Huellas literarias/La tierra gallega

La tierra gallega

La primera estación de Galicia, saliendo de Madrid camino de la Coruña, lleva el nombre del pueblecito que se llama Quereño. Un gallegote, rojizo y espaldado, la vocea con acento cariñoso: -¡Quereño!... ¡Quereño!... No parece sino que quiere advertirte, lector, que ya te están queriendo los de allí; que te querrán muchísimo en aquella tierra amorosa, bajo aquel cielo tristón: que te llevarás la gran vida arrullado por el mimoso dejo de las reales hembras gallegas...

¡Quereño!... ¡Quereño!... A partir de aquel pueblecito vas penetrando sin darte cuenta en el reinado del follaje. Como tibia oleada de primaveral verdura, el follaje se extiende mansamente por toda la tierra gallega, invade cariñoso el llano, escala intrépido la cumbre, baja lánguido y voluptuoso en forma de guirnalda que oculta las rinconadas del camino y adorna las riberas del arroyo, y aún le queda tela para vestir de gala el rústico muro de montaraz caserío...

Nada turba la perspectiva de aquella soledad como no sea la inesperada aparición de tal cual aldea, que hay que mirar con lentes, porque temerosa de las irrupciones de la civilización fue a esconderse en el fondo del valle, y vive allí tan tranquila e inexpugnable, entre muralla de flores, bayonetas de árboles y fosos del río. Nada altera la uniformidad de aquel color verde que viste a los campos, como no sea la roja falda de alguna campesina que mira con asombrados ojos, por entre las horquillas de un palo, la marcha rápida del tren. Todo allí es soñador, hermoso, joven. Juventud en la aldea, juventud en la villa, juventud arriba y abajo...

¡Quién fuera poeta para cantar la juventud de la naturaleza en el recóndito y umbroso hondo del valle gallego!

Pensaba yo si obraría con prudencia empuñando la zampoña y el tamboril o si, más acorde con mi cáscara amarga, bajaría con una címbara a los campos, cuando pasó un túnel el tren, y vi salir de entre las sombras del túnel una hilera de luces, que flotaban, al parecer, sobre un inmenso charco de agua.

Le conocí en el olor: saludé con cariño a mi viejo amigo, el mar, y di respetuosamente las buenas noches a la Coruña. Eran las once en punto.


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Galicia es lo mejor de España, o yo estoy atrozmente engallegado.

Para buena parte de las gentes madrileñas, todo gallego tiene por fuerza que ser aguador; toda gallega tiene sin remedio que ser Maritornes de seno monumental y caderas aplastadas en forma de batea, como si hubiesen sufrido una despampanadura. Allí -dicen las tales gentes- no se habla, sino se ladra un dialecto que echa pa atrás al más resignado oyente; y son las criaturas roñosas de cuerpo y roñosas de espíritu, a tal punto, que huyen del agua como gatos escaldados, y se matan por un ochavo padres e hijos. ¡Un embuste, una calumnia indigna!

Yo no atestigo con muertos. Ahí está, que no me dejará mentir, el ilustrado director del Diario de Avisos, de la Coruña. Ahí está también Emilio Bobadilla. Ante aquel bazar de mujeres -que las hay para todos los gustos, desde la moza garrida envuelta en ropaje carnal, fuerte y triunfante, hasta la mujer delicada, esbelta, soñadora, con pies de criolla y manos de rusa,- halagado por el trato de los gallegos, trato sencillo sin ser sandio, franco sin ser grosero, culto sin ser cortesano, solía decirme queriendo hiperbolizar el autor de Los Reflejos: -¡Esto es Cuba, compadre!

Con Fray Candil hacía yo excursiones a Pasaje. Iba cada cual en su correspondiente burro (dicho sea sin ofender), que trotaba desaforadamente por la pintoresca carretera. En Pasaje nos aguardaban Luis y Enrique Carnicero, tan conocidos de los periodistas madrileños. Son dos buenos amigos dignos de estudio. Aquél, sintiendo la nostalgia del terruño, tuvo la buena idea de sofocar sus aspiraciones científicas para enterrarse vivo en una aldea, Monelos, de la cual es médico; Enrique tomó también el buen acuerdo de dejar el birrete y la toga por unos bancos de ostras en Pasaje. Viven felices. Enterados del movimiento científico y literario de España, habiendo leído el último libro y el último artículo que hiciera ruido en la corte, Luis y Enrique Carnicero se desviven por cambiar impresiones con los periodistas madrileños. Allí, a orillas de la bahía, bajo primorosa techumbre de hojas de parra, viendo la entrada y salida de los barcos, y el aparecer y desaparecer de los trenes, los buenos hermanos Luis y Enrique Carnicero discurren con sus amigos alrededor de rústica meseta, en la cual ha comido mariscos, como si tal cosa, D. Emilio Castelar, y los comieron también, entre otros periodistas, el director de Las Dominicales y el eminente lobo de la prensa caribe, Escobar Laredo.

Apuradas algunas botellas de vinillo especial para ostras, se entabla amistosamente la conversación. Alguna vez se le va el santo al cielo al médico, que antaño galleó mucho y hogaño no olvida del todo sus pugilatos de ateneísta; mas vuelve en sí muy luego, y, despidiéndose cariñosamente, emprende la vuelta a Monelos apoyado en su grueso bastón de aldeano. Todavía se le alcanza a ver allá sobre la verdosa loma, mientras Enrique, quitándose el traje de calle para vestirse la blusa y calzarse los zuecos, sale a visitar en el banco a sus queridas ostras bajo los iris de tornasoladas aguas que se enturbian de raro en raro cuando las separara al pasar el escarabideas y negruzcas patas de algún cangrejo.

Entonces, en punto de las siete de la tarde, el escritor cubano y yo nos alejábamos de aquel regocijado sitio que viene a ser lo que La Chorrera en la Habana y Las Ventas en Madrid, y nos restituíamos al hotel Iberia.

El sol se había marchado ya con viento fresco. Una niebla transparente, a manera de finísimo encaje, envolvía poco a poco a la ciudad y le daba apariencias de hermosa gallega ataviada con mantilla blanca. El azul del mar convidaba a escudriñar la lejanía... -¡Sí, allá, muy lejos, en otro mundo, entre espirales de rabiosa espuma, y dormida a la sombra de los palmares por el suave aleteo de las gaviotas y el quejumbroso canto de los guajiros; allá, muy lejos, perdida acaso para siempre entre las brumas de la naturaleza y las brumas de la ausencia, está la patria pequeña, la patria querida, tanto más querida cuanto más injusta!... Pero la niebla, como avalancha de celajes, va ocultando también el horizonte. La Coruña, la hermosa gallega, se ha transformado en mora tapándose la cara. Todavía se le ve uno de los ojos, brillante e intenso, que es la farola. Los botes de la bahía, semejantes a carapachos de tortugas, se hunden apresuradamente en la sombra, que avanza siempre... A ratos aparecen aún, como clavados en el cielo, los palos de un buque y ennegrece la niebla con un chorro de humo una bocanada de vapor. La humedad cala los huesos, y de esa y de otras humedades gallegas brota ¡ay!, el bacillus de la tuberculosis. Apretamos el paso de nuestras cabalgaduras, reventándolas a palo limpio, y llegamos a la Coruña vitoreados por el rebuzno de un asno, el silbido de una locomotora y el adormecedor murmullo de una gaita: ¡Toda una marcha de Wagner!