Instintivo
Confiada en una promesa, llevaba tres años de trabajar en secreto para preparar su equipo de novia, cuando recibió una carta en que él se declaraba libre del compromiso. Habían sido sueños de niño, esas primeras ilusiones que todos se forman. La realidad surgía, apremiante: en la casa de comercio de Bilbao donde estaba colocado le asociarían, si se casaba con la hija del dueño; era todo su porvenir aquella boda, y tiraría por la ventana el porvenir si la rehusase. Que Elvira se hiciese cargo, y le perdonase, y creyese firmemente en el cariño que había de profesarle siempre. La misiva era franca, de un tono cordial, con ribetes de humilde. La prosa hablaba por boca del antiguo novio. Lo que decía era cierto; no había respuesta ni objeción posible. Elvira, sin embargo, encontraba algo que oponer. Toda su juventud, que había sacrificado: iba a cumplir veintinueve y no había conocido otro amor, ni otra esperanza... Coser aquel equipo modesto representaba cientos de noches de velar hasta el amanecer, con los ojos hinchados, la vista desvanecida. A cada puntada, se figuraba lo que la iba a suceder cuando estrenase la prenda, cuando Miguel se la alabase, cuando por ella se encandilase el amor... Y ahora, ¡una carta..., un pedazo de papel..., y todo acabado...!
Sus nervios respondieron al golpe: cayó sobre el sofá, retorciéndose, conteniéndose para no gritar. Un diluvio de lágrimas desenlazó la crisis. Lo demás lo hizo el hábito de la paciencia, contraído en ausencia tan larga. Una idea cruzó por su imaginación. ¿Sería una prueba a que Miguel la sometía? Acaso, porque él, se había mostrado a veces celoso, dudoso, como sucede cuando se está lejos... Recogió del suelo la carta, la releyó... Era el tono de la verdad, de la amarga verdad.
No cabía duda.
Elvira no era romántica. Nunca se había dicho a sí misma, pensado en Miguel: «O su amor o la muerte.» Se muere de las tifoideas, de la tuberculosis, de las pulmonías; de amor mal pagado, no se muere. Estas eran las convicciones de Elvira. Al menos, cuando estuviese en su estado normal, sin pena aguda, sentada en su cierre de cristales, haciendo un dobladillo o pegando una puntilla. Pero en aquel cruel momento de su vivir, con sinceridad, con sencillez, la muerte la pareció como la única solución que restaba. Empezar otra vez a forjarse un porvenir; arrancarse del alma no sólo aquel cariño, sino todo lo que era su consecuencia y su corolario, el hogar, la maternidad, que había cifrado en un solo hombre, y que no veía manera de cifrar en otro diferente, porque ni aun concebía la idea de que ese otro pudiese existir, ni ella darse cuenta de que existía... Creía, además, que para todo fuese ya tarde. No era el amor cosa que se repitiese; venía sólo una vez. Elvira era de la madera de aquellas cristianas de los tiempos primitivos, que escribían en su losa sepulcral «Univira»: De uno solo... Y no había sido de ninguno, y la fatalidad quería que no llegase a serlo. ¿Qué objeto podía ya tener su existir?
Su madre había vuelto a casarse a los dos años de morir el padre de Elvira. Y era feliz en las segundas nupcias; el marido, empleado de corto sueldo, la quería mucho y administraba bien la pequeña fortunita. Pero ni Elvira, ni su hermano Ramón, cesaban de abominar de tal boda. Ramón, por no vivir con su padrastro, a quien detestaba sin razón suficiente, se había ido a la América del Sur. Elvira, cuando pensaba en Miguel, se decía, ante todo, que al casarse también ella dejaría de ver la odiada figura del padrastro. Su instinto de justicia le dictaba que no debía aborrecerle, pero hay antipatías que no se razonan, que están, por decirlo así, en la masa de la sangre, en el secreto fondo de nuestra sensibilidad, y Elvira no podía ni oír la voz del que para dentro llamaba «aquel hombre», sin experimentar una contracción repulsiva. «Ahora -pensaba- toda mi vida a su lado, y estoy condenada a verle, a tratarle íntimamente, hasta que sea muy vieja, muy vieja... -y añadía sin violencia, con convicción-: Eso no puede ser. Hay que evitar eso, a toda costa, de cualquier manera.»
La tarde caía, cuando meditaba en estas cosas. Pudo alegar una jaqueca, y no bajó a cenar. No concebía tragar bocado, y por una sensación frecuente en los grandes dolores, en que los nervios actúan sobre el estómago, le parecía también increíble que ni entonces, ni nunca, pasase por su tragadero alimento alguno. Hasta despreciaba la tal idea. ¡Comer! ¡Para qué! Pensaba en lo que hubiera sido su casa, su mesita limpia y frugal, cuando con Miguel estuviese unida y se sentase el uno frente al otro, saboreando alegremente el pan, el cocido. Ahora...
Febril, daba vueltas en la cama. Se repetía a sí misma que «había que hacer algo, algo». Lo que fuese ese algo, ni aun lo presumía. Como la cuerda de un reloj loco, su cerebro se desataba y disparaba en pensamientos sin ilación. Tan pronto se le ocurría que arrojarse por la ventana no debía de doler mucho, pues había oído decir que en ese género de muerte no se llega ya al suelo con vida, como resolvía tomar el tren, irse a Bilbao, ver a Miguel; no definía con qué objeto. Verle. Era como el sorbo de agua que pide por amor de Dios, en el campo de batalla, el herido agonizante.
Hay un suplicio en estas crisis psicológicas: ver amanecer, sin que en toda la noche se haya conciliado el sueño. El día -con sus llamamientos a la vida real, con la gente que se pone en contacto con la gente-, sucediendo a una vigilia de calentura, parece algo horrible, insoportable. Maldijo Elvira, en vez de bendecirla, la luz, que empezaba a filtrarse por las rendijas de las ventanas. Se enderezó en el lecho, saburrosa la boca, secas las fauces, dolorida la cabeza, molidos los huesos, como después de una fatiga física muy larga y muy quebrantadora. Cuando por fin saltó de la cama, sintió náuseas. Prosaico fenómeno, bien diferente de las poéticas señales de sentimiento que se describen, en novelas y dramas, en casos como el de la abandonada, cuyo suceso se narra aquí. Náuseas, la sensación del mareo de mar, aunque Elvira no hubiese pisado nunca una playa, sujeta a la vida estrecha de Madrid por lo exiguo de sus medios... Y se apretó la frente con las manos, y devolvió la bilis, que como onda amarga invadía todo su cuerpo, derramándose por las venas y haciendo amarillear su tez... Se miró al espejo maquinalmente.
Fea, estaba muy fea... Era natural que Miguel la hubiese plantado. ¡Bah!
Y de nuevo tuvo otra explosión de lágrimas. Mordía la almohada, para no gritar. En las casas pequeñas, la queja no puede ser ruidosa. Al otro lado del pasillo dormían sus padres... ¡Sus padres! No. Su madre. Y aun ésa, amodorrada en una dicha insípida, no era capaz de compartir los sufrimientos de su hija. Lo mismo que había dejado marchar al hijo, la dejaría morir a ella, tranquilamente...
¡Sola! Elvira estaba sola, para siempre, en este mundo que unas veces parece tan lleno y otras es como llanura infinita, donde no pasa un ser humano, y todo es arena, arena y tierra secatona, retostada por el sol. Se pasó un poco de agua por la cara, se puso el abrigo largo y el velillo, y a paso furtivo salió de casa y bajó las escaleras. No sabía adónde iba. Huía de sí propia, de su menaje, de su familia, de todo lo pasado, hasta del equipo, el bonito equipo orlado de espumas de encajes de imitación, pero finos y vaporosos, y tan lindamente marcado con cifras y escuditos, sobre el sitio que corresponde al corazón.
Al poner el pie en la acera, sólo sabía Elvira que no quería volver a su casa jamás. ¿Por qué? No había explicación alguna. En su casa no la trataban mal, al contrario; más bien con cariño. Lo que se hace reflexivamente es mucho menos de lo que se hace por mera impulsión, bajo el influjo de circunstancias y sentires. En tales momentos, cada cual es la suprema razón de sí propio, y nadie puede preguntarle el móvil de sus actos. Aun entre las acciones excusables o lícitas, hay muchas que no se justifican, que no tienen un fin determinado. Por otra parte, nadie le preguntó nada a Elvira. En su abandono, al menos era libre.
Sentía como un gran vacío en todo su ser. Acaso fuese hambre. El olor de los buñuelos que freían en la buñolería de enfrente la estomagó. Notó, de nuevo, las arcadas. La buñolera, gorda y sucia, le daba los buenos días.
-Adiós, señorita Elvira, que aproveche el paseíto, tan trempano... El día está hermoso...
Huyó, sin contestar. Las calles estaban solitarias aún, pero empezaban a poblarse; los primeros coches de punto rodaban rápidos, animados, todavía sin la cansera de la jornada laboriosa. Sacudían alfombras por los balcones las criadas madrugueras. Los cafés se abrían. Elvira apretó el paso sin saber lo que la apremiaba. Un mozo guapín, acaso un estudiante, se cruzó con ella, la miró y la dirigió una sonrisa luminosa, juvenil. El piropo brotó como espontáneo:
-¡Qué guapa es usted, y qué triste está!
Las lágrimas acudieron a los ojos, ante este consuelo inesperado. ¡Guapa! ¡Había quien la encontraba guapa, después de haberla abandonado Miguel!
-¿Me permite usted que la acompañe?
Ante el silencio de Elvira, el mozo emparejó con ella. Le hablaba de cerca, al oído, brindando desayunos, ofreciendo cariños, susurrando galanterías. Ella callaba, callaba siempre, sorprendida de que no la fuese desagradable oír hablar de amor. La cara de aquel hombre, ni la había mirado; su voz era cálida, fresca, y su acento, andaluz. Elvira, al fin, alzó la cabeza, e hizo un gesto de negación, un solo gesto..., pero tan expresivo y trágico, que el madrugador Tenorio se desvió, viendo allí un dolor grande, algo terrible, sin duda, una historia seria, distinta de aquel dulce y ligero devaneo que iniciaba. Hasta le había parecido ver lucir en aquellos ojos un fulgor de insensatez. Y se detuvo y la dejó avanzar.
Ella siguió, subiendo hacia Alcalá. La batahola de los tranvías la aturdió un instante. La inspiración fue rápida, casual. Con la lucidez que se desarrolla en los momentos supremos, calculó el movimiento perfectamente. No se arrojó hasta que ya no pudo el conductor frenar poco ni mucho. El pesado vehículo pasó por encima del pecho, magulló contra el corazón las costillas. Instantáneo todo.