Huellas literarias/Después del drama

Después del drama

Los capitanes generales de Filipinas han hecho cosas extraordinarias. Convencidos todos de que tenían al deber de dejar algo a su paso, ninguno se olvidó de ejercer las facultades omnímodas.

El general Clavería, que estuvo allá en 1848, no podía prescindir de hacer alguna cosa extraordinaria. El general supo que la mayor parte de los indígenas se llamaban «del Espíritu Santo», «de María Santísima», «de San Juan Bautista», etcétera, y como deseaba dejar algo que justificase su paso por «aquellas apartadas regiones», declaró que los indígenas no tenían derecho a ser homónimos de los santos.

-¿Cómo? ¿Llamarse San Juan Nepomuceno un igorrote, un tártaro, un malayo, un japonés, un guinea, quizás un chino? ¡No en mis días -exclamó el general- que no he de ser yo quien tolere tamaño atentado al almanaque!

Los indígenas contestaron, después de rascarse la cabeza:

-Serenísimo señor, castila excelso, dueño y árbitro de cielos y tierra, sabed que no es nuestra la culpa. Frailes fueron quienes bautizaron, con tales motes, a nuestros infelices mayores. En cuanto a nosotros, ¡oh gran Señor! si nos llaman «de la Cruz» o «de los Santos», bien está; y si nos llaman miaumiau, como a los gatos, o pí-pí, como a las gallinas, bien está también.

Los gobernadores de provincias obedecieron la orden del general -orden que no fue, por fortuna, la de matar igorrotes- y no quedó a poco andar uno solo de los indígenas santos.

Juan Luna San Pedro, natural de Ilocos -perteneciente a la isla de Luzón- y de abolengo indígena, se llama, por sus predecesores, San Pedro, y se llama también Luna por la innovación de los apellidos en colonias donde sólo dos cosas se conservan inalterables: las facultades omnímodas y las sotanas de los frailes.

Fue su padre un comerciante inteligente y laborioso de la provincia de Ilocos. Con algunos bienes de fortuna, adquiridos en la permuta, usual allí, que consiste en dar mercaderías de Europa a cambio de productos agrícolas, como tabaco y añil, trabajados maravillosamente por las tribus nómadas, el padre de Luna resolvió salir de aquellos montes y trasladarse a Manila para educar sus hijos -artistas todos por temperamento- que bien lo merecían por sus eximias condiciones de inteligencia y carácter. A los quince años murió uno de ellos, cuando empezaba a ser, como músico, una notabilidad. El menor, que estudiaba química en París, ha escrito algo, si no recuerdo mal, en la prensa de Madrid. A Juan le dedicó su padre al pilotaje, como si presintiera el buen señor que necesitaba el hijo hacerse desde niño al manejo del timón en la gran borrasca de la vida. En la escuela municipal de Manila, dirigida por jesuitas, y reservada de antiguo a españoles y criollos que descendían de españoles, pudo Juan Luna, indígena, hacer los estudios de primera y segunda enseñanza, merced a la humanitaria cuanto acertada reforma de un inspector de las escuelas municipales.

Luna no nació para piloto. Pero su talento pudo más que las antipatías que le inspirara la carrera de marino. Estudió y sobresalió. Ilocano de buena cepa, a macha martillo, perteneciente a una raza de viajeros infatigables que relegan al olvido, por correr a la aventura, los afectos y regalos de la paterna casa, saturado del aire de independencia primitiva y selvática, que venía de la cordillera de Ilocos, y que era el vaho de tribus indomables de igorrotes y tingnianes, Luna vislumbró en la náutica, un porvenir y una esperanza: el mar..., el mar con sus inacabables horizontes; y al mar salió, por primera vez, en el bergantín Villa de Rivadavia, mandado por el capitán D. Manuel de Camús. En los ratos que tenía de ocio, sobre la toldilla, o a proa del buque, Luna pintaba -porque sí; porque le salía de adentro y lo tenía en la masa de la sangre- una puesta del sol, una ola bravucona, una nube que corría sobre el azul del cielo y se espumaba en el camino, siempre buscado, de la lejana patria; y al volver a Manila faltábale tiempo para llegar al estudio de otro pintor, indígena como él, Guerrero de apellido. Buenos amigos de éste y de aquél, fomentaron la idea de traerle a Europa con una pensión, idea que llevaron a buen término, aunque el Sr. Sáenz, enviado de Madrid, para dirigir la Academia oficial de pintura, opinó que el chico no prometía mucho ni poco, y aconsejole caritativamente que no abandonara el timón del bergantín por empuñar los pinceles del Spoliarium. El pintor incipiente saboreó esta amargura, que, unida a las que dejara en su espíritu la ingrata contienda política que duró del setenta y uno al setenta y tres ahondando desigualdades funestas y rencores ponzoñosos entre peninsulares e insulares, contribuyó sobremanera a la formación de su carácter, fosco, huraño, receloso, como si el pobre paria de Ilocos temiera a cada paso, sin fundamento por cierto, que le gritaran en Madrid: ¡Today, troglodita! Tales y tan fuertes eran sus prejuicios y preocupaciones, aumentados por singular contraste fisonómico. Pequeño de estatura, desmedrado, enfermizo; de ojos vivos, pómulos salientes, color achocolatado, labios bembudos; el polo negro, abundoso y desmayado; la cara lampiña y obscura; laborioso, decidor, y con cierto empaque, o coramvobis, en la apostura: tal es, físicamente, Juan Luna: un verdadero antípoda. Oriundo de una raza proscripta de la civilización, llevando en la figura el estigma de esa misma raza, [ Luna, superior a su pueblo, a su raza, a su tiempo, pasó agriado y entristecido los años primeros de la vida. Traído al mundo como fiera cazada a lazo, iniciado en la civilización, domiciliado en parajes hospitalarios, donde no se juzga al hombre por el color de la piel, Luna no pudo, sin embargo, alcanzar el bienestar que se le ofrecía, porque recordaba constantemente su raza proscripta y humillada, su pobre pueblo olvidado de Dios y de los hombres entre las mallas de una Naturaleza abrupta. La agrura y el entristecimiento que constituyen la característica del hombre, se destacan en todos los cuadros que pintó, fiel reflejo de su alma. No sabía ni podía pintar otra cosa: el dolor; pero no el dolor suave y resignado, que vaga melancólicamente, salido de un alma sin esperanza en las cosas de la tierra, sino el dolor agudo y airado, símbolo de un espíritu que protesta contra las injusticias cometidas. Carnes que tiemblan de espanto, miembros contraídos horriblemente, todo un naturalismo brutal con horizontes rojos de sangre...

A París vino a morir: vino a casarse; no a lo europeo, a lo ilocano. El hogar en Ilocos es un culto perenne a los ascendientes. La casa se asemeja a un país regido monárquicamente. El padre es el rey; la madre es la reina: reyes autoritarios, de origen divino. Lo que disponen ellos no se discute; se acata, se cumple, porque es la ley, aunque lo preceptuado sea injusto. -Dura lex, sed lex. -¡Mal haya el hijo que dé una voz más alta que otra!. Es un horror, un sacrilegio, el mayor de todos. Las relaciones entre los cónyuges son vigiladas asidua y severamente: el castigo sigue a la infracción. No suele el esposo dar muerte; a la esposa traidora; pero se reúne al punto el consejo de familia, formado por los más ancianos de la tribu, y declara el divorcio absoluto. La mujer perjura se restituye, con nota infamante, al primitivo hogar, o sea al hogar de sus padres; el hombre engañado venga sus celos en el hombre que prostituyó el vinculo conyugal. Y esta legislación matrimonial se conserva incólume, santificada de tribu en tribu y de pueblo en pueblo por la bendición de los abuelos, que son las sibilas de la jurisprudencia indígena.

Todo es así, patriarcal, inalterable, entre aquellas gentes, despreciadoras de lo que se llama aquí civilización, progreso, libertad. Si alguien hostiga a la tribu, la tribu no se queja, ni menos protesta: ¡se va!... Abandona la residencia, emprende la marcha a otro terruño, a un paraje más solitario, rompiéndola el carabao, símbolo de la extraña resignación, reconcentrada y triste, que fluye allí del cielo y brota de la tierra, resignación que diríase desprendida blandamente de las hojas de los árboles y de las alas de los pájaros; los cuales aparecen borrosos y fijos, como si colgaran del vacío, al cruzar aquella atmósfera letárgica, dulce, serena.


La familia Pardo es muy conocida y estimada en Filipinas. Fue su fundador allí D. Julián Pardo, teniente del ejército, furioso legitimista, que alardeaba de ser bachiller en filosofía y teología, político batallador, mal quisto por sus ideas retrógradas, que, le ganaron la enemiga de los liberales del Archipiélago. Tuvo dos hijos, más expansivos y demócratas que él, aunque educados en el medio ambiente de un colegio de frailes dominicos. El primogénito, D. Félix Pardo de Tavera, consejero de administración, contrajo matrimonio con una criolla, y tuvo de ella tres hijos: Trinidad, Félix y Paz. Murió joven, y la viuda y los huérfanos hallaron amparo en D. Joaquín Pardo, quien, complicado poco después en lo que llamó insurrección de Cavite el general Izquierdo, y condenado a presidio, estuvo dos años en las islas Marianas, y luego, mediante indulto, en Hong Kong y en París, a donde trajo toda la familia de su hermano.

Doña Paz, la que fue luego esposa de Luna, tenía entonces catorce años y una educación incompleta. Yo no sabría decir si era, como mujer, bonita o fea. Lo primero, porque la conocí en la Morgue, con el cráneo levantado por el escalpelo de un cirujano; lo segundo, porque la idea de la belleza es, como todo, absolutamente relativa, y unos ojos japoneses, que pueden parecerme feos, a mí que no estoy acostumbrado a verlos, pueden parecer y son positivamente hermosos en el Japón. Doña Paz tenía, a juicio de las personas que la trataron, la mimosa languidez de la mujer del trópico, languidez que tenía, por fuerza que ser algo así como gancho para el hombre que la sedujo, el cual, residente en las «apartadas regiones», sentía en París la nostalgia de aquellas mujeres desmayadas, de ojos melancólicos, aunque brillantes, húmedos siempre...

No cabe duda de que la señorita doña Paz Pardo se enamoró de Luna. Amó en su novio el talento victorioso, y, dotada de acendrado patriotismo, amó también en él las desgracias de una raza proscripta y humillada. Sólo así se explica que una criolla, educada allende y aquende en el orgullo de la superioridad del color, se casara con un indígena... Por parte de Luna fue extravío, espejismo de artista. Como no se puede vivir con el corazón a la intemperie, Luna necesitaba amar, y amó. Cuando pensó en casarse quiso hacerlo consigo mismo, y quizás no habría pensado en ello si no hubiera descubierto algo de su mundo en la mujer amada; unos o dos japoneses que al mirarse en ellos podía el artista sin ventura hacerse la ilusión de que se asomaba, desde París, a la raza proscripta, al pueblo olvidado. Con su presa del amor soñó en formar un mundo aparte, un bosque primitivo y misterioso, en un escondrijo de la villa Dupont, entre cañas de bambú y pájaros de la Oceanía, donde pudiera, en las tardes de verano y en la hermosa soledad de «dos en compañía», creer que, llegaba de lejos el hálito extraño de la atmósfera, bochornosa y sugestiva, de su patria ignorada. Al casarse no pensó más que en sí mismo, en su amor, sin discurrir sobre el amor ajeno; sin atreverse a analizar si se habían enamorado de él por sus virtudes de hombre y sus excelencias de artista, o si tal amor era pasajero, tornadizo, un a modo de enamoramiento que brotó de la apoteosis del Spoliarium...

Ello fue que se engañaron ambos, queriéndose sinceramente, y que se efectuó la boda, apadrinada por Edmond Planchut (colaborador de Le Temps) en representación de la familia Pardo, y por el marqués de Riera en representación de la familia Luna.

Los recién casados salieron en seguida para Venecia, a mecer en góndola los primeros y seguramente los últimos sueños de una unión desigual, anacrónica, imposible... Importa consignar que, si bien no protestó enérgicamente, no vio con buenos ojos aquel enlace la señora doña Juliana Gorricho, madre de doña Paz, la cual doña Juliana fue en su hogar la encarnación de la Perfecta Casada descripta por fray Luis de León. No era bachillera; pero tenía intuición muy grande, y merced a ella comprendió al punto que era dificilísima, quizá imposible, la alianza indisoluble de dos personas tan diferentes por raza. Por temperamento, por educación, por inteligencia. El mayor elogio de la excelente señora lo hizo, entre lágrimas y sollozos, el mismo Luna, en la celda de Mazas. No era su suegra, era su madre, porque reemplazaba en todo y por todo a la que dejó en Filipinas; madre cariñosa que adoraba a los hijos de Luna, que entregaba a éste el producto de la renta que la correspondía, que estaba a su lado y de su parte cuando surgía entre él y Paz una quisquilla doméstica. Luna, artista de corazón, lloró antes que nadie el infortunio de la buena señora, cuyo único crimen en la tierra consistió en ser débil por el amor a su familia.

Algo, y aun algos, influyó en el cariño que doña Juliana sentía por Luna, la amistad verdaderamente fraternal que le dispensaba un hijo de ella, D. Trinidad Pardo de Tavera. La colonia filipina recuerda haber oído decir muchas veces a la señora viuda de Pardo: «Para Trinidad, no hay más que Luna. Le quería. Es más, le admiraba. Médico sobresaliente, Filólogo notable, autor de algunos libros y folletos que le han valido en recompensa varias distinciones, como la encomienda de Carlos III y la cruz de Isabel la Católica, es claro que el doctor Pardo estaba en condiciones de sospechar apreciar lo que valía en Luna; el cual no era, desde mucho tiempo antes de casarse, un desconocido para él, siendo así que cercanos parientes de la esposa del doctor Pardo, por cierto madrileños, fueron decididos amigos y protectores del padre del pintor. Pero más aún que Trinidad Pardo, holgaba su hermano Félix con la amistad del artista, porque artista también, cuyas obras en escultura han sido premiadas en las Exposiciones universales de París, Barcelona y Madrid, gustaba de dialogar con Luna, en cuya compañía, y, hasta muy pocos días antes del suceso de la villa Dupont, estuvo en su residencia veraniega de Bereksur-Mer.


¿Creyó Luna, cuando su noviazgo con doña Paz Pardo, que ésta era una heredera rica?... ¿Creyó doña Paz, cuando era novia de Luna, que los cuadros de éste producían anualmente una renta considerable?... Lo cierto es que Luna se encontró con una mujer mimada, caprichosa, que frecuentaba los salones, los teatros, los bailes, la vida, en fin, del gran mundo, y que gastaba en un mes lo que no podía él ganar en un año. En vez de hacerla a semejanza suya, en vez de subirla a la buhardilla del artista, hizo Luna lo que hacen la mayor parte de los maridos, complacer a la esposa en llevar la misma vida de ella; y así fue que abandonó su modesto estudio del boulevard Arago, y más tarde el estudio del boulevard Pereire, porque eran muchas escaleras para una señora de buen tono, por instalarse como el mundo manda, en casa espaciosa y bien decorada, donde pudieran entrar sin mengua encopetadas gentes, cuya presencia le hacía poner la misma cara que habría puesto si le hubieran dicho que le iban a dar cuatro tiros. La venta del Spoliarium, la de la Batalla de Lepanto, y la de otro cuadro con destino a Filipinas, produjeron unos doce mil duros, desaparecidos bien pronto en el vértigo de aquella casa desquiciada. No, aquello no bastaba. Entonces se entabló una lucha, reservada al principio, franca después, entre la esposa y el artista, con motivo del género de pintura que debía cultivar. Hacía falta ganar mucho, y para ganar mucho era de rigor que el artista hiciera cuadros de dimensiones reducidas, que encajaran en saloncillos y gabinetes, y que tuvieran temas bonitos. Doña Paz le dijo un día, haciendo un mohín gracioso: -«Oye: ¿por qué no pintas alegorías poéticas, cuadros de costumbres, cosas agradables, y no esos monos que dan miedo a todo el mundo? ¿No comprendes que no hay quien se atreva a comprar eso?»

¡Momento psicológico, muy hermoso, para tomar la maleta y salir a la calle en señal de divorcio absoluto!... El artista había muerto en el corazón de la mujer, y, como Luna no era más que artista, el hombre había muerto también... No era doña Paz la Cristina de Claudio Lantier, tan satisfecha con que el pintor viviera en un tejado, entre el amor a ella y el amor a su pintura... No pedía doña Paz amor del alma, gloria de artista. Era mujer, nada más. Sus ojos, a los que se asomaba el artista pensando en la soledad de su alma, reflejaban a menudo los colorines de los salones, el brillo del boulevard, el vértigo de París, porque su dueña pertenecía a una raza más libre y refinada que la raza del hombre, a quien se unió. Doña Paz quería trajes vistosos, alhajas ricas, excursiones veraniegas, recepciones a domicilio, canto y música; y en aras del dios de la moda, que tiene la cabeza vacía y el corazón de trapo, sacrificaba, sin darse cuenta de ello, la paleta y los pinceles del artista. Y el artista, débil de carácter, empezó a pintar lo que no pensaba ni sentía; un Himeneo, unas florecillas, unas necedades. Las faldas de doña Paz se le habían subido a la paleta. Sus amigos y conocidos se contentaban con mover la cabeza en señal de disgusto. Aquel Claudio no tenía un Sandoz. Luna era español; era, pues, envidiado y odiado por la mayoría de sus amigos.

Dos acontecimientos conmovieron profundamente el hogar de Luna; la muerte de su padre, por quien tenía un cariño que rayaba en adoración; la muerte de su hija, una pequeñuela que era su orgullo, porque reflejaba en la fisonomía todos los caracteres de la raza ilocana, y una escarcha de inmensa tristeza cayó sobre el corazón del desventurado artista.


La vida de los esposos Luna siguió transcurriendo, prosaica, monótona, cuando no brutalmente airada. Ya se destacaba pocas veces a lo largo de los escaparates parisienses aquella pareja extraña; alta y seca, la mujer, como un maniquí en cuya cabeza hubieran puestos dos ojos japoneses; pequeño y raquítico él, como un liliputiense, con su color obscuro, negruzco casi. De pie, inmóvil, en el campo, el contraste de los dos cónyuges habría atemorizado a los pajaritos que fueran a picotear las hortalizas y las flores. De pie, en el hogar, entre cóleras y lágrimas, aquel contraste ponía espanto en el ánimo de los contertulios. Era contraste físico, intelectual, moral; ¡un contraste inmenso e inaguantable! Porque no se puede armonizar el ruido, con el silencio, ni la alegría con la pena de vivir; porque no se puede batir palmas ni cantar couplets en la alcoba de un moribundo...

Por entonces surgió el decisivo viaje a Mont Dore. El niño estaba malito; la madre se quejaba de debilidad; Luna no podía acompañarles. Trabajaba...

Cuando la señora regresó, estaba muy cambiada. Sacudió los lutos de su suegro y de su hija; se vistió mejor y dedicó más tiempo a su toilette. Luna supo, con gran sorpresa, que la señora se pintaba, y es de suponer que no creyera que se pintaba para él. Estallaron los celos, y con los celos la serie de calamidades que son su consecuencia lógica. Por si él no sospechaba bastante, ella se encargó de descorrer velos, presentándole a un señor citado por ella en sus cartas a él. Luego vino el anónimo, es decir, el trueno gordo de aquella tempestad sorda, y empezó a enterarse de que al arrebatarle el amor de su vida, le llevaban todo su mundo, ¡aquellas gratas vistas al pueblo olvidado de Dios y de los hombres!...

La casa fue desde entonces un infierno. ¿Se vestía la señora? Luna la desnudaba, arrancándole a puñados el traje. ¿Se pintaba? Él la decía: «Ven que te pinte», y con el pincel del Spoliarium la ponía perdida. Sale a hurtadillas una tarde, y Luna detrás. Sube ella al interior de un ómnibus; Luna trepa, como un mono, por la baranda y gana el imperial del coche. Cuando ella baja, él baja también, sin ser visto. Doña Paz entra en una casa, sube una escalera, y Luna, siguiéndola, como la sombra al cuerpo, entra en la misma casa y sube de un tirón toda la escalera. Pero allí no está doña Paz. Se ha apagado como un fuego fatuo; y cuando el pobre loco baja del Calvario, sin ocurrírsele que su mujer pudo haber entrado en uno de los pisos de la casa, se encuentra al seductor... Huye de allí, desesperado y corrido, pero tiene sed de venganza, quiere matar a aquel hombre si no declara que jamás galanteó a doña Paz; y él, es claro, lo declaró, en seguida, ¡porque los seductores son muy caballeros!...

Y luego, en el hogar, ¡qué escena! ¡Qué agonía! gritos, imprecaciones, ayes, golpes del martillo sobre el yunque, y de vez en cuando, entrecortada, la misma frase, la frase terrible: -«Oye, mira, si no te mato aquí, te mataré en Vigo».

¡Matar! ¡Se lo pedía el cuerpo con tanta necesidad! Pero en semejantes estados pasionales, que no pueden razonarse, ni siquiera discutirse, Luna creyó que había acertado con una solución: Vigo, un rincón apartado en donde pudiera enterrar sus hojas secas de artista y sus tristezas insolubles de hombre.

La suegra vivía aterrada. Por telégrafo llamó a sus hijos, y entre estos y ella acordaron pedir consejo a un antiguo amigo de la familia, unido a los Pardo por las pesadumbres del presidio a donde les arrojara la represalia de Cavite, abogado de mucha valía y hombre experto en toda suerte de achaques morales; y así fue como vino a París, llamado también por telégrafo, mi compañero en El Liberal, D. Antonio Regidor Jurado, quien, sin tiempo para despedirse del consulado, ni de la embajada, en cuyos centros ejerce de consejero legal, llegó a la villa Dupont, ignorando aún que se habían de plantear las condiciones de un divorcio, y poco faltó, para que dejara la vida al penetrar en aquel nido, que tenía la muerte en el corazón.

El hecho ocurrió el 22 de septiembre. Los señores D. Trinidad Pardo, D. Félix Pardo y D. Antonio Regidor, que llega el último porque no encontró aquéllos en su casa, son recibidos por Luna, cuyo espíritu estaba, al parecer, sosegado. Los Sres. Pardo salen poco después para enterar al Sr. Regidor, en un café cercano, del curso de los sucesos, y del divorcio que se proponían entablar privadamente, para atajar, a juicio de ellos, mayores desastres. Luna, después de despedirles cortésmente, busca a su esposa y a su suegra. Ninguna responde. Están arriba, en el piso último, en la sala de baño. Luna llama inútilmente.

-¡Si no abrís, tiro la puerta!

-¡Pues no abrimos! -contesta, sobresaltada, la señora suegra. -Llame usted, si quiere, a la policía.

Luna baja, y vuelve a subir, armado de un revólver. Las señoras piden socorro, sacando las cabezas por la ventana. En aquel momento aparecen a la entrada del jardín los Sres. Pardo, con el Sr. Regidor, porque todos oyeron voces demandando auxilio. Luna les ve, dirige hacia ellos el cañón del revólver, apunta fríamente, a lo indio colérico. Félix Pardo cae herido en el pecho. Luna sigue subiendo, llega nuevamente a la sala de baño, echa abajo la puerta, y siempre frío, con la frialdad hiriente del indio que se venga, mata a la suegra inocente y tiende moribunda a la esposa culpable.

Fue una descarga largo tiempo reprimida. Al salir el agresor, entre el humo de los disparos, la sangre, de las víctimas y los gritos de la vecindad, acertó a ver, acurrucado en un rincón de la misma sala, pálido, convulso, enteco, como petrificado por el terror, a su pobre hijo, que había presenciado la escena sangrienta. Fuese a él, levantole en brazos, diole un beso; y luego, asomándose a la ventana, empezó a llorar francamente, sin miedo, en plena intemperie, su enorme infortunio y su gran vergüenza...

Son los hechos. La señora Pardo y la señora Luna han muerto; el artista Luna San Pedro, matador de su esposa y de su suegra, acusado de dos asesinatos y de una tentativa de asesinato, ha muerto para sí mismo; el niño Luna no sobrevivirá indudablemente a tamaña orfandad. ¡Sólo el seductor sigue vivo, saludable, allá en América, donde no sentirá la nostalgia de las mujeres desmayadas, de ojos melancólicos, aunque brillantes, húmedos siempre!...