Huellas literarias/El gran García

El gran García

No sé si Manuel García, o don Manuel (le daremos don por si acaso), es cuestión literaria o cuestión política. Lo que si sé es que la Habana tiene a Manuel García sentado en la boca del estómago.

No puede ser de otra manera... Manuel García por aquí, Manuel García por allá, pregonada la cabeza (?) de Manuel García...; -¡y toda una capital ilustrada y digna ocupándose y preocupándose con un García!...

Yo no creí en la existencia de los Juanillones, Melgares y demás Bizcos. Yo no creo tampoco en la existencia de Manuel García. Había de secuestrarme, y secuestrado y todo, yo le diría: -Usted se engaña, caballero; usted no es Manuel García; tal vez sea usted una persona decente del pueblo.

Pasa con este facineroso (dicho sea sin ofender) lo mismo que con Hipócrates. A una suma de ciencia se la llamó Hipócrates; a una suma de bandolerismo se le llama... García. De todos modos, parece mentira que don Manuel sea ese buen señor que he visto retratado en varios periódicos. ¡Una persona tan simpática, tan decente, con ojos de indígena a medio degollar y con tipo de vecino documentado! La verdad, no me resulta. En materia de asesinos, más o menos legales, soy una autoridad: ¡he tenido tantos amigos!

Se murmura con extrañeza que Manuel García gasta bandoleras. Pero si don Manuel robó antes caballos, según cuentan sus biógrafos, y secuestra ahora personas (que todo es robar); si es, en fin, bandolero de nacimiento y oficio, parece natural que gaste bandoleras.

Sin embargo, no hay que fiarse mucho de las prendas de vestir de los hombres célebres. Recuerdo que cuando Maceo llegó a Madrid, los periódicos inventariaron así el equipaje del cabecilla:

Un alfiler.

Cuatro pares de zarcillos grandes.

Dos ídem chicos.

Dos ídem de doguillos.

Dos guardapelos.

Una pulsera.

Cinco anillos.

Se inventaba, pues, un equipo de cocotte fanée; se hacían travesuras de ingenio con los baúles de un hombre célebre.

Manuel García es una escrófula. Cuando los organismos están anémicos (y necesitados de hierro) brotan espontáneamente esas manifestaciones... cutáneas, no una, muchas, en distintas partes y siempre anónimas. Manuel García es, por lo menos, un grano en la nariz... Y es también una preocupación. Si no hubiera Dios -decía Voltaire- convendría inventarlo. Hay que inventar asimismo algún bandido, más o menos García, para distraer el tedio de la existencia que discurre bajo una atmósfera asfixiante, entre la calma de mares dormilones y las dulzuras de la jalea de guayaba.

La imaginación, que todo lo agiganta, ha hecho de Manuel García un Aquiles con los pies en la manigua y la cabeza en las nubes. Si usted, lector, le nombra y le censura en la Habana, observará bien presto que le dirige una mirada feroz el caballero que se sienta a la vera de usted; y usted, todo azorado, se preguntará, callando ¿Le tocará algo a Manuel García este señor que me mira tanto?...

La popularidad de García es enorme, aplastante, tentadora... Un sabio como Linares, el naturalista santanderino, vive a solas en su gabinete de estudio, enamorado de los bichos, estudiando y enfrascando sin cesar. A este sabio, con un talentazo que no le coge en la cabeza, le conocerán mil personas y le reconocerán otra mil...; -y morirá de viejo sin conseguir la popularidad que alcanzaron a tan poca costa, machete en ristre, los Manueles Garcías!...

Hay, en el fondo del bandolerismo, algo muy triste: el soldado. Recordad a Julio, el soldadito de Ploglof, con sus azules ojos que miraban al cielo blanquecino, buscando la patria perdida en el horizonte infinito y tropezando con una puñalada en mitad del cuello: ¡recordad al soldadito!...

El que escapa con vida vuelve anémico, histérico, herido por el clima, quebrantado por la manigua, atrofiado, tonto..., ¡loco! En Cádiz y Santander le aguardan los timadores para darle un paquete de velas a cambio del paquete de centenes que reunió, sabe Dios con cuántos sacrificios, pensando en la madre anciana y desvalida... -Es la recompensa que la patria da al soldado.

Una noticia sonorosa recorrió hace meses, con estremecimientos de sorpresa, las columnas de la prensa habanera. ¡La esposa de Manuel García hallada y detenida! Y aquella prensa publicó interesantísimos relatos, en cuyo fondo latía el acendrado afecto de la prisionera por su esposo acosado y herido. Recuerdo que un dibujo la representaba con cara dura y afilada como una navaja de afeitar, y con un tabaco en la mano derecha. Me parecía mentira que tal retrato fuera la vera efigie de la señora. Tal vez, pensaba yo, sea un humorismo del Pons que la dibujó, o el mismo Manuel García dándonos una broma de carnaval. Decíase que Rosario -a quien trato con tanta franqueza porque así la trataba todo el mundo,- rivalizando a su modo con Mucio Scévola, se quemaría la mano derecha antes que revelar uno sólo de los secretos del titulado Rey de los Campos. Hubiera sido una chamusquina o determinación sensible, entre otras razones, porque la señora tendría que llevarse a la boca con la mano izquierda la breva que tenía en el dibujo. Por fortuna, no había ni podía haber caso. La señora de García era un botín apreciable; pero, como botín de señora, no quitaba ni ponía fuerza a los aprestos para dar acabamiento al bandolerismo. Doña Rosario, prisionera, era una adquisición, pero nada más. Porque el capitán general de Cuba no podía hacer con la señora de García lo que haría éste con la esposa de un general...

En la época del Terror Rojo, cuando Père Duchesne y Rougiff manchaban de virulenta baba las glorias de la Revolución, y los maratistas pedían, en el harapo sangriento que se tituló por ironía de lenguaje L'Ami du Peuple, que se reformara el país cortando ochenta mil cabezas, una mujer muy bella y discreta -si no miente un episodio narrado por Louis Blanc- trató, en el Pont Neuf, de recabar la vida de su padre, a cambio de inmolar su doncellez en las odiosas manos del Amigo del Pueblo. «Venid mañana» dijo Marat; y aquel insigne neurópata, que se había calado el gorro del patriota mereciendo llevar el capuchón del presidiario, entregó la orden de libertar al anciano y rechazó el rescate ofrecido por la doncella; -y, como si temiera arrepentirse de su buena obra, atravesó corriendo el puente, mientras el Sena, rojo de sangre, murmuraba a sus pies...