Igualdad/Capítulo XXXVIII

Si el lector fuese a juzgar meramente por lo que se ha puesto en estas páginas, sería probable que infiriese que mi más absorbente interés durante estos días que me estoy esforzando en recordar era el estudio de la economía política y la filosofía social del mundo moderno, que estaba prosiguiendo bajo la dirección del Dr. Leete. Eso, sin embargo, sería un gran error. Llena de asombro y fascinación, como estaba, esa ocupación, era un asunto prosaico comparado con el interés de cierta vieja historia que su hija y yo estuvimos revisando juntos, de lo que no ha sido hecha sino una leve mención, porque es una historia que todos conocen o deberían conocer por sí mismos. El estimado doctor, siendo consciente del habitual rumbo de tales historias, sin duda comprendió que debería esperarse que esta alcanzase una etapa de interés donde sería probable que, al menos por un tiempo, distrajese mi atención de otros temas. Sin duda se había regido por esta consideración al tratar de dar a nuestras charlas un rango que resultaría en proporcionarme una visión de las instituciones del mundo moderno y sus bases racionales, que sería tan simétrica y pulida como era del todo consistente con la inmensidad del asunto y la brevedad del tiempo. Pasaron unos días, después de que me hubiese contado la historia del periodo de transición, antes de que tuviésemos otra oportunidad para mantener una larga charla, y el giro que dio a nuestro discurso en esa ocasión parecía indicar que pretendía que fuese como una especie de conclusión de la serie, como de hecho demostró serlo.

Edith y yo habíamos llegado a casa más bien tarde esa noche, y cuando ella me dejó, me fui a la biblioteca, donde una luz indicaba que el doctor estaba allí sentado todavía. Cuando entré, estaba hojeando las páginas de un volumen muy viejo y de aspecto amarillento, cuyo título, por lo extraño que era, captó mi atención.

"Libro de los Ciegos, de Kenloe," dije. "Es un título extraño."

"Es el título de un libro extraño," replicó el doctor. "El Libro de los Ciegos tiene casi cien años, habiendo sido compilado poco después del triunfo de la Revolución. Todos estaban felices, y la gente en su regocijo estaba dispuesta a perdonar y olvidar la acérrima oposición de los capitalistas y la clase ilustrada, que había retrasado durante tanto tiempo el bendito cambio. Los predicadores que habían predicado, los maestros que habían enseñado, y los escritores que habían escrito, contra la Revolución, eran ahora los que más vociferaban en su alabanza, y nada deseaban tanto como que sus anteriores declaraciones fuesen olvidadas. Pero Kenloe, movido por un cierto malhumorado sentido de la justicia, se comprometió a que no se olvidasen. Consecuentemente, se tomó la molestia de recopilar, con gran cuidado en cuanto a su autenticidad, nombres, fechas, y lugares, una multitud de extractos de discursos, libros, sermones, y periódicos, en los cuales los apologistas del capitalismo privado habían defendido ese sistema y arremetido contra los que abogaban por la igualdad económica, durante el largo período de agitación revolucionaria. De este modo, se propuso poner en la picota para siempre a los guías ciegos que habían hecho todo lo que estaba en su mano para conducir a la nación y al mundo a la cuneta. Previó que llegaría el momento, como así ha llegado, en que a la posteridad le parecería increíble que hombres racionales y, por encima de todo, hombres instruídos se hubiesen opuesto en nombre de la razón a una medida como la igualdad económica que obviamente significaba nada más y nada menos que la difusión general de la felicidad. Contra ese momento, preparó este libro, para que sirviese como perpetuo testimonio. Fue terriblemente duro con aquellos hombres, que estaban todos vivos en ese momento y deseando que se olvidase el pasado, y a quienes confirió esta muy indeseable inmortalidad. Uno puede imaginarse cómo le debieron maldecir cuando el libro se publicó. Sin embargo, hay que decir que si hubo personas que alguna vez mereciesen padecer perpetua ignominia, fueron estos tipos.

"Cuando me encontré con este viejo volumen en la estantería de arriba de la biblioteca el otro día, se me ocurrió que podría ser útil para completar tu impresión de la gran Revolución dándote una idea del otro lado de la controversia--el lado de tu propia clase, los capitalistas, y qué tipo de razones eran capaces de esgrimir contra la propuesta de igualar las bases del bienestar humano."

Aseguré al doctor que nada me interesaría más. De hecho, me había naturalizado tan completamente como americano del siglo veinte que había algo decididamente estimulante en la idea de que me recordasen mi antiguo punto de vista como capitalista del siglo diecinueve.

"Previendo que adoptarías ese punto de vista," dijo el doctor, "he preparado una pequeña lista de las principales objeciones que aparecen en la colección de Kenloe, y entraremos en ellas, si te parece bien, esta noche. Por supuesto, hay muchas más aparte de las que he anotado, pero las demás son principalmente variaciones de éstas, o si no, se relacionan con puntos que hemos tratado en nuestras charlas."

Me puse cómodo, y el doctor procedió:


LA OBJECIÓN DEL PÚLPITO.

"El clero de tu época asumió ser el líder del pueblo, y no es sino ser respetuoso con sus pretensiones tratar en primer lugar lo que parece haber sido el principal argumento del púlpito contra el sistema propuesto de igualdad económica garantizada colectivamente. El no haber sido partidario del nuevo ideal social, parece haber sido más bien una excusa que un ataque directo contra éste, lo cual de hecho habría sido más bien difícil de hacer para un cristiano nominal, considerando que era meramente la propuesta para llevar a cabo la regla de oro.

"El clero razonaba que la causa fundamental de la miseria social era el pecado y la depravación humanos, y que era en vano esperar ninguna gran mejora en la situación social a través de meras mejoras en las formas e instituciones sociales, a menos que hubiese una correspondiente mejora moral en los seres humanos. Hasta que tal mejora tuviese lugar, era por consiguiente inútil introducir sistemas sociales mejorados, porque funcionarían tan mal como los antiguos si aquellos que fuesen a hacerlos funcionar no fuesen ellos mismos mejores hombres y mujeres.

"El elemento de verdad en este argumento es el hecho admitido de que el uso que los individuos o comunidades son capaces de hacer de cualquier idea, instrumento, o institución, depende del grado en el que han sido educados hasta el punto de entenderla y apreciarla.

"Por otro lado, sin embargo, es igualmente cierto, como el clero debía de inmediato haber admitido, que desde el momento en que un pueblo empieza a estar moral e intelectualmente educado hasta el punto de entender y apreciar mejores instituciones, su adopción es probable que redunde en el mayor beneficio para dicho pueblo. Tomemos, por ejemplo, las ideas de libertad religiosa y de democracia. Hubo un tiempo en el cual la humanidad no podía entender o hacer uso adecuado de ninguna de ellas, y su adopción como instituciones formales no habría hecho ningún bien. Posteriormente llegó un momento en el cual el mundo estuvo preparado para esas ideas, y entonces su realización por medio de nuevas instituciones sociales constituyó un gran paso adelante de la civilización.

"Es decir, si, por una parte, es inútil introducir una institución mejorada antes de que el pueblo empiece a estar preparado para ella, por otra parte resulta una gran pérdida si hay un retraso o rechazo para adoptar la mejor institución en cuanto empieza a ser manifiesto que se está preparado.

"Siendo esta la ley general del progreso, la cuestión práctica es: ¿cómo determinaremos, ante cualquier mejora concreta de las instituciones que se proponga, si el mundo ya está preparado para hacer un buen uso de ella o si es prematura?

"El testimonio de la historia es que la única prueba de adecuación de la gente a una nueva institución en cualquier momento es el volumen y seriedad de la exigencia popular para el cambio. Cuando los pueblos comenzaron seriamente a pedir a gritos la libertad religiosa y la libertad de conciencia, era evidente que estaban preparados para ellas. Cuando las naciones comenzaron a demandar fuertemente el gobierno popular, era la prueba de que estaban preparadas para éste. No se seguía que fuesen totalmente capaces de inmediato de hacer el mejor uso posible de la nueva institución; eso solamente puede aprenderse a hacer con la experiencia, y el mayor desarrollo que alcanzarían a través del uso de la mejor institución y que no podría alcanzarse en absoluto de otro modo. Lo que era cierto era que después de que el pueblo hubiese alcanzado este estado mental, la vieja institución dejó de ser útil, y que no importa lo mal que la nueva pudiese funcionar durante un tiempo, el interés de la humanidad exigía su adopción, y la resistencia al cambio era resistencia al progreso.

"Aplicando esta prueba a la situación que había hacia el final del siglo diecinueve, ¿qué evidencia había de que el mundo estaba comenzando a estar preparado para un conjunto de instituciones sociales radicalmente diferentes y más humanas? La evidencia era el volumen, la seriedad, y la persistencia de la demanda popular en pro de ellas, que en ese periodo había llegado a ser el movimiento más extenso, profundo, y potente que tuviese lugar en el mundo civilizado. Este era el tremendo hecho que debería haber alertado al clero que se resistió a las demandas del pueblo de cosas mejores, para tener cuidado por miedo a que posiblemente se encontrasen luchando incluso contra Dios. ¿Qué prueba más convincente podría pedirse de que el mundo había superado moral e intelectualmente el viejo orden económico que el que detestase y denunciase sus crueldades y fatuidades, lo cual había llegado a ser voz universal? ¿Qué evidencia más fuerte podría haber de que la humanidad estaba preparada al menos para intentar el experimiento de vida social en un plano más noble, que el maravilloso desarrollo durante este periodo del espíritu humanitario y filantrópico, la apasionada aceptación por las masas de la nueva idea de solidaridad social y hermandad universal del hombre?

"Si los clérigos que objetaron la Revolución en base a que las mejores instituciones serían inútiles sin un mejor espíritu hubiesen sido sinceros en su objeción, habrían encontrado en una inspección del estado y tendencias del sentimiento popular la prueba más impactante de la presencia, en una medida extraordinaria, de las condiciones que ellos exigían como necesarias para asegurar el éxito del experimiento.

"Pero de hecho es muy de temer que no eran sinceros. Fingían al sostener la doctrina de Cristo de que aborrecer la antigua vida y desear llevar una mejor es la única vocación necesaria para emprender dicha vida. Si hubiesen sido sinceros al profesar esta doctrina, habrían saludado con júbilo el llamamiento de las masas para ser liberados de su esclavitud en un malvado orden social y serles permitido vivir juntos en base a unos términos mejores, más amables, más justos. Pero lo que en realidad dijeron al pueblo fue, en esencia, esto: Es cierto, como os quejásis, que el presente sistema social y económico es moralmente abominable y totalmente anticristiano, y que destruye el cuerpo y el alma de los hombres. No obstante, no debéis pensar en intentar cambiarlo por un sistema mejor, porque todavía no sois lo suficientemente buenos como para intentar ser mejores. Es necesario que esperéis hasta que seáis más virtuosos antes de que intentéis dejar de hacer el mal. Debéis continuar robando y luchando hasta que lleguéis a estar plenamente santificados.

"¡Cómo se habría escandalizado el clero al oir que un ministro cristiano había intentado desanimar, en términos similares, a un individuo penitente que profesase odio por su vida anterior y desease llevar una mejor! ¿Qué idioma encontraremos entonces que sea lo suficientemente adecuado para caracterizar la actitud de estos supuestos ministros de Cristo, que en su nombre censuraban y ridiculizaban las aspiraciones de un mundo cansado del mal social y que deseaba mejorar?"


LA OBJECIÓN DE LA FALTA DE INCENTIVO.

"Pero, después de todo," prosiguió el doctor, pasando las páginas de Kenloe, "no seamos demasiado duros con estos infortunados clérigos, como si fuesen más ciegos o intolerantes en su oposición al progreso que otras clases de hombres ilustrados de la época, como, por ejemplo, los economistas. Uno de los principales argumentos--quizá el principal--de los economistas del siglo diecinueve contra el programa de igualdad económica bajo un sistema económico nacionalizado era que las personas no acreditarían ser trabajadores eficientes debido a la falta de incentivos personales suficientemente motivantes para que fuesen diligentes.

"Ahora bien, veamos esta objeción. Bajo el viejo sistema había dos incentivos principales para el esfuerzo económico: uno operaba principalmente sobre las masas, que vivían precariamente, sin esperanza de obtener más que una mínima subsistencia; el otro, actuaba estimulando a los adinerados y ricos para continuar sus esfuerzos de acumulación de riqueza. El primero de estos motivos, el látigo que conducía a las masas a su tarea, era la presión real o el temor inminente a la miseria. El segundo de los motivos, el que estimulaba a los que ya eran ricos, era el deseo de ser todavía más rico, una pasión que sabemos que se incrementaba con lo que la alimentaba. Bajo el nuevo sistema, cada uno, en sencillas condiciones, podría estar seguro de una manutención como cualquier otro y estar totalmente aliviado de la presión o el miedo de la miseria. Ninguno, por otra parte, mediante ninguna cantidad de esfuerzo, podría esperar hacerse económicamente superior a otro. Además, se decía, desde el momento que cada uno mirase su parte en el resultado general en vez de su producción personal, el nervio del entusiasmo sería cortado. Se argumentaba que el resultado sería que cada uno haría tan poco como pudiese y que cumpliría con el mínimo requerimiento de la ley y que por consiguiente, aunque el sistema pudiese sostenerse por los pelos, nunca sería un éxito económico."

"Eso suena muy natural," dije. "Imagino que es la clase de argumento que yo habría pensado que es muy poderoso."

"Así parece que lo consideraron tus amigos los capitalistas, y aun así la mera enunciación del argumento contiene una confesión de la imbecilidad económica del capitalismo privado que verdaderamente no deja nada que desear en cuanto a su plenitud. Consideremos, Julian, lo que implica para un sistema económico el admitir que bajo él la gente nunca escapa de la presión real de la miseria o del inminente temor a ella. ¿Qué más podría alegar el peor enemigo del capitalismo privado en contra de éste, o qué razón más fuerte podría dar para exigir que al menos se probase algún sistema radicalmente nuevo, que el hecho que sus defensores establecían en este argumento, para no cambiar de sistema--a saber, que bajo el capitalismo, las masas siempre estaban hambrientas? Seguramente ningún posible nuevo sistema podría funcionar peor que uno que declaradamente depende de la hambruna perpetua del pueblo para seguir adelante."

"Era una bastante mala revelación de su caso," dije, "cuando llegas a pensar en ello de ese modo. Y aun así, a primera vista, de veras sonaba formidable."

"Manifiestamente," dijo el doctor, "los incentivos para la producción de la riqueza bajo un sistema que manifiestamente resulta en la hambruna perpetua deben ser ineficaces, y realmente no necesitamos considerarlos más; pero vuestros economistas alabaron tan sumamente la ambición de hacerse rico como motivo económico y objetaron con tanta fuerza la igualdad económica porque habría acabado con él, que puede estar bien decir una palabra en cuanto al auténtico valor del deseo de riqueza como motivo económico. Bajo vuestro sistema ¿la prosecución individual de los ricos tendía necesariamente a incrementar la riqueza total de la comunidad? La respuesta es importante. Tendía a incrementar la riqueza total sólo cuando provocaba la creación de nueva riqueza. Cuando, por otro lado, meramente provocaba que los individuos adquiriesen la posesión de la riqueza ya producida y que estaba en manos de otros, sólo tendía a cambiar la distribución sin incrementar en absoluto la riqueza total. No sólo, de hecho, la prosecución de riqueza por adquisición, en vez de por producción, no tendía a incrementar el total, sino a disminuirlo enormemente por disputas despilfarradoras. Ahora bien, dejo para ti, Julian, si los que tenían éxito en su prosecución de la riqueza, los que ejemplificaban de un modo más impactante la fuerza de este motivo de acumulación, habitualmente buscaban su riqueza por sí mismos produciéndola o agarrando lo que otras personas habían producido o suplantando las empresas de otras personas y cosechando el campo que otros habían sembrado."

"Lo segundo, por supuesto," repliqué. "La producción era un trabajo lento y duro. No podía ganarse una gran riqueza de esa manera, y todos lo sabían. La adquisición de la producción de otras personas y la suplantación de sus empresas era el camino fácil y rápido y regio hacia la riqueza para aquellos que eran lo bastante listos, y era la base de toda acumulación grande y rápida."

"Así lo hemos leído," dijo el doctor; "pero el deseo de hacerse rico también estimulaba a los capitalistas a una actividad más o menos productiva que era la fuente de la pequeña riqueza que tú tenías. Esto se llamaba producción para obtener ganancias, pero la clase de economía política que tuvimos el otro día por la mañana nos mostró que la producción para obtener ganancias era un suicidio económico, tendente inevitablemente, al limitar el poder de consumo de una comunidad a una parte fraccionaria de su poder productivo, a lisiar a su vez la producción, y de este modo mantener a la masa de la humannidad en perpetua pobreza. Y seguramente esto es suficiente para hablar de los incentivos que el mundo perdió, para hacer riqueza, al abandonar el capitalismo privado, primero la pobreza general, y segundo el sistema de la ganancia, que causó tanta pobreza. Indudablemente, podemos prescindir de esos incentivos.

"Bajo el moderno sistema, es naturalmente cierto que nadie imaginó jamás una cosa semejante a llegar a la miseria a no ser que deliberadamente se quisiese llegar, pero creemos que el miedo es en su conjunto el más débil y ciertamente el más cruel de los incentivos. No lo tendríamos de ningun modo aunque fuese meramente en pro de la ganancia. Incluso en vuestra época, vuestros capitalistas sabían que el mejor hombre no era el que estaba trabajando por su próxima comida, sino al que le iba tan bien que ninguna preocupación inmediata por su subsistencia afectaba su mente. La autoestima y el orgullo en los logros le hacía un trabajador mejor que el que estaba pensando en la paga diaria. Pero si esos motivos eran tan fuertes entonces, ¡piensa cuánto más poderosos son ahora! En tu época cuando dos hombres trabajaban codo con codo para un empleador, al uno no le preocupaba cuánto podía estafar u holgazanear el otro. No era su pérdida, sino la del empleador. Pero ahora que todos trabajamos para el fondo común, el que evade o chapucea su trabajo roba a todos sus semejantes. Hoy en día, más le vale a un hombre ahorcarse que ganarse la reputación de gandul.

"En cuanto al concepto de estos objetores, de que la igualdad económica cortaría el nervio del entusiasmo, al negar la recompensa individual por sus logros personales, era una interpretación completamente errónea de los efectos del sistema. La suposición de que no habría incentivos para impulsar a los individuos a destacar los unos sobre los otros en el trabajo meramente porque esos incentivos no tomasen una forma monetaria, era absurda. Cada uno es tan directamente y mucho más ciertamente beneficiario de sus propios méritos como en tu época, sólo que la recompensa no es lo que llamabais 'dinero contante y sonante'. Como sabes, todo el sistema de rango y jefatura, social y oficial, junto con los honores especiales del estado, son determinados por el valor relativo de los servicios económicos y de otro tipo de los individuos a la comunidad. Comparado con la emulación despertada por este sistema de nobleza por mérito, los incentivos de esfuerzo ofrecidos bajo el viejo orden de cosas deben de haber sido insignificantes de hecho.

"De hecho, todo este asunto de incentivos llevado por tus contemporáneos parece haberse basado en la burda e infantil teoría de que el principal factor en la diligencia o la ejecución de cualquier clase es externo, mientras que es completamente interno. Una persona es congénitamente perezosa o activa. En el primer caso, ninguna oportunidad ni ningún incentivo puede hacerle trabajar más allá de un cierto mínimo o eficiencia, mientras que en el otro caso se buscará sus oportunidades y encontrará sus incentivos, y nada sino una fuerza superior puede evitar que lo haga en el mayor grado posible. Si la fuerza motivadora no está en el hombre para empezar, no puede suministrarse desde fuera, y no hay sustituto para ella. Si al resorte principal de un hombre no se le da cuerda cuando nace, nunca se le podrá dar cuerda después. Lo más que cualquier sistema industrial puede hacer para promover la diligencia es establecer unas condiciones tan absolutamente justas como prometan un seguro reconocimiento para todo mérito en su medida. La justicia, que vuestro sistema, totalmente injusto en todos los aspectos, fracasaba por completo en asegurar, es impartida por el nuestro absolutamente. En cuanto a los desafortunados que han nacido perezosos, nuestro sistema ciertamente no tiene poder milagroso para hacerlos energéticos, pero se cuida de que con absoluta certeza toda persona con capacidad corporal que recibe manutención económica de la nación preste al menos el mínimo de servicio. El más perezoso está seguro de pagar su coste. En tu época, por otro lado, la sociedad mantenía en la ociosidad a millones de zánganos capacitados corporalmente, un peso muerto en la industria mundial. Desde la hora de la consumación de la gran Revolución, esta carga dejó de ser soportada."

"Doctor," dije, "Estoy seguro de que mis viejos amigos podían haberlo hecho mejor. Veamos otra de las objeciones."


MIEDO DE QUE LA IGUALDAD HARÍA QUE TODOS FUESEN PARECIDOS.

"Entonces, aquí hay una en la que parece que se pensó mucho. Argumentaban que el efecto de la igualdad económica sería hacer que todos se pareciesen, como si hubiesen sido cortados por el mismo patrón, y que consecuentemente la vida se volvería tan monótona que la gente se ahorcaría después de un mes. Esta objeción es perfectamente típica de una época en la cual todo y todos habían sido reducidos a una valoración monetaria. Habiendo sido propuesto igualar el suministro de dinero de cada uno, se supuso que a la vez, como algo natural, no quedarían puntos de diferencia entre los individuos, que mereciese la pena considerar. ¡Cuán perfectamente expresa esta conclusión la filosofía de vida que tenía una generación en la cual era costumbre catalogar a los hombres como si respectivamente 'valiesen' tantos miles, cientos de miles, o millones de dólares! Con bastante naturalidad, a esa gente le parecía que los seres humanos se harían casi indistinguibles si sus cuentas bancarias fuesen iguales.

"Pero seamos totalmente justos con tus contemporáneos. Posiblemente los que usaban este argumento en contra de la igualdad económica se hubieran sentido apenados de haberla hecho parecer la francamente sórdida proposición que parece ser. Parece, a juzgar por los extractos recopilados en este libro, que tenían una vaga pero sincera aprensión de que en algún modo totalmente indefinido la igualdad económica tendería realmente a hacer que la gente fuese monótonamente semejante, tediosamente similar, no meramente en cuanto a las cuentas bancarias, sino en cuanto a las cualidades en general, con el resultado de oscurecer las diferencias en sus cualidades naturales, la interacción de las cuales le da todo el sabor a las relaciones sociales. Parece casi increíble que el obvio y necesario efecto de la igualdad económica pudiese ser entendido en un sentido tan absolutamente opuesto a la verdad. ¿Cómo pudieron tus contemporáneos mirar a su alrededor sin ver que siempre es la desigualdad la que provoca la supresión de la individualidad al premiar la imitación servil de los superiores, y, por otra parte, que siempre es entre iguales donde uno encuentra la independencia? Supongamos, Julian, que tuvieses un escuadrón de reclutas y quisieses averiguar de inmediato sus diferencias de estatura, ¿qué clase de terreno elegirías para alinearlos?"

"El más llano que pudiese encontrar, por supuesto."

"Evidentemente; y sin duda estos objetores habrían hecho lo mismo en un caso similar, y aun así fracasaban plenamente en ver que era esto lo que significaría la igualdad económica para la comunidad en general. La igualdad económica con las igualdades de educación y oportunidad implicadas en ella era el nivel del suelo llano, sobre el cual el nuevo orden proponía alinear a todos, para que pudiesen ser conocidos por lo que eran, y todas sus desigualdades naturales fuesen puestas totalmente en evidencia. La acusación de abolir y oscurecer las diferencias naturales entre las personas recae justamente no sobre el nuevo orden, sino sobre el viejo, el cual, mediante mil condiciones y oportunidades artificiales provinientes de la desigualdad económica, hacía imposible saber hasta qué punto las aparentes diferencias entre individuos eran naturales, y hasta qué punto eran el resultado de condiciones artificiales. A los que expresaban la objeción contra la igualdad económica como tendente a hacer a los hombres totalmente semejantes les gustaba llamarlo proceso nivelador. Así lo era, pero el proceso no igualaba a las personas, sino el terreno sobre el que estaban. Del momento de su introducción data la primera plena y clara revelación de las variedades naturales e inherentes de las dotes humanas. La igualdad económica, con todo lo que implica, es la primera condición de cualquier sistema auténticamente antropométrico o medidor del hombre."

"Realmente," dije, "todas esas objeciones parecen ser del tipo boomerang, haciendo más daño a la parte que las usa que al enemigo."

"De hecho," replicó el doctor, "los revolucionarios se habrían quedado totalmente sin munición si sólo hubiesen usado la proporcionada por los argumentos de sus oponentes. Tomemos, por ejemplo, otro ejemplo, que podemos llamar la objeción estética a la igualdad económica, y podría considerarse un desarrollo de la que acabamos de considerar. Se afirmaba que el pintoresquismo y diversión del espectáculo humano sufriría sin el contraste de la situación entre los ricos y los pobres. La cuestión sugerida en primer lugar por esta declaración es: ¿A quiénes, a qué clase, tendían estos contrastes a hacer la vida más divertida? Ciertamente no a los pobres, que constituían la masa de la humanidad. Para ellos, dichos contrastes debieron ser como para volverse loco. Así pues, este argumento de conservar la pobreza se urgía sólo en interés del mero puñado de ricos y afortunados. De hecho, este parece haber sido un argumento de las señoras finas. Kenloe lo pone en boca de los líderes de la sociedad bien educada. Con toda tranquilidad, como si hubiese sido una cuestión de decoración del salón, parece que argumentaban que el fondo negro de la miseria general era un empapelado deseable para resaltar la pompa de los ricos. Pero, después de todo, esta objeción no era más brutal que estúpida. Si aquí y allí pudiese encontrarse algún ser pervertido que saborease sus lujos de la manera más intensa precisamente al ver las necesidades de otros, aun así la regla general y universal es que la felicidad es estimulada al ver la felicidad de otros. De hecho, lejos de desear ver o incluso recordar la escualidez y la pobreza, los ricos parecen haber tratado de apartarse lo más posible de la vista o el oído de ellas, y deseado olvidarse de su existencia.

"Una gran parte de las objeciones a la igualdad económica recogidas en este libro parecen haber estado basadas en tales interpretaciones completamente equivocadas de lo que el plan implicaba, como para no tener ningún tipo de relevancia respecto a dicho plan. He pasado por alto algunas de estas. Una de ellas, por ejemplo, estaba basada en la suposición de que el nuevo orden social actuaría de algún modo para forzar, por ley, las relaciones de intimidad social de todos con todos, sin considerar los gustos o afinidades personales. Un buen número de sujetos mencionados en el libro de Kenloe se ponían frenéticos, protestando contra los intolerables efectos de semejante requerimiento. Por supuesto, estaban luchando contra enemigos imaginarios. No había nada bajo el viejo orden social que obligase a los hombres a asociarse meramente porque sus cuentas bancarias o ingresos fuesen iguales, y no había nada bajo el nuevo orden que les obligase a hacerlo. Aunque la universalidad de la cultura y el refinamiento amplía enormemente el círculo donde uno puede escoger asociaciones compatibles, no hay nada que evite que alguien pueda vivir una vida absolutamente asocial como podría haber deseado el más auténtico de los cínicos de los tiempos de la antigüedad.


OBJECIÓN DE QUE LA IGUALDAD ACABARÍA CON EL SISTEMA COMPETITIVO.

"La teoría de Kenloe," continuó el doctor, "de que a menos que él tomase nota y autenticase estas objeciones a la igualdad económica, la posteridad podría negarse a creer que habían sido propuestas jamás en serio, se ve especialmente justificada por la siguiente de la lista. Ésta argumenta en contra del nuevo orden porque aboliría el sistema competitivo y pondría fin a la lucha por la existencia. Conforme a estos objetores, esto destruiría una valiosa escuela de carácter y proceso de prueba para la eliminación de la inferioridad, y el desarrollo y supervivencia como líderes, de los mejores tipos de la humanidad. Ahora bien, si tus contemporáneos se hubiesen excusado por tolerar el sistema competitivo en base a que, malo y cruel como era, el mundo no estaba maduro para ningún otro sistema, la actitud habría sido entendible, si no racional; pero que la defendiesen como una institución deseable en sí misma, a cuenta de sus resultados morales, y que por consiguiente no se podía prescindir de ella incluso si se pudiese, parece difícil de creer. Porque, ¿qué era el sistema competitivo, sino un despiadado sistema de combate por los medios de subsistencia, que involucraba a todos, cuyo completo furor dependía del hecho de que no había suficiente para todos, y los perdedores debían perecer o comprar la mínima subsistencia haciéndose esclavos de los triunfadores? Entre una lucha como ésta por los medios necesarios para la vida y una lucha por la vidad misma con espada y pistola, es imposible hacer ninguna distinción real. Sin embargo, demos a la objeción una justa audiencia.

"En primer lugar, admitamos que, no importa lo espantosos que fuesen los incidentes en la lucha por los medios de vida, llamada competición, aun así, si fuese semejante escuela de carácter y proceso de prueba para el desarrollo de los mejores tipos de la especie como aducían estos objetores, habría algo que decir en favor de su conservación. Pero la primera condición de toda competición o prueba, cuyos resultados vayan a infundir respeto o poseer algún valor, es la justicia y equidad de la lucha. ¿Caracterizaba al sistema de tu época esta primera y esencial condición de cualquier lucha competitiva?"

"Al contrario," repliqué, "al empezar, la inmensa mayoría de los participantes estaban en desventaja sin esperanza, por ignorancia y falta de ventajas iniciales, y nunca tenían ni siquiera el fantasma de una oportunidad a partir de la palabra 'ya'. Las diferencias en ventajas económicas y respaldo, además, daban a algunos la mitad de la carrera al empezar, dejando a los otros a una distancia que únicamente podría ser superada mediante unas dotes extraordinarias. Finalmente, en la carrera por la riqueza, ninguno de los grandes premios estaba sujeto a competición en absoluto, sino que eran concedidos conforme al nacimiento, sin ninguna competición."

"En su conjunto, entonces, parecería," resumió el doctor, "que todas las competiciones absolutamente desiguales, injustas, fraudulentas, falsas, en deporte o en serio, a las que siempre se dedicaron, el llamado sistema competitivo, eran la más espantosa farsa. Era llamado sistema competitivo aparentemente por ninguna otra razón que porque no había ni una pizca de auténtica competición en él, nada salvo la brutal y cobarde carnicería de los desarmados y superados por los matones con armadura; porque, aunque hemos comparado la lucha competitiva con una carrera pedestre, no era un deporte tan inofensivo como ésta, sino una lucha a muerte por la vida y la libertad, que, atención, los competidores ni siquiera podían elegir arriesgarse a ella, sino que eran obligados a emprenderla, no importa qué posibilidades tuviesen en ella. Los antiguos romanos disfrutaban del espectáculo de ver a hombres luchar por su vida, pero al menos se preocupaban de que sus gladiadores estuviesen tan a la par como fuese posible. Los más templados asistentes al Coliseo habrían abucheado una pelea en la cual los combatientes fuesen emparejados con tan rematada inobservancia de la ecuanimidad como lo eran aquellos que luchaban por sus vidas en la llamada lucha competitiva de vuestra época."

"Ni siquiera usted, doctor," dije, "aunque conoce tan bien estas cosas a través de los registros escritos, puede comprender lo terriblemente ciertas que son sus palabras."

"Muy bien. Ahora dime lo que habría sido necesario hacer por medio de la igualación de las condiciones de la lucha competitiva, para que pudiese llamarse, sin escarnio, una justa prueba de las cualidades de los contendientes."

"Habría sido necesario, al menos," dije, "igualar su equipamiento educativo, iguales ventajas, y respaldo económico o monetario."

"Precisamente; y eso es justo lo que la igualdad económica proponía que se hiciese. Tus extraordinarios contemporáneos objetaban la igualdad económica porque destruiría el sistema competitivo, cuando, de hecho, prometía al mundo el primer y único sistema competitivo auténtico que jamás tuvo."

"Esta objeción parece el boomerang más grande hasta el momento," dije.

"Es un boomerang con dos extremos," dijo el doctor, "y hasta el momento sólo hemos observado uno de ellos. Hemos visto que el llamado sistema competitivo bajo el capitalismo privado no era un sistema competitivo en absoluto, y nada salvo la igualdad económica podría hacer posible un auténtico sistema competitivo. Concedido, sin embargo, en pro del argumento, que el viejo sistema era honestamente competitivo, y que los premios iban al más capaz bajo los requerimientos de la competición, quedaría la cuestión de si las cualidades que la competición tendía a desarrollar eran deseables. Una escuela que adiestrase en el arte de mentir, por ejemplo, o en el pillaje, o en la calumnia, o en el fraude, podría ser eficiente en su método y los premios podrían ser distribuídos con justicia a los más eficientes pupilos, y aun así apenas podría argumentarse que el mantenimiento de la escuela era en interés público. La objeción que estamos considerando asume que las cualidades alentadas y recompensadas bajo el sistema competitivo eran cualidades deseables, y hasta tal punto que era deseable que la política pública velara por su desarrollo. Ahora bien, si esto era así, podemos confiar en esperar encontrar que se admitiese que los ganadores de los premios en la lucha competitiva, los grandes amasadores de dinero de tu época, fuesen intelectual y moralmente los tipos más perfectos de la especie en aquel momento. ¿Qué había de esto?

"No sea sarcástico, doctor."

"No, no seré sarcástico, por muy fuerte que sea la tentación, pero hablaré de ello sin rodeos. ¿Qué pensaba el mundo, por regla general, de los grandes amasadores de fortuna de tu época? ¿Qué clase de tipos humanos representaban? En cuanto a cultura general, se tenía como axioma que una educación universitaria era una desventaja para tener éxito en los negocios, y así era naturalmente, porque cualquier conocimiento en humanidades habría desprovisto a los hombres, en esa medida, de todo su coraje a causa de las sórdidas y despiadadas condiciones de la lucha por la riqueza. Vemos que los que se llevaban el gran premio en la lucha competitiva eran generalmente hombres que presumían de que nunca habían tenido ninguna educación mental más allá de los rudimentos. Por regla general, los hijos y los nietos, que placenteramente heredaban su riqueza, se avergonzaban de su apariencia y modales por ser demasiado vulgares para ambientes refinados.

"Esto en cuanto a las cualidades intelectuales que distinguían a los vencedores en la carrera por la riqueza bajo el mal llamado sistema competitivo; ¿y qué podemos decir de la moral? ¿Cuáles eran las cualidades y prácticas que el triunfador en la búsqueda de la gran riqueza debía sistemáticamente cultivar y seguir? Una costumbre crónica de calcular y sacar ventaja de las debilidades, necesidades, y equivocaciones de los demás, una despiadada insistencia en sacar el máximo de cada ventaja que uno pudiera sacar a otro, ya fuese por habilidad o por accidente, la constante costumbre de infravalorar y depreciar lo que uno compraba, y sobrevalorar lo que uno vendía; finalmente, un estudio vitalicio para regular cada pensamiento y acto teniendo como única referencia la estrella polar del interés propio en su noción más estrecha, hasta el punto de que la persona se vuelve de hecho incapaz de todo impulso generoso o que se haga sin pensar en uno mismo. Esa era la situación de la mente y el alma que la prosecución competitiva de la riqueza, en tu época, tendía a desarrollar, y que era naturalmente ejemplificada del modo más brillante en los casos de aquellos que se llevaban los grandes premios en la lucha.

"Pero, por supuesto, estos ganadores de los grandes premios eran unos pocos, y si la influencia desmoralizadora de la lucha se hubiese limitado a ellos, habría implicado la ruina moral de un pequeño número. Para comprender cuán amplia y mortal era la influencia depravadora de la lucha por la existencia, debemos recordar que no estaba confinada a su efecto sobre los caracteres de los pocos que tenían éxito, sino que desmoralizaba igualmente a los millones que fracasaban, no a cuenta de una virtud superior a la de los pocos ganadores, o a cualquier renuncia a adoptar sus métodos, sino meramente por la falta del requisito de habilidad o fortuna. Aunque ni uno entre diez mil pudiese tener éxito en gran medida en la prosecución de la riqueza, aun así las reglas de la competición debían seguirse al pie de la letra tanto para llevar una mínima existencia como para ganar una fortuna, al regatear por una bolsa de harapos viejos como al comprar un ferrocarril. Así ocurría que la igual necesidad que todos tenían de buscar su propio sustento, no importa cuán humilde, mediante los métodos de la competición, impedía eficazmente tener la paz de una conciencia tranquila, tanto a las personas pobres como a las ricas, a los numerosos perdedores en el juego como a los escasos ganadores. Recuerda la familiar leyenda que representa al diablo negociando con las personas a cambio de sus almas, con la promesa del éxito terrenal como precio. El trato era justo según se decía en la vieja historia. El hombre siempre recibía el precio acordado. Pero el sistema competitivo era un diablo fraudulento, el cual, mientras solicitaba a todos que entregasen su alma, daba a cambio el éxito terrenal solamente a uno entre mil.

"Y ahora, Julian, veamos el contraste entre lo que significaba ganar, bajo el antiguo falso sistema competitivo y lo que significa bajo el nuevo y auténtico sistema competitivo, tanto para el ganador como para los demás. Los ganadores de entonces eran aquellos que habían tenido más exito en conseguir la riqueza apartándola de los demás. Ni siquiera pretendían mirar por el bien de la comunidad o avanzar en interés de ésta, y si lo hacían, ese resultado había sido totalmente accidental. Más a menudo que menos, su riqueza consistía en las pérdidas de los demás. ¿Qué hay de asombroso en que sus riquezas se convirtiesen en un signo de ignominia y su victoria en su vergüenza? Los ganadores en la competición de hoy son aquellos que han hecho lo máximo para incrementar la riqueza y el bienestar general. Los perdedores, aquellos que han fracasado en ganar los premios, no son las víctimas de los ganadores, sino aquellos cuyo interés, junto con el interés general, ha sido servido para ellos mejor que lo que ellos mismos podrían haberlo servido. De hecho les va mejor porque una mayor habilidad que la suya se ha desarrollado en la carrera, viendo que esta habilidad ha redundando por completo en interés común. Los distintivos de honor y las recompensas de rango y oficio que son la evidencia tangible del éxito, ganados en la lucha competitiva moderna, no son sino expresiones del amor y la gratitud de la gente hacia aquellos que han demostrado ser sus más devotos y eficientes servidores y benefactores."

"Me da la impresión," dije, "por lo que ha dicho hasta ahora, que si se hubiese contratado a alguien para redactar una lista de los aspectos peores y más débiles del capitalismo privado, no lo podría haber hecho mejor que seleccionando las características del sistema sobre el cual sus defensores parecen haber basado sus objeciones contra un cambio."


OBJECIÓN DE QUE LA IGUALDAD DESALENTARÍA LA INDEPENDENCIA Y LA ORIGINALIDAD.

"Esa es una impresión," dijo el doctor, "que verás confirmada cuando tratemos el siguiente argumento de nuestra lista contra la igualdad económica. Se afirmaba que tener un mantenimiento económico en términos sencillos y fáciles, garantizado para todos por la nación, tendería a desalentar la originalidad y la independencia de pensamiento y conducta de la gente, y dificultaría el desarrollo del caracter y la individualidad. Esta objeción podría considerarse como una ramificación de la anterior, la de que toda igualdad económica haría a todos similares, o podría considerarse un corolario del argumento con el que acabamos de terminar, sobre el valor de la competición como escuela de carácter. Pero parece haber sido planteada hasta tal punto por los que se oponían a la Revolución, que la he puesto por separado.

"La objeción, por los meros términos que se necesitan para establecerla, parece responderse a sí misma, porque supone decir que una persona estará en peligro de perder la independencia de sentimientos al ganar la independencia de posición. Si te preguntase qué situación económica se consideraba más favorable para la independencia moral e intelectual en tu época, y que animase con más probabilidad a un hombre a actuar de motu propio sin miedo o favor, ¿qué dirías?"

"Diría, por supuesto, que la condición era una base para su subsistencia que fuese segura e independiente."

"Por supuesto. Ahora bien, lo que el nuevo orden prometía dar y garantizar a todos era precisamente esta absoluta independencia y seguridad de subsistencia. Y aun así se aducía que el ordenamiento sería censurable, porque tendía a desalentar la independencia de carácter. A nosotros nos parece que si hay algún particular en el cual la influencia de la igualdad económica sobre la humanidad ha sido más beneficioso que otro, ha sido el efecto que la seguridad de la situación económica ha tenido para hacer a cada uno el absoluto dueño y señor de sí mismo y teniendo que responder solamente ante su propia conciencia por sus opiniones, por lo que habla, y por su conducta.

"Quizá es suficiente decir esto en respuesta a una objeción que, como he señalado, realmente se refuta a sí misma, pero la monumental audacia de los defensores del capitalismo privado al argumentar que cualquier otro posible sistema podría ser más desfavorable que el capitalismo para la dignidad e independencia humanas, me tienta a hacer un pequeño comentario, especialmente al ser este un aspecto del viejo orden sobre el cual no recuerdo haber hablado mucho. Tal como nos parece a nosotros, quizá la característica más ofensiva del capitalismo privado, si uno puede elegir entre tantas características ofensivas, era su efecto para hacer de los seres humanos unas criaturas cobardes, conformistas, abyectas, como consecuencia de la dependencia de casi todos, para su subsistencia, de algún individuo o grupo.

"Contemplemos el espectáculo que el viejo orden presentaba a este respecto. Tomemos el caso de las mujeres en primer lugar, la mitad de la humanidad. Al estar casi universalmente en una relación de dependencia económica, primero de los hombres en general y luego de algún hombre en particular, estaban durante toda su vida en un estado de sumisión tanto al personal dictado de algún hombre individual, como a un conjunto de convencionalismos irritantes y que embotaban la mente, que representaban los estándares tradicionales de opinión en cuanto a su conducta adecuada, fijados conforme al sentimiento masculino. Pero si las mujeres no tenían independencia en absoluto, a los hombres no les iba mucho mejor. De la masculina mitad del mundo, la gran parte eran contratados que dependían, para su subsistencia, del favor de empleadores y que ponían su más directo interés en amoldar sus opiniones y conducta, tanto como fuese posible, conforme a los prejuicios de sus amos, y, cuando no podían amoldarse, callarse. Mira vuestras leyes de voto secreto. Las considerasteis absolutamente necesarias para hacer posible que los trabajadores votasen libremente. ¡Qué confesión de la intimidación universal del empleado por el empleador es este hecho! Luego estaban los hombres de negocios, que se tenían por encima de los trabajadores. Quiero decir los comerciantes, que se ganaban la vida presuadiendo a la gente de que les comprase a ellos. Pero aquí nuestra exploración de la independencia es incluso más desesperanzada que entre los trabajadores, porque, para tener éxito en atraer la clientela de aquellos a quienes vegonzosamente imponían sus patrones de estilo, era necesario para el comerciante ser el factotum de todos, y hacer un arte del servilismo.

"Miremos más arriba todavía. Podemos seguramente esperar encontrar independencia de pensamiento y habla entre las clases ilustradas, en las llamadas profesiones liberales, si no en otra parte. Veamos cómo le va a nuestra indagación ahí. Tomemos en primer lugar la profesión clerical--la de los ministros y enseñantes religiosos. Vemos que eran económicamente siervos y asalariados de jerarquías o congregaciones, y que estaban pagados para ser la voz de las opiniones de sus empleadores y de nadie más. Cada palabra que salía de su boca era cuidadosamente sopesada por miedo a que indicase una traza de pensamiento independiente, y si se encontrase, el clérigo arriesgaba su sustento. Tomemos las más altas ramas de la enseñanza seglar en las universidades y profesiones. Parece haber habido alguna libertad permitida al enseñar las lenguas muertas; pero trate el instructor algún asunto candente y trátelo en una manera inconsistente con el interés del capitalista, y sabrás bastante bien lo que fue del instructor. Finalmente, tomemos la profesión editorial, los escritores para la prensa, quienes en conjunto representan la rama más influyente de la clase ilustrada. Los grandes periódicos del siglo diecinueve eran una empresa capitalista tan puramente comercial en sus principios como una fábrica de lana, y a los editores no se les permitía escribir sus propias opiniones más que a los tejedores elegir el patrón que tejían. Se les empleaba para abogar por las opiniones e intereses de los capitalistas, que eran dueños del periódico, y de nadie más. El único aspecto en el cual los periodistas parecen haber sido diferentes del clero era en el hecho de que los credos para predicar los cuales éstos eran contratados, eran más o menos tradiciones fijas, mientras que aquellos que los editores tenían que predicar cambiaban con el dueño del periódico. Este, Julian, es el auténticamente estimulante espectáculo de la originalidad abundante y sin restricciones, de robusta moral e independencia intelectual y fuerte individualidad, que tus contemporáneos temían que fuese puesta en peligro por cualquier cambio en el sistema económico. Podemos estar de acuerdo con ellos en que habría sido naturalmente una lástima si cualquier influencia hubiese traído como consecuencia hacer que la independencia fuese más rara de lo que era, pero no debían haber sido aprensivos; no podía serlo."

"A juzgar por estos ejemplos del tipo de oposición argumentativa con la que los revolucionarios tuvieron que encontrarse," dije, "me da la impresión de que lo tuvieron facilísimo."

"En cuanto a los argumentos racionales concierne," replicó el doctor, "ningún gran movimiento revolucionario tuvo jamás que lidiar con tan poca oposición. La causa de los capitalistas era tan absolutamente mala, sea desde el punto de vista de la ética, de la política, o de la ciencia económica, que no había literalmente nada que pudiera decirse a su favor que no se volviese contra ella con un efecto mayor. El silencio era la única política segura para los capitalistas, y se hubieran alegrado mucho de seguirla si la gente no hubiese insistido en que debían hacer algún tipo de alegato ante los cargos formulados contra ellos. Pero porque la oposición argumentativa con la cual los revolucionarios tenían que lidiar fuese de baja calidad, esto no significa que su trabajo fuese fácil. Su auténtica tarea--y era una tarea de gigantes--no era terminar con los argumentos en contra de su causa, sino vencer la inercia moral e intelectual de las masas y despertarlas, para que pensasen un poco por sí mismas con claridad."


LA CORRUPCIÓN POLÍTICA COMO OBJECIÓN A LA NACIONALIZACIÓN DE LA INDUSTRIA.

"La siguiente objeción--hay sólo dos o tres más que merezca la pena mencionar--está dirigida no tanto en contra de la igualdad económica en sí misma como contra la idoneidad de la maquinaria mediante la cual el nuevo sistema industrial iba a funcionar. La extensión del gobierno popular a la industria y al comercio implicaba desde luego la sustitución del anterior control irresponsable de los capitalistas privados, por la administración pública y política a gran escala. Ahora bien, no necesito decirte, que el Gobierno de los Estados Unidos--municipal, estatal, y nacional--en el último tercio del siglo diecinueve había llegado a ser muy corrupto. Se aducía que delegar cualquier función adicional a gobiernos tan corruptos era poco menos que una locura."

"¡Ah!" exclamé, "esa es quizá la objeción racional que hemos estado esperando. Estoy seguro de que es una objeción que habría pesado mucho en mi, porque la corrupción de nuestro sistema gubernamental se olía desde el cielo."

"No hay duda," dijo el doctor, "de que había mucha corrupción política y que era algo muy malo, pero debemos mirar un poco más en profundidad que estos objetores, para ver la auténtica relevancia de este hecho sobre la idoneidad de la industria nacionalizada.

"Un ejemplo de corrupción política era cuando el servidor público abusaba de la confianza depositada en él, mediante la utilización de la administración bajo su control con el propósito de obtener ganancias privadas en vez de únicamente por el interés público--es decir, gestionaba la confianza del público como si fuese su negocio privado e intentaba obtener una ganancia de ello. Se producía un gran clamor, y muy apropiadamente, cuando se sospechaba de una conducta semejante; y por consiguiente los funcionarios corruptos actuaban con muchas dificultades, y estaban en constante peligro de ser detectados y castigados. Consecuentemente, incluso en el peor de los gobiernos de tu época, la masa de los asuntos era dirigida con honestidad, como se decía que se hacía, en interés público, siendo comparativamente pocas y ocasionales las transacciones afectadas por influencias corruptas.

"Por otro lado, ¿cuál era la teoría y práctica proseguida por los capitalistas en el funcionamiento de la maquinaria económica que estaba bajo su control? No actuaban en interés público ni tenían ninguna consideración hacia él. El objeto declarado de toda su política era usar la maquinaria de su posición para obtener las mayores ganancias personales posibles para sí mismos a costa de la comunidad. Es decir, el uso de este control de la maquinaria pública para su ganancia personal--que en el caso de un funcionario público era denunciada y castigada como delito, y en su mayor parte evitada mediante vigilancia pública--era la política declarada del capitalista. El orgullo del funcionario público era dejar su cargo siendo tan pobre como cuando lo asumió, pero el capitalista presumía de que había hecho una fortuna aprovechando las oportunidades de su posición. En el caso del capitalista, estas ganancias no se llamaban corruptas, como cuando eran hechas por los funcionarios públicos al despachar los asuntos públicos. Se llamaban ganancias, y se consideraban legítimas; pero el punto práctico a considerar en cuanto a los resultados de los dos sistemas era que estas ganancias costaban a la gente de la cual salían, tanto como si se hubiesen llamado saqueo político.

"Y aun así estos hombres sabios de la colección de Kenloe enseñaban a la gente, y alguien debió de escucharles, que debido a que en algunos casos los funcionarios públicos tenían éxito, a pesar de todas las precauciones, en usar la administración pública para su propia ganancia, no sería seguro poner más intereses públicos bajo administración pública, sino que sería más seguro dejarselos a los capitalistas privados, que francamente proponían como su política habitual justo aquello por lo que los oficiales públicos eran castigados cuando les pillaban haciéndolo--a saber, sacar provecho de las oportunidades de su posición para enriquecerse a expensas del público. Era precisamente como si el propietario de una hacienda, viendo difícil asegurarse criados que fuesen perfectamente fieles, recibiera el consejo de protegerse poniendo sus asuntos en manos de ladrones profesionales."

"Quiere decir," dije, "que la corrupción política meramente significaba la aplicación ocasional a la administración pública, del principio de búsqueda de ganancias bajo el cual se realizan todos los negocios privados."

"Ciertamente. Un caso de corrupción en el cargo era simplemente un caso en el cual el funcionario público olvidaba su promesa y para la ocasión tomaba un punto de vista de negocio sobre las oportunidades de su posición--es decir, cuando el funcionario público caía en desgracia, sólo caía al nivel normal en el que todos los negocios privados eran declaradamente dirigidos. Es sencillamente asombroso, Julian, cuán completamente pasaban por alto tus contemporáneos este hecho obvio. Por supuesto, era altamente adecuado que fuesen críticos en extremo con la conducta de sus funcionarios públicos; pero es inexplicable que fracasasen en ver que las ganancias de los capitalistas privados salían de los bolsillos de la comunidad, de un modo tan cierto como los robos de los funcionarios deshonestos, y que incluso en los departamentos públicos más corruptos los robos representaban un porcentaje mucho más pequeño que lo que habrían representado si se hubiesen tomado como ganancias en el mismo asunto si éste hubiese sido realizado para el público por los capitalistas.

"Esto en cuanto al preciado argumento de que, porque algunos funcionarios a veces se aprovechan de la gente, ¡sería más económico dejar los asuntos de ésta en manos de aquellos que sistemáticamente se aprovecharían de ella! Pero, por supuesto, aunque la gestión de los asuntos públicos, incluso si estuviese marcada con una cierta cantidad de corrupción, sería todavía más económica para la comunidad que dejándola bajo el sistema de la ganancia, aun así ninguna comunidad que se respete a sí misma desearía tolerar ninguna corrupción pública en absoluto, y no habría necesidad de que la tolerase, si tan sólo la gente ejerciese vigilancia. Ahora bien, ¿qué impulsa a la gente a ejercer vigilancia de la administración pública? La proximidad con la cual seguimos la pista a un agente depende de la importancia de los intereses puestos en sus manos. La corrupción siempre ha medrado en los departamentos políticos en los cuales la masa de la gente se ha interesado poco, directamente. Pon bajo administración pública intereses vitales de la comunidad tocantes a su bienestar diario en muchos aspectos, y ya no habrá falta de vigilancia. Si hubiese sido más sabia, la gente que objetaba que el gobierno asumiera nuevas funciones económicas a cuenta de la corrupción política que había, habría apoyado precisamente esa política como la cura específica para el mal.

"Una razón por la cual estos objetores parecen haber sido especialmente miopes es el hecho de que, en todo caso, la forma más grave que la corrupción política tomaba en América en esa época era el soborno de legisladores por capitalistas y corporaciones privados, para obtener franquicias y privilegios. En comparación con este abuso, la malversación o el soborno de tipo burdamente directo estaban poco extendidos o eran de poca importancia. Ahora bien, el efecto inmediato y expreso de que el gobierno asumiese los asuntos económicos sería, como fue, secar esta fuente de corrupción, porque fue precisamente esta clase de cometidos capitalistas lo que los revolucionarios propusieron poner bajo control público en primer lugar.

"Por supuesto, esta objeción estaba dirigida sólo contra el nuevo orden durante el proceso de su introducción. Con su completo establecimiento, la mera posibilidad de corrupción desaparecería con la ley de la absoluta uniformidad de todos los ingresos.

"Peor y peor," exclamé. "¿De qué sirve continuar?"

"Paciencia," dijo el doctor. "Completemos el asunto mientras estamos sobre él. Sólo hay un par de objeciones más que tienen suficiente enjundia para admitir ser enunciadas."


OBJECIÓN DE QUE UN SISTEMA INDUSTRIAL NACIONALIZADO AMENAZARÍA LA LIBERTAD.

"La primera de ellas," prosiguió el doctor, "era el argumento de que una extensión semejante de las funciones de la administración pública, como implicaba la nacionalización de las industrias, pondría un poder en manos del Gobierno, incluso si fuese el gobierno de la propia gente, que sería peligroso para las libertades de ésta.

"Toda la plausibilidad que tenía esta objeción descansaba en la suposición tácita de que la gente en sus relaciones industriales había sido, bajo el capitalismo privado, libre y no había tenido trabas y no había estado sujeta a ninguna forma de autoridad. Pero ¿qué suposición podía haber tenido menos en cuenta los hechos, que esta? Bajo el capitalismo privado, la completa estructura de la industria y el comercio, que implicaba el empleo y la subsistencia de todos, estaba sujeta al gobierno despótico e irresponsable de los amos privados. La mera demanda de nacionalización industrial resultaba enteramente del sufrimiento de la gente bajo el yugo de los capitalistas.

"En 1776, los americanos derrocaron el gobierno real británico en las colonias y establecieron el suyo propio en su lugar. Supongamos que en aquel momento el rey hubiese enviado una embajada para avisar al pueblo americano de que asumiendo esas nuevas funciones de gobierno que anteriormente habían sido llevadas a cabo para ellos por él, pondrían en peligro su libertad. Por supuesto, se habrían reído de semejante embajada. Si se hubiese pensado que era necesaria alguna respuesta, habrían puntualizado que los americanos no estaban estableciendo sobre sí ningún nuevo gobierno, sino que estaban estableciendo un gobierno suyo, actuando en sus propios intereses, porque el gobierno de otros resultaba en un interés indiferente u hostil. Ahora bien, eso era precisamente lo que la nacionalización de la industria significaba. La cuestión era, dada la necesidad de algún tipo de regulación y dirección del sistema industrial, si ¿tendería más a la libertad para el pueblo dejar ese poder a personas irresponsables con intereses hostiles, o ejercerlo él mismo a través de agentes responsables? ¿Puede haber concebiblemente sino una respuesta a esta pregunta?

"Y aun así parece que un notable filósofo de la época, en un pasaje que ha llegado hasta nosotros, se propuso demostrar que si el pueblo perfeccionaba el sistema democrático asumiendo el control de la industria y el interés público, caería inmediatamente en un estado de esclavitud que le haría suspirar por los días de Nerón y Calígula. Me gustaría que tuviésemos ese filósofo aquí, para que pudiésemos preguntarle ahora cómo, conforme a toda ley observada de la naturaleza humana, iba a llegar la esclavitud como resultado de un sistema cuyo objetivo era establecer y perpetuar un grado más perfecto de igualdad, intelectual y material, que el que jamás se hubiese conocido. ¿Imaginaba que el pueblo se impondría deliberada y maliciosamente un yugo sobre sí mismo, o temía que algún usurpador se haría con el control de la maquinaria social y la usaría para reducir al pueblo a la servidumbre? Pero ¿qué usurpador desde el principio de los tiempos intentó jamás una tarea tan falta de esperanza como la subversión de un estado en el cual no había clases o intereses que contraponer, un estado en el cual no había aristocracia ni populacho, un estado cuya estabilidad representaba el igual y total soporte durante la vida de todo ser humano que habitaba en él? Ciertamente, parecería que la gente que concibiese la subversión de semejante república, posiblemente no debería haber perdido tiempo y debería encadenar las pirámides, por miedo a que ellas, también, desafiando las leyes habituales de la Naturaleza, se diesen la vuelta incontinentemente para sustentarse sobre su vértice.

"Pero dejemos que los muertos entierren a sus muertos, y consideremos cómo la nacionalización de la industria afectó de hecho la relación del gobierno con el pueblo. Si la cantidad de maquinaria gubernamental--esto es, la cantidad de regulación, control, asignación, y dirección bajo gestión pública de la industria--hubiese continuado siendo justo la misma que era bajo la administración privada de los capitalistas, el hecho de que ahora era el gobierno del pueblo, gestionando todo en interés del pueblo bajo responsabilidad del pueblo, en vez de una tiranía irresponsable que buscaba su propio interés, habría marcado una diferencia absoluta en el completo caracter y efecto del sistema y la habría hecho inmensamente más tolerable. Pero la nacionalización de la industria no dio meramente un caracter y propósito completamente nuevos a la administración económica, sino que también disminuyó enormemente la cantidad neta de gobierno necesaria para llevarlo a cabo. Esto resultó, de modo natural, de la unidad del sistema, con la consiguiente coordinación y funcionamiento conjunto de todas las partes, que tomó el lugar de la antigua gestión con mil cabezas que seguía otras tantas líneas de intereses diferentes y en conflicto, cada una siendo una ley para sí misma. Para los trabajadores, la diferencia fue como si hubiesen pasado de estar bajo la dominación personal de innumerables déspotas insignificantes, a un gobierno de leyes y principios tan sencillo y sistemático, que el sentido de estar sometido a una autoridad personal se había ido.

"Pero para comprender completamente cuán fuertemente este argumento de demasiado gobierno, dirigido contra el sistema de industria nacionalizada, compartía la cualidad de boomerang de las objeciones previas, debemos mirar los efectos últimos que la justicia social del nuevo orden tendría, que deberían naturalmente hacer superflua casi toda la maquinaria del gobierno como se llevaba previamente. El principal, a menudo casi el único, asunto de los gobiernos en tu época era la protección de la propiedad y las personas contra los delincuentes, un sistema que implicaba una inmensa cantidad de interferencia con los inocentes. Esta función del estado ha llegado a ser casi obsoleta ahora. Ya no hay disputas sobre propiedad, ni ladrones de propiedades, ni ninguna necesidad de proteger la propiedad. Cada uno tiene lo que necesita y tanto como cualquier otro. En épocas anteriores, un gran número de delitos resultaban de las pasiones de amor y celos. Eran consecuencias de la idea derivada de un barbarismo inmemorial, de que el hombre y la mujer podrían adquirir la propiedad sexual el uno del otro, y mantenerla y afirmarla contra la voluntad de la persona. Tales delitos dejaron de conocerse después de que la primera generación hubiese crecido bajo la absoluta autonomía e independencia sexual que vino después de la igualdad económica. No habiendo clases inferiores ahora que las clases superiores se sientan en el deber de educar del modo que deberían ser, a pesar de ellos mismos, todos los intentos de cualquier tipo para regular el comportamiento personal en asuntos que conciernen solamente al individuo, mediante legislación superflua, han cesado hace tiempo. Siempre necesitaremos un gobierno en el sentido de un directorio coordinado de nuestras industrias asociadas, pero ese es prácticamente todo el gobierno que tenemos ahora. Era un sueño de los filósofos, el que el mundo alguna vez disfrutaría de semejante reino de la razón y la justicia, de modo que los hombres serían capaces de vivir juntos sin leyes. Esa situación, en lo que a las regulaciones punitivas y coercitivas concierne, la hemos alcanzado prácticamente. En cuanto a las leyes obligatorias, puede decirse que vivimos casi en un estado de anarquía.

"No hay, como te expliqué en la Bolsa de Trabajo el otro día, ninguna obligación, al final, incluso en cuanto a la realización del deber universal de servicio público. Sólo insistimos en que aquellos que finalmente se nieguen a hacer su parte para mantener el bienestar social no serán partícipes de él, sino que tendrán que apañárselas por sí mismos y abastecerse por sí mismos.


LA OBJECIÓN MALTHUSIANA.

"Y ahora llegamos a la última objeción que hay en mi lista. Es totalmente diferente, en su carácter, de cualquiera de las otras. No niega que la igualdad económica sería practicable o deseable, ni afirma que la maquinaria trabajaría mal. Admite que el sistema demostraría ser un éxito triunfante en la elevación del bienestar humano hasta un punto sin precedentes y en hacer del mundo un lugar incomparablemente más agradable para vivir en él. De hecho, era el concedido éxito del plan lo que constituía la base de la objeción."

"Esa debe ser una curiosa clase de objeción," dije. "Oigamosla."

"Los objetores lo formulaban de este modo: 'Supongamos,' decían, 'que la pobreza y todas las perniciosas influencias sobre la vida y la salud que acarrea fuesen abolidas y todos viviesen una vida tan larga como su propia naturaleza les permitiese. Teniendo cada uno asegurada la manutención para sí y sus hijos, ningún motivo de prudencia resultaría operativo para restringir el número de hijos. Si las demás circunstancias fuesen iguales, esto significaría un incremento mucho más rápido de la población que el que jamás se haya conocido, y al final significaría una superpoblación de la tierra y una presión sobre el abastecimiento de comida, a no ser que naturalmente supongamos que se encontrasen nuevas e infinitas fuentes de comida'"

"No veo por qué no podría ser razonable prever semejante resultado," dije, "si las demás circunstancias fuesen iguales."

"Si las demás circunstancias fuesen iguales," replicó el doctor, "semejante resultado podría preverse. Pero las demás circunstancias no serían iguales, sino tan diferentes que podría dependerse de su influencia para evitar dicho resultado."

"¿Cuáles son las otras circunstancias que no serían iguales?"

"Bueno, la primera sería la difusión de la educación, la cultura, y el refinamiento general. Dime, ¿las familias de los adinerados y de la clase culta en la América de tu época eran grandes generalmente?"

"Muy al contrario. Por regla general, no hacían más que reemplazarse a sí mismas."

"Aun así, ningún motivo de prudencia les impedía incrementar su número. A este respecto, ocupaban una posición tan independiente como la que las familias ocupan bajo el presente orden de igualdad económica y manutención garantizada. ¿Nunca se te ocurrió por qué las familias de los adinerados y cultos de tu época no eran mayores?"

"Sin duda," dije, "era a cuenta del hecho de que en la medida en que la cultura y el refinamiento abrían campos de interés intelectual y estético, los impulsos de la cruda animalidad jugaban un papel menos importante en la vida. Entonces, también, en la medida en que las familias se refinaban, las mujeres dejaban de ser meras esclavas sexuales del marido, y los deseos de ellas en lo que respecta a tales asuntos eran tenidos en consideración."

"Exactamente. La reflexión que has sugerido, basta para hacer ver la falacia de toda la teoría Malthusiana del incremento de población sobre la cual se funda esta objeción a unas mejores condiciones sociales. Malthus, como sabes, sostenía que la población tendía a incrementarse más deprisa que los medios de subsistencia, y, por consiguiente, que la pobreza y la tremenda destrucción de vida que ésta significaba, eran absolutamente necesarias para evitar que el mundo se muriese de hambre por superpoblación. Por supuesto, esta doctrina era enormemente popular entre los ricos y las clases ilustradas, que eran responsables de la miseria del mundo. Ellos naturalmente se deleitaban cuando les aseguraban que su indiferencia hacia las penas de los pobres, e incluso su directa influencia en la multiplicación de esas penas, eran providencialmente obviadas para bien, de manera que eran realmente más dignas de alabanza que otra cosa. La doctrina de Malthus también era muy conveniente como un medio de ajustarles las cuentas a los reformadores que proponían abolir la pobreza, al demostrar que, en vez de beneficiar a la humanidad, sus reformas sólo harían que las cosas fuesen peor a la larga por la superpoblación de la tierra y la muerte por hambre de todo el mundo. Por medio de la teoría de Malthus, el hombre más mezquino que jamás hubiese atormentado el rostro de los pobres no tenía dificultad en mostrar que era realmente un benefactor de la humanidad ligeramente disfrazado, mientras que el filántropo era un tipo dañino.

"Esta prodigiosa conveniencia del Malthusianismo como excusa para que las cosas fuesen como eran, proporciona la explicación para la de otro modo incomprensible moda de tan absurda teoría. Lo absurdo consiste en el hecho de que, mientras pone su acento sobre los efectos directos de la pobreza y todos los males que conlleva para destruir la vida, fracasaba absolutamente en tener en cuenta la mucha mayor influencia que las circunstancias embrutecedoras de la pobreza ejercían para promover la imprudente multiplicación de la especie. La pobreza, con todas sus mortíferas consecuencias, mataba a sus millones, pero solamente después de haber promovido, por medio de sus brutales condiciones, la reproducción imprudente de decenas de millones--es decir, la doctrina de Malthus reconocía solamente los efectos secundarios de la miseria y la degradación que reducían la población, y pasaba totalmente por alto su mucho más importante efecto primario, que la multiplicaba. Esa era su fatal falacia.

"Era una falacia de lo más inexcusable porque Malthus y todos sus seguidores estaban rodeados por una sociedadad cuyas condiciones refutaban absolutamente su teoría. Solamente tenían que abrir los ojos y ver que dondequiera que la pobreza y la escualidez abundaban principalmente, lo cual pregonaban que eran los valiosos impedimentos para la población, la humanidad se multiplicaba como conejos, mientras en la medida en que el nivel económico de una clase se elevaba, era menos prolífica. ¿Qué corolario podría ser más obvio a partir de este hecho de universal observación, que que el modo de evitar la imprudente superpoblación era elevar, no deprimir, el estatus económico de la masa, con toda la general mejora en el bienestar que eso implicaba? ¿Cuánto tiempo supones que una absurda falacia fundamental como la que subyace a la teoría de Malthus habría permanecido oculta si Malthus hubiese sido un revolucionario en vez de un adalid y defensor del capitalismo?

"Pero olvidemos a Malthus. Aunque la baja tasa de nacimiento entre las clases cultas--cuya condición era el prototipo de la situación general bajo la igualdad económica--era suficiente refutación de la objeción de la superpoblación, aun así hay otra respuesta y mucho más conclusiva, cuya plena fuerza no ha sido resaltada todavía. Dijiste hace un momento que una razón por la cual la tasa de nacimiento era tan moderada entre las clases ilustradas era el hecho de que en esas clases los deseos de las mujeres se tenían más en consideración que en las clases más bajas. El efecto necesario de la igualdad económica entre los sexos significaría, sin embargo, que, en vez de ser más o menos tenidos en consideración, los deseos de las mujeres en todo lo tocante al asunto que estamos discutiendo serían definitivos y absolutos. Antes del establecimiento de la igualdad económica por la gran Revolución, el sexo que no da a luz era el sexo que determinaba la cuestión de dar a luz, y la natural consecuencia era la posibilidad de un Malthus y su doctrina. La Naturaleza ha proporcionado con el dolor y los inconvenientes de la función maternal un impedimento suficiente contra el abuso de ésta, justo como lo tiene en lo que respecta a todas las demás funciones naturales. Pero, para que el impedimento de la Naturaleza funcione adecuadamente, es necesario que las mujeres, a través de cuya voluntad debe funcionar, si acaso, sean agentes absolutamente libres para disponer de sí mismas, y la condición necesaria para ser tales agentes libres es la independencia económica. Asegurada ésta, aunque podemos estar seguros de que el instinto maternal siempre evitará que la humanidad se extinga, el mundo estará igualmente en escaso peligro de ser imprudentemente superpoblado."