Igualdad/Capítulo XIX

Igualdad
de Edward Bellamy
Capítulo XIX: "¿Puede una doncella olvidar sus ornamentos?"

Inmediatamente, Edith y su madre se fueron a la casa para estudiar las cartas, y estando el doctor tan agradablemente absorto con las acciones y bonos que hubiese sido descortés no dejarle solo, me dio la impresión de que la ocasión era favorabla para la ejecución de un proyecto privado para el cual hasta ahora no había hallado oportunidad.

Desde el momento en que recibí mi tarjeta de crédito, había contemplado una compra en particular, la cual deseaba hacer a la primera oportunidad. Era un anillo de compromiso para Edith. Los regalos en general, era evidente, habían perdido su valor en esta época en la que todos tenían todo lo que querían, pero este era un regalo que, por mor del sentimiento, estaba seguro de que a una mujer le parecería deseable como siempre.

Aprovechando, por tanto, el inusual ensimismamiento de mis anfitriones en intereses especiales, me fui al gran almacén donde Edith me había llevado en una anterior ocasión, el único en el que había entrado hasta entonces. No viendo indicada la clase de artículos que deseaba en ninguno de los carteles que había encima de los nichos, inmediatamente pregunté a una de las jóvenes auxiliares que me indicase el departamento de joyería.

"Le ruego me disculpe," dijo, alzando un poco sus cejas, "¿qué he entendido que pregunta usted?"

"El departamento de joyería," repetí. "Quiero mirar algunos anillos."

"Anillos," repitió, mirándome bastante inexpresivamente. "¿Me permite que le pregunte qué clase de anillos, para qué tipo de uso?"

"Anillos para los dedos," repetí, con la sensación de que la joven no era tan inteligente como parecía.

"Ante mis palabras, ella me miró la mano izquierda, en uno de cuyos dedos llevaba yo un sello conforme a la moda de mi época. Su expresión se tornó de inmediato inteligente y del más vivo interés.

"¡Le ruego mil perdones! exclamó. "Debería haberle entendido antes. ¿Es usted Julian West?"

Estaba empezando a estar un poco molesto con tanto misterio acerca de un asunto tan sencillo.

"Soy ciertamente Julian West," dije; "pero disculpeme si no veo la relevancia de ese hecho para lo que le he preguntado."

"Oh, en realidad debe usted disculparme," dijo, "pero es muy relevante. Nadie en América, salvo justamente usted, preguntaría por anillos para los dedos. Vea usted que no han sido usados desde hace tanto tiempo que hemos dejado por completo de tenerlos en existencias; pero si quisiera uno hecho por encargo, solamente tiene que dar una descripción de lo que quiere y será fabricado inmediatamente."

Le di las gracias, pero llegué a la conclusión de que no iría más lejos en mi proyecto hasta que hubiese inspeccionado el terreno un poco más a conciencia.

En casa no dije nada de mi aventura, para que no se rieran de mi más de lo necesario; pero cuando después de cenar encontré al doctor a solas en su estudio exterior favorito en la buhardilla, le sondeé con cautela sobre el asunto.

Comentando, como de una manera completamente casual, que había notado que nadie llevaba nada semejante a un anillo, le pregunté si llevar joyas estaba en desuso, y, si era así, ¿cuál era la explicación para el abandono de la costumbre?

El doctor dijo que ciertamente era un hecho que llevar joyas era virtualmente una costumbre obsoleta desde hacía un par de generaciones, si no más. "En cuanto a las razones para este hecho," prosiguió, "realmente se encuentran muy mucho en las consecuencias directas e indirectas de nuestro actual sistema económico. Hablando en general, supongo que la razón principal y suficiente de por qué el oro y la plata y las piedras preciosas han dejado de ser apreciadas como ornamentos es que perdieron completamente su valor comercial cuando la nación organizó la distribución de la riqueza en base a la irrevocable igualdad económica de todos los ciudadanos. Como sabe, una tonelada de oro o un kilate de diamantes no aseguraría una barra de pan en los almacenes públicos, no habiendo allí nada disponible excepto o además del crédito del ciudadano, que depende únicamente de su ciudadanía, y es siempre igual al de cualquier otro ciudadano. Consecuentemente nada vale nada para nadie hoy en día salvo para el uso o placer que pueda personalmente derivar de ello. La razón principal de por qué las gemas y los metales preciosos fueron anteriormente usados como ornamentos parece haber sido el gran valor convertible que tenían, que los hacía símbolos de riqueza e importancia, y consecuentemente un medio favorito para la ostentación social. El hecho de que hayan perdido totalmente esta cualidad explicaría, creo, en gran medida, el abandono de su uso como ornamentos, incluso si la ostentación en sí misma no hubiese estado desprovista de su motivo por la ley de igualdad."

"Indudablemente," dije; "aun así había quienes pensaban que eran bonitos completamente aparte de su valor."

"Bueno, posiblemente," replicó el doctor. "Sí, supongo que los salvajes honestamente pensaban así, pero, siendo honesto, no distinguían entre piedras preciosas y cuentas de vidrio en tanto ambas fuesen igual de brillantes. En cuanto a la pretensión de las personas civilizadas de admirar las gemas o el oro por su belleza intrínseca aparte de su valor, sospecho que era más o menos una inconsciente falsa apariencia. Suponga que, por una repentina abundancia, los diamantes de primer agua tuviesen el mismo valor que el vidrio de una botella, ¿durante cuánto tiempo cree usted que alguien los habría llevado en su época?"

Me vi obligado a admitir que indudablemente habrían desaparecido de la vista rápida y permanentemente.

"Imagino," dijo el doctor, "que el buen gusto, que entendemos que incluso en su época fruncía el entrecejo ante el uso de tales ornamentos, vino en auxilio de la influencia económica al promover el abandono de su uso una vez que el nuevo orden de cosas había sido establecido. La pérdida por parte de las gemas y metales preciosos del glamour que les pertenecía como formas de riqueza concentrada, dejó libre al gusto para juzgar el valor estético real de los efectos ornamentales obtenidos mediante trozos de piedras brillantes y chapas y cadenas y aros de metal que colgaban por la cara y el cuello y los dedos, y parece que muy pronto se estuvo de acuerdo en la opinión de que semejantes combinaciones eran de salvajes y realmente nada hermosas en absoluto."

"Pero ¿qué ha sido de todos los diamantes y rubíes y esmeraldas, y las joyas de oro y plata?" exclamé.

"Los metales, desde luego--plata y oro--conservaron sus usos, mecánicos y artísticos. Son siempre hermosos en lugares apropiados, y son tan usados con propósito decorativo como siempre, pero esos propósitos son arquitectónicos, no personales, como anteriormente. Ya que no seguimos la antigua práctica de usar pinturas en nuestras caras y cuerpos, los usamos no obstante donde consideramos que es su lugar adecuado, y justamente es así con el oro y la plata. En cuanto a las piedras preciosas, algunas de ellas han encontrado uso en aplicaciones mecánicas, y hay, desde luego, colecciones de ellas en museos, aquí y allá. Probablemente nunca hubo más que unos cientos de celemines de piedras preciosas en existencia, y es fácil explicar la desaparición y rápida pérdida de tan pequeña cantidad de tan diminutos objetos una vez que dejaron de ser valorados."

"Las razones que da para la desaparición de la joyería," dije, "ciertamente explican el hecho, y aun así apenas puede imaginarse cuánto me sorprende. La degradación del diamante al rango de cuenta de vidrio, salvo por sus usos mecánicos, expresa y tipifica como ningún otro hecho para mi la plenitud de la revolución, la cual, en el presente, ha subordinado las cosas a la humanidad. No sería difícil, desde luego, comprender que las personas pudiesen fácilmente haber dejado de llevar joyas, las cuales de hecho nunca fueron consideradas del mejor gusto como práctica masculina, excepto en los países salvajes, pero habría dejado perplejo al profeta Jeremías por haber respondido afirmativamente a su pregunta '¿puede una doncella olvidar sus ornamentos?'.

El doctor se rio.

"Jeremías era un hombre muy sabio," dijo, "y si su atención se hubiese dirigido al asunto de la igualdad económica y su efecto sobre la relación de los sexos, estoy seguro de que habría previsto, como uno de sus lógicos resultados, el crecimiento de un sentimiento un tanto filosófico en lo concerniente a la ornamentación personal por parte de las mujeres como el que siempre han exhibido los hombres. No se habría sorprendido al saber que un efecto de esa igualdad entre hombres y mujeres había sido el revolucionar la actitud de las mujeres sobre toda la cuestión del vestir, tan completamente, que los más iracundos misóginos--si de hecho quedase alguno--ya no habrían podido acusarlas de estar más absortas en ese interés que los hombres."

"¡Doctor, doctor, no me pida que me crea que el deseo de ser atractiva ha dejado de motivar a las mujeres!"

"Disculpeme, no pretendía decir nada semejante," replicó el doctor. "Hablaba del desproporcionado desarrollo de ese deseo que tiende a anular su propia finalidad mediante la sobre-ornamentación y exceso de artificio. Si podemos juzgar por los registros de su época, esto era generalmente el resultado de la excesiva devoción al vestir por parte de sus mujeres; ¿no era así?"

"Indudablemente. El exceso en el vestir, el esfuerzo excesivo para estar atractivas, era el mayor inconveniente para el auténtico atractivo de las mujeres de mi época."

"¿Y qué ocurría con los hombres?"

"No puede decirse de ningún hombre que mereciese llamarse así. Estaban, por supuesto, los dandis, pero la mayoría de los hombres prestaban más bien demasiada poca atención a su apariencia.

"Es decir, ¿un sexo prestaba demasiada atención al modo de vestir y el otro demasiada poca?"

"Eso era."

"Muy bien; el efecto de la igualdad económica de los sexos y la consecuente independencia de las mujeres en todo momento, en cuanto a su sustento, de los hombres, es que las mujeres piensan mucho menos en el vestido que en su época y los hombres considerablemente más. De hecho, nadie pensaría en sugerir que cualquiera de los sexos se concentra más que el otro en realzar sus atractivos personales. Los individuos difieren en cuanto a su interés en este asunto, pero la diferencia no tiene que ver con el sexo."

"Pero ¿por qué atribuye este milagro," exclamé, "porque parece un milagro, al efecto de la igualdad económica sobre la realación de los hombres y las mujeres?"

"Porque desde el momento en que la igualdad llegó a establecerse entre ellos, dejó de ser un ápice mayor el interés de las mujeres por hacerse atractivas y deseables para los hombres que el de los hombres para producir la misma impresión sobre las mujeres."

"Lo que consecuentemente quiere decir que antes del establecimiento de la igualdad económica entre los hombres y las mujeres, era indudablemente mayor el interés de las mujeres por hacerse personalmente atractivas que el de los hombres."

"Definitivamente," dijo el doctor. "Dígame, ¿por qué motivo los hombres de su época atribuían la excesiva dedicación del otro sexo a los asuntos del vestir en comparación con el descuido de los hombres sobre el correspondiente asunto?"

"Bueno, no creo que tuviésemos pensamientos muy lúcidos sobre el asunto. De hecho, cualquier cosa que tuviese una insinuación sexual acerca de él, apenas era tratada en otro tono que no fuese sentimental o en broma, siempre."

"Ese es de hecho," dijo el doctor, "un rasgo impresionante de su época, aunque suficientemente explicable en vista de la redomada hipocresía subyacente a toda la relación entre los sexos, la pretendida caballerosa deferencia hacia las mujeres por una parte, unida a la práctica represión de éstas, por otra parte, pero deben de haber tenido alguna teoría para explicar la excesiva dedicación de las mujeres a su adorno personal."

"La teoría, creo, era la heredada de los antiguos--a saber, que las mujeres eran por naturaleza más vanas que los hombres. Pero no les gustaba oir que se dijera esto: así, el modo educado de explicar el hecho obvio de que a ellas les importase tanto más el vestir que a los hombres era que ellas tenían más sensibilidad para la belleza, que estaban más altruistamente deseosas de complacer, y otras frases agradables."

"¿Y no se les ocurrió que la verdadera razón de por qué las mujeres se dedicaban a pensar tanto en las técnicas para realzar su belleza era sencillamente que, debido a su dependencia económica del favor de los hombres, el rostro de la mujer era su fortuna, y que la razón de que los hombres fuesen tan descuidados en su mayor parte en cuanto a su apariencia personal era que su fortuna en ningún modo dependía de su belleza; y que incluso cuando llegaba el momento de encomendarse al favor del otro sexo, su posición económica decía potencialmente más en su favor que cualquier cuestión de ventaja personal? A buen seguro esta obvia consideración explicaba por completo la mayor dedicación de las mujeres al adorno personal, sin suponer ninguna diferencia, cual fuera, en la dotación natural de los sexos en cuanto a la vanidad."

"¿Y consecuentemente," añadí, "cuando las mujeres dejaron de depender para su bienestar económico del favor de los hombres, dejó de ser su principal objetivo en la vida el hacerse atractivas a los ojos de los hombres?

"Precisamente, para su inenarrable ganancia en comodidad, dignidad, y liberación de su mente para intereses más importantes."

"¿Pero para la disminución, sospecho, del pintoresquismo del panorama social?"

"En absoluto, sino indudabilísimamente para su notable beneficio. Hasta donde podemos juzgar, cualquiera que fuese la pretensión de las mujeres de su época para ser consideradas atractivas, lo lograron inconfundiblemente a pesar de sus esfuerzos para estarlo. Recordemos que estamos hablando sobre la excesiva preocupación de las mujeres por el realce de sus encantos, lo que condujo a la locura tras causar en su mayor parte la anulación del efecto buscado. Quitemos el motivo económico que hizo del atractivo de las mujeres para los hombres un medio para tener éxito en la vida, y nos quedaría el impulso de la Naturaleza para atraer la admiración del otro sexo, un motivo lo suficientemente fuerte para que la belleza sea un fin, y más efectivo no siendo demasiado fuerte."

"Es bastante fácil de ver," dije, "por qué la independencia económica de las mujeres debía haber tenido el efecto de moderar hasta una medida razonable su interés en el adorno personal; pero ¿por qué debería haber operado en la dirección opuesta sobre los hombres, haciéndoles más atentos en el vestir y la apariencia personal que antes?"

"Por la sencilla razón de que habiendo desaparecido su superioridad económica con respecto a las mujeres, ellos debían depender de ahí en adelante de su atractivo personal si querían ganar el favor de las mujeres o retenerlo cuando lo ganasen."