Igualdad Capítulo 16

Igualdad
de Edward Bellamy
Capítulo XVI: Una excusa que condenaba

"He leído," dijo Edith, "que nunca hubo un sistema de opresión tan malo que aquellos a los que beneficiaba no reconociesen el sentido moral hasta el punto de fabricarse alguna excusa. ¿Era el viejo sistema de distribución de propiedad, mediante el cual los pocos tenían a los muchos en servidumbre mediante el miedo a morir de hambre, una excepción a esta regla? A buen seguro, los ricos no podrían haber mirado a la cara a los pobres a no ser que tuviesen alguna excusa que ofrecer, algún color de razón que dar ante el cruel contraste entre sus condiciones."

"Gracias por recordarnos este punto," dijo el doctor. "Como dices, nunca hubo un sistema tan malo que no se fabricase una excusa. No sería estrictamente justo con el viejo sistema desestimarlo sin considerar la excusa fabricada para él, aunque, por otra parte, sería realmente más amable no mencionarla, porque era una excusa que, lejos de excusar, proporcionaba un fundamento adicional para condenar el sistema que se encargaba de justificar."

"¿Cuál era la excusa?" preguntó Edith.

"Era la pretensión de que, como una cuestión de justicia, cada uno tiene derecho al efecto de sus cualidades--es decir, al resultado de sus habilidades, al fruto de sus esfuerzos. Siendo diferentes las cualidades, habilidades y esfuerzos de diferentes personas, naturalmente adquirirían ventaja sobre otros en la consecución de riqueza, como en otros sentidos; pero como esto estaba de acuerdo con la Naturaleza, se urgía que debía ser correcto, y nadie tenía ningún derecho a quejarse, a no ser al Creador.

"Ahora bien, en primer lugar, la teoría de que una persona tiene derecho, cuando trata con sus semejantes, a tomar ventaja de sus superiores capacidades, no es otra cosa que una expresión, dando un ligero rodeo, de la doctrina de la ley del más fuerte. Precisamente para evitar que se hiciese esto, el policía se ponía en la esquina, el juez se sentaba en el tribunal, y el verdugo obtenía sus propinas. Toda finalidad y cantidad de civilización ha sido de hecho reemplazar la ley natural de la fuerza superior por una igualdad artificial mediante la fuerza de la ley, por la cual, haciendo caso omiso de las diferencias naturales, los débiles y simples fueron hechos iguales a los fuertes y astutos por medio de la fuerza colectiva prestada a ellos.

"Pero mientras los moralistas del siglo diecinueve negaron tan drásticamente como nosotros el derecho de las personas a sacar ventaja de sus superioridades en el trato directo por medio de la fuerza física, sostuvieron que podrían hacerlo con razón cuando los tratos fuesen indirectos y llevados a cabo por medio de cosas. Es decir, una persona no podría hacer tanto como empujar a otra mientras bebía un vaso de agua, para que no se derramase, pero podría adquirir la fuente de agua de la cual la comunidad dependiese por completo y hacer que la gente pagase un dólar por gota de agua o que, si no, se marchase sin agua. O si llenaba la fuente de manera que se privase de agua a la población bajo cualquier condición, sostenía que actuaba dentro de su derecho. No podía quitar por la fuerza un hueso a un perro de un vagabundo, pero podría acaparar el suministro de grano de una nación y reducir a millones de personas a la muerte por hambre.

"'Si tocas el medio de vida de un hombre, le tocas a él', parecería que se trata de una verdad tan clara como puede ser dicha con palabras; pero nuestros antepasados no tenían la menor dificultad en eludirla. 'Desde luego,' decían 'no debes afectar al hombre; poner un dedo sobre él sería un asalto castigable por la ley. Pero su medio de vida es una cosa muy diferente. Eso depende del pan, la carne, el vestido, la tierra, las casas, y otras cosas materiales, de las cuales tienes un derecho ilimitado de apropiarte y disponer de ellas como te plazca sin la más mínima consideración de si dejas algo para el resto del mundo.'

"Creo que apenas necesito insistir en la total falta de cualquier justificación moral para la diferente regla que nuestros antepasados siguieron para determinar qué uso podrías hacer de tus superiores poderes, con razón, al tratar con tu vecino directamente mediante la fuerza física e indirectamente mediante la coacción económica. Ya nadie puede tener más derecho u otro derecho a quitar el medio de vida a otro mediante superior habilidad económica o astucia financiera, que si utilizase un garrote, sencillamente porque nadie tiene ningún derecho a sacar ventaja de nadie o tratar con él de otro modo que no sea con justicia, por los medios que sean. Siendo el fin en sí mismo inmoral, los medios empleados no podrían constituir ninguna diferencia. Los moralistas, no teniendo más remedio, argumentaban que un buen fin puede justificar malos medios, pero nadie, creo, fue tan lejos como para pretender que los buenos medios justificaban un mal fin; aun así esto era precisamente lo que los defensores del viejo sistema de propiedad aducían cuando argumentaban que era correcto que un hombre quitase el medio de vida a los demás y los hiciese sus sirvientes, con tal que su triunfo resultase de un superior talento o una más diligente dedicación a la adquisición de cosas materiales.

"Pero, de hecho, la teoría de que el monopolio de la riqueza podría ser justificado por la superior habilidad económica, incluso si fuese moralmente válido, en absoluto habría encajado en el viejo sistema de propiedad, porque de todos los planes concebibles para distribuir la propiedad, ninguno podría haber desafiado de manera más absoluta toda noción de merecimiento basado en el esfuerzo económico. Ninguno podría haber estado equivocado de un modo más absoluto, si fuese verdad que la riqueza debería ser distribuída conforme a la habilidad y laboriosidad mostrada por los individuos."

"Toda esta conversación comenzó con la discusión sobre la fortuna de Julian. Ahora diganos Julian, ¿era su millón de dólares el resultado de su habilidad económica, el fruto de su laboriosidad?"

"Por supuesto que no," repliqué. "Cada céntimo de ella era heredado. Como a menudo le he dicho, nunca en la vida moví un dedo de una manera útil."

"¿Y era usted la única persona a quien la propiedad le vino por abolengo, sin esfuerzo de su parte?"

"Al contrario, el derecho por abolengo era la base y columna vertebral de todo el sistema de propiedad. Toda tierra, excepto en los nuevos países, junto con el grueso de las más estables clases de propiedad, era mantenido mediante ese derecho."

"Precisamente. Ya oímos lo que dice Julian. Mientras los moralistas y el clero justificaban solemnemente las desigualdades de riqueza y reprobaban el descontento de los pobres sobre la base de que aquellas desigualdades estaban justificadas por las diferencias naturales en habilidad y diligencia, sabían todo el tiempo, y todo el que les escuchaba lo sabía, que el principio fundamental de todo el sistema de propiedad no era la habilidad, el esfuerzo, o el merecimiento de ninguna clase, fuese cual fuese, sino meramente el accidente del nacimiento, ante lo cual, no hay ninguna pretensión posible que pudiera burlarse de la ética de un modo más absoluto.

"¡Pero, Julian," exclamó Edith, "seguro que debes de haber tenido alguna manera de excusarte en conciencia por retener, en presencia de un mundo necesitado, semejante exceso de cosas buenas como tenías!"

"Me temo," dije, "que no puedes imaginarte fácilmente lo callosa que era la cutícula de la conciencia del siglo diecinueve. Puede haber habido algunos de mi clase que estuviesen en el plano intelectual del pequeño Jack Horner en Mamá Ganso, quien llegó a la conclusión de que debía de ser un buen chico porque "sacó una ciruela", pero al menos yo no pertenecía a ese grado. Nunca di en pensar mucho sobre el asunto de mi derecho a una abundancia, que no había hecho nada por ganar, en medio de un mundo de trabajadores hambrientos, pero en ocasiones, cuando pensaba en ello, tenía ganas de anhelar el perdón del mendigo que pedía limosna, por estar en posición de dársela.

"Es imposible discutir en modo alguno con Julian," dijo el doctor; "pero había otros de su clase menos racionales. Arrinconados en cuanto a la argumentación moral sobre sus posesiones, reincidieron en la de sus antepasados. Argumentaban que esos antepasados, suponiéndoles que habían tenido derecho a sus posesiones por mérito, tuvieron como una eventualidad de ese mérito el derecho a dárselas a otros. Aquí, desde luego, confundían absolutamente las ideas de derecho legal y moral. La ley podría de hecho dar a una persona el poder de transferir un título legal de propiedad de cualquier modo que les resultase apropiado a los legisladores, pero el derecho meritorio a la propiedad, descansando, como lo hacía, sobre el merecimiento personal, no podría en la naturaleza de las cosas morales transferirse o adscribirse a ningún otro. El abogado más listo nunca habría pretendido que podría obtener un documento que pudiese transportar el menor ápice de mérito de una persona a otra, no importa cuán cercano fuese el lazo de sangre.

"En la antigüedad era costumbre hacer a los hijos responsables de las deudas de sus padres y venderlos como esclavos para satisfacerlas. A la gente de la época de Julian le pareció injusto infligir sobre la inocente progenie el castigo de las faltas de sus progenitores. Pero si esos niños no merecían las consecuencias de la vagancia de sus progenitores, no tenían más derecho de ninguna clase al producto de la laboriosidad de sus progenitores. Los bárbaros que insistieron en ambas clases de herencia eran más lógicos que los contemporáneos de Julian, quienes, rechazando una clase de herencia, retenían la otra. ¿Se dirá que al menos esta teoría de la herencia era más humana, aunque sesgada? Sobre ese punto debería usted haber sido capaz de obtener la opinión de las masas desheredadas, a quienes, por razón de la monopolización de la tierra y sus recursos, de generación en generación, por los poseedores de propiedad heredada, no se les dejaba ningún lugar para poder estar y ningún modo para vivir, excepto mediante el permiso de las clases que heredaban."

"Doctor," dije, "no tengo nada que ofrecer contra todo eso. Nosotros los que heredábamos nuestra riqueza no teníamos derecho moral para ello, y eso lo sabíamos tan bien como cualquier otro, aunque no se consideraba cortés referirse al hecho en nuestra presencia. Pero si voy a estar aquí en la picota como representante de la clase que heredaba, hay otros que deberían estar junto a mi. No éramos los únicos que no teníamos derecho a nuestro dinero. ¿No va decir nada sobre los que se lucraban, los bribones que juntaban grandes fortunas en unos pocos años mediante el fraude al por mayor y la extorsión?"

"Disculpeme, iba a ello precisamente," dijo el doctor. "Debéis recordar, señoras," prosiguió, "que los ricos, que en tiempos de Julian poseían casi todo lo de valor en todos los países, dejando a las masas meras migajas, eran de dos tipos: aquellos que habían heredado su fortuna, y aquellos que, como se decía, la habían hecho. Hemos visto hasta qué punto las clases que heredaban se justificaban en sus posiciones mediante el principio que el siglo diecinueve hacía valer como excusa para la riqueza--a saber, que los individuos tenían derecho al fruto de su trabajo. Investiguemos a continuación hasta qué punto el mismo principio justificaba las posesiones de los otros a quienes Julian se refiere, quienes pretendían que habían hecho su dinero ellos mismos, y demostraban una vida absolutamente dedicada desde la niñez a la vejez, sin descanso o respiro, a apilar ganancias. Ahora bien, desde luego, el trabajo en sí mismo, no importa cuán árduo, no implica merecimiento moral. Puede tratarse de una actividad criminal. Veamos si estos hombres que afirmaban que hicieron su dinero, tenían mayor derecho a él que la clase de Julian, mediante la regla, argumentada como excusa para la desigual riqueza, de que cada uno tiene derecho al producto de su trabajo. El enunciado más completo de este principio del derecho de propiedad, basado en el esfuerzo económico, que ha llegado hasta nosotros, es esta máxima: 'Cada hombre tiene derecho a su propio producto, todo su producto, y nada más que su producto.' Ahora bien, esta máxima tiene un doble filo, uno negativo y uno positivo, y el filo negativo es muy afilado. Si cada uno tiene derecho a su propio producto, nadie más tiene derecho a ninguna parte de él, y si se encontrase que lo que alguien ha acumulado contuviese algún producto no estrictamente suyo, estaría condenado como ladrón por la ley que él invocaba. Si en las grandes fortunas de los especuladores, los reyes del ferrocarril, los banqueros, los grandes terratenientes, y otros señores acaudalados que presumían que habían empezado su vida sin un chelín--si en esas grandes fortunas que crecen tan rápido como hongos hubiese algo que fuera verdaderamente el producto de los esfuerzos de alguien que no fuese el propietario, no era suyo, y su posesión le condenaba como ladrón. Si hubiese estado justificado, no debería ser más cuidadoso para obtener todo lo que fuese su propio producto que para evitar tomar nada que no fuese su produto. Si insistía sobre la libra de carne que le otorgaba la letra de la ley, debería ajustarse a la letra, observando el aviso de Portia a Shylock:



No cortes menos ni más
Sino justo una libra de carne; si te llevas más
O menos de justo una libra, sea tanto
Cuanto representa lo ligero o lo pesado en lo esencial,
O la división de la veinteava parte
De un pobre escrúpulo; aun así, si el fiel de la balanza se inclina
Tan sólo en la medida del grosor de un cabello,
Tú mueres, y tus bienes son confiscados.

¿Cuántas de las grandes fortunas amasadas por los hombres de su época que se hicieron a sí mismos, Julian, habrían aguantado esta prueba?"

"Digo con seguridad," respondí, "que no había ninguna de las muchas, cuyos abogados no le habrían avisado de que hiciera como hizo Shylock, y renunciase a su pretensión en vez de intentar ejercer presión a riesgo de castigo. Vaya, Dios mío, nunca habría habido ninguna posibilidad de hacer una gran fortuna en toda una vida si el que la hiciera se hubiese limitado a su propio producto. Todo el reconocido arte de hacer fortuna a gran escala consistía en artificios para conseguir la posesión del producto de otras personas sin abrir demasiada brecha en la ley. Había un dicho corriente y verdadero en la época: que nadie podía adquirir un millón de dólares honradamente. Todos sabían que era sólo mediante la extorsión, especulación, jugar con las acciones, o alguna otra forma de saqueo bajo el pretexto de la ley, como semejante hazaña podía ser consumada. Ustedes mismos no pueden condenar a los cormoranes humanos que apilaban estas masas de ganancias conseguidas ilegalmente, con mayor acritud que lo hacía la opinión pública de su propia época. La execración y el desprecio de la comunidad perseguía a los grandes amasadores de fortunas hasta sus tumbas, y con la mayor de las razones. No tengo nada que decir en defensa de mi propia clase, quienes heredábamos nuestra riqueza, pero de hecho la gente parecía tener más respeto por nosotros que por estos otros que pretendían haber hecho su dinero. Porque si nosotros los herederos declaradamente no teníamos derecho moral a la riqueza que no habíamos hecho nada por producir o adquirir, aun así no habíamos cometido ningún mal para obtenerla."

"Ya ve," dijo el doctor, "qué lástima habría sido si hubiésemos olvidado comparar la excusa ofrecida por el siglo diecinueve para la desigual distribución de la riqueza con los hechos reales de esa distribución. Los estándares éticos avanzan de época en época, y no siempre es justo juzgar los sistemas de una época mediante los estándares morales de una posterior. Pero hemos visto que el sistema de propiedad del siglo diecinueve no habría ganado nada via un veredicto más suave apelando a los estándares morales del siglo diecinueve desde los del veinte. No era necesario, para justificar su condena, invocar a la ética moderna de la riqueza, la cual deduce los derechos de propiedad de los derechos del hombre. Solamente era necesario aplicar a las realidades del sistema el alegato ético propuesto en su defensa--a saber, que cada uno tiene derecho al fruto de su propio trabajo, y que no tiene derecho al fruto del de nadie más--para no dejar piedra sobre piedra en toda la estructura."

"¿Pero no había, entonces, ninguna clase bajo su sistema," dijo la madre de Edith, "que incluso por los estándares de su época pudiese aducir un derecho tanto ético como legal a sus posesiones?"

"Oh, sí," repliqué, "hemos estado hablando de los ricos. Puede sentar como regla que los ricos, los poseedores de gran riqueza, no tenían derecho moral a ella en tanto que basada en el merecimiento, porque o sus fortunas pertenecían a la clase de riqueza heredada, o si no, si se habían acumulado durante una vida, necesariamente representaban, sobre todo, el producto de otros, obtenido más o menos por la fuerza o fraudulentamente. Había, sin embargo, un gran número de modestos medios de subsistencia, que eran reconocidos por la opinión pública como nada más que una justa medida del servicio prestado por sus poseedores a la comunidad. Por debajo de estos se encontraba la inmensa masa de los trabajadores que estaban casi por completo sin blanca, el auténtico pueblo. Aquí había de hecho una abundancia de derecho ético a la propiedad, porque estos eran los productores de todo; pero más allá de los andrajos que vestían, tenían poca o ninguna propiedad."

"Parecería," dijo Edith, "que, hablando en general, la clase que sobre todo tenía la propiedad, tenía poco o ningún derecho a ella, incluso conforme a las ideas de su época, mientras que las masas, las cuales tenían el derecho, tenían pocas o ninguna propiedad."

"En esencia ese era el caso," repliqué. "Es decir, si hacemos la suma de las propiedades poseídas por mero derecho legal a la herencia, y añadimos a ella todo lo que había sido obtenido por medios que la opinión pública sostenía que eran especulativos, abusivos, fraudulentos, o que representaban resultados en exceso para los servicios prestados, quedaría poca propiedad, y ciertamente ninguna en absoluto en cuantías considerables."

"De lo que el clero predicaba en tiempos de Julian," dijo el doctor, "uno habría pensado que la piedra angular de la Cristiandad era el derecho de propiedad, y el crimen supremo era la ilegítima apropiación de propiedad. Pero si robar significaba solamente tomar de otro aquello a lo cual tenía un derecho ético válido, debe de haber sido uno de los crímenes más difíciles de cometer por falta de requisito material. Cuando uno tomaba las posesiones de los pobres era razonablemente seguro que estaba robando, pero entonces no tenía nada que llevarse."

"Lo que a mi me parece que es lo más completamente increíble de toda esta terrible historia," dijo Edith, "es que un sistema que resultaba ser semejante fracaso en cuanto a sus efectos sobre el bienestar general, que, desheredando a la gran masa de la gente, la había convertido en su enemigo más acérrimo, y que finalmente incluso gente como Julian, que era su beneficiaria, no intentase defender que tenía algún fundamento de justicia, pudiese haberse mantenido un sólo día."

"No hay que asombrarse de que te parezca incomprensible, como ahora, de hecho, me lo parece a mi cuando miro atrás," repliqué. "Pero posiblemente no puedes imaginarte, como yo mismo estoy perdiendo rápidamente la capacidad de hacerlo, en mi nuevo entorno, cuán insensibilizador para la mente era el prestigio de la antigüedad inmemorial del sistema de propiedad como lo conocíamos y del dominio de los ricos basados en él. Ninguna otra institución, ninguna otra estructura de poder que el hombre haya conocido, podría compararse con él en cuanto a duración. No podría decirse en realidad que se hubiese conocido jamás ningún orden económico diferente. Había habido cambios y modas en todas las demás instituciones humanas, pero ningún cambio radical en el sistema de propiedad. El desfile de los sistemas políticos, sociales, y religiosos, las épocas reales, imperiales, sacerdotales, democráticas, y todas las demás grandes fases de los asuntos humanos, había sido como sombras de nubes que pasan, meras modas de un día, comparado con la canosa antigüedad del dominio de los ricos. ¡Considerese cuán profunda y cuán extensamente ramificada debe haber sido la raíz de semejante sistema en los prejuicios humanos, cuán abrumadora debe haber sido entre la masa de mentes la creencia contraria a la posibilidad de poner fin a un orden del que nunca se supo que hubiese tenido un comienzo! ¿Qué necesidad de excusas o defensores tenía un sistema tan profundamente basado en la costumbre y la antigüedad como este? No es demasiado decir que para la masa de los seres humanos de mi época la división de la humanidad en ricos y pobres, y el sometimiento de éstos a aquellos, parecía casi como una ley de la Naturaleza, como la sucesión de las estaciones--algo que podría no ser agradable, pero que era ciertamente inalterable. Y justo esta, puedo entender perfectamente, debe haber sido la más dura y, necesariamente, la primera tarea de los líderes revolucionarios--esto es, vencer el enorme peso muerto de inmemoriales heredados prejuicios en contra de la posibilidad de deshacerse de los abusos que habían perdurado tanto tiempo, y abrir los ojos de la gente al hecho de que el sistema de distribución de riqueza era meramente una institución humana como otras, y que si hay una verdad en el progreso humano, es que cuanto más tiempo permaneció sin cambios una institución, fue más probable que se quedase completamente al margen del progreso del mundo, y más radical debía ser el cambio que debería volverla a poner en correspondencia con otras líneas de evolución social."

"Ese es totalmente el punto de vista moderno sobre el asunto," dijo el doctor. "Se me entendería si hablase con un representande del siglo que inventó el póker, si dijese que cuando los revolucionarios atacaron la justicia fundamental del viejo sistema de propiedad, sus defensores fueron capaces, a cuenta de su antigüedad, de enfrentarse a ellos con un tremendo alarde--el cual no hay que asombrarse que por algún tiempo fuese paralizador. Pero tras el alarde no había absolutamente nada. En el momento en que la opinión pública pudo ser enfervorizada hasta el punto de convocarla, el juego terminó. El pricipio de herencia, la columna vertebral del sistema de propiedad, al primer desafío de seria crítica, abandonó toda defensa ética y la rebajó a un mero convenio establecido por la ley, y para ser tan legitimamente desestablecido por ella en nombre de algo más justo. En cuanto a los bucaneros, los grandes amasadores de dinero, cuando se hizo la luz sobre sus métodos, la cuestión no era tanto salvar su botín como su tocino.

"Históricamente hay un diferencia marcada," continuó el doctor, "entre el declive y caída de los sistemas de poder de la realeza y del clero y el paso del dominio de los ricos. Los antiguos sistemas estaban profundamente enraizados en el sentimiento y el romanticismo, y durante generaciones después de su derrocamiento mantuvieron un fuerte arraigo en los corazones e imaginación de los seres humanos. Nuestra generosa especie ha recordado sin rencor todas las opresiones que ha soportado excepto únicamente el dominio de los ricos. El dominio del poder del dinero siempre ha estado desprovisto de base o dignidad moral, y desde el momento en que se destruyeron sus soportes materiales, no sólo pereció, sino que pareció sumirse de inmediato en un estado de putrefacción que hizo que el mundo se apresurase a enterrarlo para siempre fuera de la vista y de la memoria."