Huellas literarias/Yo y el plagiario Clarín

Yo y el plagiario Clarín

PERSONALIDADES

A Clarín.

En la Cueva de Covadonga.

EGREGIO:

Ante todo... No hay para qué hablar de las injurias que pretende usted inferirme en su folleto. Por Novo y Colson, como si no las hubiera escrito usted...

Habla usted de los que «tienen por enfermedad el prurito literario, y que, creyendo imitarlo que ni siquiera son capaces de comprender, insultan y calumnian y llaman a eso sátira y crítica; y confundiendo lastimosamente las especies, censuran al escritor, no por sus literaturas, sino por vicios, pecados y hasta delitos reales o supuestos, pero siempre extraños a la materia artística»; y a seguida incurre usted en el feo vicio que censura. No vale que presuma de habilidoso con decir que lo exigen mis literaturas; que a nadie convencerá usted, por mucho que esfuerce el meollo, de que Las vengadoras, Nieves, La carne rubia, Los inseparables, Tric-Trac, y tantos otros artículos míos, están cosidos al cuello de mi gabán.

Lo que hay es que usted precisaba agarrarse al forro de mis gabanes para dar amenidad a su prosa ramplona, sicotuda y pespunteada con recortes de periódico boulevardier, ni más ni menos que necesitó meter la nariz en los faldones de D. Antonio para juzgarle en el folleto Cánovas y su tiempo.

Fáciles de hacer son, en verdad, las ocurrencias (¿?) de usted (¿?) por eso, porque no se fundan en hechos reales, sino en invenciones suyas.

Que llevo levantado el cuello del gabán, aunque haga buen tiempo... Y resulta que, ni cuello levantado, ni tan siquiera gabán, llevo yo en los más de los crudos días de invierno; y eso porque no me da la gana, a veces, y otras, porque no le da la gana al prestamista. (En fin, señores, que con un tipo como este Clarín, no se puede tener nada callado.)

Que me río de Castelar; y a usted, ¿qué le importa?

Si que me he reído, en El Motín, de Castelar político, porque es una irrisión. Pero de Castelar genio, digan ustedes que no es verdad lo que dice ése. En su vida le ha elogiado ni le elogiará tanto como este cura. ¿Qué se proponía Clarín; malquistarme con D. Emilio? ¿No comprende que Castelar es harto inviolable, como tal genio, para preocuparse de lo que digamos de él? Por mucho que usted le arrastre sus Alas, ya sabemos todos con qué fin (un distrito ¿eh?, no hará caso)

Una salvedad ante todo, ¡SEÑOR!...

No crea usted que con el título «Yo y el plagiario Clarín», incurro adrede en grave descortesía. «Yo y mi criado» -decía Fígaro.- «Por esta vez sacrifico la urbanidad a la verdad. Francamente, si yo no valiera más que mi criado, no me serviría él a mí». Como usted es uno de los siete sabios de Covadonga, doy por bien averiguado que tiene al dedillo aquella ocurrencia de Larra, y me apresuro a -declarar que voy antes que usted, en el título del folleto, porque así lo exige el orden cronológico. Fui yo primero en pegar; y el que da primero, da dos veces...

Yo no sospechaba que había sido su pesadilla durante tantos años, según confiesa paladinamente, ni que tenía la desgracia de inspirarle «una suprema antipatía», ni mucho menos que «me ponía y sigo poniéndome en la boca de su estómago». ¡Presentimiento!....

Es el caso -y va de historia- que un inglés y un yankee divertían su ocios dándose con la badila en los nudillos. Ocurrió que el inglés puso casa, con muebles ajenos, pero con tantísima prosopopeya, que creyó llegado la sazón de hacer mala sangre al yankee, que la tenía mitad pus, mitad bilis; y aguijado por tan piadosa invención, fue enseñándole, pieza por pieza, objeto por objeto, cuanto bueno y rico atesoraba en su envidia. Pero... nada, el yankee... como si tal cosa ante las maravillas que le mostraba su adversario. Aburrido y desesperanzado éste, le llevó maquinalmente al retrete de la casa, y como al abrir la puerta del mismo percibiera el yankee un retrato de Washington, que colgaba en aquel sitio para escarnio del héroe americano, interrumpió al Cicerone para decirle con viveza: -Amigo, ¡esta sí que es una pieza confortable!...

-¿Por qué? -preguntó muy sorprendido el inglés.

Porque en viendo a Washington -respondió el otro- no hay inglés, por duro que sea, que no se sienta flojo...

Claro que, comparado conmigo, está más alto que la torre Eiffel, aquél que fue «el primero en la guerra, el primero en la paz, el primero en el amor de sus conciudadanos»; pero, no por chiquito, dejo de ser, y en verdad que lo siento, el causante de esa enfermedad (¡uf!) de estómago (tape, tape) que padece usted, porque me tiene sentado en la boca del mismo.

Dispensando la conversación, que no es la más propia para tenida antes de sentarse a la mesa, dice usted, evocando recuerdos del tiempo viejo, que yo «le escribí una carta muy fina (es que soy muy fino con todo el mundo), invitándole a comer conmigo y con mi tío, que era embajador de una república americana.»

Diré a usted. Es posible que el marqués de Rojas: -¡cosas de mi tío!-le dispensara el honor de invitarle a comer, no como a tal Sr. Alas, ni como a tal egregio Clarín, sino como a uno de tantos periodistas, en su buen deseo de reunir los elementos todos de la prensa madrileña para celebrar un acto de política internacional, que eso fue el banquete, como lo prueba el siguiente articulo que publicó Eusebio Blasco en El Liberal:

«EL BANQUETE DE ANOCHE»

»Lo dije y lo repito: el banquete tenía especialísimo carácter. Era el lazo de unión entre Venezuela y España, una vez más demostrado merced a la cariñosa iniciativa del Sr. Rojas, diplomático, literato, periodista, hermano nuestro en las musas, entusiasta admirador de España, que anoche, por los labios de españoles ilustres, respondió a su saludo.

»Un menú espléndido servido por Lhardy, sin rival para estos casos: siete platos fuertes, helado exquisito, vinos de primera. La mesa, en forma de herradura, con setenta cubiertos para otros tantos comensales del ilustre anfitrión americano.

»A la derecha de éste, el Sr. Castelar; a la izquierda el Sr. Cánovas; a uno y otro lado, la representación de todas las manifestaciones de la inteligencia, la cátedra, la tribuna, el libro, el teatro, la crítica, la poesía, la prensa. Junto al venerable Mesonero Romanos, el revolucionario Echegaray; en frente Menéndez Pelayo, Isidoro Fernández Flórez; próximos, Alarcón y Sánchez Pérez, Molins y Correa, Gañete y Miguel Moya, Escobar y Labra, Moreno Nieto y Grilo, Bremón y Mencheta, Velarde y Bonafoux, Gutiérrez Abascal y el Dr. Wecker, el Marqués de Cayo el Rey y Teodoro Guerrero; no sé si recordaré tantos nombres: Mellado, Palacio, Diestro, Asmodeo, Cárdenas, Millán y Caro, Navarrete (José), Guillaume, Benot, Armas, Valdés, Tauló, Pérez Anguita, Figuera, Gayangos, Ochoa, Ortega Munilla, Bona, Parlés y Mora, Vizcarrondo, Edelman, Güell y Mercader, Romea... El cónsul de Venezuela en Madrid, Sr. Barrié y Agüero, un banquero y gentleman español tan querido de todos, en frente de aquella trinidad de Rojas, Castelar y Cánovas.

»Llega la hora de los brindis; habla primero el Sr. Rojas, que, con elocuente y discretísimo discurso, saluda a todos los literatos españoles en nombre de Venezuela. Sigue un tiroteo de cumplidos entre los Sres. Cánovas y Castelar, sobre cuál ha de hablar primero; piérdese tiempo en esto y el Sr. Alarcón se adelanta apresurándose a contestar al saludo del ilustre venezolano: con esto obliga a los dos oradores citados a nuevos melindres; por fin, el Sr. Cánovas le dice a su amigo: -Habla, tú y procura agitar el vino para que nos guste a todos.

»Se levanta al fin Castelar y hace uno de sus más bellos discursos, lleno de esa conmovedora poesía que convence a todos. Habla de la patria con tal elocuencia, que subyuga. Le contesta Cánovas con un discurso no menos elocuente, lleno de grandilocuentes frases que arrancan tantos aplausos como las del primero.

»El Sr. Moreno Nieto, con su proverbial facundia, canta las glorias de América; D. Manuel Cañete, correctísimamente, consagra un recuerdo al gran Bello; lee el Marqués de Molins unos hermosos versos del poeta americano Sánchez Pesquera; sigue el Sr. Escobar con delicadas frases; habla luego otra persona de quien yo no debo acordarme, y habiendo aludido al respetabilísimo Mesonero Romanos, se levanta éste, pareciendo a todos la voz de la generación pasada dirigiéndose a la generación presente. Manifestación cariñosa de todos los concurrentes, en atronadora salva de aplausos, al anciano escritor de nuestras costumbres. Termina los brindis con uno lleno de sentido práctico y de intención política el Sr. Rodríguez Correa, cubano de nacimiento, español en el poder, periodista de toda la vida, a quien todos aplauden como se merecen sus patrióticas frases.

»En resumen: la fiesta de anoche es un verdadero milagro; setenta españoles, unidos en fraternal expansión como representantes de algo que está por encima de las luchas políticas, de las deleznables ambiciones humanas, o, lo que es lo mismo, el arte, la literatura, la crítica, la elocuencia, la poesía. Hermosa misión realizada por el Sr. Rojas, a quien la España literaria saludó anoche como a hermano querido.

BLASCO.»

En cuanto a que yo invité a usted en una carta muy fina, no lo recuerdo, y también lo dudo. No hago memoria de haberle invitado en mi vida, no digo yo a comer, pero ni tampoco a agua. ¡Bueno soy yo para dar de comer! Sobre que lo único que puedo dar, y no siempre, son los buenos días.

Pero quiero suponer que estaba loco, o que me había dado la manía por invitar a comer, como a usted por plagiar al Padre Eterno. Y bien: ¿qué mal habría en ello? ¡Al diablo no se le ocurre vengarse de un hombre por que no aceptó un cubierto de veinte duros!... ¿Qué no hubiera hecho si se traga usted los veinte duros del cubierto?

Lo que recuerdo muy bien es que cumplió usted como un caballero -y no vale que quiera graduarse de ordinario- porque fue personalmente a dar gracias al anfitrión. Por cierto que allí estaba yo, y a partir de aquel día me dispensó usted durante mucho tiempo El Alto Honor de saludarme en la calle cuando nos tropezábamos por casualidad.

-¡Adiós, Bonafoux-Quintero! -decía usted quitándose humildemente el sombrero hasta los pies.

Y yo me reía, porque, compadre, ¡qué feísimo es usted!...

No sé si por reírme, o porque no lo ofrecí un paraguas (véase Literatura de Bonafoux), dejó de dispensarme Aquel Alto Honor. Estoy muy flaco desde entonces...

¡Que mis críticas -dice usted- son una venganza personal! Mire usted: lo consiento yo que me llame «literato malicioso y atrevido», «malévolo», «mala fe», etcétera, y le consiento también que diga que soy un «escritor maleante que ando (¡!) encendiendo, por los rincones más intransitables de la prensa callejera, pajuelas de azufre (claro que si son pajuelas, son de azufre) escandaloso y pestilente»; pero lo de vengativo no pasa.

Onit-Selec, periodista habanero de mucho mérito, tuvo la ocurrencia de decir, en La Voz de Cuba, con motivo de mis Mosquetazos: «Athos, representaba la caballerosidad y la nobleza; Porthos, la fuerza bruta; Aramis, la astucia y la inteligencia. Athos era capaz de olvidar una ofensa; Porthos, de perdonarla; Aramis, no: el que se la hacía se la pagaba. Pues bien: el Aramis de hoy es el Aramis de entonces. Los que le han ofendido, tardarán más o menos tiempo, pero al fin se la pagarán.»

Aquella especie, que era un rasgo de humorismo, seguramente, y nada más que eso, cundió entre los que no me conocen ni me tratan, y por ser usted plagiario, hasta cuando no quiere ni se lo propone, no es el primero ni el segundo de mis enemigos en presentarme al público como una Catalina de Médicis macho; ¡a mí, que soy todo perdón y olvido!...

En mi alma, señor Clarín, no prende el pus del rencor, y si prende, no se encona jamás. Ya verá usted que, cuando menos lo espere, se acuerda de mí por algún beneficio. ¡Vamos, valor, amigo mío! ¿Quiere usted -en prueba de que no le tengo inquina- que traiga para la familia un poco de sirop de piña, en alguno de los viajes que hago a América? ¿O prefiere usted, para los niños, la jalea de guayaba?... Pero... ¡no vaya usted a creer que le ofrezco dulces para ponerles veneno!...

Usted me confunde en eso de las venganzas. ¿Cree usted que soy como aquel crítico que elogió en cartas privadas al Sr. Cañete, por alcanzar una colaboración en La Ilustración Española y Americana, y luego, porque Cañete no le sirvió, o no pudo servirle, se desvive por atacarle públicamente?... ¿O me confunde usted con aquel otro crítico que mortificó malamente a un poeta aragonés, con ocasión de haber publicado éste un tomo de poesías, y que más tarde, habiéndose trasladado a la capital de Aragón, y enterado de que el poeta era una influencia en Zaragoza, aplaudió a rabiar una poesía (de las que contenía el tomo precisamente) leída por su autor en un círculo literario, y cruzó además el salón para saludar personalmente al poeta, que le miró de arriba abajo con el más absoluto y profundo desprecio?...

¡Ah, Sr. Clarín! Usted saca consecuencias y venganzas de hechos que no existen, o que existen sólo en la mollera de usted, y se mete en el vedado de la conciencia con una argumentación que es puramente, hipotética; mientras que lo que digo y afirmo yo son hechos reales y susceptibles de prueba por medio de documentos fehacientes que pongo a disposición del público.

Y ya que supone usted, sin pruebas ni motivos, que cuajé mis críticas en tan estrecho molde de venganza personal, ¿no me será lícito, a mi vez, suponer, con pruebas y motivos, que la «suprema antipatía» que, según declara usted mismo, sentía por mí, sin razón alguna que la abonara -como no fuese la de que mi señor tío tuvo el atrevimiento de dispensarle un honor- es originaria de no haber sido yo, en ningún tiempo, alabardero de usted ni voceador de sus obras?

Abro al azar mi libro Mosquetazos de Aramis, y hallo las siguientes líneas en la crítica Le Maître de forges: «No sé qué dirán, ni me importa, esos críticos de fama para quienes son de oro todas las novedades parisienses. Pero digo y repito, aunque se enojen esos señores tan nombrados... en la calle de la Montera, que nuestro teatro de ahora vale más que el teatro francés.»

Vuelvo a abrir el tomo, y encuentro estas líneas en la crítica Las Vengadoras: «No ha sido flojo el vocerío levantado por algunos críticos -revisteros traducidos del francés y muy parecidos a ellos, con la diferencia de que gastan navaja. -Quién excomulga a Sellés en nombre del romanticismo; quién le fustiga en nombre del naturalismo. Seguramente no le quitan el sueño esas opiniones críticas, que no están informadas del buen gusto en punto al arte; -y do lo están, porque dadas las condiciones del siglo, es preciso, para estar a la moda en estética, no estancarse en Madrid, ni tampoco en Getafe (o, como si dijéramos, en Oviedo); es preciso viajar mucho, ver otros horizontes y sentir en el rostro otros ambientes literarios.»

Y apenas tienen cola esos distingos. Mosquetazos se publicó en 1885, y ya entonces hacía bastante tiempo -acaso tanto como tiene de fecha la «suprema antipatía» de Clarín -que se publicaron esas críticas en el periódico El Español.

¿Y no podré suponer también que esa «suprema antipatía» creció como la espuma, porque el ingenioso escritor Francisco Durante se expresó en estos términos, hablando de mi libro, en El Pensamiento Español de la Habana: «Clarín, el eminente crítico asturiano, no tiene las peregrinas agudezas de Aramis, y con esto está dicho todo. El humorismo de Bonafoux es más espontáneo que el humorismo de Alas. El desenfado de Mosquetazos de Aramis es superior al desenfado de Sermón perdido.»


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PUNTO Y APARTE

«Una tarde, en la última primavera -decía usted- se me presentó en mi rincón de Asturias un joven escritor americano, el Sr. Barreal, el cual me traía de parte de Bonafoux un libro, que conservo, titulado Mosquetazos de Aramis, con una dedicatoria de manu auctor, la cual decía: Al autor de La Regenta. En prueba de simpatía, Aramis.»

En primer lugar, el Sr. Barreal no es escritor americano. De Oviedo es: allí nació, y fue accidentalmente a América habiendo tenido ocasión de tratarme en la Habana, y estuve allí a su lado en trances muy duros para él, e intervine más tarde, desde Madrid, en un penosísimo incidente que tuvo con mi discreto amigo el comerciante de aquella plaza señor Serrano Gómez, del cual conservo todas las cartas y documentos que se sirvió remitirme con tal motivo...

En segundo lugar, mal pudo el Sr. Barreal entregar a usted libros míos, ni nada, en la última primavera, estando como estaba entonces en Manila, sirviendo en el ejército; -cosa fácil de ser comprobada en el Ministerio de la Guerra.

En el verano del 86 fue el Sr. Barreal a Oviedo, de paso para embarcarse con rumbo hacia allá, quiero decir, hacia Filipinas, y desde Asturias me escribía diariamente la relación de su vida...

En una de dichas cartas hay un párrafo referente a usted. Por cierto que me chocó en Barreal, porque ya sabe él del desprecio que tengo por la mayoría de las gentes, y que soy poco propenso a adquirir amigos, convencido como me hallo de que me sobran mucho más de la mitad de los que tengo, con ser tan pocos. Concluía el Sr. Barreal preguntándome si había enviado a usted mis libros, Ultramarinos y Mosquetazos, a raíz de su publicación; y contesté la verdad, que si los remití a usted, como a todos los periodistas en activo servicio.

A los pocos días vino otra carta del Sr. Barreal, y como la conservo, al igual de todas las que he recibido en el curso de mi vida (porque soy una urraca para mi casa), ofrezco públicamente remitirla a Madrid; y puesto que tiene usted amigos, Cavia, Palacio Valdés, Menéndez Pelayo, Pérez Galdós, Sánchez Pérez y otros, que me honran también con su amistad, ruégueles que cotejen con alguna carta que tenga usted de Barreal, o que le pida ahora, letra y firma de dicho señor.

Todo esto es atroz, ya lo sé; pero, como usted tiene tanto de chismoso como poco de crítico, ha querido exhibir trapos, creyendo que me asusta, sin saber que yo voy a todas partes y que, aun a riesgo de faltar al público, soy muy capaz de sacar, a usted y a los suyos a la vergüenza pública, en la Puerta del Sol.

Ahora bien: el párrafo de la carta en cuestión, escrita el cinco de Junio de mil ochocientos ochenta y seis, dice así, textualmente:

«Estuve hablando con Clarín cerca de una hora. Tiene las mejores noticias de usted y me dijo que no había recibido ninguno de sus dos libros, pues de ser así, le hubiera contestado inmediatamente. Entonces yo le ofrecí el que usted me dio y declaró que no lo aceptaba, porque en vista de lo que yo le había dicho pensaba escribir a usted dándole las gracias y manifestándole lo mismo que yo digo. Por de pronto me recomienda haga presentes a usted sus recuerdos, pues él cree -así dijo- que le ha conocido en compañía de un diplomático, su tío quizás, que en cierta ocasión lo invitó a un banquete o comida. ¿Usted recuerda algo? -Y no acepto el libro -me dijo- porque usted no tendrá nada más que ese ejemplar, y además, porque YO QUIERO QUE ÉL ME LO DEDIQUE.»

A semejante invitación contesté volviendo a remitir el libro a usted, directamente a usted, y bajo faja certificada, por cierto, para que no pudiera decir que se había perdido también; y puesto que me pedía usted una dedicatoria, puse... la menor cantidad posible: «Al autor de La Regenta... En prueba de simpatía, Aramis.»

¡La dedicatoria! ¿Qué demonios quería usted que le pusiera en la dedicatoria? «Al eminente...» O bien: «Al egregio». ¡Vaya usted mucho con Dios

«Al autor de La Regenta». Usted es el autor (quitando lo que haya que quitar) de ese adefesio, y La Regenta era entonces y seguirá siendo hasta que salga la Esperaindeo (pero ¡qué catedrático es usted para poner motes!), Esperaindeo, la única obra de usted... in partibus. Claro que tenía que referirme a ella, y claro también que, caso de creer que la tal Regenta merecía un duro, hubiera puesto en la dedicatoria «al buen autor» o siquiera «al distinguido...»

Pero sigamos:

«En prueba de simpatía.»

Simpatía, ¿por quién? ¿Por La Regenta?...

¿Por ese penco?... Simpatía por usted, que tiene cara de buenazo, con el color «bueno» que decía Fígaro. Usted quiere hacer el diablo, un Han de Islandia, con unas entrañas más negras que la pez, y unos cuernos de media vara, y unos ojos que echan llamas... Pero no hay tal. Usted, que tiene ángel, es un pobre diablo de la cabeza a los pies, y no se come a nadie.

Recibió usted mi libraco; pero no lo leyó, según dice, ni ha leído ninguna de mis obras; sólo algunos articulejos que, de niño, publiqué en El Solfeo. Entonces, si no ha leído usted mis libros, ¿cómo sabe que tengo o dejo de tener ingenio? ¡Como no me lo haya conocido en el forro de los gabanes! ¡O como no crea usted que puede tomarle el pelo al público, al extremo de decir: «¿Ven ustedes ese caballero que me tiene medio loco a palos pues no tiene tanto así de ingenio. Yo no he leído sus libros. Pero aseguro que no tiene ingenio, porque sí, porque es mi enemigo. Y basta que yo diga que no lo tiene, y... cuidadito con contradecirme!»


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¡EGREGIO!...

Ahí tiene usted contestada, punto por punto, la parte personal de su folleto; nada de hacer lo que usted, que trata de desfigurar los argumentos del adversario, y que se desentiende de ellos cuando no se los traga. Y cuenta que es mucho el sacrificio que hago con contestarle. Usted vive en Oviedo (¡fastidiarse!), es decir, usted no vive; yo vivo en París. París empequeñece los objetos quita la vista; Oviedo agranda la visión óptica y apabulla el cerebro, dándole esa obtusidad de cuerno que tan bien pinta usted, porque lo siente; usted necesita matar el tiempo cazando moscas, como Calígula, o como el Quintanar de su Regenta; yo necesito el tiempo para divertirme. Estoy aburrido de todo, principiando por usted y siguiendo por mí mismo. Ahora me voy al Edén a ver... Regentas (¡rabie usted, envidioso!).

Pero antes tengo que decirle una cosa.

Si usted quiere, podemos seguir folleteándonos, usted desde Oviedo, yo desde París, y continuar enviando folletitos a Madrid y dando lata a los madrileños... Si en lugar de folletos literarios, más o menos personales, quiere usted un escándalo gordo, pero muy gordo, en donde salgan todos nuestros parientes y amigos -¡qué bien!- adelante con los faroles. Yo no soy como usted, que empieza diciendo que no quiere nombrarme, y me endosa luego... cincuenta páginas de nutrida lectura; que dice que no insulta, y echa sapos por la pluma. Yo nombro y mortifico, y muerdo, según los casos y las ocasiones.

Decía Salustio -perdone usted que cite un poco, aunque no soy catedrático- decía Salustio en su Conjuración de Catilina, que «ningún hombre puede hacerse temer de muchos, sin tener que temer de muchos»; y yo entiendo a lo que me expongo con hacerme de enemigos.

¿Quiere usted guerra? Venga guerra. ¡Pero nada de salir luego echándose un velo a la cara para pedirme misericordia en nombre «de la cena de sus hijos!»

Hasta mañana, y que usted se alivie. -Aramis.

HISTORIA RETROSPECTIVA

A principios de Abril del año 1881 -atención, es toda una historia- publiqué en El Español los artículos «Novelista tontos» (primero, D. Leopoldo Alas, alias Clarín) y «Clarín folletista».

Bramó D. Leopoldo; pero, colérico y todo, resolvió, en sus altos designios, que no me contestaría en los días de su vida. Ese Real decreto de S. M. la Reina madre de la crítica española me afligió profundamente.

«¡Qué más quisiera él!» -exclamaba señalándome pudorosamente en el Madrid Cómico -«¡qué más quisiera él!»

No, no merecía mi personita los honores de una tan alta contestación. Además, yo le resultaba «antipático» (adiós, Tú), «con mucha mala fe» y con cuanto mato echó Dios al mundo. ¡Todo por haberme atrevido con D. Leopoldo I el Simpático!...

Pasábase la vida el bueno de Fermín tragando maroma, cuando he aquí que, por haberlo consultado con la almohada quizá, decretó, como sabio que es, volver sobre su acuerdo y asustarnos con decir campanudamente en La Monarquía:

«Mi desdén quede para quien me acusa de plagiario escribiendo lo siguiente: «En El Diablo en Semana Santa (véase Solos de Clarín) copia D. Leopoldo una bellísima página de Zola en Pot-Bouille»; y Solos de Clarín se publicó en 1881, y Pot-Bouille en 1882.»

A lo que contesté yo, en el periódico El Pueblo:

«¡Tate, tate, folloncico! Ya sabemos que Pot-Bouille se publicó en 1882. Sabemos más -¡si presumirá ése de ser el único sabio de Grecia!- Sabemos que se publicó en abril de 1882. Pero mucho tiempo antes se publicó en el folletín del Gil Blas, y muchísimo tiempo antes había dado a conocer algunos capítulos la prensa de París. Ahora, si el gran Zola ha plagiado a Clarín..., entonces no digo nada además, con ese solo de clarinete o chirimía (que dijo Manuel del Palacio), ¿se contesta una acusación de innumerables plagios? ¿Que usted no quiere contestar?... ¡Pues no conteste usted! o conteste en el Juzgado francés, que allí le seguirán causa por esos robos literarios y otros que irán saliendo. Por ahora, conste que está usted procesado en el Juzgado de mi distrito; y yo, Juez en esta causa, no me digno discutir con el reo.»

Y D. Leopoldo... bufando en el Madrid Cómico, pero inofensivo como un borrego, aunque sea buena comparación. Con repetir que era mucha mi mala fe, y que me haría un retrato tan notable que al verlo, dijera el público: «Ese es», pero sin nombrarme el fotógrafo, ya estaba despachado.

«¡Ése, ése está huío!...» me dijo, señalando a Oviedo, uno de los más populares revisteros...

Yo no tenía nada que hacer y me ocupaba en dar «coba» a D. Leopoldo. He ahí el origen de nuestro «rozamiento literario».

-Vamos a ver -me decía, con mis cuartillas en la mano y los pelos de punta, el director de La Regencia -vamos a ver, Bonafoux, ¿qué motivo hay para que en la revista de teatros ataque usted hoy a este señor?

-Ninguno -le respondía yo. -Es que me divierte.

Y, la verdad sea dicha, también divertía a Ruiz Jiménez. ¡Poquito que se ha reído él de D. Leopoldo!

«El hombre se tira de los pelos» -me escribía desde Oviedo un espía;-«esta mañana, en cátedra, la emprendió a bocados con los chicos.»

Y yo, corriendo con el cuento a casa de mis amigos. «Me escriben -les decía- que S. M. la Reina madre de la crítica está atacada del furor uterino, digo, teutónico, que diría Bismarck.»

Cierta noche -lo recuerdo como si estuviera viéndolo -cierta noche se me apareció en sueños un número de Los Sucesos. El grabado representaba a D. Leopoldo colgando del badajo de una campana de la catedral de Oviedo. ¡Que horror!... La cabezota, circundada de blondos cabellos, pendía de un hilo negruzco, que semejaba el pescuezo de un pájaro frito. Tenía dobladas las piernas y el cuerpo todo con las trazas de un perrito sentado.

Debajo del grabado aparecía este letrero en tinta china:

ESPANTOSO SUICIDIO EN OVIEDO

Y luego venía la explicación. Graves disgustos literarios movieron al suicida a tomar «la funesta resolución» de ahorcarse... con un número de La Regencia.

En sueños daba yo brincos lo mismo que un saltamontes, y decía, al igual de Macbeth: «¡Cómo te asemejas a D. Leopoldo!... Apártate de mí... Tu corona quema mis ojos... ¿Por qué tal espectáculo, malditos sucesos?... ¡Espantosa visión!... Ahora lo comprendo todo... D. Leopoldo, pálido por la muerte, me dice sonriéndose que son de su raza esas testas coronadas...»

Y en sueños también oía a Macduff, esto es, al editor de Clarín, el cual Manuel decía a grito pelado: «¡Ni en los mismos infiernos hay un ser más perverso que Bonafoux!...»

La pesadilla era más fuerte que yo. En vano trataba de sacudirla. «¡Lejos de mí esta horrible mancha... -exclamaba como lady Macbeth. -¡Qué triste está el infierno!... ¿Por qué no se lavan nunca mis manos?... Todavía siento el olor a crítico cabrío... Todos los aromas de Oviedo no bastarían a quitarme de esta gran mano mía el olor de la sangre!...»

Volví en mí; pero el sueño huyó de mis ojos, camino de Oviedo, siguiendo de cerca a la cabezota que colgaba del hilo negruzco y que tenía todas las trazas de un espantajo del campo...

Desde aquella noche juré dejar en paz y gloria a ti mísero ahorcado; pero a lo mejor tira el diablo de la manta, y el diablo fue la prensa en esta ocasión.

«Poco importa a Bonafoux -decía Gil Blas- el renombre de algunos escritores. ¿Se publica un libro malo? Pues aunque sea debido al más laureado poeta ¿al más correcto prosista, le tritura en el mortero de su crítica. ¿Se publica un folleto con humos de bien escrito? Pues aunque sea del mismísimo don Leopoldo, le analiza escrupulosamente y no le deja defecto alguno grave en el tintero.»

La Jeringa, entre otros periódicos, ponía a don Leopoldo estas lavativas de malva:

«Y vaya por la verdad. En el libro Literatura de Bonafoux se dicen unas cosas que ponen los pelos de punta: que si D. Leopoldo Alas (Clarín) es un Juanillón literario; que si La Regenta, tiene algo que ver con Mme. Bovary; que si D. Leopoldo es un folletista muy malo... en fin, que con esto y con otras cosas muy buenas que tiene el libro, vale muchísimo más que las tres pesetas que cuesta.»

Soliviantado D. Leopoldo, va y la emprende conmigo, poniéndome de «embustero» en El Madrid Cómico. ¡Embustero yo, que soy una Biblia de carne y hueso! Me ofendió mucho semejante expresión proferida por tan augustos labios; pero, recordando que Martínez Campos la había usado en su pintoresco lenguaje parlamentario, me consolé pensando que D. Leopoldo plagiaba también a Martínez.

-¡Me he propuesto que hable D. Leopoldo -decía yo a mis amigos -y no hay más, habla-, revienta.

-Te equivocas -me respondió alguien;- Clarín es muy cuco y no habla así lo empaten.

Y, entre sí y no, quedó apostada una cena, que me pagarán cuando regrese a Madrid.

Comprometido vi, no sólo en mi conciencia, sino también en mi estómago, volví a las andadas, y habiéndome dado propicia ocasión una defensa que hizo, a favor del «egregio», mi cariñoso amigo el escritor Sánchez Pérez, publiqué en La Regenta los artículos que reproduzco a continuación:

«MÁS PLAGIO DE DON LEOPOLDO

»AL SEÑOR SÁNCHEZ PÉREZ

»Amigo y maestro:

»...Quedamos, pues, en que son más criticas agresivas, personalísimas, apasionadas, llenas de crudeza de estilo, tal vez respirando encono, y por consiguiente injustas.»

»Cállome los elogios que se ha servido dispensarme, y -créalo usted- no tendría reparo que oponerá lo que dice a propósito de mis críticas, si no tuviera para mí que la opinión suya en este punto obedece, más que a otra cosa, a nobilísimo deseo de salir a la defensa del autor (plagios aparte) de La Regenta -esa histérica cursi de Vetusta.

»Pero tratándose de un escritor que ha conculcado todos los respetos y traspasado todos los límites, de un escritor que publicó en el periódico La Unión, por usted dirigido, un artículo en colaboración de Quevedo, artículo que expresaba la más atroz de las injurias personales contra un popularísimo poeta... tratándose de eso, perdóneme usted, mi querido y respetable amigo, que no me parezca justiciera la defensa de delitos ajenos, fundada en faltas mías. Porque si usted, que se erige en juez de este proceso, cree que tiene el deber de mandarme a la Cárcel Modelo, tiénelo también, procediendo en justicia, de condenar a mi adversario a la pena de muerte en garrote vil.

«Exhibiera usted mis estados pasionales (si estado pasional es el denunciará un plagiario), exhibiéralos usted para censurarme, sin que la censura estuviese ligada a la defensa de un reo de mayores desaguisados, y no sería yo quien dijera a usted palabra más alta que otra. Porque aparte de creer que lleva usted razón en cuanto me critica, que tengo por desventura tales defectos y que es mayor desventura mía el no poderlos enmendar, téngole a usted, literaria y personalmente, tantísimo respeto, que no me permitiría protestar siquiera aunque me pusiera como dijesen dueñas. Puede acaso que influya también el agradecimiento que tengo a usted; agradecimiento que se conserva tan fresco en ese lugar de mi espíritu que se ha salvado de la quema, que aun no habiendo dicho en su notabilísima crítica que conoce «hace bastantes años», recordaría yo que fue usted quien publicó -en El Solfeo, por cierto- el primer artículo que hice para la prensa de Madrid, y que no satisfecho con eso, tuvo la bondad de animarme, dirigiéndome una carta tan cariñosa como benévola, que conservo todavía entre los honrosos recuerdos de mi adolescencia. -¡Figúrese usted si había de olvidar su hermoso proceder, yo que he vivido luego con las manos en la miseria humana!...

»Fuera parte de lo que apuntado dejo, estoy para mí que la defensa que hace usted de D. Leopoldo es, de cuantas tiene recibidas él, la más sangrienta de las burlas literarias. Porque con decir usted que mis críticas le recuerdan las de cierto novelista enemigo del Quijote y las de cierto crítico enemigo del Hamlet, no parece sino que quiere decir que D. Leopoldo es un Quijote o un Hamlet, y que vale tanto como Cervantes y Shakespeare. ¡Nequid nimis! amigo mío, y perdone usted que un mozo, y mozo que se huelga llamándose discípulo suyo, tenga que llamarle al orden con un latinajo.

»¿Cuáles son las aventuras de ese astur extraordinario? ¿Eso es una PERSONALIDAD, un Byron de Cangas de Tineo, un Quijote, un Hamlet? Si creo a ratos que está en lo cierto D. Leopoldo cuando dice, plagiando a Cánovas, que España es un país muerto, que su decadencia es tan grande como evidente en todo y por todo, es precisamente fijándome en la importancia que da usted a un escritor que ni inventó la pólvora, ni hizo cosa de provecho para las letras patrias.

»Como poeta, es el más chirle del planeta habitado; como novelista el más pesado de España -¡y cuidado si son pesados los más de los novelistas españoles!- como crítico, un Planche traducido por Pina, un Plancha, en fin. No tiene nada personal, nada suyo, absolutamente nada. A veces es plagiario, a veces imitador; siempre emborronadar de papeles, con alguna ocurrencia, de raro en raro, pero sin color, sin estilo, sin nada y cursi, con irresistible vocación a cursi.

»Por lo demás, un escritor que está tan contento con su suerte y con Oviedo, que no ha salido de España (que es como no haber venido al mundo), que está tan orondo con sus paliques y su cargo de Concejal y su afición a D. Emilio, ¿me quiere usted decir que un tipo así tiene carne de las personalidades que se destacan y distinguen y dejan huella cuando pasan por entre los simples mortales?

»Advierta usted que yo no me admiraría en ningún caso, más que fuese un geniazo ese señor; porque, en punto a admiraciones, creo con La Rochefoucauld, que ninguna cosa debería causar tanta admiración como el admirarse... De tejas abajo no hay cosa que me admire, como no sea la justicia... y de aquí que no haya tenido ocasión de admirarme todavía; y de tejas arriba... pues, le diré a usted, yo no me meto en celajes, ni me importan tampoco.

»Y siendo esto así, ¡hágame usted el favor de decirme si es merecedor de que me asombre un literato que, bien al contrario de tener cosa que suspenda el ánimo, tiene muchísimo de vulgar y liliputiense bajo cualquier aspecto que se le mire! Puesto que se remoza y se infla y se regodea tanto si algún buen amigo o pariente suyo le compara con Larra, ¿por qué no le aconseja usted -usted que es tan bueno- que se dé un tiro? Fígaro se suicidó a los veintisiete años, después de haber escrito lo que no escribirá en su vida D. Leopoldo. Éste, según dice, va para viejo... ¡Ya va siendo hora de hacer algún rasgo de genio!... Y puesto que está en su mano el imitarle en eso ya que no en otras cosas, a competir con el genio, a darse tiritos, que no hay tiempo que perder...

»Con esto, y con la venia de usted, amigo Sánchez Pérez, hago punto hasta mañana, que continuaré denunciando plagios de D. Leopoldo, para que vea el público que no tengo nada de embustero, y para que vea usted con cuánta verdad dijo que soy sincero y agresivo, amigo de la lucha y puntilloso como un antiguo castellano».

»Hasta mañana.»

PERIQUÍN Y PIPA

«Desde la publicación de mis artículos Novelistas tontos y Clarín folletista, ha llovido. Han pasado muchos días, años para mí Sr. D. Leopoldo. Sé que para ir al correo, a por los papeles de Madrid, ha dado más carreritas que Bargosi. Yo calculo que ya ha penado bastante. -'Esa mala persona -dirá a Palacio Valdés- no vuelve a ocuparse de mí. ¡Tranquilicémonos!'

»Pues ahora empiezo a ocuparme de usted.

»Yo soy así... Y tanto más gozo cuanto que sé también (tengo espías en Oviedo) que D. Leopoldo está furioso. Está el hombre como una fiera, pero sin irse derecho al bulto, contestando sin querer, reincidiendo en defenderse... sin defenderse, sacudiéndose los plumazos, en salva sea la parte, sin conseguir hacerlos saltar de la carne. Porque no se atreve, no, lo que es conmigo no se atreve. Discute dimes y diretes con los Corias, con los Rentz, que no manejan bien el percal. Conmigo no discute en los días de su vida, aunque mis críticas contra él (que se muere de ganas de que le salgan contrincantes... si son flojos, sobre todo, o si le dan tela para 'paliquear') andan en lenguas de la prensa, forman todo, un proceso, y ya vienen hablando los periódicos de que D. Leopoldo ha plagiado a Flaubert.

»Pues también ha plagiado a Fernanflor.

»Lector, ¿conoce usted a Periquín? Periquín es un granujilla con ojos de cielo y corazón de oro, que se escapó corriendo del espíritu de Fernanflor.

«Periquín vivía con Roque, un ciego, borracho además, que le propinaba todas las noches un tremendo palizón. Muere repentinamente el ciego, y repentinamente se encuentra en la calle el lazarillo.

»Aterido de frío en el quicio del portal del palacio de la Condesa de Berrocal, hermosa rubia de treinta y cinco años, viendo sombras y nieve, fue recogido de orden de la Condesa por un lacayo de la casa. Porque aquella noche era Nochebuena.

»-¿Cómo te llamas? -le preguntó Isabelita preciosa niña de cinco a seis años, hija de la Condesa.

»-¡Periquín!...

»Periquín se queda con tamaña boca contemplando los lujos del palacio.

»Está invitado a cenar; pero tiene un hambre que no ve, no puede esperar y empieza a engullir dulces.

»Isabelita se enamora del pobre y se niega a entrar en el salón si no lleva de galán a Periquín. La Condesa vacila, pero concluye por ceder; Isabelita y Periquín, la aristócrata y el mendigo, la seda y el harapo, entran en el salón seguidos de la institutriz, madame Courtois, que la llama ma petite.

»Periquín se hace cruces. No entiende francés o Periquín comió y bebió -dice Fernanflor- como si no hubiera comido nunca, o como si no hubiera de volver a comer y a beber en toda su vida.

»Estaba en sus glorias. Ya se hablaba de casarle con Isabelita (pura broma); y sería Conde, y tendría caballos, carrozas, ríos de oro.

»Pero... las pasiones sobre todo. Periquín, algo chispo, riñe por su dama. Confusión en la escena. Periquín quiere fugarse y logra esconderse: pero le atrapa monsieur Courtois, y de un puntapié le pone en la calle.

»Por chispo se llevan luego al pobre niño a un puesto de borrachos.

»He ahí la síntesis del cuento, que tiene descripciones de mucho color, filigranas de ingenio, pensamientos hondos, corte elegante... invadido todo por una sombra de melancolía, sombra 'triste, sola, desamparada', como Periquín, que constituye el fondo de los cuadros del pintor de ¡Mientras haya rosas!...

»Lector, ¿conoce usted a Pipá? Pipá es un pillastrón descarado, que se escapó corriendo del espíritu de D. Leopoldo, después de haber pasado por el espíritu de Fernanflor, desvalijando al pobre Periquín. Pipá es un Rata de doce años.

»Vivía con su padre (más o menos putativo), un borracho, que le propinaba tremendas palizas, por lo cual prefería el chico vivir en el arroyo.

»Contemplando su cama de nieve, resuelve una noche vestirse de máscara; y dicho y hecho. Aterido de frío y ganoso de aventuras, pasa por los alrededores del palacio de la Marquesa de Híjar, hermosa mujer de treinta años, y es recogido, de orden de la Marquesa, por un lacayo de la casa. Porque si aquella noche está de nieve, como la Nochebuena de Periquín, es también noche de solemnidad. Se celebra el Carnaval.

»¿Cómo te llamas? -le pregunta Irene, preciosa niña de cuatro años, hija de la Marquesa.

»-¡Moo! -contesta Pipá. (No hubiera estado bien que contestara: ¡Periquín disfrazado!)

»Pipá se queda con tamaña boca contemplando los lujos del palacio. El pillastre está invitado a cenar; pero tiene un hambre que no ve, no puede esperar y empieza a engullir dulces.

»Como la Condesa de Berrocal, la Marquesa de Híjar da un baile.

»Irene se enamora de Pipá, y quiere que sea su galán en el baile. Quiere también que la vea vestir; pero esto parece improper a la institutriz. ¡Improper! Pipá se hace cruces. No entiende inglés.

»Y seguidos de Julia, entraron en el salón de baile Irene y Pipá, la aristócrata y el mendigo, la seda y el harapo.

»Y en seguida...

»Había terminado la fiesta. ¿Por qué la termina sin describirla el autor? Por no seguir plagiando, supongo yo.

»Sin embargo, sigue la danza.

»Pipá tragó cuando pudo. Hizo provisiones allá para el invierno, dice Clarín.

»Estaba en sus glorias. Ya se hablaba de casarle con Irene (pura broma), y sería un poderoso caballero, un rey...

»Pero... las pasiones sobre todo. Pipá, algo chispo, se fuga también, sólo que sabe ganar la puerta de la calle, y va a dar con su cuerpo a un puesto de borrachos.

»He ahí la síntesis del cuento Pipá, que es un Periquín echado a perder, un Periquín de máscara: cuento plagado de filosofías impertinentes, hecho sin ingenio, sin chiste, sin estilo y reventando de forte, con un finchamiento asturiano que dejaría pequeñito a un portugués.

»Eso sí, después de plagiado, apaleado Fernanflor. Este habla de un camarín en su cuento. Don Leopoldo habla también de un camarín en su (¿?) cuento; pero añadiendo, como diría Echegaray o cualquier imitador suyo:

»-¡Habráse visto!...

»Periquín se publicó el 24 de diciembre de 1873. (Véase El Imparcial de ese día.) El libro, Pipá se publicó en 1886. Su (¿?) autor pone al final del cuento, 'Oviedo, 1879.' Aun así y todo, tiene cuatro años menos que el cuento de Fernanflor.

»Pipá, plagio de Periquín; Aquiles Zurita, plagio de Carlos Bovary; en La Regenta, capítulos plagiados de Flaubert; en Solos, plagios a Zola.

»Y en cuanto a Zola, no he dicho aún todo lo que tengo que decir. ¡Agárrese bien, amigo, que algún día hemos de hablar de lo que publicó usted con motivo del naturalismo!... ¿Pues qué se había usté figurao? ¿Que se pasaría la vida cobrando el barato y ejerciendo de matón literario? ¡Ca, hombre, ca! Pasen por esas horcas caudinas las vítimas que hiciera usted, gentecilla bobalicona que, con más miedo que vergüenza, pregona por ahí que es usted el satírico del siglo -porque en España vivimos de creer que tenemos el mejor orador del mundo, el mejor dramaturgo del mundo y todo lo mejor del mundo e insultamos diariamente a los franceses, sin los cuales no tendríamos más que toros, sol y cocido- gentecilla bobalicona, iba diciendo, y además ignorantona, que habla de las atroces sátiras de usted; sátiras que serían vistas por Larra con ojos de Micromegas, y que harían bostezar a Voltaire; sátiras con las cuales jugaría Rochefort como un tigre con un nido de hormigas... Pero Nos, Nos no pasamos por las horcas caudinas de usted, y no vale amenazar con sátiras atroces, porque no falta aquí su mijita de bilis y su manojito de nervios, créame usted; ni con peleas descocadas, porque cuando no hemos vivido en el puente de Segovia o en el barrio de la Alegría, pues vivimos en Chamberí, con que 'ni que decir tiene' si estamos acostumbrados a broncas; ni vale tampoco amenazar con hacer retratitos, porque aquí también gastamos fotografía; y, en fin, caballero, para no cansar más, que si usted salió de la cueva de Covadonga, de allí donde salió el oso que se comió a Favila, yo dato del golfo mejicano... y que nos conocemos, compadre, como si nos hubiéramos parido mutuamente.

»Yo no le tengo mala voluntad, por Dios que no. Si me pidiera usted cinco duros prestados, con seguridad... no se los daba. Ayer olvidé decir al Sr. Sánchez Pérez -que le llama a usted insigne, pero no se fíe usted: ¡es tan bromista Sánchez Pérez, así a lo manso! -que jamás tuvo usted conmigo cuestión alguna, ni personal, ni tan siquiera literaria. No, no puedo quejarme de usted. La verdad es que siempre me respetó mucho. ¿Que por qué le critico siendo eso así? Por distraerme. Estoy muy triste, amigo mío: ¡si usted supiera!...

»Quiero suponer que es usted un gigante, el gigante chino de la crítica española, y yo un enano. Y bien: le critico con el mismo derecho que ejercitó usted cuando criticó al Sr. Cánovas, a quien, por muy poco que se le concediera, y hay que concederle que es un verdadero gigante... (por desgracia para la libertad) habría que decirle que vale como mil arrobas de veces más que usted.

»Le critico además porque quiero oponerme a que siga usted haciéndose perjuicios con eso de los plagios. Qué necesidad hay de que plagie usted a Zola Flaubert, a Fernanflor? ¿Qué necesidad hay de que me plagie usted, ¡a mí, que soy tan chiquitín!

»Pues también me ha plagiado usted. Un plagio chiquito, claro está, pero no quiero pasar por él.

»-¡Guardias!... ¡Guardias!...¡A ése!

»Prueba al canto.

»El periódico El Español (de tan funesta recordación, ¡figúrese usted que decían de él que era negrero y lo peor era que decían verdad!) en su número 32, año I, del 6 de enero de 1883, publicó un folletín mío, titulado Don Manuel Fernández Juncos. En dicho folletín, que reproduje en el libro Mosquetazos de Aramis (Véanse mis Mosquetazos por tres pesetas nada más), libro publicado en 1885, hay un párrafo que dice:

'He creído siempre que el cuerpo humano es un disparate atroz. ¿Para qué sirve el ombligo?'

»En el libro Nueva Campaña (título que es un a modo de plagio del título de un libro de Zola) Nueva Campaña (1887), que contiene la campaña (?) de 1885-1886, según su autor, hay un artículo, Las Revoluciones, en que dice D. Leopoldo:

»Son restos que dejó la herencia de órganos que 'no tienen aplicación actualmente. ¿Para qué sirve el ombligo?'

»Que para qué sirve el ombligo que saqué yo en 1883? ¡Pues para que no me lo coja usted! Digo, me parece.»

El Sr. Sánchez Pérez hizo... cuanto cabía que hiciera un buen amigo; y D. Leopoldo no podía exigirle mayor prueba de compasiva amistad.

Pero como no llevaba razón Sánchez Pérez, no pudo su talento encontrar más escapatoria que ésta: Ni hay, ni hubo jamás, ni habrá nunca plagios, ni plagiarios, ni cosa que se le parezca.

Si es broma de Sánchez Pérez (¡pero qué bromista es usted, D. Antonio!) por burlarse a su modo del defendido, digna es del gran criminalista Lachaud... Pero si no es broma esa opinión yo, respetándola por ser de Sánchez Pérez, no puedo aceptarla de ningún modo. (Perdone el maestro.)

Quiere él, enmendando la plana al diccionario, que «al que se apropia escritos que no son suyos no se le llame ladrón»; y si, como parece, se funda en ello para decir que no hay plagiarios, y borrar de camino el derecho de mi acusación, paso yo porque se sustituyan los voquibles, si no se oponen los interesados, bien que protestando del modo de señalar a D. Leopoldo -¡este Sánchez Pérez es feroz!- puesto que no parece puesto en razón que se llame, ladrones ¡Y los plagiarios, cuando se ha dulcificado la calificación para los verdaderos ladrones, acaso por lo que abundan, y se les llama modestamente con el nombre de irregularizadores. Sánchez Pérez: busquemos un término medio y digamos de su amigo que es uno de nuestros primeros irregularizadores literarios...


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Otra ocurrencia acabó de exacerbar el ánimo de su Real Majestad, decidiéndole a contestarme; y fue que, con motivo de algo publicado recientemente a propósito de él, dijo al autor de la quisicosa el distinguido poeta conocido corresponsal de El Correo de Valencia:

«Usted no debe meterse en esas profundidades, y debió dejar su tarea para manos más picardeadas, como, por ejemplo, las de ese perillán de Bonafoux! ¡Ve usted qué pícaro es Bonafoux! Hay unos hombres imposibles. Sí, Bonafoux ha estudiado mucho, escribe muy bien y tiene intención, por eso ha puesto a Clarín como chupa de dómine con sólo dos artículos publicados en La Regencia, demostrando que Clarín ha plagiado a Flaubert, a Zola y a Fernanflor. Cuando se trate de folletos contra D. Leopoldo Alas, deje usted que talle un literato como Bonafoux; lea usted lo que él escriba, y en vez de estudiar los folletos y majaderías de D. Leopoldo Alas, estudie usted a los autores a quienes él plagia. Lea usted un libro titulado Literatura de Bonafoux.»


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Señores ¡valiente lío! ¡Y pensar que se trataba únicamente de ganar o perder la apuesta de una cenita servida por Cirilo!...

PRELUDIO

Ni el menjurje Calypta, cuando estuvo en predicamento; ni los libros de D. Ricardo Sepúlveda, que no tienen nada de ingeniosos, por mucho que los anuncie él y por más bombos que les den algunos periodistas -¡señores, ni que el papá de Ricardito hubiera comprado a cada uno de ustedes «un par de botitas de raso verde!»;- ni el mismísimo general Boulanger fue tan voceado como el folleto de D. Leopoldo. Pero el folleto no parecía, allí, en casa de Fe, estaba en galeradas, muerto de risa. E iban las galeradas de Madrid a Oviedo, y volvían de Oviedo a Madrid, y repetíanse los viajes de ida y vuelta, y a todo esto Clarín escribiendo: «¡Chitón! ¡silencio! ¡que nadie lea el folleto!»; el cual venía a ser un secreto de Estado, algo así como un documento bismarckiano. Pero, no, era... un paso de risa.

Ni Cánovas paseando su yo altanero por los camarines de Palacio; ni León XIII exhibiendo el abanico de avestruz en la silla gestatoria, y, a los atónitos ojos de la Emilia Pardo -esa nodriza del naturalismo... español, o sea vergonzante;- ni nadie, en fin, bajo la capa del cielo, se exhibió tanto como D. Leopoldo encaramado en el desvencijado rocín de su folleto.

Pero..., lo dicho, el folleto no parecía. Estaba entumecido y pidiendo una mosquita de Milán. Se la apliqué por conducto de La Revista Cómica, y, por fin, después de un parto de diez meses -el parto de la burra- y de invertir dos en reclamos, salió a luz el folleto, con todas las medrosas perspectivas de la impotencia, con todas las sombrías claridades del remanso, y serpenteando como manga de cohetes disparados a última hora por el buque náufrago para avisar que se va a pique y que está muy menesteroso de inmediato auxilio.

...Yo no sé por dónde empezar a reírme del folleto del Sr. Alas, que todo él, de la cabeza a los pies, es cosa de risa. El plagio vive tan metido en el espíritu de este paliquero insigne, que le ha formado callo en la conciencia y constituye en él una segunda naturaleza. -Ni para defenderse contra el pobrecito Aramis, que le acusa de plagiario, pierde el rimbombante Clarín sus malas mañas.

Así, le dije que no tenía ingenio, y se le ocurre contestar que no tengo ingenio; le dije que le conocía como si le hubiera parido, y contesta que me conoce como si me hubiese dado a luz; le llamé novelista tonto, y se venga llamándome también tonto; le advertí que en el Juzgado francés le seguían causa por robo literario, y me advierte que me demandará si continúo llamándole plagiario (¡plá-giá-rió! ¡¡pláa-giáa-rióo!! ¡¡¡pláaa-giáaa-rióoo!!!) y que tendré que abonarle, por injuria, 1.250 pesetas (¡de ganas!); díjele, en fin, y probele, además, que plagió una ocurrencia de uno de mis artículos, y quiere vengarse diciendo que yo, en El Solfeo, «conseguía parecerme a él en la poca aprensión con que abordaba algunas materias difíciles».

¡Valientes materias difíciles abordaba usted en El Solfeo; envidiar a Revilla!

Pues ¿y las materias difíciles que abordaba yo «con poca aprensión?» Los conservadores en el otro mundo (artículo político), Romero Robledo ante la esclavitud (artículo político), Un cuadro (artículo político), Delirio ministerial (artículo político)... ¡terribles abordajes de materias difíciles!

De El Solfeo salí sin pelos en la cara, una criatura, peor, un insecto, a padecer motines en América, y habiendo regresado, a poco andar, redacté en Madrid un periódico que atacó a mis enemigos, riñó con los vates sinsontiles, echó abajo una audiencia con aplauso de la prensa madrileña, crucificó caciques y... dio alguna guerra; me parece.

Eso fue lo que hizo DON LUIS, que fue no hacer nada, por que el periódico estaba dedicado a la Habana, que es la capital de las Américas en la misma Manila, como creerá usted; pero lo que él escribió allí, mantenido está por él.

Y usted, DON JUAN, ¿qué hizo? Escandalizar un poco en la villa del oso, injuriar a infelices, glosar del francés para que comulgasen con ruedas de molino los buenos batuecos, apropiarse las campanas de Zola y tener, en suma, el fin trágico de que habló Victor Hugo. ¡Lucido abordaje!

Usted, caballero, tiene una manía que le lleva derecho al sepulcro: la manía de ser en España (y no sé si también en el extranjero) el H satírico, con privilegio exclusivo de invención. Usted mismo se guisa las sátiras, y usted mismo se las come. Ya en el artículo Estilo fácil (publicado en el Madrid Cómico) asomó usted la oreja, declarando indirectamente que era el único satírico de este mundo y de Lisboa, y echándole la llave a la sátira española...

¿Qué quiere usted, lector, satirizar al prójimo? Pues tiene que sacar permiso de D. Leopoldo. ¿Qué se propone ejercer de crítico? Fuerza es que consiga venia de D. Alas. ¿Que le da el naipe por escribir a la pata la llana? Consentimiento previo de Clarín. ¿Que está reventando de ganas de soltar un chiste? No lo suelte sin que lo huela antes el Czar de todas las gracias. D. Leopoldo (¡y no va más señores!) es en España el único satírico, chistoso, crítico, liso y llano; -¡y nadie pase sin hablar al portero!

Y lo mejor del cuento es que no sólo no es el único satírico español D. Leopoldo, sino que no es tan siquiera satírico español. Usted cultiva, a la manera francesa, el género satírico y festivo. Su estilo es detestable traducción de periodiquines del boulevard, porque el castellano no se presta a los caricanes de la sátira francesa. ¿Quiere usted un satírico a la manera española, español neto, de una costilla de Quevedo? Ahí le tiene usted: Valbuena. Pero usted es traductor; muy malo, porque no sabe francés. Ya sé que se figura que lo sabe, pero no es lo mismo figurárselo que saberlo, y si viene usted a París y da en la flor de chapurrear francés de Covadonga, digo a usted que lo encierran en el Depot.

Eso es Clarín ameno; que cuando presume de formal, ¡Dios nos ampare! Su estilo es extracto de apuntes, mal tomados al oído en cátedra del eminente filósofo Sr. Salmerón. Fundándose en lo que escribe D. Leopoldo, o en lo que pensó escribir, puede jactarse de lo que se jactaba Hegel, después de exponer su doctrina, y decir lo mismo que él: «No hay más que un hombre que me haya comprendido...! ¡y ni aun ese me ha comprendido!» Por eso dice que no soy capaz de entender lo que él escribe. ¡Qué he de ser! ¡Qué he de entender yo, ni nadie, esa jerga enrevesada, con consonantes o asonantes, según le sopla la musa -esa musa que fue echada del Parnaso a puntapiés en el trasero!- Pero no le tocaba a usted el decirme que no lo entendía. ¡Ingrato! ¡Decirme eso, a mí, que soy el único lector que tiene usted en España!

¡Pobre Sr. Alas! Quiso colarse en Paphos, y le echaron a rodar por las escaleras; pretendió subir a la cátedra del Ateneo, y ¡ay qué cosas! le tomó un desmayo, y hubo aquello de hacerle aspirar un pomito de sales y desabrocharle el corsé; trató de sentar plaza de novelista, y resulta escribiendo de corrido lo que costó a Flaubert días y noches enteras de trabajo neurósico para extraire une phrase de sa langue; alardeó de crítico egregio, y no es sino correvedile, a propósito del cual puede decirse, parodiando una frase de Jésus-Christ, el de La Terre, de Zola: -¡Le critiqueur Clarin ne vaut pas un pet!...

¡Pobre señor Alas!... Quizá haya tenido usted, como Mirabeau, alguna Sofía... inspirada, artista, humana, cachonda... que tratara de levantarle el genio; pero ¡ay! que en el boudoir de la diosa del arte es usted un pobre eunuco que no toca pito ni flauta.

Seré yo todo lo Mielvacque que quiera usted, y acaso sea verdad que «conviene tenerme lejos», como dice sin conseguir agraviarme; pero el caso es que voy tirando, y cuando los achares de la vida me dejen sacar a la calle en gran toilette esa Pitusa a quien no ha visto usted más arriba de los vuelos de las enaguas, podrá resultar y resultará seguramente una hembra muy mala, pero todavía me la plagia usted para sacarla del brazo los días de fiesta.

¡Quítese usted de eso, y retírese a buen vivir, abuelo! Como el Cándido de Voltaire, y puesto que la tiene, según dice, labre usted su huerta, para que pueda comer azamboas en dulce y alfónsigos. Usted tiene hogar, familia, patria... ama usted y es amado... ¡qué mayor dicha, ni qué mayor gloria artística, amigo mío!

ANTE EL TRIBUNAL DE HONOR...

PRESIDENTE. -Acusado...¡Levante usted esa frente coronada de inmarcesible plagio! Acusado: ¿cómo se llama usted?

ACUSADO. -¡Móo!

PRESIDENTE. -¿Qué es eso de ¡Móo!

ACUSADO. -Que me llamo Pipá, miento, Periquín, digo, Clarín.

PRESIDENTE. -¿De dónde es usted?

ACUSADO. -De Oviedo, aunque me esté mal el decirlo.

PRESIDENTE. -¿Soltero o casado?

ACUSADO. -Casado y con familia.

PRESIDENTE. -¿Su oficio?

ACUSADO. -Negro catedrático.

PRESIDENTE. -¿Cómo negro? ¿no decía usted que es de Asturias?

ACUSADO. -Quiero decir que me paso la vida citando escritores y libros que no he leído.

PRESIDENTE. -Y esas citas, ¿de dónde las saca usted?

ACUSADO. -De Larousse...

PRESIDENTE. -Al grano. ¿Cuántas páginas tiene su defensa Mis plagios?

ACUSADO. -Cincuenta.

PRESIDENTE. -De las cincuenta, ¿cuántas dedica usted a chismorrear del Sr. Bonafoux?

ACUSADO. -Veinte.

PRESIDENTE. -De las treinta que sobran, ¿cuántas emplea usted en defenderse de la acusación?

ACUSADO. -Veinticuatro.

PRESIDENTE. -De las veinticuatro, ¿cuántas hablan del plagio en general?

ACUSADO. -Media docena.

PRESIDENTE. -Descontando, de las diez y ocho que sobran, las que destina usted a «paliquear» con el Sr. Bonafoux y a la reproducción de originales de Flaubert y plagios de usted, ¿cuántas páginas, en suma, constituyen su defensa?

ACUSADO. -Unas ocho páginas

PRESIDENTE. -Basta. Tiene la palabra el Sr. Fiscal.

DISCURSO DEL MINISTERIO FISCAL

SEÑORES:

No esperéis que pronuncie un largo discurso. En los anteriores que hice sobre los temas «Novelistas tontos», «Clarín folletista», «Más plagios de D. Leopoldo», «Periquín y Pipá», etcétera, etcétera, dejé convicto al acusado de ser pirata en los mares de la literatura, plagiario empedernido, con circunstancias agravantes de responsabilidad criminal, tales como ensañamiento, premeditación y alevosía. Convicto el acusado, se limitará mi discurso de hoy a probar que está también confeso y a pedir que se le aplique la pena señalada en el Código.

Como se trata de dos señoras (hasta cierto punto) Madame Bovary y La Regenta, les daremos la preferencia.

Pero detengámonos, ante todo, a admirar el tupé del reo cuando dice, con la mayor frescura y tratando de inclinar a favor suyo el mínimo del digno e ilustrado Tribunal, «que él condenaría a latigazos a cuantos copian o imitan muy de cerca literatura ajena», como si fuera lícito, señores, nombrar la soga en casa del ahorcado, o como si fuera posible que la emprendiera él a azotes consigo mismo; y admiremos también su audacia cuando pretende tener compañeros en Searron, Racine, Groto, Machiavelli, Sardou, Virgilio, y, lo que es más descocado todavía, en el gran Shakespeare. Con la digresión, perfectamente extemporánea, que hace el acusado, se propone decir al Tribunal: -¿Lo ven ustedes? No estoy tan solo en esto de los plagios. Estos señorones hicieron lo que yo.

Mucho habría que decir con tal motivo; pero basta y sobra recordar que esos señores eran genios y que no se sabe que lo fuese el procesado en ninguna época de su vida.

Que (como alega él) las Brujas, de Shakespeare, salieran escapadas de una tragedia de Giraldi, y que el Mercader de Venecia recuerde algo de la Arrenopia del trágico italiano; que (como dicen algunos críticos) tomara Shakespeare de los Menoechmi, de Plauto, el argumento de La comedia de las equivocaciones; el Como gustáis del Gamelyn, de Chaucer, y que el mismísimo Hamlet maldiga en alguna parte -acaso en el Saxo-Graminaticus- antes que en el cerebro de Shakespeare... pendejadas son que a nada conducen, y erudición trasnochada que nada prueba en contra de aquel monarca de los dramaturgos (con reinado propio), el cual, como ha dicho bien Samuel Johnson, «no tuvo a quien imitar y fue imitado», y cuya gloria artística se conserva tan entera sobre las tempestades y naufragios que ocasiona el tiempo, que aun hoy mismo pretende Donnely, emulando a Walpole y otros, atribuir al ilustre Bacón las obras del teatro shakesperiano.

Pero detengámonos nuevamente a admirar el tupé del acusado.

«Bonafoux -dice él- asegura que cierta novela mía titulada La Regenta, es plagio de Madame Bovary, y para ello se funda en que Madame Bovary va una noche a un teatro con su marido y allí se encuentra con su amante, y no pasa en el teatro nada de particular; y en La Regenta también va la protagonista al teatro, y allí está un señor que la quiere decir que la adora, pero que todavía no se lo ha dicho. Tenemos, como prueba de plagio, un teatro: teatro en Madame Bovary, teatro en La Regenta. Un marido: marido en Madame Bovary, marido en La Regenta; una esposa (ídem, ídem, íd.); un amante en Madame Bovary, un pretendiente inconfeso en La Regenta. Ese es el plagio.»

Señores: eso es parte del plagio, no todo el plagio que señalé en mi discurso «Novelistas tontos». El plagio está, más que en eso, en la esencia y finalidad del asunto, y esa semejanza de esencia y finalidad entre la protagonista de La Regenta y la protagonista de Madame Bovary, cuando están en el teatro viendo D. Juan y Lucía, constituye la gravedad del plagio. En el estado pasional, de ambas protagonistas, estado que es el mismo en una y otra, vi yo y señalé el plagio más y mejor que en la semejanza de accidentes; porque el ladrón de ideas es más ladrón que el que roba frases, siendo así que éstas son del dominio público, y aquéllas no.

En Madame Bovary no es insignificante, aunque lo diga el acusado, el episodio de la escena del teatro; es, bien al contrario, de tanta trascendencia, que pone al desnudo el alma de la protagonista; y en La Regenta es igual, por el procedimiento y por la tendencia, la escena del teatro, con en solo distingo: que en Madame Bovary es obra de arte lo que en La Regenta es remiendo de zapatero de viejo.

«En Madame Bovary -dice el acusado- la representación de Lucía Poco o nada importa a la protagonista (¿poco? luego importa algo), y apenas se habla de ella (¿apenas? luego se habla algo).»

La Regenta -decía yo en mi citado discurso asistiendo con Quintanar (el marido) y D. Álvaro (el amante) a la representación del Don Juan Tenorio, todo ese capítulo, es un calco de un capítulo de Madame Bovary. Se conoce que le gustó a D. Leopoldo la escena de Emma, asistiendo con Bovary (el marido) y León (el amante) a la representación de Lucía; y como él, D. Leopoldo, no quiere ser menos que Flaubert, calcó la escena y... a vivir. Compare el lector las dos situaciones Y VEA LO QUE PASA EN EL ALMA DE LA REGENTA Y LO QUE PASA EN EL ALMA DE MADAME BOVARY.

Señores: nada he de decir, porque no sería digno del ministerio fiscal ensañarse en el acusado, de las excusas que da éste, por ejemplo, que «había prometido a Zorrilla que iba a señalar su gran admiración a Don Juan Tenorio», y la denosísima de que la idea no la tomó de Flaubert, sino de un Sr. Aramburu (¡ahora resulta que plagia también al óptico Aramburu!), y aquella otra, de candidez paradisiaca, que consiste en decir que «cuando escribió el capítulo del teatro no pensaba en Madame Bovary.»

Nada diré tampoco, porqué me hallo revestido de toda la benevolencia compatible con mi sagrado ministerio, del escandaloso elogio que se propina cuando, queriendo probar que no es plagiado, se funda en que algunos periódicos franceses «se han dignado hablar de La Regenta con elogios absurdos por lo inmerecidos.»No sería floja la cuenta... que les traería. Esos periódicos que hayan hablado de La Regenta dispensándole «elogios absurdos», le dispensarían censuras, no tan absurdas, por un bonito billete de cien francos.

Señores: no nos cansemos de admirar el tupé del acusado.

Oigámosle: «Aquiles Zurita, según Bonafoux, es Carlos Bovary. ¿Saben ustedes por qué son idénticos? Por lo siguiente: Aquiles Zurita, alumno del doctorado de Filosofía y Letras en Madrid, se presenta en una cátedra de Historia de la Filosofía, y el profesor le pregunta cómo se llama. El nombre de Aquiles hace reír y alborotar a los estudiantes, que celebran el chiste del catedrático a costa de Zurita, y se permiten disparar contra su humilde condiscípulo bolitas de papel. Carlos Bovary, que POR LO DEMÁS no se parece en nada a Zurita (luego se parece, digo yo, en lo que no es lo demás, o sea en lo otro), entra en un aula de latín en no recuerdo qué poblachón normando; el dómine le pregunta su nombre, y el pollancón palurdo, descompuesto, lleno de vergüenza (como Zurita, en fin), balbucea de mala manera, sin que se le entiendan las sílabas de su nombre y apellido; el profesor castiga a toda la clase porque ríe y alborota, y al recién venido le castiga también por su falta de desparpajo. Y ¡oh colmo del plagio! También los condiscípulos de Bovary saben que uno de los modos de divertirse a costa del prójimo en clase es disparar bolitas de papel.»

Refresquemos la memoria del procesado reproduciendo algo de lo que dijimos en el discurso acerca de Zurita.

En Pipá «novela corta», que así la llama su autor, colección de paparruchas, digo yo, que será todo lo corta que usted quiera, pero me costó diez y seis reales, hay, entre otros calcos, un Aquiles Zurita que es la mismísima persona de Carlos Bovary cuando entra por primera vez en cátedra. Si el profesor de Bovary le pregunta el santo de su nombre, el profesor de Zurita le pregunta también el santo de su nombre; si tartamudeando y temblando contesta Bovary que se llama ¡Carlos Bovary! «temblando como la hoja en el Árbol «contesta Zurita que se llama ¡Aquiles Zurita!, y si al oír el nombre los condiscípulos de éste sueltan «una carcajada general», al oír el nombre los condiscípulos de aquél sueltan otra «carcajada general». Hay en las dos aulas el mismo clamoreo, las mismas risas, el mismísimo estrépito; y si los compañeros de Bovary, se burlan de él tirándole «bolitas de papel», los compañeros de Zurita se burlan también de él tirándole «bolitas de papel.» Síntesis: un grosero plagio de una escena cómica de las mejorcitas de Flaubert. Don Leopoldo no será novelista, no que no, pero es imposible negar que es una hormiguita para su casa, una especie de Rata Primero del naturalismo.

Ahora bien, señores: el acusado no niega, sino confiesa clara y terminantemente, que hay en las dos aulas, con ocasión de presentarse Carlos Bovary y Aquiles Zurita, el mismo motivo de hilaridad y el propio desorden con acompañamiento de bolitas de papel; y no niega tampoco, sino que confiesa clara y terminantemente, que tal escena cómica se produce en ambas cátedras porque así el profesor de Bovary como el profesor de Zurita les preguntan sus nombres respectivos, y ellos los dicen «temblando como la hoja en el árbol.» Pues si esto no es plagio, que venga Dios y lo vea.

Pero ¡qué! -dice el acusado- «si Flaubert me inspiró a mí, ¿no pudo inspirarle a él, o a los dos, Quevedo, en el capítulo V de El Gran Tacaño?»

Ni es igual en tal caso el elemento cómico, ni hay parecido en las situaciones, ni se trata ahora de procesar a Flaubert, sino de ajusticiar al acusado, que por lo demás, es posible que se inspirara también en El Gran Tacaño, porque le creo muy capaz de tomar la Biblia.

Otra candidez, del género memo, es decir que tomó la escena de lo que vio y de lo que añadió imaginando (¡lo que es estar de imaginaria!) y componiendo.» (Pruébelo el acusado.)

Pero... sentémonos otra vez a contemplar el tupé de este plagiario reincidente.

«El profesor de mi cuento -dice con un desgaire que es lo que hay que ver- existió también, y el chiste, o lo que sea, de «lo que es conocimiento en Valencia», ES RIGOROSAMENTE HISTÓRICO.»

¡Digo! ¡Para que se fíe el Tribunal de este sujeto! Ahora se descuelga con que los chistes que daba por suyos, no son suyos, sino rigorosamente históricos, o, como si dijéramos, más viejos que un palmar.

Señores: llamo la atención del Tribunal sobre ese descaro, que no tiene precedentes en la historia de los grandes plagiarios. ¡Pretender refutar que lo es, presentando plagios rigorosamente históricos!...

Ítem más: recomiendo al Tribunal la declaración final del acusado:

«Carlos Bovary, per se, no se parece absolutamente en nada, en toda la novela, a Zurita; per accidens se parece, lo poquísimo que se parezca, en lo que ustedes han visto.»

¿Conque se parece poquísimo per accidens? Luego se parece.

¿Y qué diré, señores, qué diré de las excusas que da el Alas por haber plagiado, en Pipá, el Periquín de Fernanflor? Aquí no cabía regatear una sola línea del plagio, porque el ladrón (como diría Sánchez Pérez) metió la mano hasta el hombro. Metido en un callejón sin salida, se entretiene en zaherir con reticencias al primero de los cronistas españoles, al donosísimo Fernanflor, y luego dice... cualquier cosa, por hacer que se defiende.

«Pipá está tomado del natural; vivió y murió en Oviedo; fue tal como yo lo pinto.»

Pruébelo el acusado.

No se le ocurre más prueba que decir: «Yo no he leído a Periquín...» Pero esta prueba pertenece al número de las que necesitan otra prueba, que el Alas no ha leído a Periquín.» ¿Cómo he de probar yo que no lo he leído? -dice él.- Por aquí tampoco hay argumento ni probanza.» Claro que no.

Convencido del plagio, se declara en fuga, echando por los cerros de Covadonga, y, como mal de muchos, consuelo de Clarines, pretende otro absurdo: que el primoroso escritor Palacio Valdés le acompañe en lo de plagiar a Fernanflor; de modo y manera que no pareciéndole bastante abuso el haber inspirado también La Regenta en la novela Marta y María, intenta uncir a la coyunda de sus plagios al más notable de los humoristas españoles.

Sin embargo, es mucho tranvía de plagios, está atascado con él, y, de grado o por fuerza, tiene al fin que declarase plagiario confesándolo rotundamente.

«¿Quiere usted que haya copiado el Periquín? PUES SEA, BUENO. ¡Después de todo, la cosa tiene gracia!»

Sí que la tendrá para el acusado, que es una especie de Diógenes en su Cueva; pero para los demás, para el público, no tiene pizca de vergüenza literaria.

Señores: yo podría ahora recordar el aforismo jurídico: «A confesión de parte, relevación de pruebas», si no las hubiera dado anticipadamente. El reo ¡miradle! -está confeso, tan confeso, que no es osado a defenderse de haberle cogido al Sr. Bonafoux el ombligo que sacó en 1883. ¡Qué no hará un hombre que se atreve a plagiar un ombligo; el ombligo del Sr. Bonafoux, que está en los huesos!

¡Señores! Para castigar cumplidamente, a este sujeto, habría que inventar un género de muerte que compendiase los tormentos todos que se conocen, y que se aplicara por mano de Miguel de Escalada, en calidad de verdugo inquisitorial.

Pero teniendo en cuenta que el acusado padece la enfermedad que se conoce en Medicina con el nombre de «chifladura de grandezas», que está loco de vanidad y de impotencia, me permito recomendar al Tribunal que sea misericordioso, todo lo misericordioso que consienta la ley -¡sí, perdón para el enemigo, como decía Heine, pero después de ahorcado!- y atemperándome a la clemencia que aconsejo, pido sólo que se le apliquen las siguientes penas:

1.ª Banderilleo público, con banderillas de fuego, en el puente de Vallecas el día de San Isidro.

2.ª Larga mano de componte aplicada por el general Palacios.

3.ª Insaculación con un grajo (el de la fábula), don Manuel Cañete (para que le saque los ojos) y la Pardo Bazán además, y que así dispuesto se le arroje al Canal el día del entierro de la sardina.

He dicho.


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PRESIDENTE. -Acusado... ¡levante usted esa frente coronada de inmarcesible plagio! Acusado: puede usted retirarse. (Aparte.) Que el coronel teniente coronel de la Guardia civil D. Matías de Padilla, custodie al reo hasta la Cárcel Modelo, y que mande que le pongan allí un capuchón especial, de algodón en rama, para que no pueda horadarlo su corona de plagio inmarcesible.


DE PARÍS A OVIEDO

París, 20 de Abril de 1888

48, rue Caumartin, 48.

Sr. D. Leopoldo Alas:

La guerra declarada entre usted y yo era guerra a muerte. Usted hacía de Francia, como si dijéramos: yo, de Prusia. Por la «suprema antipatía» que inspiraba a usted, antipatía que dio el resultado de la candidatura Ole-Ole-Sin-Narices, me tenía sentado sobre la boca de su estómago, y, por cambiar de postura, fui yo y ametrallé Metz (La Regenta), arrasé Sedán (Pipá), sitié la personalidad de usted, y vengo haciendo en su baluarte literario lo que obraban en los Campos Elíseos los prusianos que salían diariamente desde Versalles. Usted perdió la batalla; con la batalla, perdió la Alsacia-Lorena, o sea su fama de matón literario, y si no voy a ponerme la diadema imperial en las Tullerias de Oviedo, es sencillamente porque no tengo dinero para el viaje. Ahora quiere usted y pide paz. Vaya por la paz. Pero, ojo con que Boulanger, o sea la vanidad de usted, le mueva a hacer pinitos guerreros; porque entonces arrasaré toda su casa, dejándole reducido al condado de París, que sería la novela Esperaindeo, y eso porque no la ha publicado, ni la tiene escrita aún, aunque la anuncia.

Y puesto que me llama usted «escritor inca», y se pone en fuga, le recuerdo que mis ascendientes -unos salvajes, indios chunchos- tenían la costumbre de cortar la cabellera al vencido, con unas tijeras de esquilar. En cuanto regrese a España, voy a Oviedo...


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Me invita usted a nombrar un tribunal que falle el pleito literario que sostenemos; y así, como de paso, sin advertir que la gente de Madrid es más larga que usted cree, cita a casi todos los escritores españoles, y trata, con piropos y palmas, de granjearse por adelantado la voluntad de los jueces. -¡Como si los literatos de España estuvieran tan medianos de honor y de conciencia!...

Usted, que suele ponerse moños de incorruptible, es el más asiduo colaborador de la sociedad de bombos mutuos.

Necesitó que El Liberal le elogiara, o, cuando menos, que se acordara del santo de su nombre, y aprovechó la enfermedad de uno de los redactores de aquel periódico para arrancarse con un cante hondo y ponderativo. Porque daba usted por muerto a Cavia, y porque le convenía además para sus fines particulares en El Liberal, que reprodujo la necrología de usted y le llamó «distinguido literato», que era lo que usted quería demostrar. Afortunado estuvo usted en aquel lance, porque de allí a poco resucitó Cavia -que, cuando no murió de resultas de aquel panegírico, no muere ya de cornada de burro- y le faltó tiempo para pagarle en moneda de buena circulación, hablando largamente de usted en un plato del día.

Necesitó usted, además, que El Imparcial le elogiara, o que recordara a San Leopoldo, y como no podía usted dar por muerto a Eduardo del Palacio, echó a vuelo las campañas, sin motivo alguno, anunciando que aquel escritor había inventado la pólvora... para que la gastara luego en salvas de bombos a usted dirigidos. -Y, valga el paréntesis, admiremos la inclinación de usted a ser juzgado por Sobaquillo y Sentimientos!

Tal es la táctica de usted para cosechar aplausos y no crea que son cavilaciones malévolas como dice usted en alguna parte de su folleto.

Ahora dice usted que es su deseo que nos sometamos a la opinión de un tribunal de escritores, y, en prueba de que no siente semejantes ganas, empieza por inhabilitarme, que sí me inhabilita, para nombrar el tribunal, en el hecho de citar, con sus correspondientes bombos, una serie inacabable de escritores, poniéndome en el estrecho de elegir, con mengua de los que no elija. Y no es lo peor eso de usted, sino que se llame andana, siendo el que necesita, y desea vindicarse y correspondiéndole de derecho el nombramiento del tribunal.

Por lo demás, cuando yo formo opinión, no hay tribunales ni jurados, por buenos que sean, para rectificarla; y no por tozudo, sino porque siendo, como soy, aunque no ejerzo, demócrata de verdad, no hay cosa que me irrite más que la tiranía del número. Jesucristo (no el de La Terre) tenía razón contra todos los que le condenaron a muerte.

Pero, en fin, por mí no quede, y vaya por el tribunal de honor literario, si usted lo nombra, y avíseme cuándo quiere que salga con los bártulos o textos correspondientes a sostener el derecho de mi acusación. -Mis maletas están prontas.

Lo más anómalo del caso es que dice usted en la página 41 de su folleto:

«Debo advertirle ahora que no tome lo dicho por principio de polémica. No discuto con usted. Diga de mí lo que quiera. NO REPLICO.»

Y añade usted que estoy atentando contra «la cena de sus hijos.»

Sr. Alas: Yo me había propuesto atentar contra la paternidad literaria de usted, probándole que es putativa. Pero no me pasó por las mientes la idea de atentar contra su prole física. Eso de que al acusar de plagiario al papá, trabajo contra la cena de los hijos, es una escena de sobremesa que puede mucho más que mis convencimientos literarios. -¡También yo, Sr. Alas, quiero mucho a los niños que no tienen pan!... -No había, pues, de quitarlo de la boca de los suyos, porque aunque tenga usted el prurito de imitar a los genios, no sería yo quien le aconsejara que emulase a Juan Jacobo...

¡Pobrecitos los chicos! ¡Dejarles que vivan! Tal vez resulten listos los de usted, por lo mismo de haberlo sido Henry Ireland... Quizá resulten literatos, por lo mismo que no lo fueron los hijos de Víctor Hugo... Y aunque no fuesen lo uno ni lo otro, tienen bastante con ser niños para tocar el corazón del hombre honrado...

Cesen, pues, las hostilidades, y reciba gracias por su sentido recuerdo. ¡Qué de reflexiones tristes y amargas no sugiere la idea del daño que hacemos sin proponérnoslo! Usted ignora seguramente que amargó, sin querer, los tristes días de aquel sublime loco que se llamó Revilla; que trabajó inconscientemente por quitar a D. Peregrín García Cadena el sueldo que ganaba como crítico; que atentó, sin pretenderlo, contra la cena de los hijos de muchos escritores; ¡oh, Sr. Alas! usted ignora que sus interesados, gratuitos y extemporáneos ataques contra la obra de un joven dramaturgo, tal vez dejen sin pan y sin lumbre, en el próximo invierno, a una buena madre que está enferma y desvalida... Gracias, muchas gracias, amigo mío, por el recuerdo de sus hijos; ¡deles usted en mi nombre un beso de paz!...



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Público:

Declaro espontánea y solemnemente que el señor D. Leopoldo Alas (Clarín) no ha plagiado a Flaubert, ni a Zola, ni a Fernanflor, ni a nadie de los que figuran en el infierno de las letras, y que si dije antes lo contrario, fue por error, o llevado acaso por malévolas cavilaciones.

Declaro asimismo, espontánea y solemnemente, que tengo al escritor D. Leopoldo Alas por muy digno y merecedor de recibir tus favores.

Y firmo en París a 20 de abril de 1888.

LUIS BONAFOUX.