y disgustos. Los ociosos le reprochaban su contracción al trabajo; los intrigantes su odio a las revoluciones; los díscolos la sencillez y la severidad de sus costumbres; y no faltaban hombres ilustrados que le hacían un cargo de su interés hacia los indios.

El señor Rosas nunca contestó a sus detractores; limitábase a confundirlos con la práctica de todas las virtudes, y con su respeto inalterable a las instituciones del país. Un hecho ignorado, y que merece no serlo, es que, perseguido durante la administración del señor Rivadavia, el señor Rosas desalentó siempre a los que venían a solicitarle, paca que les ayudase a efectuar un cambio en el gobierno, haciendo uso de medios ilegales. “No soy juez del primer magistrado de la República —contestaba con firmeza este virtuoso ciudadano—; mientras que los representantes del pueblo no revoquen sus poderes, mi deber es obedecerle”.

Estos mismos principios dirigieron su conducta en nuestras últimas emergencias que ya había previsto: y si el gobernador Dorrego hubiese oído sus consejos, nos habríamos quizá librado de una gran conflagración. El señor Rosas no ignoraba el complot del ejército, ni la repugnancia de sus jefes a someterse a la autoridad legal del señor Dorrego; y aunque no pudiese designar positivamente quien capitanearía esta insurrección, no dudaba que estallaría. En sus conferencias con el mismo señor Dorrego insistió fuertemente en que el gobierno atendiese a la pronta organización de las milicias, que consideraba como el único baluarte contra la insubordinación del ejército. Viendo que no se tomaba medida alguna para conjurar la tormenta, pidió su dimisión, que no le fué admitida. Dos días antes del funesto 1° de Diciembre, tuvo la última entrevista con el finado Gobernador en la fortaleza; le manifestó sus recelos y representó de nuevo la necesidad de armar a la campaña. Pero ya era tarde. Poco después tuvo el dolor de saber del mismo señor Dorrego que sus tristes presentimientos se habían realizado, y que ya no quedaba más apoyo al gobierno legírimo de la provincia, que su espada, la cooperación del señor Rosas y la fidelidad de los milicianos. En este terrible lance, en que se trataba nada menos que de resistir a una revolución fraguada en el misterio, favorecida por un partido poderoso, y sostenida por un ejército aguerrido, el señor Rosas no trepidó un instante y, cerrando el corazón a cualquier otra consideración, sólo pensó en llenar sus deberes.

Séanos permitido suspender aquí nuestra tarea. El último período de la vida del señor RosAs es tan fértil en acontecímientos, que pretender detallarlos todos, sería exceder los límites que nos hemos prescripto. Nos propusimos escribir un ensayo y no una historia: dejamos a escritores más hábiles la responsabilidad de esta tarea.

Al reunir los rasgos principales de la carrera política y militar del señor Rosas, hemos tenido que hacer un esfuerzo, por no caer en la exageración que naturalmente inspira la contemplación de virtudes tan eminentes. El señor Rosas es un excelente ciudadano: desdeña la gloria comprada con la sangre, detesta los honores adquiridos con los crímenes, desprecia las riquezas que no se ganan con el trabajo. Su vida pública no presenta hecho alguno que esté en oposición con estos elogios; y si no temiésemos ofender su modestia, encontraríamos en su vida privada muchas pruebas que los confirman.

Sus detractores han podido prodigarle ultrajes, pero ninguno de ellos se atrevió a citar una sola acción que fuese reprensible. ¿Qué podrían decir que no lo desmintiesen mil testigos? Adorado de sus deudos, querido de sus amigos, venerado de sus familiares, nada sería comparable a su dicha, si no hubiese tenido la noble ambición de ser útil a su patria. ¿Se le obligará a arrepentirse ... ? ¡Argentinos! Sed justos y agradecidos, si queréis ser libres y felices.


  1. D. Domingo Ortiz De Rosas, mariscal de campo de los ejércitos de Felipe V, gobernador y capitán general de Buenos Aires, que pasó después de presidente a Chile.
  2. D. Clemente López de Osorio, abuelo materno de D. Juan Manuel de Rosas, fué comandante general de campaña en 1765, y mandó en jefe una expedición a Misiones, estando de gobernador el Sr. Bucarelli. Como militar era querido, y disfrutaba de una grande reputación por su valor y virtudes. Dueño de grandes establecimientos rurales, fué uno de los mayores hacendados de nuestra provincia. Sorprendido por los indios, en una de sus estancias situada en el Rincón del Salado, donde este río desemboca en el mar, fué inmolado el 13 de Diciembre de 1783 en unión de su hijo D. Andrés.