Tradiciones peruanas - Octava serie
Inocente gavilán​
 de Ricardo Palma


Era Inocente Zárate allá por los años de 1820 un joven trujillano, criollo legítimo, bravo como el que más y alegre como una zamacueca. Desempeñaba el empleo de mayordomo en una hacienda del valle de Ate, llamada Melgarejo.

Entusiasta partidario de San Martín y de la causa por éste representada, Zárate prestó servicios importantes, ya como conductor de comunicaciones, ya como amparador y guía de los patriotas que fugaban de Lima para incorporarse en las filas del ejército libertador.

Denunciado al virrey La Serna, envió la autoridad un oficial con soldados a la hacienda de Melgarejo con orden de tomar vivo o muerto al insurgente mayordomo; pero éste lo sospechó o recibió aviso oportuno, porque a tiempo se puso a fojas.

Forzado ya a vivir a salto de mata, organizó con peones de las haciendas, entre los que era muy popular, una partida de montoneros, y declarose capitán de ellos. Sus camaradas lo bautizaron con el apodo de Gavilán, que el aceptó de buen grado, y a fe que la tal ave de rapiña, encarnada en un hombre, dio a los realistas muchos malos ratos. Quiero referir únicamente la aventura que sirvió de base a la fama de Gavilán.

Celebrado armisticio entre el virrey y san Martín para dar comienzo a las negociaciones de Punchauca, los españoles enviaron su caballada a pastar en los potreros de la hacienda de Mayorazgo, encomendando el cuidado de ella a un piquete de diez soldados bajo el mando de un sargento.

Una noche, cuando los guardianes estaban sumergidos en profundísimo sueño, llegó cautelosamente Gavilán con su partida, y los despertó después de tenerlos desarmados y en la imposibilidad de oponer la menor resistencia. En seguida uno de los montoneros, que era rapista, sacó navaja y demás chirimbolos, y afeitó a los prisioneros la patilla derecha y el mostacho izquierdo, dejándolos luego en libertad para ir al dar aviso a sus jefes de que la caballada del ejército se había hecho humo.

Calculaba Gavilán, y calculó bien, que ninguno de los soldados iría a Lima a exhibirse en tan ridícula figura, y que por lo menos perderían un par de horas en buscar y encontrar navaja para quedarse sin pelos en la cara. A él le interesaba ganar siquiera cinco o seis horas de ventaja sobre el escuadrón que era probable enviasen los españoles para intentar el rescate de la caballada.

El general Monet, por mandato del virrey, se presentó dos días después a San Martín, y le expuso que su gobierno estimaba el robo de la caballada como violación del armisticio ajustado. El jefe patriota lo satisfizo, manifestándole que en la desaparición de las cabalgaduras no habían tenido arte ni parte las tropas regulares, y que ello había sido acto espontáneo de vecinos de la ciudad, sobre los que los republicanos no ejercían jurisdicción alguna. Agregó San Martín que él no había aceptado esos caballos para su ejército, y que Gavilán los había llevado al interior, en donde, según noticias, había vendido muchos y aun regalado algunos.

Monet quiso conocer a Zárate porque le había hecho gracia lo del afeite, y San Martín le ofreció que haría buscar al montonero, pues se hallaba con su partida a quince leguas de distancia.

Tres o cuatro días más tarde recibió el general español una esquelita en que le participaba San Martín que Inocente Gavilán había llegado al campamento.

Entre el capitán de guerrilleros y el general Monet hubo este corto diálogo:

-¿Por qué ha robado usted la caballada del rey?

-Pues, por eso..., porque era del rey.

-Está usted vendiendo los caballos a vil precio. Véndame los que le quedan y le serán bien pagados.

-Aunque me ofreciera el general mil pesos por caballo, nequaquam.

-Está bien. Ya lo fusilaré a usted algún día.

-Si me dejo atrapar, que lo dudo. Esas uvas están verdes.

-¿Y qué le ha dado a usted la patria, pobre diablo?

Ante ésta salida de tono del general español, Gavilán contestó con fiereza poniendo la mano en la empuñadura de su arma:

-La patria me ha dado este sable para defenderla y para cortar pescuezos de godos.

El general Monet volteó la espalda y fue a reunirse con San Martín.

En 1851 conocí a Gavilán, ya sexagenario y dueño de una huertecita en el Cercado. Él me refirió su diálogo con Monet, que he reproducido casi al pie de la letra, y me contó las peripecias todas de su vida de montonero. Disfrutaba en su vejez de la paga y honores de sargento mayor de caballería.