Hoy estoy inventando algo que todavía no sé lo que es...

Este texto ha sido incluido en la colección Textos póstumos
de Felisberto Hernández
Compilado de relatos, no agrupados en libros, revisados por la Fundación Felisberto Hernández en colaboración con Creative Commons Uruguay
Hoy estoy inventando algo que todavía no sé lo que es...
Hoy estoy inventando algo que todavía no sé lo que es...
de Felisberto Hernández

[Anotaciones]

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Yo estaba sentado a una mesa de mármol y bebía a pequeños sorbos unos versos de Supervielle. Las palabras se me venían a los labios y yo hacía movimientos imperceptibles.

Después, con el libro todavía abierto, me puse a pensar en él.


Oía un gran viento parecido a conversaciones ruidosas.


Significados que se renuevan.

Si se cumplieran las cosas morirían.

Si no se cumplen, viven.

Yo no sé por qué la tierra, como un negativo oscuro del agua, me da un misterio tan agradable.

Yo me sentía influido, encantado por ella. Por eso yo la iba sintiendo como ella sentía las cosas. Tal vez, como ella dijo de mis cuentos yo sentía algo parecido.


Alergia a un poco de polvo que se levantara y cierto resfrío al corazón: cualquier cuento sentimental lo hacía llorar.


La angustia (de lo que el hombre quiere saber, de lo que no se puede explicar, de su drama con la vida, de su soledad, de su misticismo, de lo inaprehensible que hay en él mismo, incluso su grandeza, su miseria y su alternancia con los estados contradictorios que descubre en sí) desborda al hombre y éste la deposita, ciegamente, en vasos ya preparados de la primera religión que encuentra, que lo acerca a los otros, a lo desconocido que piensa fuera de él, que le interesa pensando que está fuera de él.

La falta de respeto al vaso le parece falta de respeto a su drama, a todo lo que él siente por sí mismo.


Por agarrarme de algo...

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Por agarrarme de algo, o para empezar a escribir, diré que no se me ocurre nada, o más bien dicho lo escribiré. Sin embargo quiero escribir. Es un deseo tranquilo, profundo, pero que no encuentra cómo realizarse. Voy a repasar un poco lo que sé sobre el asunto. No hay cosa que me haya parecido tan mal como los que simplemente “quieren” escribir por vanidad, porque han logrado engañarse creyendo que deben hacerlo porque tienen condiciones, porque lo sienten, porque quieren hacerlo sólo para ellos mismos sin descartar la esperanza de que puede resultar para los demás porque les gusta suponerse, verse escritores, según modelos que han visto...

Aquí tendría que describir prolijamente casos generales; veo el error de decir generales porque aun en el error todos son casos particulares, etc., etc. Ahora veo que por este camino voy mal.

Tampoco puedo referirme a la insistencia en querer escribir. Si alguien ha dicho que el genio es la voluntad extremada, y puede tener razón en algún sentido, yo he visto insistir a personas aparentemente sanas en todo lo demás, insistir con una terquedad enfermiza o misteriosa, en escribir sin querer darse cuenta de que nadie los anima... (no, esto está mal, ellos se creen animados por otros, o extraen el ánimo de mil maneras increíbles, etc., etc.).

Debo tomar otro camino. Debo volver a mí. Yo me he visto animado, muchas veces, por opiniones de prestigio universal (¡qué vergüenza decir esto!; pero no importa, sigamos). Yo puedo haber escrito antes algo de interés, por gustarme sentir que soy escritor sin saber retirarme a tiempo, y extrayendo ánimo quién sabe de qué cosa...

Todavía no encuentro un camino para explicarme lo que me pasa.

He rechazado definitivamente dedicarme a escribir en forma crítica, puramente consciente, porque me horrorizan los que veo en ese estado.

Otro camino ha sido ponerse a escribir, simplemente como hacen los franceses, y realmente a veces me ha resultado; pero ahora tampoco quiero eso.

Voy a recordar otras maneras simples de tomar el problema.

Yo podría escribir sobre algo que recuerdo, pero nada de ello me parece interesante, si bien es cierto que al ponerme a escribir, según el consejo francés, ha resultado otras veces interesante lo que al principio no me lo parecía. También recuerdo cómo me ha entusiasmado, de pronto, algo que me parecía interesante y he escrito muchas cosas porque otra persona me ha dicho que es interesante.

Otro camino: la crítica, tal vez la hipertrofia de ella, me debe haber inhibido de escribir, porque nada me parece bastante interesante como para “largarme” a trabajar, a arriesgar tiempo sobre ella.

¿No tendría además concepto de impotencia, de miedo de que no me saliera algo muy interesante y ante semejante lucha me retraje y busqué otros placeres?

Encontré el de estudiar inglés y no sentí una angustia que me llevara a escribir, o si intentaba escribir y no lo conseguía, era porque no lo buscaba con bastante desesperación, pues me esperaba el placer de estudiar inglés.

Otro camino (de explicación, se entiende).

Odiaba al mundo, no me iba bien; pero mi angustia no buscaba salida en el escribir; ya sea por la calidad de angustia o por una cantidad de circunstancias combinadas que desconozco. Ahora estoy en otra circunstancia. Una mujer (lo más irreal y difícil de describir) ha encontrado la manera de que yo pueda tener otras angustias, las que sean productivas, o para decirlo mejor, yo puedo tener una angustia que sea mía y hasta una angustia que me guste tener. Creo firmemente que no es el caso de que por el hecho que ahora me vaya bien no voy a hacer nada (y si así fuera no me importaría), vamos a una prueba mejor.


Ya hace un rato que estoy sentado...

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Ya hace un rato que estoy sentado en el café “La Forza del Destino”. Pero todavía me queda mucho tiempo libre. Después tendré que ir al empleo. Entre algunas de las personas antipáticas que hay allí, hay una que es la angustia de mi vida: es cobarde, mal adaptada, hace sonrisas y chistes para llenar el tiempo que está con los otros. Su gran miedo de que lo despidan se debe, dice él, a la casi insalvable dificultad de conseguir otro empleo. Esa persona, que me da tanta vergüenza de vivir, es la que se produce en mí a medida que me voy acercando a la puerta de ese maldito lugar.

Ahora, en el café “La Forza del Destino”, sentía un gran bienestar. Pero no creo que sólo se debiera al tiempo libre, sino a que encontré una manera de apoyar un pie en un escalón que hay al costado de mi silla. Eso me da un placer físico desacostumbrado y me predispone a tolerar las personas, el lugar, la calle y las casas con su fealdad tan variada. Hace unos instantes vi venir un caballo blanco trayendo una gran jardinera de verdulero, muy cargada y pensé: “Esto es lo único humano que he visto hoy”. El caballo levantaba mucho sus patas blancas al trotar. Los pedazos cuadrados de cuero negro que llevaba al costado de los ojos le daban como una seriedad consciente del vigor de sus patas: parecían lentes para no ver otras cosas que las que convenían a su destino.

(Esta palabra se me debe haber acercado, para que la usara, de un cartel donde está el nombre del café; lo mismo que el lustrador: me cargosea tanto que a veces le digo que sí, sin querer.) Yo quisiera tener esos cueros que tenía el caballo al costado de los ojos; vería menos gente y menos casas y automóviles. Además él trota con vigor; da una impresión optimista, parece que cumple un destino (otra vez la palabra), un destino muy suyo y muy seguro a pesar de que lo mandan, de que le pegan para que trote y a pesar de que ignora que lo hacen andar cuando se encienden las luces verdes. Tal vez piense que va hacia e lugar que le dan comida. ¡Oh! Eso mismo me pasa a mí: a veces estando en el empleo y faltando poco para la salida, pienso que iré a mi casa y comeré mucho y con bastante vino.


X sacó del bolsillo unos lentes

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X sacó del bolsillo unos lentes cuyos cristales, aparentemente gruesos, eran recipientes en los cuales ponía líquidos. Veía a través de ellos. Descubrió en una iglesia que dos personas sentadas en lugares distintos, hombre y mujer, emanaban cierto vapor (como el del asfalto en verano). Después de mucho tiempo descubrió que esto ocurría cuando coincidieran en pensar el uno en el otro. X se acerca a la persona y mira encima de su cabeza. Esa evaporación o especie de fuego fatuo se descubre con el líquido. Hay líquidos que equivalen a un vidrio de aumento, simplemente. Pero otros dan cualidades diferentes a las percibidas por simple aumento. Ese fuego fatuo sólo se da en el instante de coincidencia de pensamientos en cierta etapa de ciertos enamorados.

Antes yo le pregunté si era corto de vista. Me dijo que no, que lo que pasaba era que sus lentes contenían un líquido con el que experimentaba muchas maneras de ver a las personas.


Tema en octavas diferentes

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Estoy en un café durante muchas horas. En frente hay un cine. Él recibe mucha gente que entra con disimulo, de a pocas personas por vez; pero cada dos horas las escupe furiosamente, todas al mismo tiempo.

Al lado del teléfono había un hombre inmenso, cuadrado, de pie, esperando turno; tenía una cabeza pequeñísima, peinada con gomina. De pronto se acercó a nosotros; y este amigo mío, se asustó horriblemente. El hombre fue para otro lado, aburrido de esperar el turno del teléfono. Mi amigo me explicó que había estado mirando a través de sus gruesos cristales un ropero con una fotografía encima, y que de pronto el ropero se había puesto a caminar y se nos venía encima. Entonces me habló de cómo eran sus lentes.


Pasó un cura con una luz extraña...

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Pasó un cura con una luz extraña sobre un lado de la frente. Pero no tuve tiempo de imaginarme nada extraordinario porque en seguida me di cuenta que le venía de un agujero del ala de la galera.

Una vez, en los suburbios de una pequeña ciudad argentina, tuve una extrañeza [llena de un encanto nuevo]: vi en un terreno de árboles bajos y entre casas pobres, unos caballos negros que relucían como en un sueño y no tenían nada que ver con lo que los rodeaba. Después de esos instantes de encantamiento, seguí caminando y vi, entre un galpón, un pequeño carro fúnebre de cruces torcidas. La idea de los caballos milagrosos perdió algo de encanto al saber por qué estaban allí. Al lado del galpón había una casita y debajo de un corredor había dos niños tomando algo en unas grandes tazas y riendo a cada momento. Tal vez el padre los mantenía con los viajes de los muertos. Entonces pensé en mucha de la inocencia del mundo: eran inocentes los caballos, el carrito fúnebre, los niños, el padre llevando los muertos, los muertos, los que acompañaban a los muertos... Y yo también era bastante inocente mientras pensaba esto.

Hoy estoy de buen humor. Y los árboles también: viene un poco de viento, y grupos de hojas se mueven en sentidos diferentes; las hojas se rozan alegremente y en formas también diferentes; de pronto se vuelven a quedar quietas y de pronto vuelven a moverse en formas diferentes.

Estaba entretenido en observar la variedad; pero es enternecedor (puse enternecedor porque no encontraba otra palabra cerca) la variedad de cuerpos y de caras de muchachas lindas. A veces pienso en muchos sentidos y en muchas cosas diversas del mundo y siento más miedo que ante un abismo.

¿Qué ideas, qué hechos y qué cosas ocurrirán hoy? ¿Qué elegiré o me será dado hoy de la inmensa variedad? Más vale que vuelva a mirar al árbol. No, no pude seguir mirándolo. Sin querer volví a mirar a las muchachas.


[Notas de viaje]

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Río de Janeiro. (Escrito en octubre 10) [1946] Entramos de noche. Algunas luces se descubrían en filas bien alineadas; pero otras aparecían como collares raleados, o como granos de luz sembrados caprichosamente, como dentaduras fantásticas. Y delante de ellas, aparecían de pronto, como alguien que se pone delante de las candilejas, formas oscuras de cerros monstruosos como grandes lobos de mar que levantaran su cabeza y cuello de cúpula oscura, o como animales antediluvianos echados en la bahía y medio cubiertos por las aguas. Era la más imprevisible forma de la imaginación, pero expuesta con la concreción de una naturaleza que no medita, con egoísmo animal alucinante; dominando sin conciencia; con esa seguridad e indiferencia que creemos ver en los destinos. Esto ocurría en la noche del 8. El 9 amaneció nublado. Los grises hacían aparecer el paisaje sucio, pero de cualquier modo sorprendente. Fuimos recorriendo la bahía hasta el lugar asignado. Al borde del muelle se acercaban gentes como insectos; eran más bien pequeños y oscuros; también había negros –siempre muchos negros–; uno tenía un sombrero de paja de color rosado; otro tenía un gorro negro de jockey con la visera doblada para arriba; pero todo eso tenía cierta delicadeza artificial comparado con los labios, que eran como pedazos desbordados de intestino.

Cuando vino más gente –lloviznaba–, los paraguas parecían flores negras, artificiales y sucias. Por encima de todo, estaba el gran paisaje, no muy lindo a esa hora. Al mismo tiempo se veían rascacielos y entre ellos cerros abruptos con casas viejas con calles de tierra y árboles y arbustos al azar. En otros cerros las casas estaban amontonadas como gentes pobres con colores desteñidos.

Antes de bajar del buque nos revisó los pasaportes un brasileño pequeño, nervioso, negruzco y arrugado que fue sensible a mi pasaporte especial. Después de bajar caminamos por una calle del muelle con vías, vagones de ferrocarril y barro negro y aceitado. Íbamos siete muchachos; subimos a un tranvía muy sucio de asientos como bancos a todo lo ancho, a los cuales se subía por estribos colocados a todo lo largo en la parte de afuera. El guarda –chico, negro, de cara deshecha– cobraba los pasajes sin dar boletos; a cada pasajero cobrado daba un tirón de una correa y movía un mecanismo que tocaba un timbre y marcaba en una especie de reloj que había al frente de todos los pasajeros el número de pasajes cobrados, que se iban marcando en números que había en el reloj. Para nosotros tiró siete veces de la correa, se fueron produciendo siete timbrazos y alcanzamos a sumar cuarenta y dos pasajes –con los ya cobrados anteriormente. Todo el público podía mirar y darse cuenta si el guarda no marcaba todos los pasajes vendidos; pero creo que nadie ponía atención. Para las paradas había otra correa y sonaba otro timbre.


Los espejos

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Desde enero hasta los primeros días de noviembre yo no me había encontrado con grandes espejos. Pero en París me llevaron a un hotel que tenía una palmera en el hall; y detrás de ella había láminas de espejos que subían las escaleras al compás de los escalones. Las imágenes se confundían y yo no sabía dónde dirigirme; y en un instante en que me dejaron solo no estaba seguro de que no hubiera alguien escondido entre los reflejos. En mi pieza encontré dos espejos grandes y como la habitación que aparecía en ellos era más linda yo miraba la de los espejos. Estaría cansada de representar, durante muchos años, aquel ambiente chino. Ya no era agresivo el rojo del empapelado y según el espejo parecía el fondo de un lago color ladrillo, donde hubieran sumergido puentes con cerezos. Allí todas las cosas habían envejecido juntas y eran amigas. Pero las ventanas parecían más jóvenes y miraban hacia afuera. Además de ser mellizas se vestían igual; tenían pegado al vidrio cortinas de puntilla; y recogidos a los lados cortinados de terciopelo.