Insolación de Emilia Pardo Bazán
Capítulo VI

Capítulo VI

Pacheco, por su parte, me llevaba la corriente; cuidaba de que nunca estuviesen vacíos mi vaso ni mi plato, y ajustaba su humor al mío con tal esmero, cual si fuese un director de escena encargado de entretener y hacer pasar el mejor rato posible a un príncipe. ¡Ay! Porque eso sí: tengo que rendirle justicia al grandísimo truhán, y una vez que me encuentro a solas con mi conciencia, reconocer que, animado, oportuno, bromista y (admitamos la terrible palabra) en juerga redonda conmigo, como se encontraba al fin y al cabo Pacheco, ni un dicho libre, ni una acción descompuesta o siquiera familiar llegó a permitirse. En ocasión tan singular y crítica, hubiera sido descortesía y atrevimiento lo que en otra mero galanteo o flirtación (como dicen los ingleses). Esto lo entendía yo muy bien, aun entonces, y a la verdad, temía cualquiera de esas insinuaciones impertinentes que dejan a una mujer volada y le estropean el mejor rato. Sin la caballerosa delicadeza de Pacheco, aquella situación en que impremeditadamente me había colocado pudo ser muy ridícula para mí. Pero la verdad por delante: su miramiento fue tal, que no me echó ni una flor, mientras hartaba de lindas, simpáticas y retrecheras a las gitanas, a la chica del puñal de níquel y hasta a la fregona del estropajo. Cierto que a veces sorprendí sus ojos azules que me devoraban a hurtadillas; sólo que apenas notaba que yo había caído en la cuenta, los desviaba a escape. Su acento era respetuoso, sus frases serias y sencillas al dirigirse sólo a mí. Ahora se me figura que tantas exquisiteces fueron calculadas, para inspirarme confianza e interés: ¡ah malvado! Y bien que me iba comprando con aquel porte fino.

Surgió de repente ante nosotros, sin que supiésemos por dónde había entrado, una figurilla color de yesca, una gitanuela de algunos trece años, típica, de encargo para modelo de un pintor: el pelo azulado de puro negro, muy aceitoso, recogido en castaña, con su peina de cuerno y su clavel sangre de toro; los dientes y los ojos, brillantes, por contraste con lo atezado de la cara; la frente, chata como la de una víbora, y los brazos desnudos, verdosos y flacos lo mismo que dos reptiles. Y con el propio tonillo desgarrado de las demás, empezó la retahíla consabida:

-En er nombre de Dió Pare, Jijo...

De esta vez, la chica del merendero montó en cólera, y dando al diablo sus pujos de señorita, se convirtió en chula de las más boquifrescas.

-¿Hase visto hato de pindongas? ¿No dejarán comer en paz a las personas decentes? ¿Conque las barre uno por un lado y se cuelan por otro? ¿Y cómo habrá entrado aquí semejante calamidá, digo yo? Pues si no te largas más pronto que la luz, bofetá como la que te arrimo no la has visto tú en tu vía. Te doy un recorrío al cuerpo, que no te queda lengua pa contarlo.

La chiquilla huyó más lista que un cohete; pero no habrían transcurrido dos segundos, cuando vimos entreabrirse la lona que nos protegía las espaldas, y por la rendija del lienzo asomó una jeta que parecía la del mismo enemigo, unos dientes que rechinaban, un puño cerrado, negro como una bola de bronce, y la gitanilla berreó:

-Arrastrá, condená, tía cochina, que malos retortijones te arranquen las tripas, y malos mengues te jagan picaíllo e los jígados, y malas culebras te piquen, y remardita tiña te pegue con er moño pa que te quedes pelá como tu ifunta agüela...

Llegaba aquí de su rosario de maldiciones, cuando la del puñal, que así se vio tratada, empuñó el rabo de una cacerola y se arrojó como una fiera a descalabrar a la egipcia: al hacerlo, dio con el codo a una botella de jerez, que se derramó entera por el mantel. Este incidente hizo que la chica, olvidando el enojo, se echase a reír exclamando: «¡Alegría, alegría! Vino en el mantel... ¡boda segura!» y, por supuesto, la gitana tuvo tiempo de afufarse más pronta que un pájaro.

No ocurrió durante el almuerzo ninguna otra cosa que recordarse merezca, y lo bien que hago memoria de todo cuanto pasó en él, me prueba que estaba muy despejada y muy sobre mí. Apuramos el último sorbo de Champagne y un empecatado café; saldó Pacheco la cuenta, gratificando como Dios manda, y nos levantamos con ánimo de recorrer la romería. Notaba yo cierta ligereza insólita en piernas y pies; me figuraba que se había suprimido el peso de mi cuerpo, y, en vez de andar, creía deslizarme sobre la tierra.

Al salir, me deslumbró el sol: ya no estaba en el cenit ni mucho menos; pero era la hora en que sus rayos, aunque oblicuos, queman más: debían de ser las tres y media o cuatro de la tarde, y el suelo se rajaba de calor. Gente, triple que por la mañana, y veinte veces más bullanguera y estrepitosa. Al punto que nos metimos entre aquel bureo, se me puso en la cabeza que me había caído en el mar: mar caliente, que hervía a borbotones, y en el cual flotaba yo dentro de un botecillo chico como una cáscara de nuez: golpe va y golpe viene, ola arriba y ola abajo. ¡Sí, era el mar; no cabía duda! ¡El mar, con toda la angustia y desconsuelo del mareo que empieza!

Lejos de disiparse esta aprensión, se aumentaba mientras iba internándome en la romería apoyada en el brazo del gaditano. Nada, señores, que estaba en mitad del golfo. Los innumerables ruidos de voces, disputas, coplas, pregones, juramentos, vihuelas, organillos, pianos, se confundían en un rumor nada más: el mugido sordo con que el Océano se estrella en los arrecifes: y allá a lo lejos, los columpios, lanzados al aire con vuelo vertiginoso, me representaban lanchas y falúas balanceadas por el oleaje. ¡Ay Dios mío, y qué desvanecimiento me entró al convencerme de que, en efecto, me encontraba en alta mar! Me agarré al brazo de Pacheco como me agarro en la temporada de baños al cuello del bañero robusto, para que no me lleve el agua... Sentía un pánico atroz y no me atrevía a confesarlo, porque tal vez mi acompañante se reiría de mí, por fuera o por dentro, si le dijese que me mareaba, que me mareaba a toda prisa.

Una peripecia nos detuvo breves instantes. Fue una pelea de mujerotas. Pelea muy rara: por lo regular, estas riñas van acompañadas de vociferaciones, de chillidos, de injurias, y aquí no hubo nada de eso. Eran dos mozas: una que tostaba garbanzos en una sartén puesta sobre una hornilla: otra que pasó y con las sayas derribó el artilugio. Jamás he visto en rostro humano expresión de ferocidad como adquirió el de la tostadora. Más pronta que el rayo, recogió del suelo la sartén, y echándose a manera de irritada tigre sobre la autora del desaguisado, le dio con el filo en mitad de la cara. La agredida se volvió sin exhalar un ay, corriéndole de la ceja a la mejilla un hilo de sangre: y trincando a su enemiga por el moño, del primer arrechucho le arrancó un buen mechón, mientras le clavaba en el pescuezo las uñas de la mano izquierda: cayeron a tierra las dos amazonas, rodando entre trébedes, hornillas y cazos; se formó alrededor corro de mirones, sin que nadie pensase en separarlas, y ellas seguían luchando, calladas y pálidas como muertas, una con la oreja rasgada ya, otra con la sien toda ensangrentada y un ojo medio saltado de un puñetazo. Los soldados se reían a carcajadas y les decían requiebros indecentes, en tanto que se despedazaban las infelices. Advertí por un instante que se me quitaba el mareo, a fuerza de repugnancia y lástima: me acordé de mi paisano Pardo, y de aquello del salvajismo y la barbarie española. Pero duró poco esta idea, porque en seguidita se me ocurrió otra muy singular: que las dos combatientes eran dos pescados grandes, así como golfines o tiburones, y que a coletazos y mordiscos, sin chistar, estaban haciéndose trizas. Y este pensamiento me renovó la fatiga del mareo de tal modo, que arrastré a Pacheco.

-Vámonos de aquí... No me gusta ver esto... Se matan.

Preguntome don Diego si me sentía mal, en cuyo caso no visitaríamos los barracones donde enseñan panoramas y fenómenos. Respondí muy picada que me encontraba perfectamente y capaz de examinar todas las curiosidades de la romería. Entramos en varias barracas, y vimos un enano, un ternero de dos cabezas, y por último la mujer de cuatro piernas, muy pizpireta, muy escotada, muy vestida de seda azul con puntillas de algodón, y que enseñaba sonriendo -la risa del conejo- sus dobles muñones al extremo de cada rodilla. En esta pícara barraca se apoderó de mí, con más fuerza que nunca, la convicción de que me hallaba en alta mar, entregada a los vaivenes del Océano. En el lado izquierdo del barracón había una serie de agujeritos redondos por donde se veía un cosmorama: y yo empeñada en que eran las portas del buque, sin que me sacase de mi error el que al través de las susodichas portas se divisase, en vez del mar, la plaza del Carrousel... el Arco de la Estrella... el Coliseo de Roma... y otros monumentos análogos. Las perspectivas arquitectónicas me parecían desdibujadas y confusas, con gran temblequeteo y vaguedad de contornos, lo mismo que si las cubriese el trémulo velo de las olas. Al volverme y fijarme en el costado opuesto de la barraca, los grandes espejos de rigolada, de lunas cóncavas o convexas, que reflejaban mi figura con líneas grotescamente deformes, me parecieron también charcos de agua de mar... ¡Ay, ay, ay, qué malo se pone esto! Un terror espantoso cruzó por mi mente: ¿apostemos a que todas estas chifladuras marítimas y náuticas son pura y simplemente una... vamos, una filoxerita, como ahora dicen? ¡Pero si he bebido poco! ¡Si en la mesa me encontraba tan bien!

-Hay que disimular -pensé-. Que Pacheco no se entere... ¡Virgen, y qué vergüenza, si lo nota!... Volver a Madrid corriendo... ¡Quia! El movimiento del coche me pierde, me acaba, de seguro... Aire, aire... ¡Si hubiese un rincón donde librarse de este gentío!

O Pacheco leyó en mis pensamientos, o coincidió conmigo en sensaciones, pues se inclinó y con el más cariñoso y deferente tono murmuró a mi oído:

-Hace aquí un calor intolerable... ¿Verdad que sí? ¿Quiere usted que salgamos? Daremos una vueltecita por la pradera y la alameda; estará más despejado y más fresco.

-Vamos -respondí fingiendo indiferencia, aunque veía el cielo abierto con la proposición.