Insolación
de Emilia Pardo Bazán
Capítulo III

Capítulo III

Bien sabe Dios que cuando al siguiente día, de mañana, salí a oír misa a San Pascual, por ser la festividad del patrón de Madrid, iba yo con mi eucologio y mi mantillita hecha una santa, sin pensar en nada inesperado y novelesco, y a quien me profetizase lo que sucedió después, creo que le llevo a los tribunales por embustero e insolente. Antes de entrar en la iglesia, como era temprano, me estiré a dar un borde por la calle de Alcalá, y recuerdo que, pasando frente al Suizo, dos o tres de esos chulos de pantalón estrecho y chaquetilla corta que se están siempre plantados allí en la acera, me echaron una sarta de requiebros de lo más desatinado; verbigracia: «Ole, ¡viva la purificación de la canela! Uyuyuy, ¡vaya unos ojos que se trae usted, hermosa! Soniche, ¡viva hasta el cura que bautiza a estas hembras con mansanilla e lo fino!». Trabajo me costó contener la risa al entreoír estos disparates; pero logré mantenerme seria y apreté el paso a fin de perder de vista a los ociosos.

Cerca de la Cibeles me fijé en la hermosura del día. Nunca he visto aire más ligero, ni cielo más claro; la flor de las acacias del paseo de Recoletos olía a gloria, y los árboles parecía que estrenaban vestido nuevo de tafetán verde. Ganas me entraron de correr y brincar como a los quince, y hasta se me figuraba que en mis tiempos de chiquilla, no había sentido nunca tal exceso de vitalidad, tales impulsos de hacer extravagancias, de arrancar ramas de árbol y de chapuzarme en el pilón presidido por aquella buena señora de los leones... Nada menos que estas tonterías me estaba pidiendo el cuerpo a mí.

Seguí bajando hacia las Pascualas, con la devoción de la misa medio evaporada y distraído el espíritu. Poco distaba ya de la iglesia, cuando distinguí a un caballero, que parado al pie de corpulento plátano, arrojaba a los jardines un puro enterito y se dirigía luego a saludarme. Y oí una voz simpática y ceceosa, que me decía:

-A los pies... ¿Adónde bueno tan de mañana y tan sola?

-Calle... Pacheco... ¿Y usted? Usted sí que de fijo no viene a misa.

-¿Y usted qué sabe? ¿Por qué no he de venir a misa yo?

Trocamos estas palabras con las manos cogidas y una familiaridad muy extraña, dado lo ceremonioso y somero de nuestro conocimiento la víspera. Era sin duda que influía en ambos la transparencia y alegría de la atmósfera, haciendo comunicativa nuestra satisfacción y dando carácter expansivo a nuestra voz y actitudes. Ya que estoy dialogando con mi alma y nada ha de ocultarse, la verdad es que en lo cordial de mi saludo entró por mucho la favorable impresión que me causaron las prendas personales del andaluz. Señor, ¿por qué no han de tener las mujeres derecho para encontrar guapos a los hombres que lo sean, y por qué ha de mirarse mal que lo manifiesten (aunque para manifestarlo dijesen tantas majaderías como los chulos del café Suizo)? Si no lo decimos, lo pensamos, y no hay nada más peligroso que lo reprimido y oculto, lo que se queda dentro. En suma, Pacheco, que vestía un elegante terno gris claro, me pareció galán de veras; pero con igual sinceridad añadiré que esta idea no me preocupó arriba de dos segundos, pues yo no me pago solamente del exterior. Buena prueba di de ello casándome a los veinte con mi tío, que tenía lo menos cincuenta, y lo que es de gallardo...

Adelante. El señor de Pacheco, sin reparar que ya tocaban a misa, pegó la hebra, y seguimos de palique, guareciéndonos a la sombra del plátano, porque el sol nos hacía guiñar los ojos más de lo justo.

-¡Pero qué madrugadora!

-¿Madrugadora porque oigo misa a las diez?

-Sí señó: todo lo que no sea levantarse para almorsá...

-Pues usted hoy madrugó otro tanto.

-Tuve corasonada. Esta tarde estarán buenos los toros: ¿no va usted?

-No: hoy no irá la Sahagún, y yo generalmente voy con ella.

-¿Y a las carreras de caballos?

-Menos; me cansan mucho: una revista de trapos y moños: una insulsez. Ni entiendo aquel tejemaneje de apuestas. Lo único divertido es el desfile.

-Y entonces, ¿por qué no va a San Isidro?

-¡A San Isidro! ¿Después de lo que nos predicó ayer mi paisano?

-Buen caso hase usted de su paisano.

-Y ¿creerá usted que con tantos años como llevo de vivir en Madrid, ni siquiera he visto la ermita?

-¿Que no? Pues hay que verla; se distraerá usted muchísimo; ya sabe lo que opina la duquesa, que esa fiesta merece el viaje. Yo no la conozco tampoco; verdá que soy forastero.

-Y... ¿y los borrachos, y los navajazos, y todo aquello de que habló don Gabriel? ¿Será exageración suya?

-¡Yo qué sé! ¡Qué más da!

-Me hace gracia... ¿Dice usted que no importa? ¿Y si luego paso un susto?

-¡Un susto yendo conmigo!

-¿Con usted? -y solté la risa.

-¡Conmigo, ya se sabe! No tiene usted por qué reírse, que soy mu buen compañero.

Me reí con más ganas, no sólo de la suposición de que Pacheco me acompañase, sino de su acento andaluz, que era cerrado y sandunguero sin tocar en ordinario, como el de ciertos señoritos que parecen asistentes.

Pacheco me dejó acabar de reír, y sin perder su seriedad, con mucha calma, me explicó lo fácil y divertido que sería darse una vueltecita por la feria, a primera hora, regresando a Madrid sobre las doce o la una. ¡Si me hubiese tapado con cera los oídos entonces, cuántos males me evitaría! La proposición, de repente, empezó a tentarme, recordando el dicho de la Sahagún: «Vaya usted al Santo, que aquello es muy original y muy famoso». Y realmente, ¿qué mal había en satisfacer mi curiosidad?, pensaba yo. Lo mismo se oía misa en la ermita del Santo que en las Pascualas; nada desagradable podía ocurrirme llevando conmigo a Pacheco, y si alguien me veía con él, tampoco sospecharía cosa mala de mí a tales horas y en sitio tan público. Ni era probable que anduviese por allí la sombra de una persona decente, ¡en día de carreras y toros!, ¡a las diez de la mañana! La escapatoria no ofrecía riesgo... ¡y el tiempo convidaba tanto! En fin, que si Pacheco porfiaba algo más, lo que es yo...

Porfió sin impertinencia, y tácitamente, sonriendo, me declaré vencida. ¡Solemne ligereza! Aún no había articulado el sí y ya discutíamos los medios de locomoción. Pacheco propuso, como más popular y típico, el tranvía; pero yo, a fin de que la cosa no tuviese el menor aspecto de informalidad, preferí mi coche. La cochera no estaba lejos: calle del Caballero de Gracia: Pacheco avisaría, mandaría que enganchasen e iría a recogerme a mi casa, por donde yo necesitaba pasar antes de la excursión. Tenía que tomar el abanico, dejar el devocionario, cambiar mantilla por sombrero... En casa le esperaría. Al punto que concertamos estos detalles, Pacheco me apretó la mano y se apartó corriendo de mí. A la distancia de diez pasos se paró y preguntó otra vez:

-¿Dice usted que el coche cierra en el Caballero de Gracia?

-Sí, a la izquierda... un gran portalón...

Y tomé aprisita el camino de mi vivienda, porque la verdad es que necesitaba hacer muchas más cosas de las que le había confesado a Pacheco; ¡pero vaya usted a enterar a un hombre...! Arreglarme el pelo, darme velutina, buscar un pañolito fino, escoger unas botas nuevas que me calzan muy bien, ponerme guantes frescos y echarme en el bolsillo un sachet de raso que huele a iris (el único perfume que no me levanta dolor de cabeza). Porque al fin, aparte de todo, Pacheco era para mí persona de cumplido; íbamos a pasar algunas horas juntos y observándonos muy de cerca, y no me gustaría que algún rasgo de mi ropa o mi persona le produjese efecto desagradable. A cualquier señora, en mi caso, le sucedería lo propio.

Llegué al portal sofocada y anhelosa, subí a escape, llamé con furia y me arrojé en el tocador, desprendiéndome la mantilla antes de situarme frente al espejo. «Ángela, el sombrero negro de paja con cinta escocesa... Ángela, el antucá a cuadritos..., las botas bronceadas»...

Vi que la Diabla se moría de curiosidad... «¿Sí?, pues con las ganas de saber te quedas, hija... La curiosidad es muy buena para la ropa blanca». Pero no se le coció a la chica el pan en el cuerpo y me soltó la píldora.

-¿La señorita almuerza en casa?

Para desorientarla respondí:

-Hija, no sé... Por si acaso, tenerme el almuerzo listo, de doce y media a una... Si a la una no vengo, almorzad vosotros...; pero reservándome siempre una chuleta y una taza de caldo..., y mi té con leche, y mis tostadas.

Cuando estaba arreglando los rizos de la frente bajo el ala del sombrero, reparé en un precioso cacharro azul, lleno de heliotropos, gardenias y claveles, que estaba sobre la chimenea.

-¿Quién ha mandado eso?

-El señor comandante Pardo..., el señorito Gabriel.

-¿Por qué no me lo enseñabas?

-Vino la señorita tan aprisa... Ni me dio tiempo.

No era la primera vez que mi paisano me obsequiaba con flores. Escogí una gardenia y un clavel rojo, y prendí el grupo en el pecho. Sujeté el velo con un alfiler; tomé un casaquín ligero de paño; mandé a Ángela que me estirase la enagua y volante, y me asomé, a ver si por milagro había llegado el coche. Aún no, porque era imposible; pero a los diez minutos desembocaba a la entrada de la calle. Entonces salí a la antesala andando despacio, para que la Diabla no acabase de escamarse; me contuve hasta cruzar la puerta; y ya en la escalera, me precipité, llegando al portal cuando se paraba la berlina y saltaba en la acera Pacheco.

-¡Qué listo anduvo el cochero! -le dije.

-El cochero y un servidor de usted, señora -contestó el gaditano teniendo la portezuela para que yo subiese-. Con estas manos he ayudao a echar las guarniciones y hasta se me figura que a lavar las ruedas.

Salté en la berlina, quedándome a la derecha, y Pacheco entró por la portezuela contraria, a fin de no molestarme y con ademán de profundo respeto...: ¡valiente hipócrita está él! Nos miramos indecisos por espacio de una fracción de segundo, y mi acompañante me preguntó en voz sumisa:

-¿Doy orden de ir camino de la pradera?

-Sí, sí... Dígaselo usted por el vidrio.

Sacó fuera la cabeza y gritó: «¡Al Santo!». La berlina arrancó inmediatamente, y entre el primer retemblido de los cristales, exclamó Pacheco:

-Veo que se ha prevenío usted contra el calor y el sol... Todo hace falta.

Sonreí sin responder, porque me encontraba (y no tiene nada de sorprendente) algo cohibida por la novedad de la situación. No se desalentó el gaditano.

-Lleva usted ahí unas flores presiosas... ¿No sobraba para mí ninguna? ¿Ni siquiera una rosita de a ochavo? ¿Ni un palito de albahaca?

-Vamos -murmuré-, que no es usted poco pedigüeño... Tome usted para que se calle.

Desprendí la gardenia y se la ofrecí. Entonces hizo mil remilgos y zalemas.

-Si yo no pretendía tanto... Con el rabillo me contentaba, o con media hoja que usted le arrancase... ¡Una gardenia para mí solo! No sé cómo lucirla... No se me va a sujetar en el ojal... A ver si usted consigue, con esos deditos...

-Vamos, que usted no pedía tanto, pero quiere que se la prendan, ¿eh? Vuélvase usted un poco, voy a afianzársela. Introduje el rabo postizo de la flor en el ojal de Pacheco, y tomando de mi corpiño un alfiler sujeté la gardenia, cuyo olor a pomada me subía al cerebro, mezclado con otro perfume fino, procedente, sin duda, del pelo de mi acompañante. Sentí un calor extraordinario en el rostro, y al levantarlo, mis ojos se tropezaron con los del meridional, que en vez de darme las gracias, me contempló de un modo expresivo e interrogador. En aquel momento casi me arrepentí de la humorada de ir a la feria; pero ya...

Torcí el cuello y miré por la ventanilla. Bajábamos de la plazuela de la Cebada a la calle de Toledo. Una marea de gente, que también descendía hacia la pradera, rodeaba el coche y le impedía a veces rodar. Entre la multitud dominguera se destacaban los vistosos colorines de algún bordado pañolón de Manila, con su fleco de una tercia de ancho. Las chulas se volvían y registraban con franca curiosidad el interior de la berlina. Pacheco sacó la cabeza y le dijo a una no sé qué.

-Nos toman por novios -advirtió dirigiéndose a mí-. No se ponga usted más colorada: es lo que le faltaba para acabar de estar linda -añadió medio entre dientes.

Hice como si no oyese el piropo y desvié la conversación, hablando del pintoresco aspecto de la calle de Toledo, con sus mil tabernillas, sus puestos ambulantes de quincalla, sus anticuadas tiendas y sus paradores que se conservan lo mismito que en tiempo de Carlos cuarto. Noté que Pacheco se fijaba poco en tales menudencias, y en vez de observar las curiosidades de la calle más típica que tiene Madrid, llevaba los ojos puestos en mí con disimulo, pero con pertinacia, como el que estudia una fisonomía desconocida para leer en ella los pensamientos de la dueña. Yo también, a hurtadillas, procuraba enterarme de los más mínimos ápices de la cara de Pacheco. No dejaba de llamarme la atención la mezcla de razas que creía ver en ella. Con un pelo negrísimo y una tez quemada del sol, casaban mal aquel bigote dorado y aquellos ojos azules.

-¿Es usted hijo de inglesa? -le pregunté al fin-. Me han contado que en la costa del Mediterráneo hay muchas bodas entre ingleses y españolas, y al revés.

-Es cierto que hay muchísimas, en Málaga sobre todo; pero yo soy español de pura sangre.

Le volví a mirar y comprendí lo tonto de mi pregunta. Ya recordaba haber oído a algún sabio de los que suele convidar a comer la Sahagún cuando no tiene otra cosa en que entretenerse, que es una vulgaridad figurarse que los españoles no pueden ser rubios, y que al contrario el tipo rubio abunda en España, sólo que no se confunde con el rubio sajón, porque es mucho más fino, más enjuto, así al modo de los caballos árabes. En efecto, los ingleses que yo conozco son por lo regular unos montones de carne sanguínea, que al parecer se escapa sola a la parrilla del rosbif; tienen cada cogote y cada pescuezo como ruedas de remolacha; las bocas de ellos dan asco de puro coloradotas, y las frentes, de tan blancas, fastidian ya, porque eso de la frente pura está bueno para las señoritas, no para los hombres. ¿Cuándo se verá en ningún inglés un corte de labios sutil, y una sien hundida, y un cuello delgado y airoso como el de Pacheco? Pero al grano: ¿pues no me entretengo recreándome en las perfecciones de ese pillo?

¡Qué hermoso y alegre estaba el puente de Toledo! Lo recuerdo como se recuerda una decoración del Teatro Real. Hervía la gente, y mirando hacia abajo, por la pradera y por todas las orillas del Manzanares, no se veían más que grupos, procesiones, corrillos, escenas animadísimas de esas que se pintan en las panderetas. A mí ciertos monumentos, por ejemplo las catedrales, casi me parecen más bonitas solitarias; pero el puente de Toledo, con sus retablazos, o nichos, o lo que sean aquellos fantasmones barrocos que le guarnecen a ambos lados, no está bien sin el rebullicio y la algazara de la gentuza, los chulapos y los tíos, los carniceros y los carreteros, que parece que acaban de bajarse de un lienzo de Goya. Ahora que se han puesto tan de moda los casacones, el puente tiene un encanto especial. Nuestro coche dio vuelta para tomar el camino de la pradera, y allí, en el mismo recodo, vi una tienda rara, una botería, en cuya fachada se ostentaban botas de todos los tamaños, desde la que mide treinta azumbres de vino, hasta la que cabe en el bolsillo del pantalón. Pacheco me propuso que, para adoptar el tono de la fiesta, comprásemos una botita muy cuca que colgaba sobre el escaparate y la llenásemos de Valdepeñas: proposición que rechacé horrorizada.

No sé quién fue el primero que llamó feas y áridas a las orillas del Manzanares, ni por qué los periódicos han de estar siempre soltándole pullitas al pobre río, ni cómo no prendieron a aquel farsante de escritor francés (Alejandro Dumas, si no me engaño) que le ofreció de limosna un vaso de agua. Convengo en que no es muy caudaloso, ni tan frescachón como nuestro Miño o nuestro Sil; pero vamos, que no falta en sus orillas algún rinconcito ameno, verde y simpático. Hay árboles que convidan a descansar a la sombra, y unos puentes rústicos por entre los lavaderos, que son bonitos en cualquier parte. La verdad es que acaso influía en esta opinión que formé entonces, el que se me iba quitando el susto y me rebosaba el contento por haber realizado la escapatoria. Varios motivos se reunían para completar mi satisfacción. Mi traje de céfiro gris sembrado de anclitas rojas, era de buen gusto en una excursión matinal como aquella; mi sombrero negro de paja me sentaba bien, según comprobé en el vidrio delantero de la berlina; el calor aún no molestaba mucho; mi acompañante me agradaba, y la calaverada, que antes me ponía miedo, iba pareciéndome lo más inofensivo del mundo, pues no se veía por allí ni rastro de persona regular que pudiese conocerme. Nada me aguaría tanto la fiesta como tropezarme con algún tertuliano de la Sahagún, o vecina de butacas en el Real, que fuese luego a permitirse comentarios absurdos. Sobran personas maldicientes y deslenguadas que interpretan y traducen siniestramente las cosas más sencillas, y de poco le sirve a una mujer pasarse la vida muy sobre aviso, si se descuida una hora... (Sí, y lo que es a mí, en la actualidad, me caen muy bien estas reflexiones. En fin, prosigamos.) El caso es que la pradera ofrecía aspecto tranquilizador. Pueblo aquí, pueblo allí, pueblo en todas direcciones; y si algún hombre vestía americana, en vez de chaquetón o chaquetilla, debía de ser criado de servicio, escribiente temporero, hortera, estudiante pobre, lacayo sin colocación, que se tomaba un día de asueto y holgorio. Por eso cuando a la subida del cerro, donde ya no pueden pasar los carruajes, Pacheco y yo nos bajamos de la berlina, parecíamos, por el contraste, pareja de archiduques que tentados de la curiosidad se van a recorrer una fiesta populachera, deseosos de guardar el incógnito, y delatados por sus elegantes trazas.

En fuerza de su novedad me hacía gracia el espectáculo. Aquella romería no tiene nada que ver con las de mi país, que suelen celebrarse en sitios frescos, sombreados por castaños o nogales, con una fuente o riachuelo cerquita y el santuario en el monte próximo... El campo de San Isidro es una serie de cerros pelados, un desierto de polvo, invadido por un tropel de gente entre la cual no se ve un solo campesino, sino soldados, mujerzuelas, chisperos, ralea apicarada y soez; y en lugar de vegetación, miles de tinglados y puestos donde se venden cachivaches que, pasado el día del Santo, no vuelven a verse en parte alguna: pitos adornados con hojas de papel de plata y rosas estupendas; vírgenes pintorreadas de esmeralda, cobalto y bermellón; medallas y escapularios igualmente rabiosos; loza y cacharros; figuritas groseras de toreros y picadores; botijos de hechuras raras; monigotes y fantoches con la cabeza de Martos, Sagasta o Castelar: ministros a dos reales; esculturas de los ratas de la Gran Vía, y al lado de la efigie del bienaventurado San Isidro, unas figuras que... ¡Válgame Dios! Hagamos como si no las viésemos.

Aparte del sol que le derrite a uno la sesera y del polvo que se masca, bastan para marear tantos colorines vivos y metálicos. Si sigo mirando van a dolerme los ojos. Las naranjas apiñadas parecen de fuego; los dátiles relucen como granates obscuros; como pepitas de oro los garbanzos tostados y los cacahuetes: en los puestos de flores no se ven sino claveles amarillos, sangre de toro, o de un rosa tan encendido como las nubes a la puesta del sol: las emanaciones de toda esta clavelería no consiguen vencer el olor a aceite frito de los buñuelos, que se pega a la garganta y produce un cosquilleo inaguantable. Lo dicho, aquí no hay color que no sea desesperado: el uniforme de los militares, los mantones de las chulas, el azul del cielo, el amarillento de la tierra, los tiovivos con listas coloradas y los columpios dados de almagre con rayas de añil... Y luego la música, el rasgueo de las guitarras, el tecleo insufrible de los pianos mecánicos que nos aporrean los oídos con el paso doble de Cádiz, repitiendo desde treinta sitios de la romería: -¡Vi-va España!

Nadie imagine maliciosamente que se me había pasado lo de oír misa. Tratamos de romper por entre el gentío y de deslizarnos en la ermita, abierta de par en par a los devotos; pero estos eran tantos, y tan apiñados, y tan groseros, y tan mal olientes, que si porfío en llegar a la nave, me sacan de allí desmayada o difunta. Pacheco jugaba los brazos y los puños, según podía, para defenderme; sólo lograba que nos apretasen más y que oyésemos juramentos y blasfemias atroces. Le tiré de la manga.

-Vámonos, vámonos de aquí... Renuncio... No se puede.

Cuando ya salimos a atmósfera respirable, suspiré muy compungida:

-¡Ay, Dios mío!... Sin misa hoy...

-No se apure -me contestó mi acompañante-, que yo oiré por usted aunque sea todas las gregorianas... Ya ajustaremos esa cuenta.

-A mí sí que me la ajustará el padre Urdax tan pronto me eche la vista encima -pensé para mis adentros, mientras me tentaba el hombro, donde había recibido un codazo feroz de uno de aquellos cafres.