Insistiendo...
<< Autor: José Batlle y Ordóñez
26 de junio de 1915, EL DIA
Editorial
Insistiendo...
En materia política, existen dos verdades fundamentales que es preciso reconocer siempre, cuando se trata de la reglamentación de derechos: una, que la capacidad constitucional no puede ni debe restringirse sino en los caso excepcionalísimos, y siempre que no se contraríe la voluntad expresa de la constitución; la otra, que el ejercicio de los derechos políticos no se reduce al acto material de depositar el voto en las urnas, sino que supone una serie de actos intelectuales, de deliberaciones de propaganda, de expresión y transmisión de ideas, generalmente anteriores, cronológicamente, a la emisión del voto. De manera que el voto es el último acto de un proceso más o menos largo, que exige, en toda o en casi todas sus etapas, la intervención personal del ciudadano.
Los que pretenden impedir la intervención de los funcionarios policiales en la vida política activa, olvidan esos postulados. Teniendo los funcionarios la calidad de ciudadano –pues esa calidad es, además, una condición para su nombramiento- tienen, por consecuencia, la de ejercer los derechos a ella inherentes, con toda amplitud.
Del reconocimiento de estos derechos, no puede surgir tampoco ningún peligro social ni individual. Un jefe político que manifiesta, en cualquier forma política, sus simpatías políticas, no intimida a nadie, ni tuerce la voluntad de nadie. Mientras no haga sino desarrollar las actividades que le corresponden por su propia condición de ciudadano, ejercita un derecho idéntico de que goza cualquier otro ciudadano que no sea funcionario público. Y esta libertad no da ninguna preponderancia ilegítima, pues, si ese jefe político amplía los recursos de su función, los medios que “como funcionario” tiene a su alcance, con fines electorales, incurrirá en las penas que las leyes señalan para los infractores. Es claro que existe el peligro de que algún funcionario incurra en esas penas. Pero no será esa razón suficiente para restar el derecho a los demás empleados, como no sería motivo para quitar derechos a nadie cuando existe la mera posibilidad de que esas facultades ejerciten en forma ilícita.
Por otra parte, resulta realmente contradictorio que haya quienes acepten la intervención en política de los Secretarios de Estado, y se la nieguen, sin embargo, a los funcionarios, administrativamente, inferiores. Si la excepción a favor de los Ministros se hace teniendo en cuenta sus condiciones personales de honorabilidad, esa excepción es injusta e injuriosa para los empleados modestos. Y si se dice, como se ha dicho, en efecto, que el ministro está menos en contacto con la masa de votantes que los funcionarios policiales, se sienta un error evidente, por cuanto toda la coacción empleada por un comisario, por ejemplo, no alcanzaría tan bastos efectos como la que se propusiera ejercer el Ministro del Interior, por intermedio de sus subordinados, en el caso de que usara ilegítimamente de los recursos de su posición oficial.
Estas verdades son valederas en cualquier caso. Pero, en las condiciones establecidas en el proyecto electoral actualmente discutido, su contribución al debate es casi innecesaria. Basta, en efecto, con la garantía que él mismo se establece y a que ya nos hemos referido en otros artículos: el voto secreto. Supongamos, en un funcionario público, además de una inmoralidad absoluta, una preponderancia material completa sobre todos los ciudadanos, una ilimitada cantidad de recursos para atraer voluntades, o, por lo menos, votos; toda esa inmoralidad y todo ese poder, ¿son acaso bastantes para poder obligar a decir “si” a un votante que quiere decir “no”, cuando ese votante está encerrado entre cuatro paredes, y tiene en sus manos todas las listas y puede votar por quien quiera con la más absoluta seguridad que nadie, sino él, sabrá por que lista se decidió?.
Esta pregunta es decisiva. Y por más argumentaciones que se haga, no habrá más remedio que rendirse ante la materialidad convincente de las cosas.