Incomprensible


I

—¿Llegaremos pronto, cochero?

—Está lejos todavía; antes de la tormenta de nieve, no hay que pensar en ello. ¿No ves cómo empieza el viento a levantarse?

No; no llegaremos a tiempo. A medida que se acerca la noche, hace más frío. Se oye la nieve rechinar bajo el trineo. El viento de invierno ruge en el bosque negro; los abetos tienden sus ramas hacia el estrecho camino forestal, y las sacuden tristemente en las tinieblas de la noche.

Hace frío; además, no estoy a gusto. Los trineos son demasiado estrechos; los sables y los revólvers de los guardias que me acompañan chocan a cada momento contra mi cuerpo. La campanilia que nuestro caballo lleva al cuello canta monótona, al unísono del viento.

Felizmente, vemos una luz aislada, a la entrada del bosque agitado. Es el parador.

Mis compañeros de viaje, los dos guardias, sacuden la nieve de sus ropas, y su arsenal de armas produce un ruido metálico. Entramos en una obscura habitación, ennegrecida, terriblemente caldeada. Todo es pobre y triste allí. La dueña pone sobre la mesa una tea encendida.

—Puedes darnos algo de comer, madrecita?

—No tenemos nada.

—No tenéis pescado? El río está muy cerca.

—Hace mucho tiempo que no hay pesca en el río.

— Ni patatas?

Santo Dios! La patata está helada, helada del todo, antes de la cosecha.

¡Qué se iba a hacer! Con gran sorpresa nuestra, encontramos un samovar. Bebimos un poco de te caliente; la dueña nos sirvió pan con cebolla.

Fuera, el viento seguía rugiendo. La nieve caía del cielo, impidiéndonos ver por las ventanas. La llama de la tea temblaba, próxima a apagarse.

—No podréis seguir vuestro camino con este tiempo—dijo la vieja—. Dormid aquí.

—¡Qué remedio nos queda!—dijo uno de los guardias, y, dirigiéndose a mí, añadió: —¿No tendrá usted prisa, verdad?... Ya ve usted qué triste país es éste... Aquel adonde le llevamos es todavía más triste, puede usted creerme.

Todo ha quedado en silencio dentro de la “itsba". La dueña ha dejado el trabajo y se ha acostado, después de apagar la tea. Todo está negro y tranquilo. El silencio es interrumpido tan sólo por las ráfagas del viento.

1 Yo no dormía. Mil pensamientos penosos asaltaban mi cabeza.

—No puede usted dormir, señor?—me preguntó el mismo guardia, un sargento. Tenía un rostro bastante simpático, y hasta inteligente; era muy hábil, conocía bien su oficio y precisamente por eso no era demasiado riguroso. En el camino no me fastidiaba con formalidades inútiles.

—No, no duermo—le respondí.

Estuvimos callados un rato. Mi vecino se mueve. Tampoco él puede dormir; se lo impiden los pensamientos que acuden a su mente. El segundo guardia, su ayudante, muy joven aún, duerme con el sueño de un hombre robusto, pero muy cansado. A veces, balbucea algo con una voz indistinta.

Oigo de nuevo la voz baja y tranquila del saigento:

—Me causan ustedes extrañeza. Son jóvenes, de crigen noble, instruídos... Y, sin embargo, pasan toda su vida de esa manera...

—¿De qué manera?

—¡Ah, señor! Algo comprendemos nosotros.

Hasta comprendemos muy bien que ustedes están habituados desde la infancia a una vida muy diferente...

—No diga usted tonterías. Tenemos harto tiempo para perder la costumbre —Pero, por lo menos, no afirmarán ustedes que están contentos.

Y ustedes? ¿Están ustedes contentos?

Ninguna respuesta: Gavrilov, que éste era el nombre del sargen'to, parece reflexionar.

—No, señor—dice al fin—. No es agradable nuestra vida. Créame usted; a veces es tan triste que todo lo que nos rodea nos inspira un profundo disgusto. No podría decirle a usted la razón, pero cada vez está uno más harto de esta vida...

—¿Es demasiado difícil su servicio?

—Eso además. Los jefes son muy exigentes; la disciplina severa... Pero no es eso lo que me disgusta...

—Qué, entonces?

—No lo sé.

Se hizo el silencio nuevamente.

—No, no es el servicio. Si uno cumple con su deber, todo va bien... Por otra parte, pronto acabaré mi tiempo y me iré a mi casa. El jefe me dice que siga. "Estoy contento de ti; ganarás tu vida, mientras que en el campo no tienes nada que hacer." —¿Y qué? ¿No acepta usted?

—No. Verdad es que en mi aldea me aburriré, tanto más cuanto que he perdido la costumbre del trabajo y también la de la comida... Además, en la aldea, es todo tan duro, tan grotesco...

—Entonces, ¿por qué no sigue usted en el servicio?

Keflexionó otra vez, y dijo:

—Para hacerle comprender a usted esto, tengo que contarle un caso... que pasó conmigo.

—Le escucho a usted.

i I

II

131 Yo comencé el servicio en 1874. He trabajado concienzudamente, con mucho celo. Se me empleaba frecuentemente en las revistas y en el teatro.

Sabía leer y escribir bien; los jefes estaban contentos de mí. Una vez, nuestro coronel, que era de la misma provincia que yo, me llamó y me dijo: "Te voy a nombrar sargento. ¿No has conducido nunca deportados?" "¡Jamás!"— "Pues bien, te voy a designar para el próximo viaje.

Aprenderás en seguida.” —“¡A su disposición, mi coronel!" Era verdad, hasta entonces yo no había conducido deportados políticos... como vosotros. Esto no es una cosa muy complicada, pero así y todo...

Hay que conocer bien el reglamento y, luego, hay que ser listo...

Pasada una semana, fuí llamado de nuevo a casa del jefe. Había allí un sargento. "Vais a salir los dos con los deportados"—dijo el jefe.

Y después, dirigiéndose al sargento, añadió:

"Este será tu ayudante. No sabe todavía. Poned atención, cumplid vuestra misión con celo. Vais a acompañar a una deportada política, la señorita Morosov, que está actualmente presa. Aquí están las instrucciones; mañana se os dará dinero.

¡Buen viaje!" El sargento Ivanov era el jefe del convoy; yo, su ayudante. El, como jefe, tenía las instrucciones, guardaba el dinero y los documentos, arreglaba las cuentas; yo, en calidad de ayudante suyo, debía vigilar a la deportada, desempeñar comisiones, etc.

Al romper el alba del día en que debíamos partir, Ivanov estaba ya borracho. En suma, era un hombre en quien no se podía tener confianza.

Ahora no está ya de servicio: se le despidió.

Delante de los jefes era servil, y hasta denunciaba a sus compañeros; pero cuando no estaba vigilado por los jefes, empezaba a beber.

Pues bien; llegamos a la prisión, presentamos los documentos y esperamos. Yo tenía curiosidad por ver a la señorita que íbamos a acompañar tan lejos; jamás había visto una deportada política.

Esperamos casi una hora a que hiciera sus preparativos de viaje. No traía en la mano más que un paquetito: un refajo, varias cosillas de tocador, algunos libros. "No es rica”—pensé yo. Quedé sorprendido al verla, tan joven, casi una niña.

Cabellos rubios, recogidos en una gruesa trenza; las mejillas rojas. Pero era la excitación lo que enrojecía sus mejillas; después, durante todo el viaje, su rostro estuvo pálido. Desde el primer momento me dió lástima de ella. Probablemente, pensé, ha merecido este castigo ha hecho algo malo... Y, sin embargo, al mirarla, se me partía el corazón...

Se envolvió en una capa y se calzó unos chanclos. Examinamos su paquete, como era nuestro


I

1 deber. "Tiene usted dinero?—le preguntamos.

Tenía un rublo y veinte copecas, que Ivanov se guardó en el bolsillo: lo mandaba el reglamento.

—Debo registrarla a usted, señorita—dijo después Ivanov.

Al oír estas palabras, montó en cólera. Sus mejillas se pusieron más rojas aún, sus ojos lanzaban fuego y llamas. Le confieso a usted que al verla así tuve miedo y no me atreví a acercarme.

Pero Ivanov, que estaba borracho, no se preocupó de ello.

—Es mi deber—insistió. Tengo instrucciones formales.

Pero ella, llena de indignación, le gritó que no permitiría que se la registrara. Su rostro había palidecido. Sus ojos estaban sombríos. Golpeando encolerizada el suelo con el pie, pronunciaba palabras irritadas. Tan grande era su ira, que aun el mismo Ivanov retrocedió. El jefe de la prisión estaba también asustado y le ofreció un vaso de agua para calmarla. "Tranquilícese usted, se lo suplico. ¡Tenga usted piedad de sí misma!" Pero ella, indignada, le arrojó estas palabras: "Todos vosotros sois bárbaros, esclavos!" Aquella joven no tenía respeto ni para con los jefes. "Esto ya es demasiado—me dije yo. ¡Verdaderamente, es un viborilla!" No había que pensar en registrarla. El jefe la condujo a otra habitación, acompañada de una vigilanta de las presas. Un momento después volvieron a salir. "No llevaba nada sobre sí"—declaró el jefe. "Esta mujer la ha registrado." Ella le miró a la cara burlonamente, como queriendo subrayar su victoria. Ivanov, descontento, grufía que aquello iba contra la ley, que era deber suyo el registrarla; pero el jefe, viéndole borracho, no le hizo caso.

Partimos. Cuando atravesábamos la ciudad, ella miraba por la ventanilla del coche, como si quisiera despedirse o esperara ver a algún conocido.

Pero Ivanov cerró la ventana y bajó la cortina.

Entonces se acurrucó en un rincón y evitó el mirarnos. Yo tenía tanta compasión de ella, que alcé una punta de la cortina, como si yo mismo hubiera querido mirar a la calle; pero, en realidad, para que ella pudiera ver algo. Pero ni siquiera echó una mirada; acurrucada en el rincón, se mordía con cólera los finos labios.

En seguida tomamos el tren. Era un hermoso día otoñal del mes de septiembre. El sol alumbraba bien, pero calentaba poco; además, hacía viento; pero ella no se preocupó de esto, y abrió la ventanilla del coche. Según el reglamento, las ventanas deben permanecer cerradas, pero yo no me atreví a decírselo. Ivanov se había dormido desde que había entrado en el tren; era, pues, yo solo el que tenía que vigilarla. Al fin, después de largas vacilaciones, me acerqué a ella y le dije tímidamente:

—Señorita, cierre usted la ventanilla!

Ninguna respuesta, como si no hubiera ha1 i 185 blado con ella. A los pocos instantes le dije de nuevo:

—Señorita, hace fresco, va usted a coger frío.

Entonces se volvió hacia mí y me miró sorprendida con sus grandes ojos negros.

—¡Déjeme usted en paz!

Y se puso a mirar de nuevo por la ventanilla.

Yo me encogí de hombros y retrocedí algunos pasos.

Se diría que se había tranquilizado algo. A ratos, cerraba la ventana y se envolvía en su capa:

hacía bastante frío; pero a los pocos momentos, se ponía de nuevo a la ventana, a pesar de la frialdad del viento, y miraba ávidamente los campos. Tras una larga estancia en la prisión, la extensa vista que contemplaba a lo largo de la vía férrea, la apasionaba. Hasta se había puesto más alegre, y una sonrisa de júbilo florecía, a veces, en su rostro. Era un verdadero placer mirarla en aquellos momentos...

Calló el sargento, sumido durante algunos instantes en sus recuerdos. Luego continuó:

—Naturalmente, todo esto era nuevo para mí.

Después, me he acostumbrado; he hecho luego no pocos viajes con deportados políticos. Pero la primera vez me daba mucha pena. "¿Dónde llevamos a esta pobre niña?"—me preguntaba yo mismo. Además preciso es que se lo diga a usted todo, además se me había ocurrido una idea:

"Si pidiera permiso para casarme con ella?"me decía yo. Le haría olvidar todas aquellas tonterías, tanto más cuanto que yo soy soldado y conozco mi deber." Naturalmente, entonces era yo joven y muy tonto. Ahora comprendo toda la estupidez de aquel proyecto. Después se lo conté a nuestro pope, al confesarme, y me reprendió severamente: "Eso está muy mal—me dijo—; tanto más cuanto que ella, sin duda, ni siquiera creería en Dios..." Desde Kostroma seguimos nuestro camino en una "troika" (1)—. Ivanov estaba casi siempre borracho. Después de haber bebido "vodka", se dormía en el coche y no se despertaba más que para beber de nuevo. Viéndole así, yo temía que perdiera el dinero que llevaba. Por otra parte, aquel borracho molestaba visiblemente a nuestra señorita. Al verle al lado suyo, borracho hasta perder el sentido, como un cuerpo inerte, roncando brutalmente, la señorita mostraba en su rostro una expresión de profundo disgusto, como si aquello no fuera un hombre, sino algún sucio animal. Se apretaba en su rincón, procurando no rozarse con él. Yo iba al lado del cochero. El viento era frío, y me helaba los huesos. Ella tosíu mucho se llevaba el pañuelo a la boca. De pronto vi que el pañuelo estaba manchado de sangre.

Esto me conmovió dolorosamente.

—¡Ah, señorita!—le dije—.¡Está usted tan enferma, y, sin embargo, ha partido para un viaje tan largo!

(1) Carruaje de tres caballos.

i 187 Alzó sus grandes ojos hacia mí, me miró fijamente y se enfadó.

¡Qué animal es usted!—me dijo. ¿No comprende usted que yo no hago este viaje por mi gusto? ¡Es extraordinario! ¡Me lleva él mismo y tiene todavía la impertinencia de manifestarme su piedad!

—Debiera usted pedir—le dije que la pusieran en el hospital. Es imposible hacer un viaje tan largo en el estado de salud de usted y con un tiempo semejante...

—¿Dónde se me conduce?—preguntó.

Nos está formalmente prohibido decir a los deportados adónde se les lleva. Viendo que no me atrevía a decírselo, volvió la cabeza.

—Pues bien, ya que no me lo quiere usted decir, al menos no me fastidie con su piedad.

Entonces no pude resistir más y le dije el sitío de su destino.

—Ese es. Ya ve usted, está muy lejos, muy lejos...

Apretó los labios, frunció las cejas, pero no dijo nada.

—Sí, señorita—proseguí—. Es usted todavía joven y no comprende las cosas. Es un sitio muy malo.

Me miró de nuevo fijamente, y dijo:

—Se engaña usted. Lo sé muy bien, pero no quiero que me lleven al hospital. Si he de morir, prefiero morir en libertad, entre los míos. Quizá me cure, y en ese caso, mejor estoy entre los míos que no tras una reja. No es el frío lo que me ha puesto enferma.

No comprendí lo que entendía por estar entre los suyos.

—¿Acaso tiene usted allí parientes ?—le pregunté.

—No, no tengo allí ni parientes ni conocidos.

No conozco en absoluto la población adonde voy; pero creo que habrá allí deportados políticos, camaradas.

Me sorprendió mucho que llamara suyos a gentes a quienes no conocía; me decía yo mismo que era ingenuo esperar le dieran aquellas gentes asilo y alimento, si ella no llevaba dinero. Pero no me atreví a decírselo porque vi que estaba disgustada y arrugaba de nuevo las cejas. "Veremos pensaba yo—. Si cree que allá, entre los suyos, como ella los llama, todo se arreglará a maravilla, va a sufrir una gran decepción..." Al caer la noche, las gruesas nubes grises descendieron más abajo, el viento se hizo más fuerte y empezó a llover. El camino se puso imposible de barro. Yo estaba manchado de lodo, y la pobre muchacha también. El viento era muy desagradable. Verdad es que el carruaje estaba cubierto por una tela, pero esto no servía gran cosa; el agua pasaba por todas partes. La señorita sufría mucho. Temblaba todo su cuerpo, tenía los ojos cerrados. Las gotas de agua corrían por sus mejillas pálidas, pero no se movía, como si hubiera perdido el conocimiento.

Yo estaba asustado. Aquello podía acabar mal.

Ivanov, borracho, dormía como un bruto, y yo...

¿Qué podía hacer? Era mi primer viaje y no tenía experiencia ninguna.

Por fin llegamos a Iaroslav. Desperté a Ivanov y entramos en el parador. Dije que nos dieran el samovar para que la joven entrara un poco en calor.

Desde Iaroslav podíamos seguir nuestro viaje embarcados, pero el reglamento prohibe conducir en barco a los deportados. Esto sería más rápido y, por consecuencia, podíamos hacer algunas economías, guardándonos parte del dinero que se nos había dado para el viaje. Pero no nos atrevíamos; cerca de los barcos que salían había siempre policías y gendarmes, que nos hubieran denunciado.

¡Yo no voy más en carruaje!—nos dijo la señorita. Si ustedes quieren... me pueden llevar en un barco...

Ivanov, que cuando se despertaba se ponía de muy mal humor, le respondió brutalmente:

—No se le pregunta a usted su opinión. La llevaremos donde y como queramos.

No le contestó nada, pero volvió la cabeza hacia mí y dijo:

—Me ha oído usted? No iré más en carruaje.

Llamé a Ivanov aparte y, en voz baja, le expuse mis razones.

—Hay que llevarla embarcada. Esto es ganancia para usted, pues el dinero quedará en su poder.

Consentía, pero tenía miedo.

—En esta población hay un coronel... Podríamos tener qué sentir... Si quieres, vete a pedirle permiso; yo me siento mal.

El coronel vivía muy cerca.

—No—dije a Ivanov—. Vamos todos con la señoritame atrevía a dejarla sola con mi compa ñero; podía dormirse éste, y ella, sin vigilancia, huir o... ¡quién sabe!... suicidarse.

Los tres fuimos a ver al coronel.

—¿Qué hay?—nos preguntó.

La señorita le expuso la situación; pero en vez de hablar respetuosamente, de suplicarle, usó expresiones muy severas: "Usted no tiene derecho!" "Esto es cruel!", y así por el estilo,, como todos ustedes, los revolucionarios, acostumbran a hablar a los jefes. Cuando acabó, él le respondić cortésmente:

—No puedo hacer nada... Es la ley...

Ella enrojeció de cólera, y sus ojos se pusieron como carbones candentes.

—La ley!—exclamó con desprecio y con una risa maligna.

—Sí, la ley—subrayó el coronel.

Estaba yo tan angustiado, que, olvidando toda disciplina, me dirigí al coronel:

—Naturalmente, mi coronel, según la ley, no se puede, pero... puesto que está tan enferma...

El coronel fijó en mí una mirada severa.

—¿Cómo te llamas?—me preguntód by —4

I

1 K Y añadió, dirigiéndose a ella:

—Si está usted enferma, señorita, puedo ordenar que la lleven al hospital de la cárcel.

Ella volvió la cabeza y salió sin decir una palabra. Nosotros la seguimos. Quizá tuviera razón para temer el hospital, especialmente en aquella ciudad que no conocía.

Había que resignarse. Ivanov estaba muy enfadado contra mí.

—La culpa es tuya!—me gritó—. Ahora nos van a fastidiar por todas partes.

Luego mandó enganchar los caballos para continuar inmediatamente nuestro camino. Ni siquiera quiso pasar la noche en la ciudad.

Nos acercamos a la señorita.

1 —Vamos, señorita! El coche está en la puerta.

Acababa de echarse en el canapé para entrar un poco en calor. Al oír nuestra invitación se estremeció, se puso de pie, se irguió fieramente ante nosotros y, mirándonos fijamente con su mirada inolvidable, nos arrojó a la cara estas palabras:

—¡Malditos seáis!

Siguió hablando; pero las palabras que decía eran para mí desconocidas y no las comprendí.

Parecía ruso lo que hablaba; pero para mí era una lengua extraña.

—Seal—dijo finalmente. Puesto que sois los amos, podéis matarme. Haced lo que queráis. Os obedezco.

El samovar estaba en la mesa; pero ni siquiera tomó te. Yo e Ivanov nos echamos nuestro te en la taza. Eché otra taza para ella. Se la ofrecí, y le ofrecí también el pan blanco que teníamos.

—Beba usted esto con pan—le dije—. Le calentará un poco. Antes de partir, le hará bien...

En este momento se estaba calzando sus chanclos. Al oír mi ofrecimiento volvió hacia mí la cabeza, se encogió de hombros y dijo:

—Es chusco el hombre éste! Me parece que está usted loco... ¿Ha podido usted pensar ni por un solo instante que yo iba a beber su te?

Mi amor propio quedó cruelmente herido. Aun ahora, cuando recuerdo aquello, siento un dolor.

¡Como si fuéramos leprosos para ella! Usted, por ejemplo, señor, come y bebe con nosotros. Lo mismo hacía el señor Rubanov, el último que hemos conducido, y que, sin embargo, era hijo de un oficial.

La señorita ordenó que le dieran un samovar aparte y en otra mesa. Naturalmente, pagó el doble, a pesar de que toda su fortuna consistía en un rublo y veinte copecas.

III

Calló, y durante algún tiempo reinó el silencio, cortado tan sólo por la respiración del otro guardia y por el ruido de la tempestad.

—No duerme usted?—me preguntó mi interlocutor.

1 i ● 193 —No. Continúe usted, se lo ruego. Le escucho.

—Sí—continuó—. He sufrido mucho por causa de ella. Durante toda la noche, mientras íbamos de camino, llovió y el tiempo fué muy malo. Yo no veía a la señorita, porque había mucha obscuridad, y, sin embargo, diríase que la tenía constantemente delante de los ojos, con su rostro enfadado, temblando de frío, descompuesta por la cólera. En el momento de ponerse en camino la quise abrigar con mi pelliza. "Póngasela—le dije—» eso la calentará algo." Pero ella la rechazó desdeñosamente. "Es de usted, y no la quiero." Era verdad, la pelliza era mía, pero empleé un pequeño ardid. "No—le respondí—, no es mía; nos la han dado para usted." Solamente entonces accedió a ponérsela.

Pero la pelliza no le sirvió gran cosa; al romper el alba, cuando hubo alguna claridad, miré a la joven y mi corazón se oprimió. ¡Qué desgraciada parecía!

Ordenó en seguida a Ivanov que cambiara de sitio conmigo. El no se atrevió a desobedecer. Me senté al lado de ella.

Estuvimos caminando tres días y tres noches sin detenernos en ninguna parte para pernoctar; según el reglamento, no teníamos derecho a detenernos por la noche más que en las poblaciones donde hubiera puestos militares. Y en nuestro recorrido no las había.

Al fin llegamos a nuestro punto de destino. Yo tuve una alegre sorpresa cuando vi la población

EL DIA

I

1

I

I que se nos había indicado. Debo decirle a usted que en las últimas horas de camino me vi casi obligado a sostenerla entre mis brazos. Permanecía en el carruaje sin conocimiento, y a veces, cuando había alguna sacudida, su cabeza chocaba fuertemente contra el vehículo. Entonces yc la sujetaba con mi mano derecha, así continuamos nuestro viaje. Primero, ella me rechazaba.

"¡Quítese usted, no me toque!" Pero después se resignó, quizá porque había perdido la conciencia; tenía los ojos cerrados, el rostro sin la expresión de cólera, más dulce que de costumbre.

En ciertos momentos, hasta sonreía dormida, se ponía más contenta se estrechaba contra mí.

Probablemente, la pobre tenía en aquellos momentos sueños alegres.

Cuando nos acercábamos a la ciudad se despertó y se levantó. La lluvia había cesado, y el sol apareció en el cielo. Nuestra señorita se puso más alegre.

No pudo permanecer en aquella ciudad, y tuvinios que conducirla más lejos. Antes de nuestra partida se reunieron muchas personas en el puesto de Policía donde nos hallábamos: señoritas jóvenes, estudiantes—probablemente deportados políticos también—. Todos le hablaban como si la conocieran desde hace largo tiempo, le tendían la mano, le preguntaban; le dieron dinero y ur chal de mucho abrigo para cubrirse er el camino.

Partimos. Estaba de mejor humor; pero tosía mucho. A nosotros, ni siquiera nos miraba.

Pronto llegamos a otra población mucho más pequeña; era la que se había designado para su residencia. Allí la entregamos a la Policía. En cuanto entró en el puesto de Policía, preguntó al primero que vió: "Habita aquí el señor Riazanov?" "Si"—le respondieron. El jefe de Policía le preguntó dónde se iba a instalar. "No sé—contestó—; mientras tanto iré a casa de Riazanov." El jefe movió la cabeza, pero ella no hizo caso. Tomó su paquete y se fué. A nosotros ni siquiera nos dijo adiós.

IV

Calló de nuevo, creyendo, probablemente, que me había dormido.

—¿No la volvió usted a ver?—le pregunté.

—Sí, la volví a ver—; pero hubiera preferido no verla más, a verla de aquel modo... Fu poco tiempo después. Cuando estuvimos de vuelta de Siberia, se nos volvió a mandar allí otra vez para acompañar a un estu liante llamado Zagrasky. Era un hombre muy alegre; cantaba bien y no se negaba nunca a tomar una copita. Iba deportado más lejos que nuestra señorita. Pero teníamos que pasar precisamente por la población donde ella habitaba. Yo tenía grandes deseos de saber qué había sido de ella. Pregunté si seguía allí: “Síme dijeron, está aquí; pero se conduce de un modo extraño: desde que llegó, se instaló en casa de Riazanov y no ha salido nunca." Unos me decían que no salía porque estaba enferma; otros, que se había hecho querida de Riazanov. La gente suele ser maliciosa y le gusta charlar. Me acordé de sus palabras cuando decía que quería morir entre los suyos. Finalmente, experimenté un gran deseo, casi irresistible, de verla. Y me decidí a ir, tanto más cuanto que ella no había tenido motivos para detestarme demasiado; no fuf malo para ella.

Fuí. Me dijeron su dirección. Era en el extremo del pueblo. La casita era muy pequeña; la puerta de entrada, muy baja. Entré. Todo estaba muy limpio; la habitación era clara; en un rincón había un lecho, separado del otro rincón por una cortina. Muchos libros sobre la mesa y en estantes. A un lado, un taller muy pequeño, con un .banco.

Ella estaba sentada en la cama, cosiendo. El señor Riazanov estaba a su lado, en un banquito, y le leía una cosa en voz alta. Tenía un aire grave con sus lentes. Cuando me vió ella se estremeció, cogió la mano de Riazanov y se quedó como muerta. Me miró fijamente con sus grandes ojos, llenos de cólera, que yo conocía tan bien. No había cambiado; sólo su rostro se había puesto mucho más pálido. El se asustó. “¿Qué tiene usted?

—preguntó—. Tranquilicese." No me había visto entrar. Ella le soltó la mano y dijo: "¡Adiós! Bien veo que ni siquiera me quieren dejar morir tranquila." En este momento, él volvió la cabeza ha—

1 cia la puerta y me vió. Se lanzó furioso hacia mí.

Creí que me iba a matar y tuve un momento de miedo, tanto más cuanto que me pareció un hombre muy robusto...

Comprenderá usted que habían creído que yo iba a buscarla para llevarla otra vez a otra parte.

Pero él comprendió en seguida su error: yo estaba a la puerta, muy confuso; además, iba solo, mientras que si hubiera ido a buscarla, iríamos dos, como se hace habitualmente.

Entonces Riazanov se volvió hacia ella: "Cálmese usted; no es nada." Después, dirigiéndose a mí: "¿ Qué viene usted a hacer aquí?" Expliqué que nada tenía que hacer allí, que había venido solamente por verla. "La señorita estaba enferma cuando la traje, y quería ver cómo se encontraba ahora." El me miró con más benevolencia; pero ella siguió encolerizada. ¿Y por qué? Ivanov, mi colega, fué malo con ella; pero de mí no había tenido queja.

El comprendió lo que pasaba y se echó a reír.

"Ya ve usted—le dijo—, tenía yo razón." Probablemente, habían hablado de mí cuando ella le contara nuestro viaje.

Perdóneme usted si la he asustado—dije yo. Si he venido en un mal momento, me iré.

No se enfaden conmigo.

El se levantó y me tendió la mano.

—Hasta la vista; pero cuando usted vuelva, venga a vernos.

Ella nos miró a los dos y sonrió con maldad.

No comprendo por qué le invita usted a venir. Nada tiene que hacer aquí.

—Eso no importa—respondió—. Que venga de todos modos, si quiere.

Y dirigiéndose a mí, añadió:

—Sí, venga a vernos si quiere.

Hablaron largo rato entre ellos. Yo no los entendía; ustedes, las personas instruídas, hablan a veces de un modo incomprensible. Además, tenía que irme: veía bien que allí estaba estorbando.

Y me fuí.

Condujimos a nuestro estudiante al sitio designado y volvimos de nuevo a aquella población. El jefe de Policía nos dijo: "He recibido una orden telegráfica para que os quedéis aquí hasta nuevo aviso." Naturalmente, nos quedamos allí.

Y de nuevo fuí a casa del señor Riazanov. Decidí no entrar en la casa; quería solamente informarme de cómo seguía la señorita, preguntándoselo al dueño de la casa. Este me dió malas noticias.

—Está muy enferma. Temo que muera muy pronto. Lo peor es que antes de morir no querrá recibir los Sacramentos.

En este momento apareció en el umbral el señor Riazanov. Me saludó y me dijo:

—¿Otra vez por aquí? Bien, entre usted.

Entré en la casa, andando de puntillas, seguido de Riazanov. Ella me miró.

—De nuevo viene aquí ese hombre extraño ?

1 I preguntó. Le ha invitado usted, probablemente?

—No—respondió Riazanov—. Ha venido por su propia buena voluntad.

Me sentí ofendido.

—¿Qué es lo que tiene usted contra mí, señorita?—le dije. ¡Se diría que soy su enemigo!

—Pues naturalmente. Usted es un enemigo.

Su voz era débil, dulce; sus mejillas estaban sonrosadas. Era tan bella en aquel momento, que yo la hubiera estado mirando sin cesar. Veía bien que no viviría mucho tiempo, y me dije que tería que pedirle perdón; de otro modo, se iría de este mundo sin haberme perdonado.

—Perdóneme usted—le dije—si le he hecho algún daño.

Ella se enfadó nuevamente.

—Perdonarle? ¡Jamás! No piense usted en ello. Voy a morir pronto, pero no le perdonaré. Sépalo bien.

Empezaron a hablar los dos. Yo no entendía más que a medias, porque empleaban expresiones sabias; pero algo se me ha quedado en la memoria.

— No es un gendarme el que ha venido aquí—1:

dijo él. Era gendarme cuando la custodiaba a usted, como había custodiado a muchos otros. Entonces estaba de servicio, sometido a la disciplina. Pero no ha venido aquí por disciplina, sino por su propia iniciativa. Que él mismo se lo diga a usted...

1 i Y luego, dirigiéndose a mí:

— Cómo se llama usted?

—Esteban.

—Y el nombre paterno?

—Petrovich.

—Pues bien, Esteban Petrovich, díganos: ¿ha venido usted aquí de buen grado, guiado por un sentimiento humanitario? ¿No es eso?

—Naturalmente respondí yo. Quería ver como seguía la señorita, y ninguna relación tiene esto con el servicio. Al contrario: si los jefes su pieran que vengo aquí, tendría que sentir. Hay niucha severidad en esto.

—Ya lo ve usted—dijo él a la señorita, cogiéndole la mano.

Pero ella la retiró.

—Nada tiene eso que ver!—respondió—. Ve usted cosas que no existen; pero nosotros, yo y él—me indicó con la mirada—somos gentes sencillas; ya que somos enemigos, no procuramos ocultarlo ni disfrazarlo con buenas palabras. Ellos deben perseguirnos, vigilarnos; nosotros debemos luchar contra ellos por todos los medios posibles ¡Esto es claro! Mírele usted—me indicó de nuevo con la mirada—; está ahí escuchándonos, y si comprendiera lo que hablamos, haría una información por escrito a sus jefes.

Entonces él se volvió hacia mí y me miró a la cara, a través de los lentes, con sus ojos bondadosos.

F 201 —Lo oye usted? ¿Qué dice usted a esto?

Bien sé yo que usted no merece esa ofensa.

En parte, ella tenía razón: la disciplina exige que nosotros, los gendarmes, pongamos en conocimiento de los jefes todo lo que oímos de antigubernamental, aunque sea nuestro mismo padre quien lo diga. Pero puesto que yo no había ido allí en comisión de servicio, no tenía la menor intención de hacer uso alguno de lo que oyera, y las sospechas de la señorita me hicieron daño en el corazón.

Quise irme, pero Riazanov me detuvo.

—Oye, Esteban Petrovich, no te vayas aún.

Y después, volviéndose hacia ella, añadió:

—Está mal hecho eso que usted hace. Puede usted no perdonarle, no reconciliarse con él. Pongamos que es su enemigo, pero... un enemigo también puede tener sentimientos humanos. Esto es lo que no quiere usted comprender. Es usted una sectaria...

—Y usted es un hombre indiferente absorto en sus libros.

El se estremeció, como si le hubiera pegado.

Hasta ella misma se asustó.

— Indiferente, dice usted? Sabe usted misma que eso no es verdad.

—Quizá. Pero ¿ha dicho usted la verdad en lo que me concierne a mí?

—Sí, es muy verdad. Es usted una aristócrata incorregible. Es la vieja sangre de los grandes señores Morosov la que circula por sus venas.

Se quedó pensa'tiva. Luego, tendiéndole la niano, dijo:

— Sí, quizá tenga usted razón!

Yo seguía allí como un idiota. Tenía el corazón contristado.

Entonces ella se volvió hacia mí, me miró sin cólera y me tendió la mano.

—Oigame usted bien: somos enemigos hasta la muerte, pero... ahí va mi mano. Deseo que sea usted algún día un verdadero hombre a pesar y aun contra la disciplina.

Después, lanzando una mirada a Riazanov, dijo:

—Estoy cansada!

Sali. Riazanov me siguió. Nos detuvimos en el patio. Noté que tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Oiga usted, Esteban Petrovich—me dijo—.

¿Estará usted en esta población mucho tiempo aún?

—No lo sé. Quizá tres días.

—Pues bien, si usted quiere, puede volver otra vez. Parece que no es usted un mal hombre.

—Le pido perdón—dije, por haber asustado a la señorita.

—La próxima vez, entre usted primero en el cuarto de la dueña de la casa.

—Bien... Yo le quisiera preguntar una cosa:

Ha dicho usted ahora mismo que la señorita provenía de los viejos señores de Morosov... ¿Es verdad eso?

—Verdad o no, lo cierto es que tiene un carácter duro. Puede romperse, pero no inclinarse. Las naturalezas como la suya no se dejan doblar...

Usted mismo tiene pruebas de ello...

Y nos separamos.

V

Poco después, murió. No asistí al entierro; el jefe de Policía me había llamado para una comisión.

Al día siguiente encontré a Riazanov. Era terrible su aspecto. Antes era muy bueno para mí, pero esta vez me lanzó miradas furiosas. En el primer momento me tendió la mano, pero la retiró inmediatamente y volvió la cabeza.

—Vete, te lo ruego. No puedo mirarte ahora.

Y se alejó con la cabeza baja.

Una honda tristeza invadió mi corazón. En dos días no pude comer nada. Luego, no he podido recuperar la tranquilidad. Siempre estoy pensando en esta historia...

Al otro día nos anunció el jefe de Policía que había llegado orden de marcha. Teníamos que conducir a otro sitio a la pobre señorita. ¡Era demasiado tarde! Dios mismo la había conducido ya al otro mundo...

...Pero no se ha acabado todavía. El destino me hizo pasar por una nueva prueba. Verá lo que me sucedió.

Cuando yo e Ivanov íbamos de vuelta, nos detuvimos una vez en un parador del camino. Entramos y vimos sobre la mesa un samovar hirviendo y diferentes cosas de comer. Sentada a la mesa había una vieja. La dueña del parador le hacía compañía. La vieja era pequeña, limpísima, alegre y muy charlatana. Hablaba sin cesar de sus asuntos personales.

—Y entonces—contaba—hice la maleta, vendi la casa en que había heredado de mis padres, y ¡en camino para ver a mi hija querida! ¡Me imagino lo contenta que se pondrá! Naturalmente; me va a reñir un poquito, hasta va a enfadarse al verme venir de tan lejos; pero así y todo, se pondrá contenta. Ella me escribía y me mandaba que me quedase donde estaba y no me moviese. "Ni siquiera hay que pensar en ello!"me decía. Pero yo no le hice caso, y heme aquí en camino, para donde está ella...

El oír estas palabras fué para mí como si me hubieran dado un puñetazo en el pecho. Pasé a la cocina y pregunté a la cocinera:

—¿Quién es esa anciana?

—Esa? La madre de la señorita que usted condujo la otra vez que pasó usted por aquí.

Sentí que se me doblaban las piernas. La cocinera, asustada, preguntó:

Pero, ¿qué le pasa a usted?

—Cállese, que no nos oiga: la señorita ha muerto...

La cocinera que, sin embargo, no era de una moral irreprochable y se dejaba, galantear por 1 !

todos los viajeros—se echó a llorar amargamente y se fué al patio.

Yo también me puse mi gorra y salí. La vieja seguía refiriendo, muy contenta y llena de alegría, su decisión de permanecer con su hija querida. Su voz me inspiraba un verdadero terror.

Jamás podré olvidar aquello...

205 Me marché a pie por el camino, sin darme cuenta de dónde iba. Después, Ivanov vino a buscarme con el carruaje y seguimos nuestro viaje..

VI

...Pues... Esto es todo. El jefe de Policía me denunció porque visitaba a los deportados políticos. El coronel de Kostroma hizo también un informe sobre mi intervención a favor de la señorita. Mi jefe se enfadó mucho y no quiso nombrarme sargento.

—No eres digno de ser sargento: te conduces como una vieja!

Esto me ha dejado completamente indiferente, y en nada he sentido haber caído en desgracia con mis jefes.

Desde entonces; siempre estoy pensando en la señorita: la estoy viendo como si estuviera viva ante mí, con su rostro enfadado, sus grandes ojos brillantes de cólera... Esa imagen me persigue...

¿No duerme usted, señor?...

No, yo no dormía. No podía dormir: me figuraba la casita perdida en la "taiga", y la triste paz de la joven muerta se presentaba a mis ojos en las tinieblas, entre los sordos gemidos del viento frío del invierno.

FIN