Huellas literarias/Edouard Drumont

Edouard Drumont

Los voceadores de la prensa lo gritan a mandíbula desquijarada mañana y tarde: -¡La Libre Parole, par Edouard Drumont! enseñando al mismo tiempo la primera plana donde se ha marcado con lápiz azul el artículo de Edouard Drumont.

No hay en París periódico más voceado que La Libre Parole. No hay nombre que suene más, de uno a otro confín de la ciudad, que el de Edouard Drumont. La Libre Parole es una bandera de exterminio. Edouard Drumont es un nombre de guerra.

Polemista ardiente, procaz, intencionado, astuto, tenaz -tenaz sobre todo- defensor antaño de los judíos, paladín novísimo de una especie de «guerra santa» contra la raza israelita, su fisonomía política es odiosa, porque sí, porque fue siempre ingrato, en el escenario político, el papel de resucitador de añejas instituciones y adormecidos rencores. Perseguir y matar judíos, como si fueran pájaros a pedradas, ¿en nombre de quién? ¡del Dios que les hizo execrables por recibir de sus manos la persecución y la muerte!... La grita de los judíos continuó como si tal cosa después de la crucifixión del Nazareno; el vocerío de La Libre Parole no se detuvo ante la fosa de Mayer... Al saber la noticia lloró Drumont como un hombre. Al día siguiente de la muerte volvió a gritar como un Pilatos.

Muy atrevido. Muy hábil. Se defiende hoy de haber difamado, «por dar a su artículo un toque de esprit.» Con el pretexto de que las prendas de los reyes son reliquias que no deben estar en manos de un Rothschild, defiende otro día, de un modo indirecto, el saqueo de los judíos. Hace hoy la semblanza de Voltaire con decir que fue un gran bribón «a quien no se puede negar cierto ingenio», y se atreve en seguida a defender la Inquisición, «que aseguró la grandeza y la independencia de España.» No se recata para decir que la Inquisición es el programa de su partido. «Si subimos, estableceremos un tribunal, que será exclusivamente laico, pero se asemejará mucho a la Inquisición española.»

¿En París y a fines del siglo? Drumont comprende que la frase amedrenta a los hombres civilizados. Pero... «sucederá con esta palabra -dice el polemista- lo mismo que con el calzado nuevo: hace daño al principio de llevarse, pero pronto se acostumbra uno a él.»

Increíble. ¡a la manera de Deibler, que se pasea por Valence, Montbrison, Caen, etcétera, con una guillotina ensangrentada, Drumont aspira a pasearse por París con un tribunal de la Inquisición!...

Cada uno de los artículos del batallador periodista tiene un pensamiento, una frase, una palabra, una chispa, en fin, que hiere y conmueve a sus adversarios. Cierran todos contra él y forman un nublado tempestuoso, que rompe furiosamente en sátiras e invectivas sobre la redacción de La Libre Parole. Cuando la tormenta se deshace y pasa, Drumont vuelve a sacar las uñas. Acaso le envanezca y fortifique la misma hostilidad de sus contrincantes; porque si no tuviera mucho talento, no concitaría tamañas explosiones de aceradas diatribas, algunas de las cuales tienen la agrura de la injusticia y la ponzoña de la calumnia. Si no tenéis enemigos -decía Ventura de la Vega- es prueba de que no servís para nada.

Los imbéciles pasan por el mundo como los topos por el campo.


🙝🙟


Personalmente, Edouard Drumont es repulsivo. Su fisonomía hirsuta, grotesca y enmarañada, parece una careta, amasada con todos los defectos físicos de la raza israelita, con dos grandes cristales que tapan unos ojos de serpiente afligida.

Pero, en fin, el hombre y el periodista, mientras más feo más hermoso.