Insolación de Emilia Pardo Bazán
Capítulo XIV

Capítulo XIV

-Vaya, Pardo... Es usted terrible. ¿Me quiere usted igualar la moral de los hombres con la de las mujeres?

-Paquita..., dejémonos de clichés. -(Pardo usaba muy a menudo esta palabrilla para condenar las frases o ideas vulgares.)- Tanto jabón llevan ustedes en las suelas del calzado como nosotros. Es una hipocresía detestable eso de acusarlas e infamarlas a ustedes con tal rigor por lo que en nosotros nada significa.

-¿Y la conciencia, señor mío? ¿Y Dios?

La dama argüía con cierta afectada solemnidad y severidad, bajo la cual velaba una satisfacción inmensa. Iban pareciéndole muy bonitos y sensatos los detestables sofismas del comandante, que así pervierte la pasión el entendimiento.

-¡La conciencia! ¡Dios! -exclamó él remedando el tono enfático de la señora-. Otro registro. Bueno: toquémoslo también. ¿Se trata de pecadores creyentes? ¿Católicos, apostólicos, romanos?

-Por supuesto. ¿Ha de ser todo el mundo hereje como usted?

-Pues si tratamos de creyentes, la cuestión de conciencia es independiente de la de sexo. Aunque me llama usted hereje, todavía no he olvidado la doctrina; puedo decirle a usted de corrido los diez mandamientos... y se me figura que rezan igual con ustedes que con nosotros. Y también sé que el confesor las absuelve y perdona a ustedes igualito que a nosotros. Lo que pide a la penitente el ministro de Dios, es arrepentimiento, propósito de enmienda. El mundo, más severo que Dios, pide la perfección absoluta, y si no... O todo o nada.

-No, no; mire usted que también el confesor nos aprieta más las clavijas. Para ustedes la manga se ensancha un poquito... -repuso Asís, saboreando el deleite de aducir malas razones para saborear el gusto de verlas refutadas.

-Hija, si eso hacen, es por prudencia, para que no desertemos del confesionario si nos da por frecuentarlo... En el fondo ningún confesor le dirá a usted que hay un pecado más para las hembras. Es decir que la cosa queda reducida a las consecuencias positivas y exteriores..., al criterio social. En salvando este, en no sabiéndose nada, el asunto no tiene más trascendencia en ustedes que en nosotros... Y en nosotros... ¡ayúdeme usted a sentir! (Al argüir así, el comandante castañeteaba los dedos.) Ahora, si usted me ataca por otro lado...

-Yo... -balbució la señora, sin pizca de ganas de atacar.

-Si me sale usted con el respeto y la estimación propia..., con lo que cada cual se debe a sí mismo...

-Eso..., lo que cada cual se debe a sí mismo -articuló Asís hecha una amapola.

-Convendré en que eso siempre realza a una mujer; pero, en gran parte, depende del criterio social. La mujer se cree infamada después de una de esas caídas ante su propia conciencia, porque le han hecho concebir desde niña que lo más malo, lo más infamante, lo irreparable, es eso; que es como el infierno, donde no sale el que entra. A nosotros nos enseñan lo contrario; que es vergonzoso para el hombre no tener aventuras, y que hasta queda humillado si las rehúye... De modo, que lo mismo que a nosotros nos pone muy huecos, a ustedes las envilece. Preocupaciones hereditarias emocionales, como diría Spencer. Y vaya unos terminachos que le suelto a usted.

-No, si yo con su trato ya me voy haciendo una sabia. Todos los días me aporrea usted los oídos con cada palabrota...

-¿Y si yo le dijese a usted -prosiguió Pardo echándose a disertar-, que eso que llamé accesorio en las aventurillas, me parece a mí que en el cariño verdadero, cuando están unidas así, así, como si las pegasen con argamasa, las voluntades, llega a ser más accesorio aún? Es el complemento de otra cosa mucho más grande, que dura siempre, y que comprende eso y todo lo demás... Lo estoy embrollando, paisana. Usted se ríe de mí: a callar.

Asís oía, oía con toda su alma, pareciéndole que nunca había tenido su paisano momentos tan felices como aquella noche, ni hablado tan discreta y profundamente. Los dichos del comandante, que al pronto lastimaban sus convicciones adquiridas, entraban, sin embargo, como bien disparadas saetas hasta el fondo de su entendimiento y encendían en él una especie de hoguera incendiaria, a cuya destructora luz veía tambalearse infinitas cosas de las que había creído más sólidas y firmes hasta entonces. Era como si le arrancasen del espíritu una muela dañada: dolor y susto al sentir el frío del instrumento y el tirón; pero después, un alivio, una sensación tan grata viéndose libre de aquel cuerpo muerto... Anestesia de la conciencia con cloroformo de malas doctrinas, podría llamarse aquella operación quirúrgico-moral.

-Es un extravagante este hombre -pensaba la operada-. Decir me está diciendo cosas estupendas... Pero se me figura que le sobra la razón por encima de los pelos. Habla por su boca la justicia. ¿Va una a creerse criminal por unos instantes de error? Siempre estoy a tiempo de pararme y no reincidir... ¡Claro que si por sistema...! Ni él tampoco dice eso, no... Su teoría es que ciertas cosas que suceden así..., qué sé yo cómo, sin iniciativa ni premeditación por parte de uno, no han de mirarse como manchas de esas que ya nunca se limpian... El mismo padre Urdax de fijo que no es tan severo en eso como la sociedad hipocritona... ¡Ay Dios mío!... Ya estoy como mi paisano, echándole a la sociedad la culpa de todo.

Al llegar aquí de sus reflexiones la dama, la molestó un cosquilleo, primero entre las cejas, luego en la membrana de la nariz... ¡Aaach! Estornudó con ruido, estremeciéndose.

-¡Adiós! Ya se me ha resfriado usted -exclamó su amigo-. No está usted acostumbrada a estas vagancias al sereno... Levántese usted y paseemos.

-No, si no es el rocío lo que me acatarra a mí... He tomado sol.

-¿Sol? ¿Cuándo?

-Ayer..., digo, anteayer..., yendo..., sí, yendo a misa a las Pascualas. No crea usted: desde entonces ando yo... regular, nada más que regularcita. Cuando jaquecas, cuando marcos...

-De todos modos... guíese usted por mí: andemos, ¿eh? Si sobre la insolación le viene a usted un pasmo... o coge usted unas intermitentes de estas de primavera en Madrid...

-No me asuste usted... Tengo poco de aprensiva -contestó la dama levantándose y envolviéndose mejor en el abrigo.

-¿A su casa de usted?

-Bien..., sí, vamos hacia allá despacio.

No siguió el comandante explanando sus disolventes opiniones hasta la misma puerta de la señora. Al abrirla Imperfecto, Asís convidó a su amigo a que descansase un rato; él se negó; necesitaba darse una vuelta por el Círculo Militar, leer los periódicos extranjeros y hablar con un par de amigos, a última hora, en Fornos. Deseó respetuosamente las buenas noches a la señora y bajó las escaleras a paso redoblado. Con el mismo echó calle abajo aquel gran despreocupado, nihilista de la moral: y nos consta que iba haciendo este o parecido soliloquio, parecidísimo al que en igualdad de circunstancias haría otra persona que pensase según todos los clichés admitidos:

-Me ha engañado la viuda... Yo que la creía una señora impecable. Un apabullo como otro cualquiera. No he mirado las iniciales del tarjetero: serían... ¡vaya usted a saber! Porque en realidad, ni nadie murmura de ella, ni veo a su alrededor persona que... En fin, cosas que suceden en la vida: chascos que uno se lleva. Cuando pienso que a veces se me pasaba por la cabeza decirle algo formal... No, esto no es un caballo muerto, ¡qué disparate!, es sólo un tropiezo del caballo... No he llegado a caerme... ¡Así fuesen los desengaños todos!...

Siguió caminando sin ver los árboles del Retiro, que se agrupaban en misteriosas masas a su derecha. Ni percibía el olor de las acacias. Pero él seguía oliendo, no a los cortesanos y pulidos vegetales de los paseos públicos, sino a otros árboles rurales, bravíos y libres: los que producen la morena castaña que se asa en los magostos de noviembre, en el valle de los Pazos.