Instituciones oratorias: Libro primero
Proemio
editar
I. El motivo de haber escrito estas Instituciones oratorias y dedicarlas a Marcelo Victorio.-II. Pretende en ellas formar un orador consumado ya en las costumbres, ya en la ciencia, haciendo ver que los antiguos no distinguieron ésta de la sabiduría.-III. División de toda la obra.-IV. Estilo que observa en estos preceptos y a quiénes podrán aprovechar.
I. Conseguido que hube el descanso de mis tareas literarias, empleadas por el espacio de veinte años en instruir la juventud, pidiéndome algunos amistosamente que trabajase algo sobre la oratoria, por largo tiempo lo rehusé, por saber que autores de grande reputación en ambas lenguas dejaron a la posteridad mucho trabajado a este propósito, y con el mayor esmero. Pero lo que me movía a mí más para desenredarme de este encargo, eso mismo los empeñaba a ellos más en su demanda; y era, que entre tanta variedad de opiniones de los antiguos, y a veces encontradas unas con otras, era difícil la elección; porque (a lo que yo llegué a entender) me pedían, no que escribiese algo de nuevo, sino que a lo menos diese mi voto sobre lo que escribieron los antiguos. Y aunque no tanto me movía la dificultad de la empresa, cuanto tenía reparo en excusarme a sus ruegos, descubriendo después más campo del que presentaba la materia, voluntariamente me tomé más trabajo del que me encomendaban: ya para ganarme más a mis amigos con este nuevo obsequio, ya por no seguir ajenas huellas en camino trillado. Porque cuantos escribieron en materia de elocuencia, trataron de ella con tanto primor, como si escribiesen para gente instruida a fondo en todas las demás ciencias: ya porque despreciaban, como cosa de poco valor, los primeros estudios del hombre; ya porque no tenían por obligación suya tratar de esto, siendo distintos, y diversos entre sí, los objetos de las artes; ya fuese (y esto es lo más verosímil) porque no esperaban ninguna reputación de un trabajo que, aunque necesario, está muy apartado de la alabanza y lucimiento; sucediendo aquí lo que en los edificios, que sepultados los cimientos, únicamente luce lo que descuella sobre la tierra. Mas yo, que ninguna cosa tengo por ajena de la oratoria (sin lo que es preciso confesar que no puede darse orador), y que estoy en la persuasión de que en ninguna materia puede aspirarse a la perfección, sino pasando por los principios, no me desdeñaré de descender a estas menudencias, sin las que no se pueden conseguir otras cosas de mayor importancia. Comenzaré, pues, por los estudios que deben formar un orador desde la infancia, no de otra manera que si se me hubiese encomendado su educación.
El cual trabajo te lo dedico, Marcelo Victorio, por juzgarte digno de este don y prenda de nuestra amistad recíproca, no sólo en atención a la estrecha que hay entre los dos y al encendido amor que tienes a las letras (motivos que por sí solos bastaban), sino porque estos libros me parecen muy del caso para la instrucción de tu hijo, cuyos primeros años dan claro indicio de que ha de lucir su ingenio4, a los cuales tenía intención de dar principio por los primeros rudimentos de la oratoria, continuando por aquellas artes, que pueden contribuir algo al que ha de seguir esta carrera hasta llegar a la perfección y complemento de esta obra.
Me he determinado a tomar este trabajo con tanta más razón, por ver que andaban ya en mi nombre dos libros de retórica, los que ni yo di a luz ni los trabajé con este fin; porque el primero contenía aquellas instrucciones privadas que di a mis discípulos en dos días que ellos escribieron; y habiendo copiado el segundo en muchos más a fuerza de cifras5, otros jóvenes aficionados míos inconsideradamente les hicieron el honor de publicarlos. Por donde en estos libros habrá muchas cosas de aquéllos repetidas, otras muchas mudadas, muchísimas añadidas, pero todas mejoradas y dispuestas en el mejor orden posible.
II. Formamos en ellos un orador perfecto6, el que no puede serlo no acompañándole las buenas costumbres: por donde no sólo quiero que en el decir sea aventajado, sino en todas las prendas del alma; porque nunca concederé que eso de vivir bien y honestamente se ha de dejar, como algunos pretenden, para los filósofos; como sea cosa cierta que el hombre verdaderamente político, acomodado para el gobierno público y particular, capaz de gobernar con sus consejos las ciudades, fundarlas con leyes y enmendarlas con los juicios, no es otro que el orador7. Y así, aunque confieso que me valdré de algunas sentencias que se encuentran en los libros de los filósofos, resueltamente digo que éstas son obras nuestras y que pertenecen a la oratoria: porque ocurriendo muchas veces hablar de la justicia, fortaleza, templanza y otras virtudes semejantes, y tanto que apenas habrá causa alguna en que no se ofrezca alguna cuestión de éstas; debiéndose explicar todo esto en la invención y elocución, ¿dudará alguno que los oficios del orador consisten en todo aquello para lo que se requiere la fuerza del ingenio y la facundia en el decir?
Y así como estas cosas se hallan juntas en la naturaleza, así también se hallan en las obligaciones del orador, como lo colige muy claramente Cicerón8: de forma que los que fuesen tenidos por sabios igualmente fuesen reputados por elocuentes. Dividiose después esta facultad, haciendo la pereza que apareciese no una, sino muchas: porque luego que se hizo comercio del arte de hablar y se comenzó a abusar de los bienes de la elocuencia, los que eran tenidos por elocuentes abandonaron el cuidado de las costumbres; y abandonado éste, fue como presa de los malos ingenios. De aquí resultó que éstos, despreciando el trabajo de bien decir, y aplicándose a formar los corazones y dar leyes para vivir, conservaron la mejor parte (si es que esta facultad admitía división), y se apropiaron un título lleno de arrogancia; de forma que ellos solos vinieron a llamarse amantes de la sabiduría, título que jamás tuvieron la osadía de atribuirse ni los emperadores más grandes, ni los que con el mayor lucimiento se emplearon en la consulta de asuntos de la mayor importancia y en el gobierno de toda la república, pues antes quisieron hacer cosas muy buenas que prometerlas. Y vengo bien en que entre los que antiguamente hicieron profesión de sabios, muchos no solamente dieron buenos preceptos, sino que vivieron conforme a lo que enseñaron; mas en nuestros días, bajo la capa de este nombre de sabios, se encubrieron vicios muy enormes en la mayor parte de los profesores; porque no procuraban ser tenidos por filósofos por la virtud y letras, sino que con el velo de un semblante tétrico y vestido diferente de los demás9, encubrían sus costumbres muy estragadas.
Mas al presente todos los días nos ponemos a tratar de aquellas materias que son peculiares de la filosofía. Porque ¿quién, por malo que sea, no habla ahora de lo bueno y justo? ¿Quién, aun de los hombres del campo, no disputa sobre las causas naturales? La propiedad y diferencia de los términos debe sin duda ser común a todos los que cuidan del lenguaje; pero el orador las debe saber y hablar con mucha perfección; el cual, si en algún tiempo hubiera sido consumado, nunca se mendigarían de las escuelas de los filósofos los preceptos de la virtud. Ahora se hace preciso recurrir alguna vez a aquellos autores que se apropiaron, como llevo dicho, una parte de la oratoria, y la mejor, que estaba abandonada, y pedirles lo que en cierto modo es nuestro: esto no para valernos de lo que inventaron, sino para hacer ver que se aprovecharon de invenciones ajenas.
Sea, pues, tal el orador que pueda con verdad llamarse sabio; y no solamente consumado en las costumbres (porque esto no basta, según mi alcance, aunque hay quien sienta lo contrario), sino en la ciencia y facultad de decir, cual quizá no ha habido ninguno hasta el día de hoy. Mas no por eso hemos de trabajar menos por llegar a la perfección, como muchos de los antiguos lo practicaron, los cuales, dado caso que creían no haberse encontrado ningún hombre perfectamente sabio, no obstante dieron preceptos de sabiduría; porque la elocuencia consumada es ciertamente una cosa real, a que puede arribar el ingenio del hombre; y dado caso que no lo consiga, con todo, los que se esfuercen para llegar a lo sumo se remontarán mucho más que aquéllos, que, desesperanzados de llegar donde pretenden, no se levantan un palmo sobre la tierra.
III. Por donde con mayor razón se me disimulará, si no paso en silencio ni aun las cosas más menudas, pero necesarias a la obra que hemos emprendido. Atento que el primer libro contendrá lo que antecede al oficio del orador. En el segundo trataremos de los primeros elementos y cuestiones de lo sustancial de la retórica. Después emplearemos cinco libros en la Invención, a la que sigue la Disposición: cuatro en la Elocución, donde entra la Pronunciación y Memoria. A éstos se añadirá uno, en el que formaremos el orador; tratando, en cuanto lo permitan nuestras cortas fuerzas, qué tales han de ser sus costumbres, qué regla debe guardar en encargarse de las causas, en aprenderlas y defenderlas, qué género de elocuencia debe seguir, y qué fin sea el de la oratoria y cuáles sus estudios.
IV. A todo lo dicho se juntará, como lo pidiere la ocasión, la manera de perorar, que no solamente instruya a los aficionados en el conocimiento de aquellas cosas, a las que únicamente dieron algunos el nombre de arte, e interprete el derecho de la retórica (para explicarme en estos términos), sino que asimismo pueda fomentar la facundia y aumentar las fuerzas de la oratoria. Porque de ordinario los preceptos por sí solos, afectando demasiada sutileza, destruyen y despedazan cuanto hay de más noble en el discurso, se llevan todo el jugo del ingenio y lo dejan en los huesos: los cuales, así como debe haberlos y estar sujetos con los nervios, así deben estar cubiertos con la carne. Por tanto en estos doce libros no hemos formado un compendio, como han hecho los más, sino cuanto puede servir para instruir al orador, haciendo una breve demostración de todo; porque si hubiéramos de decir cuanto se ofrece en cada cosa, sería nunca acabar.
Pero una cosa se debe afirmar sobre todo, y es que de nada aprovecha el arte y los preceptos cuando no ayuda la naturaleza. Por donde el que no tiene ingenio entienda, que de tanto le aprovechará lo que hemos escrito cuanto a los campos naturalmente estériles el cultivo y la labranza. Hay también algunas cosas con que ayuda la naturaleza, como la voz, el pecho de aguante, robustez, firmeza de cuerpo y gracia: en todo lo cual si la naturaleza nos fue escasa, la razón lo puede aumentar; pero la falta de esto a veces viene a destruir las prendas del ingenio y del estudio; así como aun teniendo estas cosas, por sí nada aprovechan sin un sabio maestro, sin estudio emprendido con tesón y sin el ejercicio continuo de escribir, leer y declamar.
Capítulo I
editar
I. A la mayor parte de los niños no les falta ingenio, sino aplicación.-II. Qué tales deben ser las nodrizas, padres, ayos y compañeros que han de tener los niños.-III. Se debe comenzar por el estudio de la lengua griega.-IV. Los niños antes de los siete años son capaces de instrucción... Ésta no se debe anticipar mucho... Por qué desciende a estas menudencias.- V. Del leer y escribir.
I. Nacido el hijo, conciba el padre las mayores esperanzas de él, pues así pondrá mayor esmero desde el principio. Porque es falsa la queja de que son muy raros los que pueden aprender lo que se les enseña y que la mayor parte por su rudeza pierden tiempo y trabajo; pues hallaremos por el contrario en los más facilidad para discurrir y aprender de memoria, como que estas dos cosas le son al hombre naturales. A la manera que la naturaleza crió para volar a las aves, a los caballos para la carrera y para embravecerse a las fieras, no de otra suerte nos es peculiar a los hombres el ejercicio y perspicacia del entendimiento, por donde tenemos al origen del alma por celestial. El nacer algunos rudos e incapaces de enseñanza, tan contra lo natural es como lo son los cuerpos gigantescos y monstruosos, que son muy raros. Prueba es que en los niños asoman esperanzas de muchísimas cosas; las que si se apagan con la edad, es claro que faltó el cuidado, no el ingenio. Vengo bien en que uno aventaje en el ingenio a otro; pero esto será para hacer más o menos; mas no se encontrará ni uno solo en quien no se consiga algo a fuerza de estudio. El padre que reflexione esto muy bien, ya desde el principio aplicará el mayor cuidado para lograr las esperanzas del que se va proporcionando para la oratoria. II. Ante todo, no sea viciosa la conversación de las ayas, las que quiere Crisipo que sean sabias, si ser puede; pero a lo menos que se escojan las mejores. En ellas sin duda alguna debe cuidarse sobre todo de las buenas costumbres y de que hablen bien: pues ellas son las primeras a quienes oirán los niños, y cuyas palabras se esforzarán a expresar por la imitación. Porque naturalmente conservamos lo que aprendimos en los primeros años, como las vasijas nuevas el primer olor del licor que recibieron, y a la manera que no se puede desteñir el primer color de las lanas. Y cuanto estos resabios son peores, tanto más fuertemente se nos imprimen. Lo bueno fácil cosa es que se mude en vicio, pero el vicio ¿cuándo lo mudarás en virtud? No se acostumbre, pues, ni aun en la infancia a un lenguaje que haya que desenseñarle.
Los padres quisiera yo que tuvieran muchísima erudición, aunque no trato solamente de ellos. Sabemos que para la elocuencia de los Gracos contribuyó no poco su madre Cornelia, cuya doctísima conversación llegó a la posteridad por sus cartas. De la hija de Lelio se dice que imitaba en el lenguaje la elocuencia del padre; y del razonamiento que hizo a los triunviros la de Q. Hortensio leemos que aun en boca de un hombre le haría honor. Ni deben tener menor empeño en la educación de los hijos aquellos que no tuvieron la dicha de aprender, antes mayor por lo mismo en todo lo demás.
Lo mismo que de las ayas decimos de los niños, entre quienes se ha de criar el que está destinado a este fin. De los ayos con tanta más razón se debe cuidar que, o sean sabios, en lo que se debe poner el mayor empeño, o que no presuman que lo son: pues no hay cosa más perjudicial que aquellos que, no habiendo pasado de las primeras letras, están persuadidos que son sabios. Los tales llevan a mal el ceder a los que lo son, y con un cierto derecho de autoridad que hace hinchada a esta clase de hombres, por lo común imperiosos, y a veces crueles, enseñan a los alumnos sus necedades. Sus errores perjudican no menos a las costumbres. De Leonides, ayo de Alejandro, cuenta Diógenes Babilonio haberle enseñado ciertos vicios, que le fueron acompañando siendo adulto, y hasta el trono, desde la educación en su niñez.
Si a alguno le parece que pido mucho, atienda a que el formar un orador es ardua empresa; y que aun cuando nada se omita para esto, es mucho más y lo más dificultoso lo que queda por hacer. Porque se necesita de un estudio sin intermisión, de maestros los más excelentes y de muchas ciencias. Por donde se ha de enseñar lo mejor, lo cual si alguno rehusare el hacerlo, el defecto estará en el hombre, no en el talento.
Pero si no se lograsen las ayas, ayos, y compañías cuales yo quiero, a lo menos haya un maestro continuo, que sea de buena pronunciación, y corrija al punto lo que en presencia del discípulo pronunciaron viciosamente aquéllos, no permitiendo que haga vicio; pero con tal que se llegue a entender que el consejo que primero di es lo acertado y esto un remedio.
III. Me inclino más a que el niño comience por la lengua griega; pues la latina, que está más en uso, la aprendemos aunque no queramos: y también porque primeramente debe ser instruido en las letras y ciencias griegas, de donde tuvo origen nuestra lengua. Mas no quiero que en esto se proceda tan escrupulosamente, que hable y aprenda por mucho tiempo sola la lengua griega, como algunos lo practican; pues de aquí dimanan muchísimos defectos, ya en la pronunciación extraña, ya en el lenguaje, los cuales, pegándoseles por la larga costumbre del idioma griego, vienen también a endurecerse en un modo de hablar diverso de los demás. Y así a la lengua griega debe seguir la latina, para aprenderlas a un mismo tiempo. Así sucederá, que conservando con igual cuidado el estudio de ambas, ninguna dañará a la otra.
IV. Pensaron algunos que no debían aprender letras los niños antes de siete años, por no ser aquella edad capaz de instrucción ni apta para el trabajo, la cual opinión siguió Hesíodo, según dicen muchísimos anteriores al gramático Aristófanes, pues éste fue el primero que negó ser de este poeta el libro de los Preceptos, donde esto se encuentra. Pero otros, y entre ellos Eratóstenes, enseñaron lo mismo. Mejor fundados van los que quieren que ninguna edad esté ociosa, como Crisipo: pues aunque concede tres años para el cuidado de las ayas, pero para eso dice que éstas deben ir formando el entendimiento del niño con los mejores conocimientos. ¿Y por qué no ha de ser capaz de instrucción una edad que lo es para irse formando en las costumbres? Bien me hago cargo que en todo el tiempo de que hablamos apenas se podrá adelantar tanto, como más adelante en un solo año; pero con todo eso me parece que los que así sintieron, atendieron en esta parte más a los maestros que a los discípulos. Por otra parte ¿qué otra cosa mejor podrán hacer luego que sepan hablar? Porque es preciso que en algo se empleen. O ¿por qué hemos de despreciar hasta los siete años esto poquillo que se puede adelantar? Pues dado caso que sea poco, se va a lograr el que aprenda cosas de mayor entidad en aquel mismo año, en que tendría que aprender estas menudencias. Esto que se va dilatando todos los años, al fin de la cuenta va a decir mucho; y todo el tiempo que se ganó en la infancia, aprovecha para la juventud. Lo mismo debe entenderse de los años adelante, para que lo que se ha de aprender, no se aprenda tarde. No perdamos, pues, el tiempo al principio, y con tanta más razón, cuanto los primeros rudimentos dependen de la memoria, la que no solamente se encuentra en los niños, sino que la tienen muy firme.
Ni estoy tan ignorante de lo que son las edades, que juzgue que se debe apremiar y pedir un trabajo formal en los primeros años. De esto debemos guardarnos mucho, para que no aborrezca el estudio el que aún no puede tenerle afición, y le tenga después el odio que una vez le llegó a cobrar. Esto ha de ser como cosa de juego: ruéguesele al niño, alábesele, y a las veces alégrese de lo que sabe. Enséñese a veces a otro, aunque él lo repugne, para que tenga emulación; otras vaya a competencia con él, y hágasele creer las más veces que él lleva la victoria: estimúlesele también con aquellos premios que son propios de la edad.
Menudas son las cosas que enseñas (dirá alguno) habiendo prometido formar un orador; pero entienda que aun en las letras hay su infancia, y a la manera que la formación de los cuerpos que han de ser muy robustos comienza en la leche y la cuna, así el que ha de ser con el tiempo un orador elocuentísimo, hizo, para explicarme en estos términos, sus pucheritos, fue balbuciente e hizo garabatos en la formación de las letras. Y no, porque no baste el saber una cosa, diremos que no es necesaria. Y si ninguno reprende a un padre que tiene por preciso enseñar esto a su hijo, ¿por qué se condenará el hacer común lo que uno practicaría en su casa? Tanto más cuanta es la facilidad con que los niños aprenden las cosas pequeñas; y así como hay ciertos movimientos, a los que sólo puede hacerse el cuerpo tierno, así también sucede con los ánimos, que endurecidos se inhabilitan para la enseñanza. ¿Hubiera querido por ventura Filipo que su hijo Alejandro fuese instruido por Aristóteles, el filósofo más consumado de aquellos tiempos, o éste hubiera tomado este cargo, a no entender que convenía que los principios los enseñase también un maestro el más diestro? Hagámonos, pues, cuenta que se nos confía un Alejandro desde su infancia para que le enseñemos, empeño que merece tanto cuidado (aunque para cualquier padre la enseñanza de su hijo es de igual aprecio); en este caso ¿me avergonzaría yo de darle el más breve camino para instruirle aun en la cartilla?
V. Por lo menos a mí no me agrada lo que veo practicar con muchísimos, y es el aprender el nombre y orden de las letras antes de aprender su figura. Embaraza esto el conocimiento de ellas, pues siguiendo después el sonido que de ellas tienen, no aplican la atención a su forma. Ésta es la causa de que los maestros, cuando pensaban haberlas fijado en la memoria de los niños, siguiendo el orden que tienen en el alfabeto, vuelvan atrás, y ordenándolas de otra manera, les hagan conocer las letras por su figura, no por su orden natural. Por tanto, se les enseñará a conocer su figura y nombre como conocen las personas. Pero lo que daña en el conocimiento de las letras no dañará en el de las sílabas.
Para estimular a la infancia a aprender no desapruebo aquel método sabido de formar un juego con las figuras de las letras hechas de marfil, o algún otro medio a que se aficione más la edad, y por el cual hallen gusto en manejarlas, mirarlas y señalarlas por su nombre.
Pero cuando comience a escribir no será malo grabar las letras muy bien en una tabla, para que lleve la pluma por los trazos o surcos que hacen. De este modo ni errará como en la cera (porque por una y otra parte le contendrán las márgenes), ni podrá salirse de la forma que le ponen; y por otra parte, siguiendo con velocidad y continuación huellas fijas, afirmará los dedos, no necesitando de poner una mano sobre otra para afianzarla. El escribir bien y con velocidad es cosa digna de atención, aunque comúnmente olvidada de la gente de conveniencias: porque siendo el principal ejercicio en gente de letras el escribir, con lo cual sólo se consiguen los progresos verdaderos y sólidos, si la pluma anda lerda sirve de rémora a la imaginación, y si la letra es imperfecta y de mala formación no se entiende después, y de aquí resulta el trabajo de dictarlo cuando se haya de trasladar. Por lo cual siempre y en todas partes nos dará gusto el no habernos olvidado de esto, pero especialmente cuando escribamos una carta de cosas que no conviene que otro sepa o bien a algún amigo.
En las sílabas no cabe compendio, sino que todas se deben aprender, y no se debe dilatar el conocimiento de las más dificultosas, como hacen comúnmente, para que cuando las escriban, las puedan distinguir. Además de lo dicho, no se ha de fiar mucho de lo que aprendieron los niños la primera vez; antes será más útil repetirlo muchas veces, y no apresurarlos, para que al principio lean de corrido, sino sólo cuando junten ya las letras sin tropezar, sin detenerse, ni pensarlo mucho; y entonces, uniendo las sílabas, tomarán toda la palabra, y después comenzarán con ellas a formar oración; porque es increíble cuánta detención en el leer ocasiona este apresuramiento. De aquí nace el titubear, el pararse, y repetir los vocablos, cuando se atreven a más de lo que pueden, desconfiando aun de lo mismo que saben, si en algo llegaron a errar. Lean correctamente y sin interrupción; Ante todo pero por mucho tiempo con despacio, hasta que con el ejercicio adquieran leer con enmienda y velocidad. Porque el mirar adelante, y echar la vista a la palabra que sigue (regla que dan todos los maestros) no solamente lo enseña el método, sino la práctica, porque al tiempo de mirar lo que sigue, se ha de pronunciar lo primero, y se ha de dividir la atención del alma, cosa muy dificultosa, de modo que una cosa hagan los ojos y otra la voz.
En una cosa no nos ha de pesar el cuidado que pongamos, cuando el niño comience, como es de costumbre, a escribir los vocablos, y es que no pierda el trabajo en aquéllos que son vulgares, y que ocurren todos los días. Puede al punto ir aprendiendo, mientras se ocupa en otra cosa, la interpretación de las palabras más recónditas de la lengua, que llaman los griegos glossas, y conseguir en estos primeros elementos lo que después les ha de llevar algún tiempo. Y supuesto que me paro en menudencias, desearía que los versos que se les ponen por muestra de escribir, no contengan inútiles sentencias, sino algún buen aviso, porque la memoria de esto dura hasta la vejez. Y fijándose en un ánimo desocupado de otras ideas, aprovecha para formar las costumbres. Pueden también por este género de diversión aprender las sentencias de hombres ilustres, y lugares escogidos principalmente de los poetas, cosas que agradan a la edad pequeña. Porque, como diré en su lugar, la memoria es muy conducente al orador, y ésta se cultiva y afirma con el ejercicio. Y en las edades de que vamos hablando, en que el niño no puede inventar nada, es la única manera de ingenio que puede sacar algún provecho del cuidado del maestro.
No será inútil, para que logren una pronunciación clara y expedita, el hacerlos repetir palabras dificultosas buscadas para este intento, y versos compuestos de sílabas ásperas y que tropiecen entre sí (que los griegos llaman enredosos), obligándolos a que los pronuncien muy de priesa. Esto es cosa pequeña a primera vista; pero omitido, cobrarán malos resabios en la pronunciación, vicios que, a no enmendarlos en los primeros años, durarán siempre.
Capítulo II
editar
I. Refuta las objeciones que se ponen contra las escuelas públicas, y hace ver: 1.º Que éstas nada dañan a las costumbres... dando al mismo tiempo contra la perniciosa indulgencia de los padres. 2.º Que no dañan al aprovechamiento en las letras.-II. Alega varias razones de las ventajas de las escuelas públicas.
Vaya nuestro niño poco a poco creciendo, salga del regazo de la madre, y comience a aprender con seriedad. Lo que principalmente debemos tratar en este lugar, es: si es más útil tenerle dentro de casa, o enviarle a la escuela pública, y encomendar su enseñanza a los maestros; lo que hallo haber sido de la aprobación de los que reformaron las costumbres de las ciudades más grandes y de los autores más consumados.
I. Debo decir que hubo algunos que estuvieron contra la pública enseñanza, a los que les mueven dos razones. La primera, el atender más a las costumbres, evitando el que se junten los niños con aquella multitud de otros sus iguales, que son más propensos al vicio; ¡y ojalá que fuese vana la queja, de que éste fue muchas veces el origen de ruines procedimientos! La segunda es, que cualquiera que sea el maestro, éste ha de emplear más tiempo con uno solo que con muchos. La primera razón es más bien fundada; porque en el caso de aprovechar las escuelas para el adelantamiento y dañar a las costumbres, tendría por mejor el vivir bien que el salir muy consumado orador. Estas dos cosas, según mi juicio, andan unidas y son inseparables la una de la otra. Porque ni yo tengo por buen orador al que no sea hombre de buena vida, ni lo aprobaría aun cuando pudiese lograrse lo contrario. Tratemos, pues, primeramente sobre esto.
1.º Piensan que las costumbres se vician en las escuelas públicas, porque algunas veces sucede; pero lo mismo sucede en sus casas; y hay mil ejemplares, tanto de haberse perdido la fama, como de haberse conservado con la mayor pureza en una y otra enseñanza. Toda la diferencia está en la índole de cada uno, y en el cuidado. Dame un niño inclinado a lo peor y un padre omiso en inspirar y conservar la vergüenza en los primeros años, y aunque esté solo tendrá ocasión de ser malo. Porque no sólo puede suceder que el maestro privado sea vicioso, sino que no es menos arriesgado el trato con criados y esclavos malos que con gente de noble condición, pero de poco recato. Pero si es de buena índole, y el padre es vigilante y no se duerme en su obligación, se puede elegir para maestro el de mejores costumbres (en lo que la prudencia debe poner el mayor empeño) y la mejor escuela, y poner además de lo dicho por ayo del niño un hombre amigo y de gravedad, o un liberto fiel, cuya inseparable compañía haga mejores a los que temíamos se perdiesen.
Fácil cosa era el remedio de esto; pero ¡ojalá no corrompiéramos nosotros las costumbres de nuestros hijos! Desde el principio hacemos muelle la infancia con regalos. Aquella educación afeminada, que llamamos condescendencia, debilita el alma y el cuerpo. ¿Qué mal deseo no tendrá cuando grande, el que no sabe aún andar y se ve ya vestido de púrpura? Aún no comienza a hablar, y ya entiende lo que es gala y pide vestido de grana. Les enseñamos el buen gusto del paladar antes de enseñarlos a hablar. Crecen en sillas de manos, y si tocan en tierra, por ambos lados hay criados que los levanten en los brazos. Si prorrumpen en alguna desenvoltura mostramos contento de ello. Aprobamos con nuestra risa, y aun besándolos, varias expresiones que se les sueltan, que aun en medio de la licencia de Alejandría serían intolerables. No es extraño: nosotros se las enseñamos y a nosotros nos las oyeron. Resuenan en los convites cantares obscenos, y se ve lo que no se puede mentar. Hácese costumbre de esto, y después naturaleza. Aprenden esto los infelices antes de saber que es malo. Así es, que siendo ya disolutos y viciosos, no aprenden el vicio en las escuelas, sino que lo llevan de sus casas. 2.º Pero en el estudio, dicen los contrarios, hará más un maestro con un solo discípulo. Ante todo nada impide que este niño (sea quien sea) aprenda también en la escuela pública. Pero aun cuando ambas cosas no se pudiesen lograr, siempre antepondría la luz de una junta de niños buenos y honrados a la obscuridad de una enseñanza clandestina y doméstica. Porque el maestro, cuanto más excelente, gusta de muchos discípulos, y tiene su trabajo por digno de lucir en mayor teatro. Si el maestro es limitado, no lleva a mal emplear su trabajo con un solo discípulo, haciendo oficio de ayo, porque conoce su insuficiencia. Pero demos que alguno por favor, por amistad, o porque tiene posibles para ello, tome para maestro peculiar de su hijo al hombre más sabio del mundo; ¿por ventura ha de emplear con él todo el día? ¿o puede ser tanta la atención del discípulo, que no se canse, como sucede con la vista, de mirar a un solo objeto? Mucho más cuando el estudio requiere mayor retiro. Y no siempre que el discípulo aprende de memoria, escribe o compone, está presente el preceptor, antes suele impedir estas tareas la presencia de otro. Y no todas las tareas del discípulo necesitan de la explicación y guía del maestro, pues de este modo ¿cuándo lograrían el conocimiento de tantos autores? Y así hay ocasiones en que se les echa tarea para todo el día, en lo que se gasta poco tiempo; pues lo que se enseña a cada uno, aprovecha también a muchos. La mayor parte son de tal naturaleza, que todos las aprenden a una vez. Paso en silencio la distribución de la materia para las composiciones y las declamaciones de los que estudian retórica, en las que el fruto que todos sacan es igual, por muchos que sean los discípulos. Porque no sucede con la voz del maestro lo que en un convite, que cuantos más son los convidados tocan a menos; sino como el sol, que siendo uno solo, a todos alumbra y calienta igualmente. De la misma manera cuando un maestro de gramática haga una disertación sobre la manera de hablar, cuando trata una cuestión, expone un historiador, o explica algún poeta, aprenderán tantos cuantos oigan.
Pero a lo menos, dirán, el mucho número impedirá corregir las composiciones y la explicación del maestro. Haya enhorabuena en esto algún inconveniente (porque ¿dónde no lo habrá?) pero este daño se recompensa con otras ventajas que luego diremos: porque no quiero yo que se envíe al niño donde esté abandonado. Ni tampoco el maestro, si quiere cumplir con su obligación, se cargará de más discípulos que los que puede enseñar, y lo primero que se deberá cuidar es el tener amistad y trato con él, y que no tome la enseñanza por oficio, sino por afición. De este modo nunca habrá confusión. Ni dejará el maestro, si tiene alguna instrucción, de fomentar por honor suyo a quien ve que es estudioso y de talento. Pero así como se han de evitar las escuelas muy numerosas (a lo que no me inclino, si hay razón para que acudan tantos a ella), así tampoco prueba esto que deba huirse de la enseñanza pública, porque una cosa es huir de ellas y otra hacer elección de la mejor.
II. Ya que hemos refutado las opiniones contrarias, pongamos la nuestra. Lo primero de todo, el que ha de seguir la elocuencia, y ha de vivir en medio de grandes concurrencias, y a la vista de la república, acostúmbrese desde pequeñito a no asustarse de ver a los hombres, y a no ser encogido con una vida oculta y retirada. Ha de explayar y levantar el ánimo, el cual con el retiro, o se debilita y se amohece (para decirlo así), o se hincha y engríe por una falsa persuasión. Preciso es que se tenga por muy grande hombre el que no se compara con nadie. Además de esto, cuando se ha de manifestar lo que se sabe, se ofusca la vista con tanta luz, y todo se le hace nuevo; como que aprendió solo y retirado lo que ha de hacer entre muchos.
Dejo a un lado las amistades, que trabadas como con lazos de religión, duran hasta la vejez; porque el tener unos mismos estudios no es menos estrecho vínculo que profesar una misma religión.
Pues si se le aparta de la sociedad, que es natural no solamente a los hombres, sino a las mismas bestias mudas, ¿dónde ha de aprender aquel conocimiento que se llama común?
Juntemos a lo dicho, que en sus casas sólo aprenderán lo que se les enseñe a ellos; pero en las escuelas lo que a otros. Todos los días oirá aprobar unas cosas, y corregir otras. Aprovechará con ver reprender la pereza de unos, y alabar la aplicación de otros: con las alabanzas cobrará emulación; tendrá por cosa vergonzosa quedar atrás de los iguales, y por honra exceder a los mayores. Todo esto sirve de espuela a los ánimos, y aunque nunca es buena la ambición, ordinariamente es origen de cosas buenas. Hallo que mis maestros no en vano observaban una costumbre, cuando repartían los discípulos en varias clases; y era el mandar decir a cada uno por su orden, y según la graduación de sus talentos, declamando cada cual en puesto más honroso, según la ventaja que llevaba a los demás. Se daban sobre esto sus sentencias, y cada uno se empeñaba por lograr la palma; pero el ser la cabeza de una clase era la mayor honra. Ni este juicio está irrevocable, sino que en el último día del mes los vencidos tenían facultad de aspirar al mismo puesto. De este modo el superior no aflojaba en el cuidado con la victoria, y el sentimiento estimulaba al vencido a librarse de la afrenta. Y en cuanto yo puedo acordarme, digo que todo esto nos sirvió de mayor espuela para el estudio de la oratoria que las exhortaciones de los maestros, el cuidado de los ayos y deseos de los padres.
Pero así como la emulación causa progresos mayores en el estudio, así a los principiantes y tiernos les es más gustoso, por lo mismo que es más fácil, imitar a los condiscípulos que a los maestros. Pues los que están en los primeros rudimentos apenas tendrán valor para aspirar a una elocuencia, que ellos consideran muy superior a sus fuerzas; abrazando más fácilmente lo que está cerca de sí, como acaece a las vides, que enlazándose con las primeras ramas de los árboles, suben hasta la copa. Lo cual es tan cierto, que aun el mismo maestro, si es que prefiere la utilidad a la ambición, debe cuidar, cuando maneja talentos principiantes, de no agobiar con tareas la debilidad de los discípulos, sino tener consideración a sus fuerzas y acomodarse a su capacidad. Porque a la manera que los vasos de boca angosta no reciben nada del licor que se les envía de golpe, pero se llenan cuando se les echa poco a poco y gota a gota, así se ha de tener cuenta con lo que puede el talento de los niños. Porque si son cosas que exceden su capacidad, no aprenderán nada, como que no alcanzan a tanto. Será útil, pues, tener algunos discípulos a quienes los otros imiten al principio, y después los excedan. Así se irán poco a poco concibiendo esperanzas de cosas mayores.
Añado a lo dicho, que los maestros no pueden hablar con el mismo espíritu y eficacia, cuando oye uno solo, que cuando les anima la concurrencia de discípulos: pues la elocuencia por la mayor parte consiste en el fuego del ánimo. Éste es preciso se impresione, y conciba las imágenes de las cosas, y se transforme en cierto modo en la naturaleza de lo que tratamos. Finalmente, cuanto éste es más generoso y grande, mayores son, digamos así, los órganos que le mueven. Por donde crece con la alabanza, se aumenta con el esfuerzo, y gusta emplearse en cosas grandes; se desdeña en cierto modo de bajar el estilo del decir, que tanto le ha costado el formar, para acomodarse a un solo discípulo; y por otra parte, levantar el estilo familiar le causa rubor. Y ciertamente, imagínese cualquiera que está viendo a un maestro declamar o perorar delante de un solo discípulo; figúrese aquella disposición, la voz, el modo de andar, la pronunciación, y por último aquel ardor y movimiento de cuerpo y alma, y (para no recorrerlo todo) aquel sudar y afanarse cuando habla, ¿no diríamos que padecía algún ramo de locura? Si el hombre no tuviera sino otro hombre con quien comunicar, no habría elocuencia en el mundo.
Capítulo III
editarI. Señales para conocer el talento.-II. Cómo se ha de manejar el ingenio del discípulo.-III. De las diversiones.-IV. No se les debe azotar.
I. El maestro diestro encargado ya del niño, lo primero de todo tantee sus talentos e índole. La principal señal de talento en los niños es la memoria; la que tiene dos oficios que son: aprender con facilidad y retener fielmente lo que aprendió. La segunda señal es la habilidad en imitar, por ser señal de docilidad; pero de manera que esta imitación sea de lo que aprende, y no para remedar el aire y modo de andar de las personas, o algún otro defecto que llame la atención. Pues el que así pretende hacer reír, para mi modo de pensar, no indica buena índole. Sobre todo, el niño bueno será verdaderamente ingenioso: porque no tengo por tan malo el ser de poco talento, como el ser de índole perversa. El niño bueno estará muy distante de ser perezoso y dejado como otros: oirá sin repugnancia lo que se le enseñe; hará algunas preguntas; seguirá por donde se le lleve, pero no se adelantará. Aquella especie de ingenios, que a manera de frutas se anticipan, nunca llegan a sazón. Éstos hacen con facilidad cosas pequeñas, e impelidos de su mismo ímpetu, al punto manifiestan lo que pueden en ellas; pero finalmente no pueden sino lo que no tiene dificultad: hablan mucho, y sin cortarse; no hacen mucho, sino pronto; cuanto dicen, es cosa sin solidez y muy superficial; son muy semejantes a las semillas que quedaron encima de la tierra, que al punto nacen; y como la hierba que, echando la espiga, se agosta antes de granar. Causa gusto, es cierto, el ver estos adelantamientos en años tan cortos, pero paran después, y cesa la admiración. II. Cuando esto se note, véase cómo se han de manejar en lo sucesivo los talentos del discípulo. Hay algunos flojos, si no los aprietan: algunos enójanse de que los manden. A unos el miedo los contiene, a otros los hace encogidos. Hay talentos que si algo aprovechan, es a fuerza de machacar en algunas cosas; otros hay que dan el fruto de pronto. A mí denme un niño, a quien mueva la alabanza, la gloria le estimule, y que llore cuando es vencido. A éste la emulación le servirá de fomento, la reprensión le hará mella, el honor le servirá de espuela, y nunca temeremos que dé en la pereza.
III. Pero a todos se les debe conceder algún desahogo, no solamente porque no hay cosa ninguna que pueda sufrir un continuo trabajo (pues aun las mismas cosas insensibles o inanimadas aflojan alguna vez, para no perder su fuerza) sino porque el deseo de aprender depende de la voluntad, donde no cabe violencia. Y así vuelven después a la tarea con mayor empeño, después de tomar ánimo con la diversión, y aun con más gusto; lo que no sucede en lo que hacemos por necesidad. No llevo a mal el juego en los niños, porque esto es también señal de viveza; ni puedo esperar que estando siempre tristes y melancólicos, puedan levantar el espíritu para el estudio, cuando lo tiene caído en cosa tan natural a aquellos años. Haya sin embargo tasa en la diversión; de manera que ni el negarles este desahogo engendre en ellos fastidio en el estudio, ni siendo demasiado los habitúe al ocio. Hay también algunos juegos, que sirven para aguzar el ingenio de los niños, poniéndose unos a otros para emulación suya algunas dudas sobre cualquier materia. Descubren también ellos sencillamente en el juego sus inclinaciones, para que sepamos que no hay edad tan tierna que no aprenda al punto lo que es bueno y malo; y que entonces se le ha de ir formando, cuando no sabiendo fingir, muestra docilidad para aprender. Lo que llegó a endurecerse con algún torcimiento más fácil es romperlo que enderezarlo. Desde el principio se le ha de enseñar al niño a no obrar con pasión, con torcimiento o desenfreno, teniendo siempre presente aquello de Virgilio, Geórgicas, 2.272: Tanto vale en los niños la costumbre.
IV. El azotar a los discípulos, aunque está recibido por las costumbres, y Crisipo no lo desaprueba, de ninguna manera lo tengo por conveniente. Primeramente porque es cosa fea y de esclavos, y ciertamente injuriosa si fuera en otra edad, en lo que convienen todos. En segundo lugar, porque si hay alguno de tan ruin modo de pensar que no se corrija con la reprensión, éste también hará callo con los azotes, como los más infames esclavos. Últimamente, porque no se necesitará de este castigo, si hay quien les tome cuenta estrecha de sus tareas. Mas ahora parece que de tal suerte se corrigen las faltas de los niños cometidas por el descuido de sus ayos, que no se les obliga a hacer su deber, sino que se les castiga por no haberlo hecho. En conclusión, si a un niño pequeñito se le castiga con azotes, ¿qué harás con un joven, a quien ni se le puede aterrar de este modo, y tiene que aprender cosas mayores? Añadamos a esto, que el acto de azotar trae consigo muchas veces a causa del dolor y miedo cosas feas de decirse, que después causan rubor: la cual vergüenza quebranta y abate al alma, inspirándole hastío y tedio a la misma luz. Además de lo dicho si se cuida poco de escoger ayos y maestros de buenas costumbres, no se puede decir sin vergüenza, para qué infamias abusan del derecho y facultad de castigar en esta forma los hombres mal inclinados: y cuán ocasionado es a veces a otros este miedo de los miserables discípulos. No me detendré mucho en esto: demasiado es lo que se deja entender. Por lo que baste el haber dicho que a ninguno se le debe permitir demasiado contra una edad débil y expuesta a la injuria.
Ahora comenzaré a tratar de las artes en que se le debe instruir al que se le va formando de este modo para la oratoria, y por dónde se debe comenzar en cada edad.
Capítulo IV
editarDe la gramática
I. Alabanzas de la gramática.-II. Tres propiedades del lenguaje: corrección, claridad y elegancia.-III. Para el lenguaje se atiende a la razón, a la autoridad, a la antigüedad y a la costumbre.-IV. De la ortografía.
El niño que aprendió ya a leer y escribir, lo primero que debe aprender es la gramática, bien entendamos la griega o la latina, aunque yo gustaría que primero se estudiase la griega. El mismo método hay para la una que para la otra. Reduciéndose, pues, este estudio a dos cosas tan solas, que son: saber hablar y explicar los poetas, más es lo que encierra en el fondo, que lo que manifiesta. Porque el escribir va incluido en el hablar, y la explicación de los poetas supone ya el leer correctamente, en lo cual se incluye la crítica. De ella usaron los gramáticos antiguos con tanto rigor, que no solamente censuraban los versos y libros de títulos supuestos, tomándose la licencia de quitarles el nombre del autor que, a su parecer, falsamente llevaban, sino que a otros autores los redujeron a ciertas clases, quitando a otros de este número. Ni basta el haber leído los poetas. Se han de revolver todos los escritores, no solamente por las historias que contienen, sino también por las palabras que reciben autoridad de aquellos que las usaron. Ni puede ser uno perfecto gramático sin la música, pues ha de tratar del metro y ritmo. Ni podrá entender los poetas sin algún conocimiento de la esfera celeste, los cuales para la explicación de los tiempos (dejando a un lado otras materias) hacen tanto uso del nacimiento y ocaso de los astros. No debe tampoco ignorar la filosofía, ya para entender muchísimos pasajes de los poetas, tomados de lo más recóndito de las cuestiones naturales, ya para interpretar a Empédocles entre los griegos, a Varrón y Lucrecio entre los latinos, que dejaron escrita en verso la filosofía. Se necesita también de más que mediana elocuencia para hablar con propiedad y afluencia en cada una de las cosas que llevamos dichas. Por donde no se puede sufrir a los que neciamente dicen ser esta arte de poco momento y cosa excusada. En la que si no echare firmes cimientos el que ha de ser orador, cuanto sobre ello edifique irá en falso. Ésta es aquella arte necesaria a los niños, gustosa a los ancianos, dulce compañera en la soledad, y ella sola entre todos los estudios tiene más de trabajo que de lucimiento.
II. Ahora bien, siendo tres las propiedades del lenguaje, corrección, claridad y elegancia (porque el hablar a propósito, que es la principal, los más la ponen en el ornato), examinaremos con las reglas de hablar bien, qué es lo más esencial de la gramática, otros tantos vicios opuestos a las virtudes dichas.
III. Hay reglas para hablar y para escribir. En las palabras atendemos a la razón, antigüedad, autoridad y uso. La razón nace principalmente de la analogía, y a veces de la etimología. La antigüedad concilia majestad y (por decirlo así) cierta veneración a las voces. La autoridad tómase de los oradores e historiadores; porque los poetas se excusan con el metro; sino tal cual vez, en que pudiendo por razón del metro usar de dos expresiones, usan más ésta que aquélla, como: Imo de stirpe recisum. Eneida, 12, 208. Aëriae, quo congessere palumbes. Églogas 3, 69. Silice in nuda. Églogas 1, 15, y otros semejantes modos de hablar, en los que el juicio de los oradores más consumados sirve de regla, y a veces se tiene por bueno el error, por seguir a los hombres de grande autoridad. La costumbre es la maestra más segura de hablar, y hemos de usar de las voces como de la moneda, que sólo es corriente la que tiene el cuño del día.
Las palabras antiguas no solamente tienen grandes patronos, sino que concilian cierta majestad y gusto a la oración; porque por una parte tienen la autoridad de antiguas, y por otra, habiéndose dejado su uso por algún tiempo parecen como nuevas. Pero se necesita de moderación, de modo que ni sea frecuente su uso, ni manifiesto; porque no hay cosa más odiosa que la afectación, ni las voces sean tomadas de tiempo inmemorial y desconocido, como topper, antigerio, exantlare, prosapia, y los versos de los Salios, entendidos apenas de sus sacerdotes. Pero a éstos los mantiene en uso la religión y debemos mirarlos como sagrados. ¡Cuán viciosa será la oración, cuya principal virtud es la claridad, si necesita de intérprete! Conque así como entre las palabras nuevas las mejores serán las más antiguas, así entre las antiguas las más nuevas.
Lo mismo decimos de la autoridad. Porque si puede haber alguna razón para creer que no falta a ninguna regla el que usa de estas voces, que se hallan en autores muy autorizados, pero importa mucho saber qué dijeron y qué persuadieron. Porque ninguno podrá sufrir aquellas voces de tuburcinabundum y lurcabundum, aunque las usa Catón; ni el decir hos lodices, aunque lo usa Polión; ni la voz gladiola, aunque la usó Mesala; ni la de parricidatum, que aun en Celio apenas es tolerable; ni Calvo me persuadirá a decir collos; palabras que no usarían al presente sus autores.
Resta que hablemos de la costumbre, porque sería ridiculez anteponer el lenguaje que se usó antes al que ahora usamos. ¿Pues qué otra cosa es el lenguaje antiguo que la antigua costumbre de hablar? Aunque para esto se necesita de discernimiento, y examinar qué es lo que entendemos por costumbre. Porque, si toma el nombre de lo que siguen los mas, sacaremos una regla muy peligrosa, no digo para la oración, sino, lo que es más, para vivir. ¿Pues de dónde nace este tan grande bien, de que nos agrade lo que los mas tienen por bueno? Porque, así como el arrancarse el vello, el enrizar el cabello, y el beber con exceso en los baños, no hará costumbre, por más que se introduzca en un país, porque todo es vituperable, y con todo eso nos bañamos, nos esquilamos y banqueteamos por costumbre; así en el hablar no se ha de tener por uso una cosa porque la sigan muchos. Porque, dejando a un lado el lenguaje que usa el vulgo ignorante, vemos que aun los teatros y el circo resuenan con un lenguaje bárbaro. Según lo dicho, llamaré costumbre y uso del lenguaje al consentimiento de los sabios, a la manera que llamamos costumbre de vivir al consentimiento de los buenos.
IV. Ya que queda dicho cuál es la regla de hablar, digamos qué reglas hay para escribir. Lo que en griego se llama ortografía llamemos nosotros ciencia de escribir bien. Yo juzgo que se debe escribir cada palabra como suena, si no lo repugna la costumbre. Porque el oficio de las letras parece ser éste, conservar las voces, y restituir, digamos así, al que lee lo que se les encomendó; y así deben declarar lo que nosotros hemos de decir.
Éstas son las reglas comunes de hablar y escribir bien. Las otras dos, que son el hablar con palabras propias y elegantes, no se las quito a los gramáticos, sino que las guardo para mejor ocasión, cuando hablemos de los oficios del orador.
Me ocurre ahora que tendrá alguno por menudencias cuanto hemos dicho, y por embarazo de cosas mayores. Digo que no pretendo yo que se gaste el tiempo en cosas demasiado mecánicas, y en necias disputas con las que se arruine y gaste el talento. Pero en la gramática nada daña sino lo superfluo. ¿Es por ventura menor Cicerón en la oratoria por haber sido muy exacto en esta arte, y muy riguroso en la enseñanza de su hijo, como consta de sus cartas? ¿O disminuye un punto el mérito de César el haber escrito de analogía? ¿O fue menos puro Mesala por haber hecho libros enteros, no digo de cada una de las palabras, sino de las letras? Que no embarazan estas artes a los que pasan por ellas, sino a los que no pasan de ahí.
Capítulo V
editarQué libros deben leer primeramente los niños, y de qué manera
Réstanos hablar del modo de leer; en lo cual no se le puede enseñar al niño menos que con la práctica, dónde ha de suspender el aliento, dónde distinguir el verso, dónde hacer sentido, y dónde comienza éste; cuándo debe levantar la voz, cuándo bajarla; qué tono debe dar a cada cosa; dónde debe leer con pausa, dónde con ligereza; qué pasajes se han de leer con vehemencia, y cuáles con dulzura. Una cosa encargaré en esto, y es, que entienda lo que lee, para lograr todo esto. Sea ante todo el modo de leer varonil, acompañado de suavidad y gravedad, y lo que es verso no se lea en el mismo tono que la prosa; pues aun los mismos poetas dicen que cantan. No se ha de entender por esto un canto material, ni adelgazando la voz, como muchos, afeminadamente. De este modo de leer dicen habló César, siendo aún niño, cuando dijo: Si cantas, cantas mal; si lees, cantas. Ni quiero que las prosopopeyas se pronuncien, como quieren algunos, con aire cómico; pero háganse sus inflexiones, para distinguirlas de lo que el poeta dice por sí.
En todo lo demás es necesario advertir muy mucho que los entendimientos tiernos, y que han de llevar adelante los conocimientos que se les imprimieron al principio, cuando estaban vacíos de toda idea, no sólo aprendan lo que les instruye, sino mucho más lo bueno. Por donde está bien entablado que se comience a leer por Homero y Virgilio; bien que para entender sus bellezas era menester mayor discernimiento; pero para esto tiempo les queda, puesto que no los han de leer una sola vez. Entretanto vayan levantando el espíritu con la grandeza del verso heroico, y ensanchando el alma con la de las materias y bebiendo ideas nobles.
Las tragedias son útiles. Los líricos también fomentan el espíritu, si se hace elección, no solamente de los autores, sino también de sus partes. Los griegos escribieron con desenvoltura, y Horacio tiene lugares que no quisiera explicarlos a los niños. Las elegías amatorias y los endecasílabos, que tienen algunos incisos de versos sotadeos (porque estos versos ni mentarlos), destiérrense, si es posible; o a lo menos resérvense para cuando los niños sean mayores. En su lugar diremos qué uso pueden hacer de la comedia, que contribuye mucho para la elocuencia por emplearse toda ella en personas y afectos; porque ésta será la principal lección, cuando no se siga daño a las costumbres. Hablo de Menandro, aunque no excluyo a otros; pues los latinos podrán también ser útiles. Pero los niños deben leer sobre todo lo que les fomente el ingenio y aumente las ideas; para lo demás que sirve a la erudición, les queda mucho tiempo.
Los poetas latinos son útiles (aunque en los más de ellos más brilla el ingenio que el arte) por la abundancia de palabras, en cuyas tragedias puede encontrarse mucha gravedad, en las comedias mucha elegancia y cierto aticismo. La economía en éstos es más exacta que en la mayor parte de los modernos, los que pusieron la única perfección de sus obras en los pensamientos. De éstos hemos de aprender la pureza y el carácter (por decirlo así) varonil, ya que en el modo de decir hemos caído en todo género de delicadeza y vicio. Finalmente, creamos a los oradores consumados, los que se valen de los poetas antiguos, o para lograr el fin de las causas, o para adorno de la oratoria. Porque veo que sobre todos Cicerón, y con alguna frecuencia Asinio y los demás cercanos a nuestros tiempos, citan versos enteros de Ennio, Acio, Pacuvio, Lucilio, Terencio, Cecilio y otros, no sólo con muchísima gracia y erudición, sino también causando deleite; recreándose con el deleite poético los oídos cansados con el ruido del foro. Los cuales acarrean no poca utilidad cuando se prueba el asunto con sentencias suyas, como con ciertos testimonios. Aunque aquello primero toca más a los niños y lo segundo a los adultos; como quiera que deban tener afición a la gramática y a la lectura, no sólo mientras están en las escuelas, sino por toda la vida.
En la explicación de los poetas, el maestro de gramática deberá cuidar que el discípulo, desenlazando el verso, le dé cuenta de las partes de la oración y de las propiedades de los pies: cosa muy importante en el verso, de que deben carecer las composiciones en prosa. Dele a conocer las palabras bárbaras, las impropias, y las palabras compuestas contra las leyes del lenguaje; todo esto no para vituperar a los poetas (con los cuales se disimula tanto por razón del metro, que aun los mismos vicios que cometen en el verso se bautizan con el nombre de metaplasmo y figuras; dando el nombre de gala a lo que ellos hicieron por necesidad), sino para advertirles las licencias poéticas y ejercitarles la memoria.
No dañará enseñarlos en los primeros rudimentos las diversas significaciones de las voces, y el maestro de esta clase no cuidará menos de aquellas que son menos usadas. Pero pongamos todo su esmero en enseñar todos los tropos que sirven de especial adorno, no sólo en el verso, sino también en un discurso; las dos maneras de figuras, de palabra y de sentencia, cuyo tratado y el de los tropos reservo para cuando hable del adorno.
Hágales conocer sobre todo de cuánto sirve la economía de un discurso; la correspondencia de unas cosas con otras; lo que conviene a cada persona; qué se ha de alabar en los pensamientos, y qué en las palabras; dónde cae bien la afluencia, y dónde la concisión.
Se ha de juntar a todo esto la explicación de las historias, que debe hacerse con esmero, pero no tanto que se ocupe en explicar bagatelas. Basta el exponer las que están recibidas, o a lo menos están referidas por célebres autores. Porque el referir lo que dicen los autores más despreciables, o es demasiada pobreza o una gloria vana, lo cual detiene y agobia los ingenios que se pueden emplear en otra cosa mejor. El que se pone a examinar los escritos que ni aun merecen leerse, no tendrá reparo en dar oídos a cuentos de viejas. De todos estos embarazos están llenos los comentarios de los gramáticos, apenas entendidos de sus mismos autores. Sabida cosa es lo que sucedió a Dídimo, que escribió más que nadie; lo cual, como no diese crédito a una historia como fabulosa, se la mostraron en un libro suyo. Esto acaece principalmente en las fábulas, en que se cuentan ridiculeces y aun cosas vergonzosas. De donde nace, que cualquier hombre ruin se toma la licencia de fingir a su antojo en materia de libros y autores cuanto le ocurre; y con tanta más seguridad, cuanto no se pueden encontrar los que jamás existieron. Porque en cosas conocidas es más fácil descubrir la mentira. Por donde una de las calidades del buen gramático es el ignorar algunas cosas.
Capítulo VI
editarDe los primeros ejercicios de escribir, en que deberá emplearse el gramático
Ya hemos concluido las dos partes de la gramática, que se reducen a enseñar a hablar y a la explicación de los autores: la primera llaman metódica, la segunda histórica. Con todo eso, añadamos ciertos principios del estilo para instrucción de las edades que aún no son capaces de la retórica. Aprendan, pues, primero a explicar en un lenguaje puro y sencillo las fabulitas de Esopo, que suceden a los cuentos de las amas de leche: en segundo lugar a escribirlas con la misma sencillez de estilo; primeramente desatando el verso, y después traduciéndolo con otras palabras. Después aprendan a traducirlo con libertad parafrástica, por la que se permite ya reducir, ya amplificar lo que traducimos, conservando el sentido del poeta. El cual ejercicio, que aun para maestros consumados tiene dificultad, al que lo llegue a hacer con tino, le ayudará para vencer mayores dificultades. Compongan también los gramáticos sentencias, chrías y etologías, dando las razones de lo que dicen; de donde toman el nombre estas composiciones. Estas composiciones se fundan en una razón común; pero la forma es diversa: porque la sentencia es un dicho universal, la etología consiste en el carácter de las personas. Hay varias especies de chría. La una es semejante a la sentencia, y consiste en algún dicho simple; verbigracia: Dijo, o solía decir, etc. Otra en la respuesta; verbigracia: Habiéndole preguntado, respondió, etc. La tercera es algo semejante a ésta, y consiste, dicen algunos, no en dicho, sino en algún hecho; verbigracia: Habiendo visto Crates un niño ignorante, dio un bofetón a su ayo. Y, por último, otra algo parecida a la dicha, a la que no dan el mismo nombre, sino que la llaman criodes, por ejemplo: Milón llevaba a cuestas un toro, habiéndose acostumbrado a llevarle desde cuando era becerrillo. Todas éstas pueden variarse por los mismos casos, ya sean de algún dicho o hecho. Las narraciones celebradas de los poetas, creo que deben tratarse para instruirse, no para adquirir la elocuencia. Los retóricos latinos, dejando todo lo demás, que pide más trabajo e ingenio, lo hicieron necesario e indispensable a los gramáticos; pero los griegos conocen mejor la dificultad y naturaleza de su deber.
Capítulo VII
editarEl niño, antes de dar principio a la retórica, debe ser instruido en otras artes, si éstas son necesarias para uno que ha de ejercitar la elocuencia
A esto se reduce lo que me propuse tratar sobre la gramática con la mayor brevedad, tocando lo más necesario, no cuanto había que decir, porque esto era obra larga: ahora trataré, estrechándome, de aquellas artes que deben aprender los niños antes de comenzar la retórica, para ir siguiendo aquella carrera de estudios que llaman enciclopedia. Porque en esta primera edad se ha de dar principio al estudio de otras ciencias; las cuales, siendo también artes, y no pudiendo haber elocuencia perfecta sin ellas (aunque por sí solas no bastan para construir a un orador), preguntan algunos, si son absolutamente necesarias para el fin que decimos. Porque ¿de qué aprovecha, dicen los tales, el saber levantar un triángulo equilátero sobre una línea dada, para defender un pleito, o para declarar los sentimientos de nuestra alma? ¿O por qué defenderá mejor a un reo, o dará un consejo más acertado quien sabe distinguir, ya por el tono, ya en el nombre y tiempos el sonido de las cuerdas? Y aun quizá podrán citar a no pocos hábiles oradores, que ni el nombre siquiera de geometría oyeron jamás, ni tienen de músicos otra cosa que el que les deleita, como a todos sucede.
A los cuales primeramente respondo, como Cicerón escribe, hablando con Bruto; y se lo repite varias veces, y es, que el orador, que vamos formando, ni lo hay, ni lo ha habido jamás: sino que nos hemos propuesto dar un modelo de orador perfecto, que por ninguna parte tenga tacha. Porque también los que forman a un hombre sabio, de modo que sea en todo consumado, y (como dicen) un Dios en la tierra, no solamente pretenden instruirle en todo lo celestial y humano, sino que le van también guiando por ciertas menudencias (si las miramos en sí mismas), hasta enseñarles ciertos modos de argüir con falacia la más disimulada: no porque estos argumentos falaces, y que llaman de crocodilo, puedan constituir al hombre sabio, sino porque éste debe saber hasta las cosas más menudas. A este modo la música y geometría, cierto es que no constituyen al hombre orador (el cual también debe ser sabio), como tampoco otras cosas que añadiremos, pero les ayudarán para ser consumado. A no ser que nos olvidemos que los remedios y medicinas que curan las dolencias y llagas, se componen de simples a veces contrarios entre sí, resultando una composición que en nada es semejante a cada una de las cosas que entran en ella, sino que de todas juntas toma sus propiedades. Aun las abejas forman de diversas flores y jugos aquel sabor de la miel, que no alcanzan todos los entendimientos humanos. ¿Y nos maravillaremos nosotros de que la oración, obra la más grande de la naturaleza, necesite del conocimiento de muchas artes, que, aunque no se descubren en ella, ni manifiestan su fuerza, influyen secretamente y no deja de traslucirse su influencia? Hubo alguno que sin nada de esto, habló bien; lo confieso: mas yo lo que pretendo es formar un orador. Asimismo vengo bien en que todo esto no es de la mayor utilidad, pero ciertamente que no podremos llamar perfecto a quien falta algo, aunque sea poco, y lo muy bueno de nada debe carecer. Aunque lo que pedimos es cosa ardua, con todo, pediremos mucho, para que a lo menos abarque el orador lo más que pueda. Y ¿por qué hemos de desmayar? La naturaleza a ninguno le impide que sea orador consumado, y es mala vergüenza perder el ánimo en una cosa que se puede conseguir.
Capítulo VIII
editarSobre la música y sus alabanzas
En esta parte seguramente debía bastarme el dictamen de los antiguos. Porque ¿quién no sabe que en los primeros tiempos la música (para hablar primeramente de ella) se mereció, no sólo tanto aprecio, sino tanta veneración, que los músicos, poetas y sabios se tenían por una misma cosa? Entre los cuales (para no hablar de otro) fueron Orfeo y Lino. Ambos a dos fueron tenidos por hijos de los dioses; y del uno se dice que llevaba tras sí las fieras, los peñascos y las selvas, porque con su música admirable ablandaba los ánimos de la gente ruda y campesina. Timágenes dice también que entre todos los estudios el más antiguo fue el de la música. Confírmanlo los poetas de mayor nombre, en los cuales vemos, que en los convites de los reyes, las alabanzas de los dioses y de los héroes se cantaban al son de la cítara. ¿No vemos en Virgilio cómo Yopas canta el Curso de la luna, y los eclipses del sol, etc.? Eneida, 4.746. Con lo cual claramente da a entender este autor insigne, que la música y el conocimiento de las cosas divinas andaban pareados. Lo cual si se concede, será también necesaria para un orador; siendo cierto, como dije, que esta parte que abandonaron los oradores y se apropiaron los filósofos, fue peculiar nuestra; y sin esta ciencia la oratoria no puede ser consumada.
Por lo que mira a los filósofos, no cabe duda que la cultivaron, habiendo Pitágoras y sus discípulos publicado una opinión, sin duda de tiempo inmemorial; es a saber, que el mundo había sido fabricado al son de la música, el que después imitó la lira. Y no contentos con aquella concordia de cosas desemejantes, que llaman armonía, vinieron a poner consonancia aun en los movimientos del cielo. El Timeo de Platón (sin contar otras partes de sus obras) no se puede entender sin perfecto conocimiento de esta ciencia. Pero ¿qué digo los filósofos, cuyo corifeo Sócrates en su ancianidad no se avergonzaba de aprender a tañer la lira? Hasta los mayores capitanes, dice la historia que tañeron la cítara y la flauta; y que los ejércitos de los lacedemonios cobraban coraje para pelear, oyendo instrumentos músicos. ¿Qué otra cosa hacen en nuestras legiones las cornetas y trompetas, cuyo concierto, cuanto mayor es, tanto mayor es la gloria romana en las guerras? Y no por otra causa Platón tiene por indispensable la música en el hombre civil, que llaman político. Y los principales de esta escuela, que algunos tienen por muy rigurosa, otros por muy dura, fueron de opinión que algunos sabios debían emplearse en este estudio. Licurgo, autor de la severa legislación de los lacedemonios, aprobó el estudio de la música. Y cierto que parece que la naturaleza nos la concedió como por regalo, para lenitivo de los trabajos, pues hasta los remeros cobran aliento con el canto: y no sólo sucede esto en aquellas fatigas, en que muchos se animan al trabajo con el dulce canto de alguno que los guía, sino en el trabajo de cada uno, entreteniéndole con canciones, aunque sean groseras. Hasta aquí parece que solamente he ensalzado la música, pero aún no la he aplicado a la oratoria. Pasemos también en silencio cómo en otro tiempo la gramática y la música anduvieron unidas: siendo cierto que Arquitas y Aristogeno la tuvieron por parte de la gramática; y que unos mismos maestros enseñasen estas dos artes, no sólo lo prueba Sofrón, autor de pantomimos, apreciado de Platón, que dicen tenía por almohada sus libros al tiempo de morir, sino también Éupolis, donde vemos que Prodamo enseñaba la música y las letras. Y Maricas, que es el mismo que Hipérbolo, confiesa no saber de la música, sino las letras. Aristófanes también prueba en varios lugares que antiguamente los niños recibían esta instrucción. Y en el Hipobolimeo de Menandro vemos, que dando un viejo la cuenta a un padre de lo que había gastado con su hijo, pone una gran suma por los maestros de música y geometría. Esto prueba la costumbre antigua de pasar la lira entre los convidados, después de la mesa; la cual, diciendo Temístocles, como cuenta Cicerón, que no sabía tocar, le tuvieron por hombre sin letras. Aun entre los antiguos romanos se estilaban en los banquetes instrumentos de cuerdas y flautas. Los versos de los Salios tienen también su canto. Todo lo cual habiendo sido instituido por el rey Numa, es prueba clara que aun aquellos primeros hombres ignorantes y belicosos no se descuidaron de la música, que aquella edad permitía. Finalmente, se hizo proverbio entre los griegos, que los ignorantes eran enemigos de las Musas y de las Gracias.
Pero veamos qué utilidad puede traer la música al orador. Dos especies de números tiene la música; en las voces y en el movimiento del cuerpo: pues en uno y otro se busca cierta proporción. El músico Aristogeno divide la modulación de la voz en número y melodía métrica. Lo cual ¿quién no dirá que es necesario para la oratoria? Pues lo uno mira al ademán, lo otro a la colocación de las palabras, y lo tercero a la inflexión de la voz: la cual tiene mucho uso en la pronunciación. A no ser que imaginemos que sólo para la poesía y el canto se requiere esta disposición y consonancia de voces, y que es ociosa en el que perora; o que este arreglo y sonido de la voz no se necesita en la oración, lo mismo que en la música. Porque con diversas modulaciones canta con voz levantada las cosas grandes; con dulzura, si son de gusto; si indican moderación, con suavidad; y toda la habilidad del músico está en expresar el afecto de lo que canta. En la oratoria va a decir mucho también para el movimiento de los afectos del auditorio el alzar o bajar la voz, y el que tenga su inflexión: y así empleamos distinto tono para mover a los jueces a indignación, del que usamos para implorar su clemencia: pues vemos que aun con los instrumentos, con los que no se puede expresar el lenguaje, el ánimo se reviste de varios movimientos. El arreglo y decente compostura de los movimientos del cuerpo, que se llama aptitud, es también necesaria, pues en ella estriba gran parte de la pronunciación; y esto sólo con la música se puede aprender. Pero de la pronunciación hacemos tratado aparte. Pues si el orador debe cuidar de la voz, ¿qué cosa hay tan propia de la música? Pero para no anticiparnos a tratar de esta parte de la retórica, contentémonos por ahora con el ejemplo de Graco, orador el más consumado de su siglo, a quien estando perorando asistía por detrás un músico, para apuntarle los tonos de la voz con una flautilla, que llaman tonarión, o norma para arreglar los tonos. Este cuidado tuvo él en medio de las causas muy dificultosas que defendió, cuando, o ponía terror a los principales de Roma, o él los temía.
Quiero bajar el estilo, para hacer ver a los que menos saben, la utilidad de la música. No me podrán negar que la lección de los poetas es indispensable al orador. Y éstos ¿por ventura carecen de la música? Pues si hay alguno de talento tan limitado que lo ponga en duda, no lo podrá negar por lo que mira a los líricos. Esto sería preciso inculcarlo muchas veces, si lo que yo digo fuera cosa nueva. Pero siendo esta opinión admitida desde Quirón y Aquiles hasta nuestros días por todos cuantos han mirado las ciencias sin aversión, no debo ponerla en disputa con el demasiado empeño en defenderla.
Aunque por los ejemplos puestos se puede bastantemente conocer qué género de música nos agrada y en que términos, debemos decir que no encomendamos aquí aquella música teatral y afeminada, que ha arruinado en nosotros en gran parte el poco vigor varonil que nos quedaba, con sus modulaciones torpes y delicadas, sino aquélla con que se celebraban las alabanzas de hombres esforzados por otros hombres iguales a ellos; ni tampoco aquellos instrumentos delicados, que mueven a cosas torpes, de los que aun las doncellas deben abominar, sino el conocimiento del modo que hay para mover o calmar las pasiones. Sabemos que Pitágoras contuvo la desenvoltura de unos jóvenes, que iban a violentar a una familia honesta, sólo con mandar a una cantora arreglarse la música al pesado tono de los espondeos: y aun Crisipo señala tono determinado para cuando las amas arrullan a los niños. Entre otros asuntos, que se dan para las declamaciones, suele fingirse una causa de un flautista, a quien se le hace reo de muerte porque a uno al tiempo de sacrificar le echó el tono frigio, con el cual se enfureció tanto, que se arrojó por un derrumbadero. Si semejantes asuntos son propios de la elocuencia, y por otra parte no pueden desempeñarse sin la música, ¿cómo no confesarán aun los más contrarios ser muy necesaria?
Capítulo IX
editarDe la geometría
Todos confiesan que la Geometría no deja de ser útil para la edad tierna; pues conceden que con ella se ejercita el ánimo, se aguza el ingenio y se adquiere prontitud para discurrir; pero que aprovecha no como las demás artes, después de aprendidas, sino mientras se aprende. Esta opinión es propia de ignorantes. No sin motivo los hombres más grandes se dieron a este estudio: porque constando la Geometría de números y figuras, el conocimiento de aquéllos no sólo es necesario al orador, sino a cualquiera que aprendió las primeras letras. Su uso es muy frecuente en las causas, en las que se tiene por ignorante al orador, no digo cuando anda titubeando en las sumas, sino si yerra el cómputo con el movimiento incierto y menos apto de los dedos. El uso de las líneas y figuras tiene también algún uso, puesto caso que también hay pleitos sobre medidas y límites. Pero tiene unión y parentesco con la oratoria por otra cierta razón.
Primeramente el orden, de que no puede prescindir la Geometría, ¿no es también preciso en la elocuencia? La Geometría asimismo de las premisas va deduciendo sus consecuencias, y sienta los principios conocidos para probar lo que no sabemos; ¿pues no hacemos esto mismo cuando peroramos? ¿Qué más? Aquella conclusión última de diferentes cuestiones propuestas ¿no consta casi toda ella de silogismos? Motivo por el cual dicen algunos, que esta arte es más parecida a la dialéctica que a la retórica. Pues el orador no deja de probar su asunto algunas veces, aunque raras, en la misma forma que los dialécticos: pues si el caso lo pide, usa de silogismos, y sin duda alguna se vale de entimemas, que son unos silogismos oratorios. En conclusión, entre todas las pruebas las más convincentes son las que llamamos demostraciones geométricas. ¿Y qué otra cosa más precisa en el discurso que las pruebas?
Tiene más la Geometría, que por medio de la demostración descubre la falsedad de una verdad aparente: y puntualmente lo mismo sucede en los números con las que llaman falacias del cálculo, en las que me solía yo divertir cuando niño. Pero hay otras cosas de mayor entidad. ¿Quién no se tragará la verdad de este teorema? Si las extremidades de los lugares tienen una misma medida, ¿ha de ser también igual el espacio que abarcan sus líneas? Pues es falso: porque va a decir mucho la figura, que tiene el ámbito de un lugar, por donde los geómetras reprenden a los historiadores que creen bastar el curso de la navegación para calcular la grandeza de una isla. Cuanto más perfecta es la figura tanto mayor es su capacidad. Por donde si la línea exterior es redonda, que es la figura más perfecta de las planas, abarcará más que siendo cuadrada, aunque de igual extremidad. Asimismo el cuadrado abarca más que el triángulo, y el triángulo equilátero más que el escaleno. Habrá por ventura otros ejemplos más dificultosos de resolver; pero yo pondré uno muy proporcionado aun a los principiantes. No hay quien no sepa que la yugada consta de doscientos cuarenta pies de largo y la mitad de ancho. Cuánto es lo que boja y el campo que ocupa fácil es de saber. Pero si damos a cada lado ciento y ochenta pies, quedando una área cuadrada, con la misma extremidad ocupará mayor espacio. Si alguno no quiere molestarse en hacer la operación, lo entenderá más breve en números menores. Diez pies por cada lado, hacen cuarenta en cuadro, y dentro ciento; pero si damos quince a dos de los lados, y cinco a los otros dos, siendo uno mismo el ámbito, el espacio será una cuarta parte menos. Pero si los lados distan diez y nueve pies uno de otro, no tendrán dentro más pies cuadrados que los que tienen de longitud; más la línea exterior tendrá el mismo ámbito que cuando tenía dentro cien pies cuadrados. Y así cuanto se vaya quitando a la figura cuadrada, otro tanto pierde la capacidad. De aquí resulta que un lugar con circuito mayor abarque menor espacio. Esto en las figuras planas. Porque en montes y valles, aun el más ciego ve que el terreno es mayor que la parte de cielo que le cabe.
No me paro a decir que la geometría se remonta hasta dar razón del mundo; pues, enseñándonos con los números la regularidad y uniformidad del curso de los astros, nos hace ver que nada hay que sea casual y sin providencia, lo que a las veces puede ser conducente en la oratoria. Por ventura cuando Pericles quitó a los atenienses el miedo que les causó un eclipse de sol, haciéndoles ver la causa; cuando Sulpicio Galo habló en presencia del ejército de L. Paulo de otro eclipse de la luna, para que no se atemorizasen los soldados, teniéndolo por milagro, ¿no hicieron oficio de oradores? Lo que si hubiera entendido Nicias en la Sicilia, seguramente no hubiera sacrificado la flor del ejército de los atenienses, despavoridos con este prodigio; así como no se asustó Dión en semejante lance, cuando vino a destruir al tirano Dionisio. Sirvan enhorabuena estos ejemplos para la milicia; y pasemos en silencio, que sólo la pericia de Arquímedes prolongó el asedio de Zaragoza de Sicilia. Lo que más hace a nuestro propósito es que con aquellas demostraciones de la geometría se resuelven no pocas cuestiones, que de otro modo eran indisolubles, verbigracia: del modo de hacer la división; de la división infinita; de la prontitud en aumentar. De forma que habiendo el orador de hablar de todas materias, no puede pasar sin la geometría.
Capítulo X
editarI. La pronunciación se debe aprender de los cómicos.-II. El arreglo del ademán de los ejercicios de la palestra.
I. También de los cómicos debe hacerse algún aprecio, a lo menos para que el orador aprenda la buena pronunciación; pues no pretendo que el niño, que instruimos para este fin, quiebre la voz afeminadamente, ni tiemble como viejo. Ni remede en ella al que está embriagado, ni la chocarrería de los esclavos, ni el afecto que piden las expresiones de amor, de un avaro, o del miedo; pues de esto no necesita el orador; y por otra parte, daña el ánimo tierno de los niños, que aún carecen de instrucción. El remedar de continuo, para en naturaleza. Ni debemos tomar de los cómicos todo su ademán y pronunciación: pues aunque en uno y otro debe en cierta manera imitarlos, con todo, ha de estar muy lejos de su modo de pronunciar, para no descompasarse en el movimiento del semblante, de las manos, ni en los paseos. Porque la principal parte en la oratoria, es el que se disimule el arte.
¿Pues qué debe hacer en esto el maestro? Lo primero corregir los vicios de la pronunciación, si los hay, que las palabras se pronuncien con todas sus letras: pues unas no las pronunciamos bastantemente, otras demasiado. Unas no las pronunciamos con el sonido tan lleno como se debe, confundiéndolas con otras que se les parecen, pero que no son tan llenas. Pues la L nuestra corresponde a la letra que aun Demóstenes no podía pronunciar; y entre nosotros tiene la misma fuerza: y los que no pueden pronunciar con toda su fuerza la C y la T, pronunciarán con debilidad la G y la D. Ni ha de sufrir el maestro la afectada pronunciación de la S; ni que se pronuncie con la garganta; ni achicando la boca; ni que den sonido más llano a la voz, contra lo que pide el habla natural, ahuecándola, lo que llaman los griegos catapeplasménon. Así llamamos al sonido de la flauta, cuando por estar cerrados los agujeros, que hacen la voz más clara, va el aire por la boca de ella engruesado.
Cuidará también de que el discípulo no se coma las últimas sílabas, para que el hablar sea uniforme; y que cuando haya de levantar la voz, trabaje el pulmón, pero sin menear la cabeza; que acompañe el ademán a la voz, y el semblante al ademán. Obsérvese también que el que perora tenga recta la cabeza; que no tuerza los labios; no abra la boca mostrando los dientes; el rostro no mire al cielo; ni tenga tampoco los ojos clavados en tierra; y que no mueva a uno y otro lado la cabeza. En la frente se falta más. He visto a no pocos levantar las cejas, cuando esforzaban la voz; a otros que las encogían; a otros que, levantando hasta lo último de la frente la una, con la otra casi cubrían el ojo. Y, como luego diremos, es muchísimo lo que va a decir todo esto: pues lo que no está bien, tampoco puede agradar.
De los cómicos debemos también aprender el ademán para las narraciones, la autoridad en el persuadir; con qué ademán se expresa la ira, y qué inflexión de voz requiere la compasión. En lo que logrará el acierto, si escogiere algunos lugares de las comedias más aptos para esto, y que tengan más proporción con el ademán. Los cuales no sólo serán muy útiles para la pronunciación, sino aun para la elocuencia. Esto se enseñará al discípulo, mientras se hace capaz de mayores cosas. Cuando fuese necesario que lea oraciones retóricas, y fuese ya capaz de entender sus virtudes, entonces cuídeme de él un sabio maestro; y no sólo le irá dirigiendo en el tono de leer, sino que le hará tomar de memoria y pronunciar de pie y claramente algunos lugares escogidos de ellas, enseñándole cómo ha de arreglar la acción, para que desde luego ejercite con la pronunciación la voz y la memoria.
II. Ni reprendo tampoco a los que hacen algún estudio de la palestra. No hablo de los que emplean toda la vida en la lucha y en el vino, sepultando la razón mientras ejercitan el cuerpo; con los cuales no quiero que tenga el menor trato el niño que voy formando. Bajo el nombre de palestra entiendo también a los que enseñan a reformar el ademán; verbigracia: cuándo han de estar los brazos derechos, cómo se han de mover las manos con arte y no con cierto aire rústico, cómo ha de tener el cuerpo la decente postura, moviendo los pies con destreza, y que el movimiento de cabeza y ojos no desdiga del de todo el cuerpo. Pues ninguno habrá que diga ser esto ajeno de la pronunciación, y ésta de la retórica. Por donde no es cosa ajena de propósito el aprender lo que debemos hacer en esta parte; y más cuando esta ley del ademán tuvo su origen en el tiempo de los héroes, y entre los griegos más insignes mereció la mayor aprobación; uno de los cuales fue Sócrates y Platón, quien la cuenta entre las virtudes civiles; y aun Crisipo en los preceptos sobre la educación de los hijos hace de ella mención. Y los lacedemonios, sabemos que uno de los ejercicios que tenían por útiles a la guerra era la danza. Y que ésta no se tuviese entre los antiguos romanos por cosa indecorosa, lo prueba aquel baile de los sacerdotes, que hasta hoy dura, como ceremonia y rito de religión; y aquello que dice Cicerón en el libro 3.º del Orador, que éste debe mover varonilmente el cuerpo, no como el cómico, sino como el que juega las armas y se ejercita en la lucha. El cual precepto hasta el día de hoy se observa sin que ninguno se atreva a tacharlo. En esto se ejercitará el niño (si vale mi dicho) únicamente los primeros años, y no por más tiempo: porque no pretendo que el ademán del orador sea como los movimientos de un danzarín, sino que de este ejercicio en la niñez nos quede un cierto hábito natural, y decente compostura de cuerpo, que una vez aprendida, dure en adelante, aun sin querer.
Capítulo XI
editarEn la primera edad pueden apreciarse muchas cosas a un tiempo
I. Porque no es incompatible con la naturaleza del ingenio humano.-II. Porque esta variedad suaviza el trabajo del estudio.-III. Porque entonces hay mucho más tiempo.-Por pereza dejan los oradores de aprender muchas cosas.
Suele preguntarse, si (en suposición de que es preciso aprender todo esto) es posible el enseñarlo y aprenderlo todo a un mismo tiempo. Algunos lo niegan, alegando que es confundir a los niños y cansarlos con la diversidad de estudios, para los cuales ni hay fuerzas en el cuerpo ni en el ánimo, ni el tiempo da de sí para tanto: y aun dado que lo pueda sufrir esta edad robusta, no conviene cargarla tanto.
1.º No advierten los tales, cuánto alcanza la capacidad del hombre; cuyo ingenio es tan ágil, tan veloz, y para decirlo así, tan para todo, que no puede detenerse en una cosa sola, aplicando su fuerza a muchas cosas, no digo en un mismo día, pero aun en un mismo momento. Y si no, el que toca la cítara ¿no atiende a un mismo tiempo a la memoria, al sonido de la voz, a sus diversas inflexiones? Con la mano derecha hiere las cuerdas, con la izquierda las templa, las mantiene en su punto y las afina. Ni aun los pies los tiene ociosos, llevando con ellos el compás; y todo esto a un mismo tiempo. ¿Qué más? Nosotros mismos, cuando la necesidad lo pide ¿no contestamos a un asunto y atendemos a otro distinto? Y vemos que para esto se requiere discurrir, escoger ciertas expresiones, componer el semblante, la pronunciación, el ademán y movimientos del cuerpo. Si todo esto lo hacemos con una sola aplicación del entendimiento, ¿por qué no podremos repartir en diversas horas muchos estudios? Mucho más, cuando la misma variedad divierte y rehace el ánimo, siendo más dificultoso el aplicarse a una sola cosa. De aquí nace que el trabajo de escribir se alivia con la lección; y al contrario cuando nos cansamos de leer, tomamos por descanso el escribir. Aun cuando nos hayamos aplicado a muchas cosas, tenemos en cierto modo enteras las fuerzas para lo que vamos a aprender. ¿A quién no molestará estar todo un día oyendo a un maestro sobre una misma cosa? La variedad le servirá de recreo, como acaece en las viandas que, siendo diversas, alimentan pero sin fastidio.
Díganme si no los tales, ¿qué otra manera y método hay para aprender? ¿Hemos de atender primeramente a la gramática, y después enseñar la geometría? Pues omitamos por algún tiempo el estudio de lo que hemos aprendido, y empleémonos en la música, y se nos olvidará lo primero. ¿Y no será bueno, mientras se estudia la lengua latina, tomar algún conocimiento de la griega? Y (para concluir) ¿no nos hemos de ocupar en otro estudio que en el que últimamente hemos emprendido? ¿Por qué no decirnos a un labrador, que no cultive a un tiempo los sembrados, y las viñas, y los olivares, y los frutales? ¿que no cuide juntamente de los pastos, del rebaño, de huertas y colmenas? ¿Y por qué razón nosotros mismos empleamos el día, parte en el pleito, parte con los amigos, parte en los negocios de casa, parte en cuidar del cuerpo, y parte en el recreo? Cada una de las cuales cosas bastaría para cansarnos, si a ella sola nos aplicásemos y no a otra. Tanto más fácil cosa es hacer muchas cosas a un tiempo, que una sola por mucho tiempo.
2.º Ni hay tampoco que temer que esto se haga intolerable a los niños, pues no hay edad que menos se canse: como que parecerá extraña ciertamente, pero lo acredita la experiencia. El ingenio entonces tiene más docilidad, cuando no se ha endurecido. Prueba de esto es que sin que se les apriete a los niños, en dos años, luego que comienzan a pronunciar bien, hablan de todo; pero los esclavos recién comprados ¿cuántos años gastan, y cuánta repugnancia no les cuesta aprender el latín? Si tomas a tu cargo el enseñar a un adulto, entonces conocerás que aquél sabe bien el arte a que se dedicó, que la aprendió desde niño. Los niños son también más sufridores del trabajo que los jóvenes. Es la causa sin duda, porque así como a los niños ni les hacen mella tantas caídas como dan, ni el andar a gatas, ni el afanarse tanto en el juego en tan breve tiempo, ni el no cesar de correr en todo el día, porque no tienen peso en las carnes; así sucede, según creo, con sus ánimos, que no se cansan tanto como los de los adultos, porque no toman el estudio con empeño y afán, sino solamente reciben la instrucción que les damos. A esto se junta la mayor facilidad de aprender que tienen en aquella edad; siguen a los que los enseñan con cierta simplicidad, y no miran a lo que ya han hecho, porque no pueden discernir lo que es trabajo. Finalmente, como tengo experimentado, menos sensación les hace el trabajar con los sentidos que con el discurso.
3.º Júntase a lo dicho, que en adelante no tendrán más tiempo que en la edad presente; como que todo su aprovechamiento depende del oído; y cuando se dediquen a escribir y componer algo por sí mismos, o no podrán, o no querrán aprender de nuevo estos estudios. Pues no pudiendo, ni aun debiendo emplear un niño todo el día en la gramática (que esto le engendraría fastidio) ¿en qué otra cosa ha de emplear estos ratos perdidos? Y no pretendo tampoco que se tome esto con demasiado ahínco; ni que se emplee con tanta intensión a la música, como si hubiera de ser maestro de capilla; ni que aprenda todas las menudencias de la geometría. No quiero hacerle un cómico en el ademán, ni un bailarín en el movimiento del cuerpo; bien que, aun cuando pidiese tanto, había tiempo para todo, porque son muchos los años que tienen para aprender, y yo no exijo esto de ingenios rudos. Por último, Platón ¿por qué fue eminente en todo lo que hemos puesto por indispensable para el que ha de ser orador? Porque no contento con lo que podía aprender en Atenas, y de los pitagóricos, a los que fue a buscar a Italia, hizo viaje al Egipto, y de sus sacerdotes aprendió los arcanos de su filosofía.
Pretéxtase para la imposibilidad de lograr todo esto la desidia natural al hombre; pues ni hay amor al trabajo, ni se mira la elocuencia como estudio el más honesto y noble de todos en sí mismo, sino como medio para la torpe ganancia, haciendo de él un uso vil. Haya enhorabuena algunos que ejerzan en el foro, movidos del interés, el oficio de orador, sin conocimiento del arte, con tal que se me conceda que cualquier comercio vil y aun un pregonero puede sacar más ganancia con su oficio. Yo no escribo esto para aquellos que atienden a la ganancia que pueden prometerse de lo que estudian. El que llegare a concebir una idea de la elocuencia tan divina, como es en sí, y se representare delante de la vista esta reina entre todas las artes, como la llama un poeta trágico nada vulgar, y midiere el fruto que acarrea no por este interés y salario que damos a los abogados, sino por el gusto y deleite que el alma recibe con la contemplación de lo que sabe (utilidad que siempre dura, como que no depende de la fortuna), este tal se persuadirá fácilmente cuánto mayor deleite ha de sacar de emplear en la geometría o música el tiempo que otros gastan en espectáculos, en el campo, en jugar a los dados, en conversaciones inútiles (por no decir durmiendo, y en comilonas largas) que el que sacan estos tales de semejantes diversiones necias. Porque la misma naturaleza nos favoreció en inspirarnos mayor amor a lo que es más honroso. Pero pongamos fin a esta materia, en la que me ha hecho alargarme el gusto que tengo en tratarla; pues ya hemos hablado bastante de lo que deberá aprender el niño, antes que sea capaz de mayores cosas. El siguiente libro dará principio como de nuevo, y pasaremos a los oficios del orador.