Huellas literarias/Lacrimario

Lacrimario

Albert Millaud se fue, y no hay que esperar su vuelta a la redacción de El Fígaro, ni al teatro, ni al boulevard. Es de sentir por los que le leíamos con gusto y admiración; es de alegrarse por Millaud, que, enfermo de cuerpo y entristecido de espíritu, estaba demás en París. ¿Qué hacía por ahí Albert Millaud? Sin salud, sin fe y sin entusiasmo por nada ni por nadie, la vida del hombre es sencillamente la de una bestia enferma y cansada; y un Millaud no puede, aunque quiera, hacer vida de bestia.

Albert Millaud se acostumbraba poco a poco a la muerte. Su cuarto de la calle Nouvelle tenía tristezas de tumba. Del techo, de las paredes, de todas las partes de la habitación, caía ese frío extraño que nos sorprende al acercarnos a una fosa abandonada; y es que el espíritu de Millaud no habitaba allí. Hacía ya mucho tiempo que le echaron por muerto; sólo que, galvanizado en el boulevard, corría a esconder sus espasmos en la antigua fosa...


Muchas veces, en la calle, pasan cerca de mí, reflejadas en las fisonomías, grandes lástimas y sufrimientos morales.

Una noticia inesperada y leída al azar en un periódico, una perspectiva dolorosa, como la del amor burlón o la de la amistad ingrata que pasan de largo, éstas y otras muchas cosas pueden herir y hieren al transeúnte; el cual no se atreve, porque no le vea «la gente,» a dejar correr el llanto que le pide el cuerpo, y se da prisa en ganar la casa, el cuarto, el nicho donde desahogarlo sin excitar molestias ni risas; y siempre que veo esto, el andar corriendo para ocultar una pena callejera, me choca el hecho de que los Municipios, tan atentos a dar salida a las exigencias físicas de la naturaleza, en honor de las cuales elevan columnas y kioscos, no dispensen la menor atención a las exigencias del espíritu doliente, que merecía, por los menos, lacrimarios donde se pudiera llorar con franqueza.

Un kiosco así, con sus celdas, llegaría a ser, además, la mejor cátedra de psicología y un centro de gran instrucción, en donde haríamos amistad con los Millauds que le visitaran a diario. De este modo, cuando dos amigos apesadumbrados se encontraran en la calle con buenas ganas de contarse las cuitas respectivas, no se dirían como ahora y «vamos al café y hablaremos», sino: «vamos a llorar al lacrimario», y, sacando cada cual su pena, porque «tristeza española no llora sola», dejarían correr el llanto.


En su último artículo, referente a la entrada de Renán en el Pantheon, Millaud sentíase interrumpido por el campanillazo de un muerto que llegaba.

El mismo que iba todas las noches a la calle Nouvelle. Pero esta vez equivocó las señas y siguió derecho al cementerio. Yo le felicito.