Instituciones oratorias: Libro segundo
Capítulo I
editar
Cuándo ha de estudiar el niño la retórica
Ha prevalecido la costumbre (y todos los días va tomando más cuerpo) de entregar al niño más tarde de lo que era razón a los maestros de la elocuencia latina; y lo mismo acaece con los que enseñan la griega. Dos son las causas de esto; conviene a saber, que nuestros retóricos han abandonado su oficio, y le han tomado los gramáticos, no siendo propio suyo. Porque aquéllos tienen por obligación suya el declamar y enseñar a otros esta facultad, pero limitándose a los géneros deliberativo y judicial, teniendo lo demás por inferior a su profesión, y éstos, no contentos con tomar a su cargo lo que los otros dejaron (de lo que debemos estarles agradecidos), se han entrometido también a hacer prosopopeyas y enseñar lo que mira al género deliberativo; lo que es obra del mayor empeño en la oratoria. De donde provino que lo que era principal en un arte, vino a ser lo último de otra; y los que ya debían estudiar ciencias mayores, los vemos sentados entre los gramáticos, para aprender retórica. Y así, según esto, parece que al niño no se le debe entregar al maestro de retórica hasta que sepa declamar, cosa por cierto ridícula.
Demos, pues, a cada facultad lo que le corresponde. Reconozca sus límites la gramática, a la que dieron el nombre de literatura, los que la tradujeron en latín; y mucho más habiendo traspasado los que tuvo en su primer origen, remontándose a tratar de cosas mayores. Pues siendo al principio como un arroyuelo pequeño, ha crecido a manera de río caudaloso, apropiándose la interpretación y exposición de los poetas o historiadores, atribuyéndose por otra parte, además de enseñar a hablar bien, y con tal cual afluencia de palabras, el conocimiento de casi todas las facultades mayores; y la retórica, que toma el nombre de la fuerza en el decir, no rehúse lo que es oficio propio suyo; ni permita que se le usurpe lo que es de su obligación; pues por rehusar el trabajo, ha venido casi a perder lo que era de su jurisdicción. No negaré que algún profesor de gramática pueda llegar a adquirir tantos conocimientos que sea capaz de enseñar retórica. Pero siempre será cierto que cuando esto enseñe, hará oficio de retórico, no de gramático.
Nuestro intento principal es señalar el tiempo en que estará ya en sazón el niño para aprender la retórica. Para lo cual no hemos de atender a la edad que tiene, sino a lo que ha aprovechado en sus conocimientos. Y para ahorrarnos de palabras, digo que entonces estará en sazón, cuando pudiere estudiarla; aunque esto depende de la cuestión anterior. Porque si la gramática extiende su enseñanza a aquellas oraciones suasorias, que son los rudimentos de la retórica, en este caso se deberá entregar más tarde el niño al maestro de elocuencia. Si éste no rehúsa el enseñar los primeros principios de su facultad, deberá comenzar desde luego por las narraciones y oracioncitas en que se alaba o vitupera alguna cosa. ¿Por ventura ignoramos que los antiguos, para aumentar la elocuencia, se ejercitaron en cuestiones, lugares comunes, y otras declaraciones en que no entra circunstancia de cosas, ni personas, en las que se contienen todas las causas de asuntos, ya verdaderos, ya fingidos? De donde se colige cuán contra razón se abandona aquella parte de la retórica que fue por mucho tiempo la principal y la única. ¿Qué cosa hay de las que dije arriba que no coincida, ya con otras cosas propias de la retórica, ya con el género judicial? ¿Por ventura en el foro no hay sus narraciones? Y aún no sé si en este género son la parte principal. En aquellas contiendas entre el acusador y el abogado ¿no se alaba? ¿no se vitupera? ¿no hay sus lugares oratorios, ya para reprender los vicios, cuales son los que compuso Cicerón, ya para tratar en común cualquier cuestión, cuales son los de Quinto Hortensio; como, por ejemplo, si se ha de estar a ligeras pruebas, convengan o no con el dicho de los testigos? Y estos lugares ¿no son el alma del género judicial? Son como armas dispuestas para usar de ellas cuando lo pida el caso. El que no crea que esto pertenece a la oratoria, negará también que comenzamos a hacer la estatua cuando fundimos el metal. Ni me tache ninguno de que procedo con tanta apresuración (como algunos pensarán) como si quisiera apartar cuanto antes de la gramática al niño, para que comience la retórica, pues también para aquélla se le debe dar el tiempo suficiente, no habiendo ningún inconveniente en que aprenda a un mismo tiempo estas dos facultades. Con esto no se aumentará el trabajo, sino que se repartirá el que tenía un solo maestro, y con más utilidad, cuidando cada cual de su facultad; práctica que dejaron los latinos y la guardan aún los griegos: bien que aquéllos tienen excusa, porque los maestros de gramática se han tomado parte de este trabajo.
Capítulo II
editar
De la conducta y obligación del maestro
Luego que el niño llegue a ser capaz de los conocimientos de la retórica, será entregado a los maestros de esta facultad: cuyas costumbres convendrá examinar lo primero de todo. Y la causa de no haber tocado hasta ahora este punto, no es porque no se haya de poner igual cuidado en examinar la conducta de los demás maestros, como dije en el primer libro, sino porque la edad del discípulo nos obliga a hablar de esto. Pues cuando entra el niño en poder de estos maestros, ya es crecidito, y persevera en el mismo estudio ya joven: y así debe ponerse mayor esmero, para que la conducta irreprensible del maestro preserve de todo daño a los años tiernos, y su circunspección le contenga, para que no se haga desenvuelto, si es de genio avieso y bravo. Porque no basta que el maestro sea muy comedido en todo, sino que debe contener a sus discípulos con el rigor de la enseñanza.
Lo primero de todo el maestro revístase de la naturaleza de padre, considerando que les sucede en el oficio de los que le han entregado sus hijos. No tenga vicio ninguno, ni lo consienta en sus discípulos. Sea serio, pero no desapacible; afable, sin chocarrería: para que lo primero no lo haga odioso, y lo segundo despreciable. Hable a menudo de la virtud y honestidad; pues cuantos más documentos dé, tanto más ahorrará el castigo. Ni sea iracundo, ni haga la vista gorda en lo que pide enmienda: sufrido en el trabajo; constante en la tarea, pero no desmesurado. Responda con agrado a las preguntas de los unos, y a otros pregúntelos por sí mismo. En alabar los aciertos de los discípulos no sea escaso ni prolijo; lo uno engendra hastío al trabajo, lo otro confianza para no trabajar. Corrija los defectos sin acrimonia ni palabras afrentosas. Esto hace que muchos abandonen el estudio, el ver que se les reprende, como si se les aborreciese. Dé cada día a sus discípulos alguno o algunos documentos, para que los mediten a sus solas. Pues aunque la lección de los autores les suministrará abundantes ejemplos para la imitación, la viva voz, como dicen, mueve más: principalmente la del maestro, a quien los discípulos bien educados aman y veneran. Pues no se puede ponderar con cuánto más gusto imitamos a aquéllos a quienes estimamos.
De ninguna manera debe permitirse a los niños la licencia, que hay en las más escuelas, de levantarse de su puesto, ni de dar saltos, cuando a alguno se le alaba; antes aun los jóvenes, cuando oyeren las alabanzas, las aprobarán, pero con moderación. De aquí nacerá, que el discípulo estará como pendiente del juicio del maestro, juzgando que ha obrado bien, sólo cuando el maestro diese su aprobación. Pero la costumbre, que algunos llaman humanidad, de aplaudir a alguno por cualquier cosa, es muy reprensible a la verdad; pues no sólo es ajena de la seriedad de una escuela y propia de los teatros, sino la más contraria de los estudios. Porque tendrán por ocioso el esmerarse en el trabajo, al ver que por cualquier cosa que hagan, han de ser aplaudidos63. Tanto los que oyen, como el que declama, deben mirar al maestro, para conocer lo que él aprueba o desaprueba: con lo que adquirirán facilidad con la composición, y discernimiento con el continuo oír. Mas al presente vemos que no solamente al fin de cada cláusula se levantan los discípulos, para aplaudir al que recita, sino que corren y dan palmoteos y voces descompasadas. Esto lo practican los unos con los otros; y en esto consiste el buen suceso de la declamación. De aquí nace el orgullo y vana esperanza que conciben de su saber; en tal forma que, empavonados ya con aquella vocería de sus condiscípulos, si las alabanzas del maestro son moderadas, forman mal juicio de él. Aun cuando los mismos maestros declaman, hagan que los discípulos le oigan con atención y modestia; porque la censura de lo que el maestro compone, no la ha de esperar de los discípulos, sino éstos del maestro. Si es posible, debe observar con toda atención qué cosas alaba cada uno y cómo las alaba; y alégrese de que lo bueno merezca la aprobación, no tanto por respeto suyo, cuanto por señal de discernimiento en los que lo alaban.
No apruebo que los niños estén sentados entre los jóvenes. Porque aunque un hombre tal, cual debe ser el maestro por la suficiencia y costumbres, pueda tener a raya a los jóvenes, con todo eso deben los tiernos separarse de los que son crecidos; y no sólo debe evitar cualquier acción indecorosa, sino aun la sospecha de ella. He tenido por conveniente dar este aviso sólo de paso; porque si el maestro y los discípulos carecen aún de los menores vicios, ocioso es el advertir esto. Y si alguno, cuando toma maestro, no huye de lo que es manifiestamente vicio, entienda, que cuanto vamos a decir para la utilidad de la juventud, es ocioso sin esto.
Capítulo III
editar
Si conviene tomar desde el principio el mejor maestro
Ni debe pasarse en silencio la opinión de los que dicen que, cuando el niño comience la retórica, no se le debe entregar desde el principio al maestro más excelente, sino que por algún tiempo debe estar con alguno mediano; como quiera que para enseñar las artes es mejor una medianía en el preceptor; ya porque se acomoda más al entendimiento e imitación de los discípulos, ya porque no se desdeña tanto del molesto y trabajoso ejercicio de los rudimentos.
No creo que debo afanarme mucho para evidenciar cuánto vale el que las primeras instrucciones sean las mejores, y cuánto trabajo cuesta el quitar los malos resabios que una vez se tomaron; pues al maestro que después sigue se le junta un doble trabajo, no siendo menor el de hacer olvidar a los discípulos lo que aprendieron mal, que el enseñarlos de nuevo. Por el cual motivo cuentan que Timoteo, excelente maestro de la flauta, pedía mayor salario por enseñar al que hubiese sido enseñado por otro, que si le entregasen uno que nada supiese.
Dos errores hay en esta parte, uno de los que juzgan que basta un mediano maestro: los cuales se contentan con un estómago bueno. La cual opinión aunque reprensible, al cabo se podía tolerar, si estos maestros enseñasen menos que otros, y no lo peor. Otro error (y aun más común que el primero) es pensar que los que son más consumados en la elocuencia no se abajan a enseñar los rudimentos; siendo la causa de esto en unos el fastidio de descender a estas menudencias, y en otros el no ser para ello. Yo ciertamente no tengo por maestro al que no quiere enseñar estos principios: y digo que el que sea consumado lo podrá hacer seguramente, si no le falta la voluntad. Primeramente, porque el que ha llegado a aventajar a otros en esta facultad, es creíble que sepa los medios para conseguirlo. En segundo lugar, porque el alma de la enseñanza es el método; y éste ninguno lo tendrá mejor que el que es más consumado. Y últimamente, porque ninguno puede sobresalir en lo más, faltándole lo que es menos. A no ser que digamos que, habiendo hecho Fidias una estatua de Júpiter, alguno otro la adornaría mejor que él; o que un orador no ha de saber hablar; o finalmente, que el médico de muchísima habilidad no alcanzará a curar las dolencias pequeñas.
Pero dirá alguno: ¿no hay cierto grado de elocuencia tan remontada que excede la capacidad de un niño? No lo niego: pero el maestro que la tenga, es preciso que sea prudente, y que se achique y acomode a la capacidad del discípulo; a la manera que un grande andarín, si caminase con un niño, le daría la mano, acortaría el paso y no avanzaría más de lo que pudiese el compañero. ¿Y qué diremos de que por lo regular, cuanto más hábil sea el orador, su explicación ha de ser más perceptible y clara? Pues la primera virtud de la elocuencia es la claridad. Vemos también que, cuanto más limitado es cada uno tanto más intenta el empinarse, y ensalzarse: así como los de estatura pequeña se ponen de puntillas, y los de menos fuerzas echan más bravatas. Porque tengo por cierto que los que dan en hinchazón, los que tienen el gusto estragado y los que afectan delicadeza en el lenguaje o pronunciación, y todos los que adolecen de cualquier vicio de afectación, no tanto pecan por falta de esfuerzo, cuanto por falta de fuerzas: así como los cuerpos no se hinchan por la robustez, sino por falta de ella, y los que perdieron el camino derecho, de ordinario se alejan más de él. Y así cuanto más ruin sea el maestro, tanto más oscuro será en la explicación.
No me he olvidado haber dicho en el libro primero (donde hice ver que era mejor la enseñanza pública que la particular) que en los primeros estudios se animan con más gusto y aprovechamiento los niños a imitar a sus condiscípulos, como cosa más fácil. Algunos entenderán que lo que aquí decimos contradice a lo que allí dejamos sentado. Lo que estoy muy ajeno de sentir. Porque uno de los principales motivos por que conviene entregar el niño al mejor maestro, es porque los discípulos, que están más instruidos, o dirán cosas que puedan servir para la imitación de los demás o, si en algo yerran, podrán ser al punto corregidos. Pero si el maestro es limitado, aprobará los defectos, y con su aprobación hará que los demás los abracen. Sea pues tan consumado en la ciencia como en las costumbres, para enseñar a decir y hacer a ejemplo del fenicio de Homero.
Capítulo IV
editar
Cuáles deben ser los primeros ejercicios del que estudia retórica
I. Narraciones históricas. (La facundia en los jóvenes es laudable... En corregir los defectos de sus composiciones no se debe usar de mucho rigor... Acostúmbrese a componer con la enmienda posible).-II. Confirmación y refutación de las narraciones.-III. Alabanza y vituperio de las personas.-IV. Lugares comunes y cuestiones o causas particulares... Repréndese a los que trabajan en sus casas estos lugares comunes, para usar de ellos cuando la ocasión lo pida.-V. Alabanza y vituperio de las leyes.
I. Ahora comenzaremos a tratar de la principal obligación de un maestro de retórica, dilatando por un breve tiempo lo que comúnmente se piensa ser el constitutivo de esta arte. Y lo primero de todo me parece debe comenzar el niño por aquellos ejercicios que tienen alguna semejanza con lo que ya aprendió en la gramática. Y supuesto que hay tres maneras de narraciones, fuera de la que usamos en las causas judiciales: a saber, la poética, usada en las tragedias y otros poemas, en la que ni hay verdad, ni aun sombra de verdad; el argumento, que aunque falso, la comedia le hace ser verosímil; y la histórica, que es la exposición de cosa sucedida; dejando para los gramáticos la poética, el retórico debe comenzar por la histórica, que es de tanta fuerza, cuanta es la verdad en que estriba.
Cuando tratemos del género judicial, enseñaremos el modo que nos parece mejor de formar la narración. Entre tanto basta advertir que ésta no debe ser seca y sin jugo. Según esto ¿para qué tantos estudios, si bastara el contar las cosas sin aliño ni adornos de palabras? Ni tampoco debe ser de cosas superfluas, ni llena de descripciones traídas violentamente; vicio en que muchos caen, imitando la licencia poética. De estos dos defectos más vale que peque la narración por abundancia que por escasez. La razón es, porque a los niños ni se les debe pedir ni esperar de ellos nada perfecto; y así más vale que manifiesten un esfuerzo generoso, y que a veces discurran y hablen más de lo que se les pide. Ni nos debemos ofender de que en los principiantes haya algo de redundante. Y aun quisiera que los maestros, a la manera de las amas de leche, traten a los entendimientos tiernos con algo más de regalo, digamos así; y no lleven a mal el hartarlos de leche de una enseñanza gustosa. Pues este cuerpo grueso, y lleno, vendrá después con la edad a quedar enjuto: y de aquí proviene el vigor. Por el contrario un niño de miembros delicadamente formados, ya para adelante pronostica flaqueza y debilidad. Atrévase a mucho esta primera edad, invente, y alégrese de lo que haya inventado, aunque sean cosas de poco vigor y sustancia. Para la lozanía hay remedio, mas no para la esterilidad. Pocas esperanzas podremos fundar en un niño, a cuyo ingenio se anticipa el juicio. La materia, en que se ejercite, ante todo —77→ ofrezca mucho campo, y aun más de lo justo: pues los años y la razón quitarán mucho de lo superfluo, y aun con la misma experiencia lo irán perdiendo, siempre que haya de donde quitar y desbastar; a la manera que el buril podrá profundizar y tendrá dónde cebarse, si la lámina no es delgada en demasía. Nadie extrañará lo que digo, si ha leído lo que dice Cicerón: Quiero que en los jóvenes se descubra la afluencia. Por donde debe huirse tanto de un maestro sin palabras y sin explicación, cuanto de un terreno seco y árido para las plantas tiernas. De aquí resulta que los discípulos son de ingenios apocados y rastreros, no atreviéndose a levantar el estilo sobre el lenguaje vulgar. Éstos la flaqueza la tienen por salud, y la debilidad por juicio; dando en el vicio, cuando piensan estar ajenos de él, pues carecen de lo que es virtud. Yo no gusto de frutos muy anticipados, ni del mosto, que ya en el mismo lugar comienza a tomar sabor de vino: todo esto el tiempo lo ha de ir sazonando.
Cosa es también que merece tenerse presente, el que los niños desmayan cuando nada se les disimula: porque se desalientan, sienten el estudio, y por último le cobran aborrecimiento y, lo que es peor, temiéndose de todo, a nada se atreven. Esto aun la gente del campo lo sabe: pues a los arbolitos pequeños no les arriman la podadera, porque en cierto modo tienen horror al hierro, cuya herida no tienen fuerzas para sufrir. Debe pues el maestro ejercer su oficio con agrado, suavizando el trabajo, que por sí mismo es agradable: alabe algunas cosas, pase por alto otras, o enmiéndelas, dando la razón de hacerlo así; y poniendo alguna cosa de su casa, ilústrelos. A veces no dañará que él mismo les dicte lo que ha compuesto él, para que el discípulo lo imite y lo aprecie, como si fuera parto suyo. Pero si éste hiciere una composición tan mala que no admite enmienda, me ha enseñado la experiencia, que es útil el echarles la misma materia y asunto ilustrado por el maestro, para que lo trabajen de nuevo, diciéndoles que pueden hacer otra cosa mejor; porque ninguna cosa alienta más en los estudios que la esperanza. A los adultos trátelos de otra manera; de los que a proporción de la edad y fuerzas exigirá cosas mayores y les corregirá sus obras. Cuando mis discípulos usaban de pensamientos atrevidos o de estilo demasiado brillante, solía decirles, que lo alababa69 por entonces, pero que vendría tiempo en que no pasaría por ello. De este modo se alegraban de las producciones de su ingenio y no quedaban engañados de su propio juicio.
Pero para volver al propósito, quiero que las narraciones se trabajen con el esmero posible. Porque así como al principio cuando aprenden a hablar, es útil a los niños, para adquirir facilidad en el lenguaje, el referir lo que oyeron y obligarlos a repetir la misma relación, ya retrocediendo desde el medio hasta el principio, ya continuando hasta el fin; pero esto será mientras son niños y van uniendo las palabras, y no pueden más que afirmar la memoria; así cuando ya supieren bien hablar, el charlar de repente de todo, el hablar sin reflexión, sin dar lugar a levantarse, sólo merecerá nombre de charlatanería. De aquí nace el gozo de los padres necios e ignorantes, y en los hijos la aversión al trabajo y el descaro, que adquieren juntamente con la costumbre de hablar mal, el ejercitarse en cosas malas, y por último la arrogancia con que presumen de sí, y que por lo común impide el aprovechar en cosas de importancia. Ya vendrá tiempo en que adquieran facilidad en hablar, y de esto trataremos muy de veras. Entretanto baste el que el discípulo componga con todo cuidado y esmero, en cuanto lo permite su edad, alguna cosa que merezca alabanza, ejercitándose en esto hasta adquirir hábito. Por último podrá de este modo proporcionarse para el fin que intentamos, cuidando más de hablar bien que pronto.
II. No será inútil añadir a las narraciones su comprobación y destrucción, que los griegos llaman confirmación y refutación; y no solamente a las fabulosas y poéticas, sino también a las que contienen algún hecho histórico. Por ejemplo, servirá de grande materia para discurrir, el proponer la duda de si es creíble que estando peleando Valerio, se sentó sobre su cabeza un cuervo que con las alas hería el rostro y los ojos del francés enemigo: del mismo modo sobre la serpiente, que dicen crió a Escipión; sobre la loba de Rómulo y la ninfa de Numa Pompilio. Porque los historiadores griegos fingen casi tanto como los poetas. Muchas veces se disputa del tiempo y del lugar donde acaeció la cosa; y aun de las mismas personas, como vemos que Tito Livio duda de algunas si existieron; y otros historiadores discuerdan sobre las circunstancias.
III. Después de este ejercicio, irá poco a poco pasando a cosas mayores; como por ejemplo: alabar a los hombres esclarecidos y afear a los malos, lo que acarrea grande utilidad: porque además de ofrecer abundante materia para ejercitar el ingenio, se va formando el ánimo, contemplando la diferencia entre la virtud y el vicio, y se adquieren muchos conocimientos y acopio de ejemplos, que a su tiempo han de servir de mucho; como que son muy eficaces para mover en todos los géneros de causas. Aquí también pertenece el comparar unos sujetos con otros: pues aunque esto se funda en una misma razón, con todo eso ofrece mayor campo, y no sólo se trata de la naturaleza de las virtudes y vicios, sino del modo. Pero ya a su tiempo trataremos del orden de estas alabanzas o vituperios: pues esto toca a la tercera parte de la retórica.
IV. También los lugares comunes (hablo de aquéllos que, sin nombrar sujetos, tienen por objeto afear el vicio, como declamar contra el adúltero, el tahúr, el desvergonzado) pertenecen a la esencia de las causas judiciales: pues si recaen sobre persona determinada, son acusaciones perfectas. Bien es verdad que a veces solemos descender a especies determinadas, como si se finge un adúltero ciego, un tahúr pobre, un desvergonzado anciano. A veces a estas acusaciones se les añade su defensa: pues solemos defender al lujurioso y al entregado al amor; y a veces al rufián y al truhán se le hace su defensa, no defendiendo la persona, sino disculpando el delito.
Las cuestiones tomadas de la comparación de las cosas; por ejemplo: si es mejor vivir en la aldea que en la ciudad; si la profesión del abogado es mejor que la de la milicia, dan abundante y hermoso campo para ejercitar el ingenio, y ayudan mucho para los géneros demostrativo, deliberativo, y judicial. Así vemos que Cicerón en la oración en defensa de Murena trata muy a la larga del último de estos lugares. También miran al género deliberativo las cuestiones: de si el hombre debe casarse; y si deben pretenderse los empleos: y si entra en ellas alguna persona, serán oraciones completas del género deliberativo.
Solían mis maestros ejercitarnos con no poca utilidad y contento nuestro en causas de mera conjetura, mandándonos examinar y tratar: verbigracia: ¿por qué causa los lacedemonios pintaban armada a Venus? y ¿qué motivo pudo haber para pintar a Cupido en figura de niño alado, con saetas, y tea en la mano? y otras cuestiones a este tenor, en las cuales —81→ indagábamos la atención de los inventores: de todo lo cual se hace frecuente uso en las causas particulares, y puede llamarse una especie de cría.
Porque aquellos lugares de si siempre se ha de estar al dicho de los testigos, y en las pruebas si las débiles tienen o no fuerza, es cosa tan llana, que miran a las causas forenses, que algunos abogados de buena nota no sólo los trataron y aprendieron con mucho cuidado, sino que, cuando se les ofrecía una causa de pronto, los engastaban e insertaban enteros en sus discursos. Con lo cual ciertamente (pues quiero exponer mi sentir) me parece que daban a entender su pobreza grande de talento. Porque ¿qué podrán los tales inventar de nuevo en las causas donde la una no se parece a la otra? ¿Cómo podrán responder a las objeciones de los contrarios, ocurrir de pronto a las razones que alegan contra nuestra causa, y preguntar a los testigos, cuando en cosas tan trilladas, y que son comunes a todas las causas, no saben tratar un asunto tan cotidiano, sino llevando de antemano estudiado el papel? Los tales preciso es que, o fastidien no menos que las comidas frías y estadizas (pues en causas distintas tendrán que repetir la misma canción), o que ellos mismos se sonrojen al ver que los oyentes siempre les oyen unas mismas ideas, empleadas en diversos usos, como hacen los pobres ambiciosos. Fuera de que por maravilla habrá lugar tan común que cuadre a todas las causas que ocurren, si por otra parte no tiene parentesco con la cuestión en que se funda; sin que se eche de ver que es una cosa postiza, o porque es de distinto paño que todo lo demás, o porque por lo común no se usa donde conviene. Así vemos que algunos para aumentar los conceptos de su oración, traen como arrastrados varios lugares explicados con mucho rodeo de palabras; siendo así que las sentencias deben nacer de las entrañas de la causa; y solamente cuando nacen de ella son útiles y dan hermosura a la oración. Además de esto, la elocución, cuando no se encamina a triunfar de los oyentes, por más bellezas que tenga, es enteramente inútil, y a veces nociva. Pero basta de digresión.
V. La alabanza y vituperio de las leyes necesita de mayores fuerzas, como que es obra de las más difíciles.
Los antiguos ejercitaron en esto la facultad del decir, pero tomaban de los dialécticos el modo de argumentar, pues sabemos que entre los griegos sólo en tiempo de Demetrio Falereo se introdujo proponer diversos asuntos fingidos a imitación de las causas forenses. Pero no tengo bastante averiguado si éste fue el primero que inventó esta manera de ejercicio, como he dicho en otro libro: pues los que defienden esto con más empeño no se fundan en autoridad de bastante fuerza. Por lo que mira a los latinos, dice Cicerón que los primeros maestros de elocuencia vivieron en los últimos tiempos de Craso, y que entre ellos Plocio rayó más que ninguno.
Capítulo V
editar
Qué oradores e historiadores se deben leer en las escuelas de retórica
I. El maestro de retórica instruya a sus discípulos en la historia y en la lección de los oradores.-II. Cuide sobre todo de manifestar sus virtudes y aun sus vicios.-III. Alguna vez propóngales alguna oración viciosa.-IV. Hágales frecuentes preguntas.-V. Este último ejercicio aprovechará más que todo.
I. De las declamaciones hablaremos después, pero supuesto que aún no hemos pasado de los primeros rudimentos, parece debo advertir cuánto aprovechará el maestro a sus discípulos si (a la manera que en la gramática se instruyeron en la traducción de los poetas) les impone en la lección de los historiadores, y mucho más de los oradores, como yo lo he practicado con algunos, cuya edad lo exigía y cuyos padres lo tenían por conducente. Pero estando ya en estado de conocer lo mejor, ocurrieron dos cosas que me lo disuadieron: la primera, que la larga costumbre de enseñarles por distinto método se hizo ley y, no necesitando este trabajo cuando ya eran hombres hechos, seguían más los ejemplos que yo les había puesto delante que los de los escritores. Ni yo tampoco tenía reparo en enseñarles mis conocimientos, si es que a fuerza de tiempo había inventado algo de nuevo. Y ahora me acuerdo que aun los griegos practican lo mismo, pero por medio de los pasantes, porque si en todo cuanto lee cada uno de los discípulos les hubiera de guiar el maestro por sí mismo, no le alcanzaba el tiempo.
II. Y ciertamente que la lección de los autores, que no tiene otro fin que el que los discípulos, que acompañan con la vista al maestro que los explica, aprendan distintamente y con facilidad sus escritos, notando aquellos términos que menos ocurren, es mucho menos de lo que pide la obligación de un maestro de elocuencia. Pero es oficio suyo y peculiar de su profesión, el notar las virtudes de los autores, y aun los vicios si ocurre alguno: esto tanto más, cuanto no exijo de ellos el que expliquen precisamente aquellos libros que quiere el discípulo, como si éste fuera tan niño que, tomándole en sus brazos, deba condescender con lo que quiere. Porque a mí me parece más fácil y más útil el método de que, callando todos los discípulos, uno de ellos (pues deberán ir turnando) lea para todos el autor, y de este modo se acostumbre a una buena pronunciación: esto hecho, y desentrañado el argumento del razonamiento que se ha leído (porque de este modo se entenderá mejor la doctrina del maestro), no se omitirá nada que no se advierta, ya perteneciente a la invención, ya a la elocuencia; cómo se concilia el orador en el exordio la benevolencia de los jueces; la claridad, brevedad y probabilidad de la narración; qué intenta en su oración y los disimulados medios para conseguirlo (pues todo el artificio retórico consiste en disimularlo); además de esto con cuánta prudencia y economía divide su asunto; la sutileza y copia de argumentaciones, y el nervio que tienen; la suavidad en ganarse los ánimos; la aspereza en reprender, y la gracia en los chistes; cómo triunfa de los afectos del auditorio, insinuándose y moviendo en los ánimos de los jueces la pasión que pretende. En el estilo qué palabras y expresiones son propias, adornadas y sublimes; cuándo es loable la amplificación, y qué vicios se le oponen; la belleza en los tropos; las figuras de palabra; la dulzura, rotundidad y vigor en los períodos.
III. Alguna vez también aprovechará leer en presencia de los discípulos algunas oraciones defectuosas y sin arte, que andan escritas y tienen muchos patronos de mal gusto: en ellas se les hará notar su impropiedad, obscuridad, hinchazón, bajeza de pensamientos, y aun otras cosas feas de decirse, lascivas y afeminadas; las cuales, no solamente hay infinitos que las aprueban, sino que (lo que es aún mucho peor) las aprueban por el mismo hecho de ser malas. Les parece a los tales, que lo que está según arte y no tiene nada de extravagante, no tiene nada de ingenioso; y nos admiramos, como de cosa exquisita, de lo que va fuera de lo regular, aunque defectuoso: a la manera que a algunos les parecen mejor los cuerpos contrahechos y notables por su deformidad, que los bien proporcionados: y también hay algunos que, prendados de la apariencia, piensan que el arrancarse el vello de las mejillas, el atusarse y enrizar con el hierro y fuego el cabello reluciente con el color artificial, da más gracia al hombre que una hermosura natural: dando a entender que la belleza del cuerpo nace de modas perniciosas.
IV. El maestro no solamente deberá enseñar todo lo dicho, sino preguntar a menudo a los discípulos para calar su ingenio. De este modo no se fiarán para no atender, ni lo que se explica les entrará por un oído y les saldrá por otro: con lo que a un mismo tiempo se moverán a inventar algo por sí mismos y a entender, que es el fin que pretendemos. Porque ¿qué intentamos con enseñarlos, sino que no haya que enseñarlos siempre?
V. Este cuidado del maestro me atrevo a decir que aprovecha más que cuantas reglas dan las artes de retórica, aunque éstas ayudan mucho; pero ¿quién podrá comprender cuánto abarcan todos los géneros de causas que se originan casi todos los días? Por ejemplo en la milicia: aunque tiene sus preceptos generales, con todo eso aprovecha mucho más el saber de qué medios se valieron los buenos capitanes en ciertos lances o lugares, porque en todas las cosas por lo común más aprovecha la experiencia que el arte. ¿Por ventura se ha de poner a declamar el maestro para servir de ejemplo a sus discípulos? ¿No les aprovechará mucho más la lección de Cicerón y Demóstenes? Si el discípulo yerra algo en la declamación, ¿se le ha de corregir delante de todos? ¿No será mejor enmendar toda una oración, y cosa menos enojosa? Porque todos queremos más que se corrijan los vicios ajenos que los nuestros. Mucho más tenía que advertir, pero la utilidad de esto es notoria a todos. ¡Ojalá que, así como no desagradará el saberlo, no haya pereza para practicarlo!
Capítulo VI
editar
Qué escritores se han de leer primero
I. Desde el principio, y siempre han de leer los mejores autores.-II. Se ha de cuidar de que los niños no se entreguen con demasía a la lección de los muy antiguos o muy modernos.
I. Si se logra lo que llevamos dicho, no habrá dificultad en determinar qué suerte de libros deben leer los principiantes. Porque algunos encomendaron los más llanos y triviales por ser de más fácil inteligencia; otros aquellos de estilo florido, como más acomodados a fomentar el ingenio en la primera edad. Yo soy de opinión que desde el principio y siempre deben leerse los mejores, con tal que sean de la mayor pureza y claridad: y así conviene que los niños lean mejor a Livio que a Salustio, pues su historia es más larga; pero es menester para entenderle estar ya algo adelantado. Cicerón, según entiendo, es bastante llano y gustoso aun para los principiantes; —88→ y no solamente pueden aprovechar sino aficionarse a él, al paso que (como dice Livio) cada cual sea semejante a él.
II. De dos cosas deben guardarse muchísimo los niños, según mi juicio. La primera es, no sea que alguno, admirándose demasiado de lo antiguo, quiera envejecerse leyendo a los Gracos, a Catón y otros semejantes. Con semejante lección, además de quedarse en ayunas, se harán toscos en el lenguaje. Porque no serán capaces de entenderlos; y contentándose con aquel estilo que en aquel tiempo era el mejor (aunque muy diferente del nuestro) parecieseles que ya son semejantes a los hombres grandes. Lo segundo, de que deben guardarse, aunque opuesto a lo primero, es, no sea que prendados por un falso deleite del estilo florido, y retozón de los modernos, se aficiones a él, como cosa lisonjera y conforme a la naturaleza de los niños.
Cuando tengan ya más sentado el juicio y menos expuesto a errar, les aconsejaría yo que leyesen los escritores antiguos, con cuya lección se logra fortificar el ingenio; y purificándolos por otra parte de los vicios de aquel tiempo, brillarán mucho más los adornos y flores de nuestro siglo, y los modernos, que no carecen de belleza. Ni tenemos nosotros menos ingenio que los antiguos, sino distinta manera de estilo; en el cual hemos sido con nosotros más indulgentes de lo que convenía; y así no tanto nos aventajaron en el talento, cuanto en las materias que trataron. Por donde convendrá hacer elección de muchas cosas de sus escritos; pero se deberá cuidar de no mancharlas con otras con que andan mezcladas. Bien veo que hay autores antiguos y modernos a los que conviene imitar en todo; lo que no tengo dificultad en afirmar: pero no todos pueden determinar cuáles sean éstos, y aun es cosa más segura el errar en la imitación de los primeros. Por tanto he dejado para más adelante la lección de los modernos, para que la imitación no preceda al juicio.
Capítulo VII
editar
Qué escritores se han de leer primero
En esta parte fueron también distintos los pensamientos de los maestros. Unos, no contentos con ordenar y dividir las materias que daban a sus discípulos para declamar, las amplificaban, dándoles mayor extensión; llenándolas, no solamente de pruebas, sino de afectos. Otros, después de tiradas las primeras líneas, trataban lo que sus discípulos habían omitido en sus declamaciones, tocando algunos lugares con no menor esmero que cuando ellos mismos se ponían a perorar. Ambas dos cosas tienen su utilidad, y así no quiero separar la una de la otra. Pero en caso de haber de hacer solamente una de las dos, tengo por más útil el manifestarles desde luego el camino verdadero, que apartarlos del torcido que tomaren. Primeramente porque en la corrección sólo hacen uso del oído; pero en la traza, que les da el maestro, se ejercita el discurso y el estilo. Lo segundo, porque toman con más gusto la enseñanza que la corrección; y si hay algunos de viva penetración, y especialmente según están las costumbres del día, se enojan de que se les amoneste y lo toman a regañadientes. Bien que no por esto se han de corregir los vicios con menos libertad: porque se ha de tener respeto a aquéllos que aprueban y dan por bueno cuanto se escapó de la corrección del maestro. Así que ambas dos cosas se deben unir y trasladar según el caso lo pida. Porque a los principiantes se les ha de dar la cosa trazada, según las fuerzas de cada uno. Pero cuando se viere que imitan ya los modelos que se les dio, entonces se les mostrarán como ciertas huellas, que deberán seguir sin ayuda del maestro. Convendrá a las veces el dejarlos solos, no sea que, habituados siempre a seguir huellas ajenas, no trabajen ni discurran nada por sí solos. Cuando se viere que proceden y discurren con tal cual acierto, el maestro ya nada tiene que hacer. Si en algo yerran, deberá ponerles quien los guíe. A la manera que las aves dan de comer a sus polluelos con los picos, desmenuzándoles la comida, y cuando están creciditos les dejan salir del nido, enseñándoles a volar alrededor de él, yendo las madres delante, hasta que viéndolos robustos y sin miedo les permiten salir por el aire libre.
Capítulo VIII
editar
Aprendan los niños algunos lugares selectos de los oradores e historiadores; pero raras veces las composiciones que ellos han trabajado
En este punto soy de la opinión de que debe mudarse la costumbre de que los niños aprendan de memoria todo lo que ellos han compuesto, para decirlo, según es estilo, en día señalado. Esto quien más lo exige son los padres, persuadidos que entonces estudian sus hijos, cuando tienen frecuentes declamaciones: siendo así que el aprovechamiento depende del cuidado. Así como quiero que los niños compongan, y que se ejerciten muchísimo en esto, así aconsejo mucho más que aprendan de memoria algunos trozos de los oradores, historiadores, y otros escritos dignos de aprecio. Con esto ejercitarán la memoria, aprendiendo antes lo ajeno que lo suyo; y los que se ejercitaren en este género de trabajo dificultoso, aprenderán después con más facilidad lo que ellos mismos compusieren, se acostumbrarán a lo mejor, y siempre tendrán buenos modelos que imitar; y además de esto beberán sin sentir el estilo de lo que hayan aprendido. Tendrán abundancia de expresiones las más bellas; su estilo y figuras serán naturales, no arrastradas y violentas, sino que voluntariamente se les ofrecerán, habiendo hecho acopio de ellas. A esto se junta el que citarán con gusto en las conversaciones lo bueno que otros han dicho: cosa útil en las causas. Porque siempre da mayor autoridad todo aquello que se alega, cuando no parece mendigado para probar la causa presente, y los testimonios ajenos merecen más alabanza que los nuestros.
A veces convendrá también permitirles a los discípulos el recitar lo que ellos compusieron, para que logren el fruto de su trabajo viendo que se les alaba. Pero convendrá hacer esto, cuando hubieren trabajado alguna cosa curiosa y perfecta, para que consigan este premio de sus afanes, alegrándose de haber merecido el recitarlo en público.
Capítulo IX
editar
Aprendan los niños algunos lugares selectos de los oradores e historiadores; pero raras veces las composiciones que ellos han trabajado
Tienen, y no sin razón, por una de las cualidades de un maestro, el inquirir con todo cuidado el ingenio de sus discípulos y el saber por dónde le llama a cada uno su naturaleza. En lo que hay tanta variedad que no son los semblantes más diversos que lo son los ingenios. Esto aun en los oradores lo podemos ver; de los cuales ninguno se conforma con otro en el estilo, por más que la mayor parte de ellos se haya propuesto imitar a los que merecieron su aprobación. Por tanto pareció útil a los más el enseñar a cada uno conforme a lo que pide su ingenio, ayudándole a aquello mismo adonde principalmente le llama la naturaleza. Así como si un hombre muy práctico en la palestra entrase en la escuela, en que hay un gran número de niños, hecha experiencia de sus fuerzas corporales y de su valor, conocería a qué género de ejercicio se le debía aplicar a cada uno; a esta manera, cuando el maestro de retórica hubiere empleado su sagacidad en discernir el talento de cada discípulo, viendo quién gusta de un estilo conciso y limado, y quién del vehemente, grave, dulce, áspero, florido y agraciado, se acomodará tanto al genio de cada uno, que les vaya llevando por donde cada cual sobresale. Pues la naturaleza ayudada del cuidado puede más; y el que es guiado contra su inclinación, no podrá lograr lo que no frisa con su ingenio, y perderá sus fuerzas por abandonar aquello para lo que parecía haber nacido.
Todo lo cual lo tengo por cierto en parte; pues siguiendo la razón natural, libremente defiendo mi opinión contra las ya admitidas por algunos. Porque ello es que debemos indagar la naturaleza de los talentos; y nadie negará que aún se debe hacer elección de los estudios en que deben emplearse. Unos habrá acomodados para escribir historias, otros para la poesía, otros para la jurisprudencia, y quizá habrá algunos que no sean más que para cavar viñas. Lo mismo pues hará el maestro de retórica que hizo el de la palestra, que va destinando a quién a la carrera, a quién al pugilato, a quién a la lucha, a quién a otra manera de contienda de los juegos sagrados: bien entendido que, el que se aplicare al estudio de la jurisprudencia, no ha de trabajar en una sola cosa de las que miran a este ejercicio, sino en todas universalmente, aunque sienta alguna repugnancia. Porque si sólo bastase la naturaleza, ociosa por cierto era la enseñanza.
Por ventura (dirá alguno) si cae en nuestras manos un niño de gusto estragado y de estilo hinchado, como son los más, ¿hemos de consentir pase adelante? Y si hay algún ingenio árido e infecundo, ¿no le fecundaremos y le adornaremos con ideas? Porque si es necesario a veces cercenar algunos vicios, ¿por qué no se ha de conceder el añadir a alguno lo que le falta? Respondo que yo no voy contra la naturaleza en esto: pues no pretendo el quitar y desarraigar lo bueno que ella tiene, sino aumentarlo y ayudarla en lo que falta. Aquel insigne maestro Isócrates, cuyos libros no acreditan más su oratoria que sus discípulos su buena enseñanza, cuando decía que Éforo necesitaba de freno y Teopompo de espuela, ¿por ventura no creyó que con sus preceptos debía espolear la pereza del uno y contener la viveza (digamos así) desbocada del otro, pensando que debía atemperar el genio de aquél con el de éste?
Debe acomodarse de tal suerte a los ingenios limitados que los guíe únicamente por donde los llama la naturaleza: pues así harán mejor aquello que sólo pueden. Pero si hubiere alguno de ingenio más despejado, del que podamos concebir grandes esperanzas en la oratoria, no se deberá omitir con él ninguna de las bellezas del arte. Pues dado caso que tenga más inclinación a una cosa que a otra, como es forzoso, pero no se mostrará repugnante a lo demás: y su mismo cuidado hará que no sobresalga menos en uno que en otro. A la manera que aquel otro maestro de la palestra en el ejemplo propuesto no enseñará solamente a su discípulo a que hiera al contrario con el puño o con el pie; ni solamente le enseñará a doblar y hurtar el cuerpo de una manera, sino de todos los modos posibles.
Si hay alguno que no tiene ingenio para todo, aplíquese a aquello que puede. Dos cosas se han de tener presentes en esto: la primera, el no ponerse a aquello que no puede lograrse; la segunda, que no se le aparte a ninguno de aquello en que puede ser sobresaliente, para aplicarle a otra cosa a que no se siente inclinado. Pero si el discípulo fuere como otro Nicóstrato, a quien yo siendo joven conocí de edad ya avanzada, empleará con él todas las fuerzas de la enseñanza; y hará que en todo sea sobresaliente, así como aquel otro era invencible en la lucha y en el pugilato, pues en ambas cosas consiguió a un mismo tiempo la corona. Y ¿con cuánto mayor empeño deberá practicar esto un maestro con quien ha de ser orador? Porque no basta el que el estilo sea conciso, agudo o vehemente; así como para ser maestro excelente de música, no es suficiente el sobresalir sólo en la voz de tiple, de tenor, de bajo, o en cualquier parte de estos tonos. En la perfección del razonamiento sucede lo que con la cítara, la que en todas sus cuerdas, desde la primera hasta el bordón, debe estar bien templada.
Capítulo X
editar
De la obligación de los discípulos
Entre los muchos avisos que hemos dado al maestro, quiero dar uno tan sólo a los discípulos; y es, que no tengan a sus maestros menos amor que al estudio; persuadiéndose que son padres no corporales, sino espirituales. De este modo oirán con gusto sus preceptos, les darán crédito y desearán asemejarse a ellos; y, finalmente, concurrirán al aula gustosos y con gana de saber. Si los corrige, no se enojarán; si los alaba, gozaranse con la alabanza; y con la aplicación merecerán su amor. Porque así como la obligación de los unos es el enseñar, así la de los otros es mostrarse dóciles a la enseñanza; y lo uno sin lo otro nada vale. Así como el nacer el hombre depende del padre y de la madre, y en vano se siembra la semilla si no se recibe dentro de una tierra blanda y esponjada, así la elocuencia no puede llegar a colmo si no van a una la doctrina del maestro y la docilidad del discípulo.
Capítulo XI
editar
Conviene que las declamaciones sean muy semejantes a las causas del foro
Luego que el discípulo se halle bien instruido y práctico en aquellos ejercicios de la retórica que no son cosa en sí pequeña, sino antes bien son como parte de otras mayores, deberá ejercitarse en algunas oraciones del género deliberativo y en algunos asuntos del foro: pero antes de mostrar el camino para esto, diré cuatro cosas sobre el estilo declamatorio; pues así como este género de ejercicio es el más moderno en su invención, así es notoria la ventaja que trae. Él solo abraza en sí cuanto hemos dicho, y es el más conforme a la verdad. Por donde ha merecido tantas alabanzas, que los más han creído bastar él solo para formar un orador: pues no hay virtud alguna en un razonamiento seguido, que no convenga a las declamaciones. Bien es verdad, que por culpa de los maestros vinieron a tenerse la licencia e ignorancia de los declamadores por las dos causas principales de la corrupción de la elocuencia. Pero podemos hacer buen uso de lo que por naturaleza es bueno. Los asuntos, aunque fingidos, sean muy conformes a la verdad, y las declamaciones sean de aquellos asuntos forenses para cuyo ejercicio se inventaron. Porque en vano buscaremos en las apuestas e interdictos del foro aquellas cuestiones de encantadores, pestes, respuestas de los oráculos, madrastras más rigurosas, que las que introducen los trágicos en sus dramas, y otras cosas aun más fabulosas.
Pues qué, ¿no permitiremos alguna vez a los jóvenes, que traten estos asuntos, aunque increíbles y fabulosos, para ejercitar el ingenio y tener materiales para formar sus composiciones? Será muy bueno: pero los asuntos sean grandes, no hinchados ni llenos de necedades, y que hagan reír a quien tenga una vista delgada. Y si hemos de ser algo indulgentes en esto, llénese de especies enhorabuena el declamador; pero advierta, que a la manera que cuando las bestias se llenaron de mucho pasto en los prados, se curan con la sangría y tomando aquel alimento preciso para mantener las fuerzas, así cualquiera que tiene ya mucha grosura y está lleno de malos humores, debe echarlos fuera si quiere conservar la salud robusta. De otra manera se le notará aquella vana hinchazón cuando emprenda alguna obra seria.
Los que pretenden que las declamaciones son diversas de las causas forenses, no alcanzan la razón por que se inventó semejante ejercicio. Porque si no sirven de ensayo para el foro, concluiremos que no es otra cosa que una ostentación de farsa o una vocería propia de locos. Porque ¿a qué fin preparar el ánimo del juez, si no hay ninguno? ¿contar una cosa que todos saben ser fabulosa? ¿alegar las pruebas de una causa que nadie ha de sentenciar? Esto por lo menos es ocioso. Pues el revestirse de afectos y llorar para mover a compasión, ¿no sería cosa de burla, si no pretendiéramos ensayarnos con estas armas y peleas aparentes, para pelear después de veras?
Conque ¿no habrá diferencia alguna entre el estilo forense y declamatorio? Si atendemos a la utilidad, ninguna. Y ¡ojalá que fuese costumbre el nombrar personas, y se introdujesen algunas cuestiones más enredosas y donde se litigase más, y no temiésemos tanto usar de los términos caseros y cotidianos! Ojalá se permitiera también mezclar algunas chanzas: lo que hace que seamos muy bisoños para las causas del foro, aunque en las declamaciones de la escuela tengamos alguna práctica. Mas si la declamación es una mera ostentación, debemos ciertamente deleitar a los oyentes. Porque en aquellas causas que se fundan en la verdad, pero tienen también por objeto el deleitar al pueblo, como los panegíricos, y en todas las oraciones del género demostrativo se permite algún mayor adorno; y no solamente confesar, sino aun hacer delante del auditorio del artificio, el cual en las causas judiciales por lo común se disimula y oculta. Por donde la declamación, que es un remedo de los tribunales y causas forenses, debe contener un asunto verosímil; y supuesto que tiene algo de ostentación, usar de algunas galas y adorno. Puntualmente lo mismo hacen los cómicos, que ni bien hablan como el vulgo sin arte alguna, ni se apartan tanto del lenguaje natural que se destruya la imitación, sino que adornan este nuestro lenguaje común con ciertas bellezas del teatro.
Capítulo XII
editar
Refútase a los que dicen que la elocuencia no necesita de preceptos
Ya hemos llegado a aquella parte de la retórica por donde dan principio los que omiten lo que llevamos dicho hasta aquí. Aunque veo que aún al principio del camino me saldrán al encuentro para oponérseme los que dicen que la oratoria no necesita de reglas, quienes contentándose con lo que enseña la naturaleza y con el ejercicio común de las escuelas, se burlarán de mi trabajo, a ejemplo de algunos profesores de reputación; a uno de los cuales, habiéndole preguntado qué cosa era figura y sentencia, respondió que no lo sabía, pero que si importaba el saberlo lo encontrarían en sus declamaciones. Otro, preguntándole si era discípulo de Teodoro o de Apolodoro, Yo, dijo, soy gladiador de pequeño broquel. En lo cual ciertamente no pudo ocultar su ignorancia de otra manera más graciosa. A éstos han seguido muchísimos en la incuria, pero pocos en la naturaleza; porque fueron hombres consumados en el talento y compusieron declamaciones dignas de memoria.
Se glorían, pues, los tales de que en la oratoria sólo se valen del ímpetu y fuerzas naturales; diciendo que en los asuntos fingidos no son necesarias ni las pruebas ni la disposición, sino sentencias retumbantes, que es lo que atrae a los oyentes, y cuanto más atrevidas son, dicen, tanto mejores. Además de esto, no guardando ninguna regla para pensar, se están mirando días enteros a las vigas, aguardando que voluntariamente les ocurra alguna buena idea, o enardecidos con el incierto murmullo del auditorio, como con clarines que se tocan al entrar en una batalla, acomodan el movimiento violento del cuerpo no sólo a la pronunciación, sino a la invención de las expresiones.
Algunos llevan ya discurridos ciertos preámbulos que les dejen lugar para discurrir algún pensamiento acendrado; pero volteando por mucho tiempo estas ideas, y desconfiando de poder discurrir otras nuevas, recurren por último a aquéllas, que no sólo son trilladas, sino sabidas de todo.
Los que entre estos tales parece tener más discurso, lo aplican no a meditar el asunto, sino a los lugares comunes: en lo que no atienden a que la oración forme un cuerpo, sino que profieren lo que les viene a la imaginación, aunque no tenga enlace lo uno con lo otro. De que resulta una oración, que constando de ideas desunidas, no llega a formar un todo uniforme en sí; antes es muy parecida a aquellas apuntaciones de los niños, donde van reproduciendo lo que oyeron alabar en las declamaciones de otros. No obstante, no dejan de caérseles algunas sentencias y pensamientos buenos, como ellos se glorían, pero esto aun los bárbaros y esclavos lo hacen; y si esto bastara, ociosas eran las reglas de la oratoria.