Historia general de la República del Ecuador I: Capítulo IV

Historia general de la República del Ecuador: Tomo primero
de Federico González Suárez
Capítulo IV: Estado en que se hallaban las antiguas naciones indígenas ecuatorianas bajo la dominación de los incas
Variedades de tribus indígenas en el Ecuador.- Sus creencias religiosas.- Idea que poseían acerca del Criador.- El dios Pachacamac.- Sacrificios.- Diversas clases de sacrificios.- Número considerable de ídolos.- Dioses privados y domésticos.- Descripción de los sacrificios que les ofrecían.- Agüeros y supersticiones.- Su concepto de la naturaleza e inmortalidad del alma.- Sepulcros.- Sepulcros de los cañaris.- Estado civil.- Vida doméstica.- Casas y viviendas.- Condición en que se encontraba la agricultura.- Frutos vegetales.- Artes, comercio e industria.- Fiestas y regocijos.- Adornos.- Diversidad de lenguas.- Conjetura acerca de la manera de escribir de los cañaris.- Algunas palabras de la lengua nativa de éstos.- Su cómputo del tiempo.


Para dar a conocer el estado de civilización en que se hallaban las tribus indígenas ecuatorianas, cuando los incas conquistaron estas provincias e incorporaron en el imperio del Perú el Reino de Quito, es necesario que expongamos cuáles eran sus creencias y tradiciones religiosas, cuáles sus ideas en punto a la existencia y condiciones de la vida futura, sus leyes, usos y costumbres; sus prácticas supersticiosas, su manera de vivir y los conocimientos que habían adquirido en las artes necesarias para la vida, y en aquellas que contribuyen a alegrarla y ennoblecerla. Pero, por desgracia, la escasez de documentos es tan grande que, can mucho trabajo, apenas se puede descubrir una u otra noticia más o menos fundada. La raza indígena, pereciendo para siempre como nación, se ha sobrevivido a sí misma; y a hora pasa su vida miserablemente, ignorando lo que fue ayer, y sin inquietarse por lo que será mañana.

Todos los indios antiguos que poblaban las costas del norte del Perú y gran parte del litoral y de la sierra del Ecuador, tenían una idea notable acerca de la Divinidad. Creían en la existencia de un ser superior, sumamente poderoso, al cual le llamaban Kon ticci viracocha: no tenía miembros corpóreos, y la naturaleza espiritual suya se la imaginaban los indios algo como una sombra ligera, sutil o impalpable. Kon formó el mundo material, y andaba con tanta ligereza y rapidez, que, a su paso, los montes se hundían y los valles se llenaban.

Este ser misterioso tuvo dos hijos, cuyos nombres eran Imaimana viracocha y Tocapo viracocha. El Hacedor Supremo del mundo se llamaba también Pachayachachic.

En cuanto a la creación de los hombres, la explicaban de esta manera. Kon crio a los primeros hombres: éstos se rebelaron contra él, y, por este crimen, los transformó en gatos negros. Los hombres nuevos, los que ahora existen, decían los indios que habían sido criados por Pachacamac.

Las tribus indígenas diversificaban esta idea de la Divinidad, y en unas partes la explicaban de un modo, y en otras de otro; ya localizando ciertos hechos en la provincia donde vivía cada tribu, ya mezclando con la noción primitiva y abstracta del Ser Supremo otras ideas, provenientes del recuerdo de tradiciones antiguas desfiguradas. Difícil es, por lo mismo, discernir ahora con toda precisión la idea genuina que de la Divinidad tenían las antiguas tribus indígenas del Perú y del Ecuador, de las explicaciones diversas y hasta contradictorias, que encontramos en los antiguos escritores castellanos.

Muchos de ellos no pudieron conocer perfectamente las ideas y tradiciones indianas; y respecto de algunos; no podenos menos de aceptar con reserva y cautela sus narraciones; atendida la tendencia que tenían a desfigurar las fábulas americanas, por el anhelo de encontrar, en las creencias y tradiciones de los indios analogía y semejanza con los sublimes misterios de la religión cristiana.

Así pues, lo único verdadero y digno de crédito que podemos aceptar relativamente a un punto tan importante, es que los indios, en su gentilidad, habían alcanzado a formarse una idea abstracta no muy grosera de Dios. Creían en la existencia de un ser de naturaleza distinta de la humana y muy superior a ella; pero le daban diversos nombres, para expresar los distintos atributos u operaciones que le correspondían.

Algunos escritores distinguen a Kon de Pachacamac; pero, en la mitología peruana, Kon y Pachacamac ¿eran dos seres distintos? ¿No eran uno y el mismo ser, con nombres diversos? ¿Hasta qué punto será exacto aquello de que Pachacamac fue hijo de Kon? ¿aquello de que luchó con su padre para criar a los hombres y otras cosas, en las que se descubren relaciones con las enseñanzas cristianas en punto al augusto misterio de la Divina Trinidad?...

Esta idea noble respecto de la Divinidad no impedía las groseras supersticiones de nuestros indios. Su imaginación infantil les hacía considerar como animada y llena de una cierta vida misteriosa a toda la naturaleza; y adoraban todos los objetos materiales que les llamaban la atención de cualquiera manera que fuese: la tierra, el mar, los árboles grandes, las piedras raras por su hermosura o por su tamaño; el arroyo de agua, los cerros nevados y los ríos; los meteoros de la atmósfera como el rayo, el relámpago, el arco iris, creyéndolos animados y vivos. El arco iris pensaban que podía engendrar monstruos en el vientre de las mujeres, si éstas, por desgracia, llegaban a absorberlo de repente.

Entre los animales, dos eran principalmente adorados: el jaguar y las culebras; aquel por su fiereza, y éstas, acaso, por las cualidades maravillosas que se notan en ellas.

Entre los astros del cielo, parece que la Luna era el objeto de una adoración y culto especial para muchas tribus ecuatorianas, antes de que introdujesen los incas el culto oficial del Sol, como progenitor y padre de los soberanos del imperio. Había además en cada tribu, en cada pueblo, en cada localidad, un cerro, una colina, una cueva, que era el objeto principal de la adoración común, porque creían que de ahí habían nacido sus antepasados. Estos sitios en la lengua del Inca se llamaban Pacarina; y los indios les tenían tanto cariño, que no queman separarse de ellos, ni aun para mejorar de situación; y preferían su pacarina, el hogar, la cuna de sus mayores, por yermo y estéril que fuese, a otros terrenos fértiles y hermosos.

Tan adheridos estaban los indios a su Pacarina que, cuando ésta era un río, tomaban un vaso de su agua y lo llevaban consigo religiosamente hasta el punto donde iban a poblar como mitimaes, y allí al río que encontraban en su nueva patria, le ponían el mismo nombre que llevaba el de su provincia, y derramaban en él las aguas del suyo propio, consolándose así de ese modo, en su destierro perpetuo, con la ilusión de ver correr el río que habían dejado en los sitios de donde la política de los Incas los arrancaba para siempre.

Es cosa notable la idea singular que los indios se habían formado del universo y de la naturaleza que los rodeaba, creyendo que todo objeto corpóreo estaba animado y gozaba de vida y podía entrar en comunicación con el hombre, oír sus palabras y participar de sus sentimientos. Cuando soplaba el viento y se arremolinaba formando torbellinos de polvo, el indio se encogía aterrado, se tapaba la cara y arrojaba hacia el torbellino lo que estaba teniendo en las manos, por precioso que fuese. Cuando se regalaba embriagándose con los licores fermentados que solía preparar, adoraba primero su chicha y la saludaba con efusión, diciéndole requiebros y donaires amorosos: rubia, tú que me alegras, sosténme y haz que goce de sueños y visiones apacibles. Si le era necesario emprender algún viaje, se acercaba primero a su cántaro de chicha, y la esparcía dando papirotes al aire con los dedos pólice e índice de la mano derecha: si había de pasar un río, adoraba antes el agua, agachándose y tomando con la mano un trago de ella, diciéndole que le permitiera entrar en la corriente y salir a la orilla opuesta con felicidad, sin ser arrebatado.

El indio, en cualquiera parte donde estuviere, jamás se creía solo; antes, por el contrario, se imaginaba acompañado por todos los objetos que le rodeaban, y entraba en comunicación con todos ellos.

De los ídolos protectores de la tribu pedía alguna reliquia, como un pedacillo de tela, un trocito de piedra, o siquiera un grano de maíz de las mazorcas, que les habían sido ofrecidas en sacrificio; y el jefe de los mitimaes lo llevaba, como un recuerdo, una memoria carísima del suelo natal, para guardarlo con religiosa veneración, fincando en su culto la prosperidad del pueblo, en la nueva provincia donde había ido a habitar.

Finalmente, tenían un modo curioso de reverenciar al Sol, y era levantando columnas de piedras de diversos tamaños, de modo que formasen uno como montoncillo, que servía de mojón para señalar los términos de las heredades o provincias. A estas columnas o mojones religiosos, consagrados al Sol, los llamaban uznos en la lengua quichua. Y de éstos había innumerables en toda la extensión del imperio, y servían para hacer sacrificios, derramando chicha al pie de ellos, en días determinados.

Cada tribu, cada parcialidad y aun cada familia tenía un objeto peculiar de adoración, el cual era su numen tutelar: además cada individuo se escogía o se fabricaba para sí un ídolo suyo determinado. La familia, la tribu, conservaba, con la más cariñosa veneración, los cuerpos momificados de sus primeros progenitores, y los adoraba, idolatrando en ellos con el nombre de mallquis; y a tanto llegaba la minuciosa superstición de los indios, que hasta a las más ruines necesidades corporales les habían dado una divinidad particular. Tal era el grotesco Izhpana, dios de los orinales.

El dios de cada familia se recibía en herencia por el principal de ella, y así iba trasmitiéndose de padres a hijas, y se conservaba con tanto anhelo que, si la familia llegaba a extinguirse, el último que quedaba con vida daba el ídolo a un pariente de afinidad, en quien tenía confianza, o lo llevaba al sepulcro de sus mayores, y allí lo enterraba con el mayor cuidado y esmero.

Con estos dioses domésticos practicaban un culto supersticioso, lleno de ceremonias menudas y prolijas, que se cumplían escrupulosamente. Había para este fin instituidos sacerdotes y también sacerdotisas, que hacían a la vez el oficio de sacrificadores, de médicos y de adivinos. Cada indio tenía en su casa dos idolillos lares o penates, si podemos llamarlos así: el uno era en figura de un hombre, de una mujer o de cualquiera otro objeto real o fantástico, y a éste se le llama cúnchur: el otro era, por lo regular, una piedrezuela pequeña, con algún adorno o señal, y se le daba el nombre de chanca o también el de lengua o intérprete del cúnchur, porque servía para conocer la voluntad de éste. Cuando un indio se hallaba en algún trabajo, inmediatamente acudía a su ídolo personal, y le consultaba pidiéndole amparo.

Las ceremonias que en ese caso se observaban eran las siguientes. Tanto al cúnchur como al chanca, los conservaba el indio, envueltos en trapos sucios: los desataba, pues, poniéndolos al descubierto, en el suelo, para consultarles.

Tenía para esto, cuidadosamente guardados en dos atadillos o bolsitas de cuero, un poco de coca, algunas narigadas de polvo amarillo y de polvo carmesí, unas cuantas conchas marinas molidas, otras pocas enteras, un pedacito de oro o de plata y, por fin, dos o tres piedras redondas y lisas. Principiaba la ceremonia colocando al cúnchur y al chanca sobre una brizna de paja bien limpia: delante de ellos, puesto el sacerdote en cuclillas, acomodaba las piedras, sobre las que derramaba luego el polvo amarillo, el carmesí y el de las conchas molidas, formando tres ringleras paralelas; después con el pedacillo u hoja de plata recogía los polvos y raspaba despacio las piedras, cuidando, empero, de que quedase una porción determinada, ya bien mezclada sobre las mismas piedras. A esta primera ceremonia seguía la deprecación. Hablando el indio con su cúnchur, le decía, pronunciando el nombre propio del ídolo: cúnchur mío, vos sois mi padre (taita cúnchur), mi señor, a quien yo y toda mi familia estamos encomendados, ruégoos que me libréis de este trabajo (expresaba la necesidad que padecía): interceded por mí con el dios que me lo ha causado y avisadme cuál es, para desenojarle. Tomaba luego el chanca, para echar la suerte, y, alzándolo, decía antes de arrojarlo al suelo: padre mío, cúnchur, si el Sol es quien está enojado contra mí, (por ejemplo), que este chanca caiga por tal lado (nombraba el lado), y tiraba el chanca al suelo: si el chanca caía y se asentaba por el lado indicado, el indio no se daba por satisfecho, sino que recogía el chanca y tornaba a pedir al cúnchur, que, para mayor confirmación de lo preguntado, hiciera que el chanca cayese por el lado opuesto, y lo arrojaba en alto para que viniera con fuerza al suelo. Esta operación se repetía tantas veces, cuantas era menester para lograr la respuesta que se pretendía.

La ceremonia terminaba con el sacrificio, en el cual se mataban uno o más cuyes, algunas veces también un llama o carnero de la tierra: con la sangre se rociaba el cúnchur, pero después de haberle soplado primero encima los polvos sagrados, dispuestos en las piedras de que hablamos antes; y se concluía derramando sobre el cúnchur y en el suelo un vaso de chicha, un poco de ticte y un puñado de coca. El ticte es una especie de colada o mazamorra, hecha de maíz molido en partículas muy menudas.

Venía luego lo más importante del sacrificio, que era el descubrir si el cúnchur lo había aceptado o no; y esto se deducía de ciertas señales que presentaban los hígados y las entrañas del cuy sacrificado. Para esto, el sacrificador le rasgaba con las uñas de los dedos pólices de entrambas manos el pellejo de la barriga al animal, estando éste todavía vivo, y le soplaba luego por la boca. Si de la inspección de las entrañas de la víctima se deducía un agüero favorable, todo estaba acabado y no había más qué hacer, sino desenojar al dios irritado, ofreciéndole sacrificios; pero, si las entrañas de la víctima estaban mudas, los sacrificios se renovaban sin término, hasta arrancar una respuesta definitiva.

El sacrificador, así que descubría cuál era el dios que estaba enojado, tomaba inmediatamente una de las piedras con los polvos de colores, y los soplaba en la dirección en que se suponía a la deidad irritada.

Los cuyes eran los animales que de preferencia servían para estos sacrificios domésticos. Las carnes y las entrañas se consumían completamente al fuego. Estos eran los sacrificios que se ofrecían dentro de las casas: otros se hacían a los ídolos o huacas, que estaban en puntos determinados, como divinidades tutelares de cada pueblo. A estos dioses les hacían fiestas públicas y solemnes en varias épocas del año, juntándose para ello todos los de la parcialidad o linaje que adoraba al ídolo, a quien, con toda propiedad, pudiéramos llamar el numen gentilicio o patronímico de la tribu.

En cada pueblo solía haber uno o más sacerdotes; y naciones indígenas hubo en las cuales había una especie de jerarquía sacerdotal, con un jefe a quien todos estaban subordinados. Todo ídolo tenía sus sacerdotes: éstos unas veces eran elegidos libremente por los caciques; otras se trasmitían el sacerdocio por herencia en las familias de padres a hijos, y en varias partes los devotos elegían voluntariamente esa profesión a género de vida.

Los tuertos, los gibosos, los cojos y todo el que tenía alguna lesión corporal, que lo hubiese puesto feo y deforme, ejercía el oficio de adivino. Para esto empleaban por lo regular las arañas grandes; y, poniéndolas en una manta, las hacían correr, después de haberles primero quitado una o más patas, apretándoselas al andar con un palito, que llevaban al efecto. Algunos tenían dentro de una olla de barro un sapo vivo o una culebra también viva, a la cual se daban maña en amansar de tal manera, que se complacía en lamerles el cuerpo. Otros empleaban para el mismo objeto pelos de difunto, muelas de los que habían muerto ahorcados, y ciertas figurillas trabajadas a propósito, en madera, en piedra, en hueso o en barro.

De estas mismas figurillas se valían los hechiceros para causar daño o hacer maleficios, hincándoles en la cabeza espinas grandes y conjurándoles a que matasen, también con dolores agudos de cabeza, a aquellas personas, a quienes, según su intento, esas figurillas representaban.

Finalmente, estaba tan arraigado en los indios el espíritu de superstición, que en todo, hasta en lo más sencillo, veían la intervención de un poder sobrenatural, casi siempre malévolo y propenso a hacerles daño; por lo cual, a cada instante, trataban de aplacarlo y de volvérselo propicio. Si les temblaban los párpados, si les zumbaban los oídos, si se tropezaban, si veían una culebra, si encontraban una mariposa grande, se ponían a temblar, creyendo que les iban a venir males y desgracias. Los graznidos de la lechuza y los aullidos de los perros, principalmente de noche, se tenían como muy siniestros agüeros. Si una mujer paría dos de un parto, se creía que aquel año había de ser estéril, porque no llovería en el lugar donde tal desgracia había sucedido; así era, que las indias mataban siempre a escondidas a uno de los recién nacidos, para evitar la mala voluntad del pueblo. Era objeto de ceremonias supersticiosas el aparecimiento de la enfermedad menstrua en las mujeres; y en los casamientos solían hacer grandes hogueras de chuquiragua, a cuya lumbre se calentaban los novios, pasando de vez en cuando rápidamente por entre las llamas.

La chuquiragua que arde estando aún verde, la coca que fortifica el estómago y quita el hambre, el ispingo oloroso y otra yerba llamada mántur, eran entre los vegetales, plantas sagradas para los antiguos indios, a las cuales les atribuían virtudes secretas maravillosas.

Al pasar un río, al atravesar un arroyo, al subir a un cerro hacían ceremonias supersticiosas. Llegando a lo más elevado de las cordilleras, al lugar en que se partía el camino, tiraban una piedrezuela, una paja, un bocado de coca, u otra cosa, cualquiera, y los más fervorosos se descalzaban a veces las usutas o sandalias y las ofrecían al cerro, para que les aliviara el cansancio y no les causara daño. Toda la naturaleza estaba animada para los indios; en todos los objetos había oculta una divinidad que vivía dentro de ellos, silenciosa, muda al exterior, pero atenta a castigar al que aun inadvertidamente cometiera el más leve desacato contra ella.

Aquí vengo, señor, decía el sacerdote al presentar la ofrenda o el sacrificio a la huaca o ídolo: aquí vengo, señor, y te traigo estas cosas, que te ofrecen tus hijos; recíbelas y no estés enojado con ellos, y dales vida y salud y buenas cosechas; y, diciendo esto, derramaba las ofrendas en el suelo. El sacrificador tenía los ojos bajos y no se atrevía a mirar a la huaca, y los demás se quedaban siempre a no poca distancia del lugar en que ella estaba colocada. Su manera de orar era hincar ambas rodillas en tierra, agachar la cabeza, y alzar los hombros, levantando la mano izquierda: en otras ocasiones daban repetidos besos al aire, como si se derritieran de ternura y fervor.

Era también una práctica supersticiosa la que usaban, conservando el pellejo de la cara de sus enemigos muertos, del cual hacían máscara para sus danzas y bailes religiosos. En medio del montón de maíz ya entrojado, solían poner una mazorca de piedra, que era la deidad tutelar del maíz, y se llamaba sara-mama; y en las sementeras clavaban una piedra delgada bien grande; y ésta, con el nombre de huanca, era adorada para que no les faltasen las lluvias.

Parece indudable, finalmente, que los indios tenían conocimiento de la existencia de un genio maléfico, enemigo de los hombres y tenaz en aborrecerlos; pues los cañaris, si hemos de creer a nuestro antiguo historiador el padre Velasco, hasta le sacrificaban víctimas humanas en un cerro, que le estaba consagrado. Del nombre del genio del mal llamábase en lengua quichua aquel cerro Supay-urco, como quien dice monte del demonio; mas no vayamos a creer que los cañaris y los incas hayan tenido del espíritu de tinieblas las mismas ideas, que de él tenemos nosotros, mediante las enseñanzas del dogma cristiano. Eso sería un error pensarlo. La naturaleza del demonio y sus perversas obras son una revelación debida exclusivamente a la religión cristiana.

Los sacrificios de los cañaris se hacían degollando niños tiernos sobre una ara de piedra, con cuchillos también de pedernal.

Muy poco razonable sería suponer siquiera, que los indios carecían de ideas sobre la existencia y la naturaleza del alma humana. Estaban convencidos de la existencia de ella, y no creyeron nunca que pereciera juntamente con el cuerpo; antes tuvieron un cuidado muy grande de conservar los cadáveres, de sepultarlos con ceremonias supersticiosas y de guardar con ellos todos los objetos que el muerto habría menester, si tornara a la vida temporal, y los que él amaba más cuando vivía. Común era sacrificar a los criados del difunto y enterrar a sus mujeres, eligiendo para semejante triste destino a las más hermosas y queridas, a fin de que acompañaran y sirvieran al muerto en esa otra vida de ultratumba, en cuya existencia creían los indios, pero acerca de cuya naturaleza habían errado miserablemente. Esto no puede sorprendernos, pues aun los mayores filósofos de la antigüedad no alcanzaron a formarse ideas exactas acerca de una verdad tan elevada; y aquí, como en varios otros puntos, la razón humana ha necesitado de las luces de la revelación divina. Los indios se habían imaginado que la vida inmortal del alma separada del cuerpo, era semejante a la que habían pasado aquí en este mundo. Por esto, querían que a los muertos no les faltara nada de cuanto habían estimado más en vida. Creían que las ánimas andaban vagando por cinco días enteros, antes de retirarse a reposar en un lugar misterioso, de cuya existencia no dudaban, pero cuya posición no sabían decir dónde estaba. Durante esos cinco primeros días que seguían a la muerte, se imaginaban ver a sus queridos difuntos ya en los campos, ya en las sementeras, vagando mustios y silenciosos.

En la manera de sepultar los cadáveres y en el estilo, dirémoslo así, de los sepulcros había gran diversidad, no sólo de una nación a otra, si no aun entre las tribus de una misma nación. En Tomebamba los cañaris cavaban un hueco profundo en la tierra, aderezaban sus paredes con piedras toscas, formando una cavidad cilíndrica bastante ancha, y allí depositaban el cadáver, sentado, con las rodillas al pecho y los brazos cruzados. En Chordeleg hacían un hoyo espacioso y profundo, y tendían de espaldas el cadáver: a un lado excavaban otro hueco, en que ponían todos los tesoros del muerto, y en el mismo sepulcro enterraban también otros cadáveres, sin duda los de aquellas personas que se habían matado para servir a su señor más allá de la tumba. El cadáver que se encuentra solo en el fondo sería, talvez, el del patrón o régulo, y los que se hallan enterrados encima, los de sus esposas y sirvientes. Nos confirma en esta conjetura una circunstancia particular, pues cada serie de cadáveres estaba separada de la otra por una capa de tierra. Los muertos habían sido sepultados, tendidos de espaldas a la redonda, con la cabeza apoyada en las paredes, y los pies hacia el centro del sepulcro.

En varias tumbas no había más que un solo cadáver; pero en una se encontraron muchísimos, y un número muy considerable de hachas de cobre, lo cual manifiesta que allí estaban enterrados muchos guerreros, que perecieron al mismo tiempo. ¿Fueron, acaso, los que mandó matar el inca Atahuallpa?... Este sepulcro se halló en Huapan, y de él hicimos ya mención en otra parte.

El gran número de sepulcros que se han descubierto en Chordeleg, las grandes riquezas que se hallaron en ellos, la semejanza de su construcción y el orden y simetría de su colocación, según un plan determinado, manifiesta que Chordeleg era un lugar sagrado para los cañaris. Acaso, hubo allí un templo, y las sepulturas de los régulos de toda una comarca estaban alrededor del santuario. ¿Era, tal vez, allí donde principiaba la colina misteriosa de Huacay-ñan, de que hacen mención las fábulas religiosas de los cañaris?... ¿Quién lo sabe?...

Otros colocaban los cadáveres en las hendiduras de las rocas, escogiendo para este objeto los puntos más elevados e inaccesibles. Todavía se encuentran de repente algunas de esas momias en los lugares secos, donde las condiciones favorables del aire y del suelo han contribuido a preservarlas de la corrupción. Envueltas en sus mantas de lana, se las halla acurrucadas, como si estuviesen escondidas durmiendo.


No es necesario reflexionar mucho para comprender que en las antiguas naciones indígenas del Ecuador no pudo existir la familia ni el verdadero hogar doméstico. Los indios tenían en sus costumbres la poligamia: no obstante, las madres eran amorosas a sus hijos, y, cuando pequeños, los criaban ellas mismas, alimentándolos a sus propios pechos, y poniéndolos sobre sus espaldas, los llevaban cargados aun en viajes largos.

La tribu, familia o parcialidad era gobernada por un jefe, cuyo poder se puede decir que era discrecional. La tribu le obedecía, y todos contribuían a su mantenimiento, sirviéndole y cultivando sus campos. Los jefes de las diversas naciones no siempre tenían un régulo a quien sujetarse, sino que se congregaban todos ellos en asamblea general, para deliberar acerca de los intereses comunes, y entonces prevalecía sobre los demás el de mayor prestigio y autoridad. Los puruhaes tenían un rey: los cañaris formaban una confederación.

Por lo que respecta a la trasmisión del poder, hemos dicho ya antes que pasaba de padres a hijos por herencia, prefiriéndose el hijo, y, a falta de éste, el hijo de la hermana, y no el hijo del hermano.

Las naciones indígenas ecuatorianas conocían el derecho de propiedad, habían dejado de ser nómadas y cada familia se hallaba establecida en una porción de terreno, que cultivaba con su trabajo; y cada tribu o parcialidad conocía poco más o menos los límites, dentro de los cuales estaban las tierras y las aguas de que podía disfrutar. Solían edificar casas y hasta embellecer, a su modo, el lugar de su morada.

Las casas se construían ordinariamente de tierra en las poblaciones interandinas, empleando como material de construcción para las paredes el adobe, al que le sabían dar consistencia, mezclando y amasando el barro con paja. Los cañaris solían hacer uso de la piedra, fabricando las paredes de sus casas con las piedras de los ríos: en las ruinas, que aun quedan de los antiguos edificios de los cañaris a una y a otra orilla del Jubones, las piedras no tienen labor ni pulimento alguno, y se han empleado con aquella misma tosquedad y rudeza nativa que tenían en el albeo del río, de donde fueron sacadas. Los constructores no tuvieron más trabajo que el de tomarlas del río, y acomodarlas en los muros que iban edificando. No empleaban mezcla; y parece indudable que no conocieron el uso de la cal, pues en los escombros de sus edificios las piedras están unidas por medio de una masa de tierra o lodo, preparado sin ningún artificio.

La forma de las casas no era siempre la misma, sino que variaba en los diversos pueblos: en unos era casi redonda; en otros, cuadrangular; y los cañaris las tenían elípticas, y con dos puertas; a lo menos así parecen haber sido las de sus jefes. El techo lo formaban siempre de palos, amarrados con sogas de cabuya, dándole una forma cónica o piramidal, y cubriéndolo de paja en el vértice o a uno de los lados, le abrían una chimenea pequeña, para que por ahí saliera el humo del hogar. Ninguna casa tenía ventanas, y todas eran de un solo piso: las puertas se formaban de maderos delgados, unidos por medio de cuerdas o bejucos de ciertas plantas, según la comodidad de cada pueblo. En otros, la puerta era una manta o un cuero, con que se tapaba la entrada. Pero en ciertos pueblos muy pobres de los puruhaes, la habitación de los indios se reducía a una choza rústica, sustentada en la tierra por horcones de madera. Una cosa se hace digna de atención, y es la manera cómo orientaban las casas, construyéndolas siempre de modo que, la culata, de ellas diese de frente contra el viento dominante en cada localidad. Si los vientos eran muy fuertes y el lugar muy desabrigado, entonces parte de la casa se construía dentro de tierra, para que estuviese abrigada.

Entremos ahora al interior de las casas de nuestros antiguos indios. El objeto principal era el fogón o tulpa, formado de piedras o tierra, a manera de corona, para que descansaran las ollas por medio de uno o más respiraderos se atizaba el fuego, el cual se cuidaba de tenerlo constantemente encendido: de noche, vivo en grandes candeladas, a cuya lumbre comía la familia; y de día, adormecido bajo el rescoldo. Sólo los cañaris parece que conocían la fabricación del carbón vegetal, porque en los sepulcros de Chordeleg se halló en no poca cantidad: todos los demás indios, acaso, no usaban más que de la leña seca para sus hogares.

El fogón, las ollas, los cántaros para la chicha, el hacha de cobre o de piedra en las casas de los pobres, y los vestidos de gala y los adornos de oro y de plata en las de los caciques, y en todas el atado o envoltorio en que se guardaban el cúnchur y el chanca, esas deidades tutelares del hogar, tal era el menaje de la habitación de los indios de nuestras comarcas, cuando las dominaban los incas.

Antes dijimos ya, cómo se construían las casas en los pueblos de la costa, y nos parece inútil repetirlo de nuevo, en este lugar.


Pueblos sedentarios, que tenían hogar fijo, no podían menos de ser agricultores, y agricultoras eran, en efecto, todas las antiguas naciones indígenas ecuatorianas. Cultivaban el maíz, cereal nativo de América, del cual tenían varias especies, acomodadas a determinados terrenos y temperamentos. El maíz lo comían cocido en agua, tostado al fuego en tiestos, y molido. De su harina hacían pan, para los sacrificios de sus dioses, y ciertas pastas delicadas cocidas en agua hirviendo, de las que usaban en ocasiones de regalo. La quinua, de dos especies, blanca y colorada, de cuya fécula también solían hacer pan, suplía en las localidades frías al maíz, que requiere temperamentos más benignos. El maní, llamado inchic, y varias clases de frisoles, cultivados a par del maíz, eran las plantas que tenían los indígenas de estas provincias entre las leguminosas. De las tuberculosas, cultivaban para su alimento no pocas variedades de la papa, la oca, la jícama y el desabrido pero sustancioso olloco: en las provincias del litoral se daban además los camotes, conocidos generalmente con el nombre de batatas, de los cuales había dos especies, la blanca y la morada.

Las hojas de la quinua y las del nabo, de tallos delicados, que crece espontáneamente en los campos, les aprovechaban para guisar una cierta manera de ensalada, unas veces cruda, y otras reducida a masa, mediante el fuego, haciéndola hervir en agua natural. De las cañas tiernas del maíz extraían dulce, exprimiéndoles con la mano el jugo azucarado; y el ají, uchu, era el condimento más apetecido, con que sazonaban su comida.

En las partes frías y secas, donde las llanuras de arena no proporcionan comodidad para otros cultivos, hacían plantaciones de altramuces americanos, que llamaban chochos en la lengua quichua; y de los valles calientes sacaban varias frutas regaladas. La palta o aguacate, que tan sabroso le pareció al inca Tupac Yupanqui, se daba en los valles abrigados de la provincia de Saraguro; la piña campeaba entonces como ahora en las playas ardientes y húmedas del litoral; la chirimoya era cultivada en todos los puntos, donde un clima templado podía hacerla madurar y sazonar; los árboles frondosos del capulí hermoseaban: las heredades de los cañaris, y eran por ellos adorados como deidades campestres; en fin, algunas especies de plátano completaban la lista de los platos o postres en la sobria mesa de nuestros antiguos indios.

No había casa en la que no se criasen manadas más o menos numerosas de cuyes. Esos roedores le servían al indio de víctimas para sus sacrificios domésticos, y de potaje apetecido en sus fiestas y diversiones. Algunas tribus de la provincia de Manabí habían domesticado una ave llamada zhuta en la lengua de ellos. Era ésta una especie de pato o palmípeda, de carne buena para comer, y de ellas solían mantener muchas en las casas, donde se criaban en estado de domesticidad.

No conocieron el arado ni habrían podido emplearlo en la labranza del campo, porque carecían absolutamente de animales domésticos a propósito para ese efecto. Y para sembrar las semillas, se valían de una estaca puntiaguda de madera, con la que formaban un hueco en el suelo, y, echada la semilla, la cubrían con la punta del pie, cobijándola y tapándola con tierra. Éste era su modo ordinario de sembrar el maíz. De los puntos feraces de la costa sacaban la yuca y la papaya; y, en compensación, en las tierras frías tenían plantas trepadoras de dos especies distintas, que les producían los zambos, de sabor dulce, frescos y abundantes, y los zapallos, de pulpa anaranjada, con que así pobres como ricos variaban los manjares de su mesa, permutando en un comercio rudimentario, los frutos de sus campos, mediante los fáciles esfuerzos de una imperfecta agricultura.

El perro, ese compañero fiel del hombre en todas partes, lo fue también del indio ecuatoriano en los tiempos antiguos; pues en sus casas mantenían algunos individuos pertenecientes a ciertas especies pequeñas, que parecen nativas de este continente.

Las necesidades de la agricultura les obligaron también a observar el aspecto del cielo, a notar con cuidado las fases de la Luna y a distinguir muy bien la posición de unas pocas constelaciones. La que conocieron y distinguieron mejor fue la de las siete cabrillas (las Pléyadas), que fijaba y reglamentaba la época de las alegres fiestas de la cosecha del maíz, en el mes de junio.

No sin fundamento se asegura, que las tribus que poblaban el centro de la provincia de Manabí, principalmente las que se hallaban establecidas cerca de Manta y Picoaza, conocían la distribución del tiempo en semanas de a siete días, y que tenían uno de ellos consagrado especialmente a funciones y prácticas religiosas, llamándolo en su lengua con el nombre de Tepipichinche.

Es indudable que ninguna tribu conoció ni usó moneda de ninguna clase, limitándose en sus transacciones comerciales a cambiar unos objetos por otros.

No obstante, si alguna de las antiguas naciones indígenas ecuatorianas conoció la moneda y la empleó en sus transacciones comerciales, ésa fue, talvez, la de los cañaris; pues entre los muchos y variados objetos extraídos de los famosos sepulcros de Chordeleg, se hallaron también considerables cantidades de conchas marinas pequeñas de color rosado, cuentecitas de piedras menudas y cascabelitos de oro. Las conchas unidas en sartas de diversos tamaños, y los cascabeles de formas graciosas, a manera de tamborcillos o dados de oro, primorosamente trabajados. ¿Eran estos objetos la moneda de que se valían los cañaris? ¿Habrá algún fundamento para conjeturarlo? Los mayas, pobladores de Yucatán, eran muy aficionados al comercio, y en sus negocios y excursiones mercantiles empleaban granos de cacao, cuentas menudas de piedra, conchas pequeñas de colores, cascabeles y campanillitas de oro, como moneda, de precio conocido y uso corriente entre ellos. Las conchas solían estar unidas asimismo en sartas, más o menos largas, según las cantidades que representaban. Éstas ¿serán meras coincidencias solamente? O, acaso, ésta no sólo semejanza, sino hasta identidad de objetos, ¿provendría de relaciones de raza y de comunidad de origen? ¿De dónde vinieron los cañaris? ¿a qué raza pertenecían?

Los indios de la Puná, en su tráfico mercantil, empleaban una imperfecta balanza de cordeles para pesar, y con ella viajaban en sus excursiones por la costa. Habían discurrido también la vela latina para sus balsas, y así no temían salir mar afuera, subiendo hasta Túmbez y otros puntos más distantes.

La industria del tejido de lana nos parece que o fue enteramente desconocida en la mayor parte del Reino de Quito antes de la dominación de los incas, o, si fue conocida, hubo, sin duda ninguna, algún comercio de lana sin tejer que se traería del Perú; pues no existía aquí en el Ecuador ningún rumiante, de cuya lana se pudieran haber aprovechado para sus vestidos nuestras antiguas naciones indígenas. Se hilaba y tejía el algodón; se curtían y adobaban algunas pieles y además se extraían las fibras del Maguey, y con ellas se hacían muy buenas telas y mantas, que en su grosor remedaban las de cáñamo burdo usadas en Europa. Con las mismas fibras de la cabuya preparaban unas trenzas muy compactas y parejas, de las que hacían una especie de plantillas para los pies, supliendo de este modo la falta de cuero para su calzado.

La raza de los indios, tenaz y aferrada a sus costumbres, ha conservado hasta ahora muchos usos y prácticas de las que tenía antes de la conquista de los españoles. No se horadan la nariz ni llevan colgados de ella pendientes de oro ni joyeles curiosos de plata; pero aun gustan las mujeres de traer al cuello gruesas sartas de granos de cristal de colores vistosos, y las orejas siempre llevan adornadas con zarcillos y aretes, a la usanza española antigua.

El vestido ha mejorado en punto a la condición de las telas, empleadas ahora para hacerlo; pero todavía la forma del que usan las indias es muy impropia de un pueblo culto y civilizado, que tiene en mucho la honesta elegancia en el vestir. Por lo que respecta al tocado, los incas habían establecido como ley de su imperio, que cada nación usara de un adorno especial para la cabeza, con prohibiciones severas para que un pueblo no tomara el adorno de otro, y para que cada cual conservara sin variación el tocado distintivo que se le había señalado.

Tan escrupulosamente se guardaba esta costumbre, que bastaba ver a un indio para conocer al punto la tribu o parcialidad a que pertenecía, por el adorno que llevaba en la cabeza. De los pueblos ecuatorianos, sabemos que los cañaris usaban una corona hecha de calabaza, la cual, a manera de un aro de cinta, de tres dedos de anchura, les ceñía la frente y la cabeza; por esto eran apellidados con el apodo de cabezas de calabaza, mati-uma.

Los puruhaes se ataban a la cabeza la honda o huaraca, en cuyo manejo eran diestrísimos; pues derribaban una fruta de un árbol, señalándola y determinándola antes, y mataban a los pájaros que iban volando.

Unos llevaban la cabellera crecida, otros se cortaban el pelo y se rapaban prolijamente las barbas, empleando para esto una especie de navajas de pedernal; aunque lo más común era que unos quitasen la barba a otros, arrancándola prolijamente de pelo en pelo, sin dejarla crecer. Quizquiz fue celebrado, porque era quien, cuando niño, le quitaba la barba al inca Huayna Capac, arrancándosela así con maña, de pelo en pelo, sin causarle dolor.

También solían arrancarse las pestañas, principalmente del ojo derecho, para ofrecerlas en sacrificio al Sol, soplándolas al aire, como quien las enviaba al astro; lo cual hacían cuando se veían apurados por alguna necesidad y, no tenían a la mano nada que ofrecer. El indio estaba habituado a presentarse delante de sus ídolos y delante de sus superiores con algún obsequio; algo había de llevar, aunque no fuera más que un puñado de granos de maíz o siquiera un ramillete de flores, tomadas por ahí en los campos, o un haz de leña que echaba a las espaldas: con las manos vacías no se presentaba nunca.

Ahora es casi de todo punto imposible distinguir, con toda precisión, los usos y costumbres genuinamente ecuatorianos de los introducidos en estas provincias por los incas o soberanos del Cuzco: ¿qué aprendieron los conquistadores peruanos de las naciones indígenas del Ecuador, que ellos vencieron y dominaron? ¿hasta qué punto el gobierno de los incas modificó las costumbres de las naciones ecuatorianas? En la religión, en la manera de vida y, sobre todo, en la agricultura, creemos que las tribus indígenas de nuestras provincias ecuatorianas recibieron una transformación notable, mediante el gobierno de los incas: éstos, si en el Ecuador no introdujeron, a lo menos propagaron el uso y el cultivo de algunas plantas y semillas muy útiles y provechosas. El maní regalado, que gusta de climas abrigados; la nutritiva yuca, tan abundante en las provincias de la costa, fueron, a lo que parece, más apreciados y mejor cultivados, merced a la influencia de los señores del Cuzco; y la fortificante coca fue, sin duda ninguna, traída por ellos con los mitimaes del Collao a los valles calientes de las provincias ecuatorianas. Tenemos como muy probable que antes no era cultivada.

En Medicina nuestros indios antiguos no tuvieron ocasión de hacer progreso ninguno; para ellos toda enfermedad era causada por la influencia directa maléfica de los ídolos, irritados con los hombres, por las ofensas que éstos habían cometido advertida o inadvertidamente contra ellos; y, por lo mismo, se curaba ante todo, con sacrificios, con conjuros y supersticiones religiosas. De la Cirugía no tuvieron más conocimientos que los que les eran necesarios para el sacrificio de las víctimas humanas, para la estrangulación de sus enemigos hechos prisioneros en la guerra, para el embalsamamiento de los cadáveres de sus mayores y para la conservación de los pellejos de los muertos y reducción de sus cabezas a pequeñísimo volumen. Todo su sistema curativo se reducía a baños, bebidas y frotaciones, empleando para ello varias yerbas, cuya eficacia les había dado a conocer la experiencia. Entre sus remedios merece un recuerdo especial la Cascarilla, usada como febrífugo por las tribus de los paltas, y dada a conocer más tarde a los misioneros, con incalculables ventajas así para el comercio, como para la Medicina.

Por otra parte, la vida sencilla de los indios, las condiciones de sus pueblos, ventajosas para la salud, y su sistema de alimentación, contribuían muy mucho a conservarlos sanos, robustos y libres de las consecuencias, a que viven sometidos los pueblos modernos, por los resabios de su civilización.

Las tribus de la costa de Esmeraldas habían descubierto el modo de purificar la sal marina, por medio de legía, hecha con la ceniza de las raíces de mangle quemadas: mezclaban esa legía con el agua del mar y la hacían hervir hasta que se cuajara, y después separaban la ceniza de la sal. Navegaban en canoas falcadas, en balsas y aun en naves pequeñas hechas de cuero, manera de navegar muy usada por los indios de las costas del Perú, mucho tiempo antes de que los conquistas en los incas.


Respecto a la cultura intelectual y moral, no sabemos ni podemos decir nada con certidumbre. Sus leyes penales, el procedimiento que observaban en sus juicios, el orden civil y la distribución del tiempo nos son completamente desconocidos. Se nos refiere, en general, que componían cantares o romances, en los cuales se conservaba la memoria de sus antepasados y de los hechos más notables que se habían verificado. Estos poemas históricos se cantaban en sus fiestas y regocijos públicos; pero, por desgracia, ni una sola de esas composiciones ha llegado hasta nosotros. Su música no había alcanzado todavía ni la más rudimentaria perfección artística; y en los aires y tonadas de sus instrumentos predominaba, sin duda, una nota de tristeza y de melancolía, como en los de los incas.

Sus bailes o danzas eran diversos, y cada nación y cada provincia tenía los suyos propios. Unos eran lentos y monótonos, verdadero zapateo más bien que baile; y otros consistían en brincos, vueltas y rodeos. En sus funciones, ya guardaban profundo silencio, ya estallaban en algazara estrepitosa, aturdiéndose unos a otros con gritos y carcajadas. Para estas fiestas, que de ordinario eran prácticas y ceremonias supersticiosas, se adornaban con joyas y preseas de oro y de plata, usaban de máscaras grotescas, se cubrían las espaldas con pieles de animales y se coronaban con gorras o capacetes, en que llevaban halcones disecados, cabezas de jaguar o algún otro objeto raro y vistoso. Los cañaris daban autoridad a sus personas con tiaras grandes de oro, en las que ostentaban mascarones del mismo metal precioso, o plumajes delgados y cascabeles también de oro. En estas ocasiones era cuando se ponían brazaletes, pecheras y coronas de oro y de plata, y colgaban a la frente unas medias lunas asimismo de oro o de plata, según la riqueza de cada cual. Las mujeres tocaban tamborcillos, y alternaban, cantando, en los bailes.

Por los objetos sacados de los sepulcros, se deducen los adelantos que habían hecho en el arte de fundir y trabajar el oro y la plata. El laboreo de las minas debió ser también muy aventajado, y la explotación de los metales muy antigua; pues de otro modo no se habría podido acumular esa gran cantidad de metal, empleada en tantos y tan diversos objetos. Sabían hacer dúctil el oro y reducirlo a láminas finísimas; y poseían el secreto de soldar una lámina de oro con otra de plata tan bien, que no se distinguía en qué punto estaba la soldadura.

Los objetos de cerámica llaman la atención por lo fino del barro, y por su consistencia y dureza. En muchas piezas está de manifiesto el buen humor de los dueños para quienes eran trabajadas: el artífice remedaba gestos caprichosos en las caras que figuraba, o hacía alarde de la inventiva de su imaginación, combinando rasgos de objetos diversos. Esas fisonomías, groseramente modeladas, sin proporciones ni dibujo, expresan, no obstante, de una manera sorprendente algún afecto del ánimo; ya retoza la alegría en esas caras tan sonreídas; ya la angustia gime y llora en esas facciones toscas, pero diestramente figuradas.


Entre las naciones indígenas, que poblaban el Ecuador antes de la dominación de los incas, no había una sola lengua común; sino que se hablaban diversos idiomas, los más extendidos de los cuales eran el de los quillasingas, el de las tribus de machachi, el de los puruhaes, con los dialectos de los pillaros y hambatos, el de los cañaris y el de los paltas. En la costa había tantos idiomas como tribus o pueblos, porque cada uno hablaba el suyo propio. Se dice que los caras, que dominaban en Quito, hablaban la misma lengua que los incas del Perú, lo cual empero hasta ahora no ha llegado a probarse convenientemente. Tantos idiomas diversos, tal vez, argüirían orígenes también diversos; pero, ¿hasta qué punto eran diversos esos idiomas? ¿Habían nacido de distintas raíces? ¿eran, acaso, dialectos oriundos de una sola raíz primitiva? Nada puede decirnos la Historia, pues los documentos, para investigar puntos tan importantes y curiosos, faltan por completo.

Del arte o ciencia de escribir podemos afirmar lo mismo. Lo único que nos consta es, que los quipos peruanos eran desconocidos enteramente en el Ecuador antes de la dominación de los incas. Los caras escribían por medio de piedrecillas de distintos tamaños, figuras y colores. En Quito, en el sepulcro real, donde descansaban embalsamados los cuerpos de los scyris, había, al lado de cada cuerpo, un estantillo de barro, en que, con las piedrecillas escriturales, se relataban los hechos del muerto; pero el sepulcro fue violado y la mano del conquistador dispersó completamente ese frágil archivo de los soberanos de Quito; y cadáveres, y escritura misteriosa y sepulcro, ¡todo pereció!...

Nos atrevemos a conjeturar que también hubo otra manera de escritura entre los indios del Ecuador. Cabello Balboa refiere que el testamento del inca Huayna Capac se redactó en Quito; y, explicando la manera cómo se hizo, dice que en un bastón se trazaron ciertas rayas y señales, por cuyo medio se ponía de manifiesto la última voluntad del Inca. Este bastón se entregó a los quipocamayos, encargados no sólo de custodiarlo, sino de interpretarlo. Conocían, pues, en Quito dos maneras de escritura, en tiempo de Huayna Capac: la de los quipos o cordeles, general y muy usada por los incas; y la de madera, figurativa, en bastones, por medio de líneas y otras señales, y los indios sabían no sólo descifrar los quipos, sino también interpretar los bastones.

Cuanto más se examina la naturaleza de la escritura de los quipos, tanto más se convence uno de que semejante modo de expresar el pensamiento era a propósito solamente para asuntos aritméticos: los quipos no podían servir, pues, más que para consignar datos estadísticos, cantidades numéricas, como las cuentas de los tributos, el censo de la población; pero otra clase de conceptos no podía expresar semejante escritura. La que se valía de la madera y de signos convencionales trazados en ella, era, pues, más adecuada para la expresión de ideas morales; y el testamento de Huayna Capac lo da a entender muy claramente. Montesinos, el analista del Perú, refiere que en tiempos antiguos era conocida una escritura en letras o signos gráficos, y que uno de los soberanos del Perú la prohibió en todo su imperio; pero, ¿lograría este monarca destruir por completo el arte de escribir? ¿Su poder y autoridad se extenderían también sobre las antiguas naciones indígenas del Ecuador?. El docto padre Acosta nos habla de signos conocidos y empleados en el Perú para expresar ideas morales y conceptos abstractos, como los misterios católicos y los mandamientos de la religión cristiana. Como en el Ecuador no se había inventado la industria de fabricar telas de maguey para que hiciesen las veces del papel, muy razonable es suponer que los indígenas hayan echado mano de algún otro arbitrio y empleado la madera como material apto para dar vida a la expresión de sus pensamientos.

Esta conjetura histórica nos parece tanto más fundada, cuanto casuales descubrimientos arqueológicos han contribuido a fortalecerla. En efecto, en los famosos sepulcros de Chordeleg encontraron muchísimos bastones hechos de las mejores y más incorruptibles maderas, que hay en los bosques ecuatorianos. El tamaño de esos bastones hace pensar que no estaban destinados para apoyar el cuerpo, en ellos, llevándolos en la mano, pues eran relativamente pequeños: estaban además primorosamente forrados en láminas delgadas de plata y de oro, y, lo más notable era que, tanto en las láminas de aquellos metales preciosos, como en la madera misma tenían grabadas ciertas rayas y figuras muy curiosas. Hubo sepulcros en los cuales se encontraron hasta más de treinta de estos bastones; y no estaban aislados sino unidos en haces, por medio de una cinta o franja de oro que les servía de lazada. ¿Qué uso tenían estos bastones? ¿Eran simplemente una prenda de lujo o de adorno para aquellos antiguos y desconocidos régulos de los cañaris, o representaban, como los ladrillos de Nínive y de Babilonia, los anales de una monarquía de la que apenas ha hecho una ligera mención la historia? Nadie se tomó el trabajo de reflexionarlo, ni aun se pensó en ello siquiera: los bastones, despojados de las ricas láminas que los cubrían, fueron arrojados al fuego.

Los cañaris sabían trabajar la madera y también trazar planos de sus pueblos, y hasta de provincias enteras. Cuando el conquistador Benalcázar llego a Tomebamba, emprendiendo la conquista del Reino de Quito, un cacique o régulo de los cañaris le dio un plano de toda el camino que había de seguir hasta avistarse con el ejército de Rumiñahui, acantonado en la provincia de los puruhaes. El cronista Castellanos dice que ese plano estaba trazado en una manta.

De los tan célebres sepulcros de Chordeleg se sacó un objeto en madera, muy curioso y digno de estudio. Estaba cubierto de una lámina delgada de plata y tenía grabados cuatro cocodrilos, topándose con sus hocicos en los cuatro lados del plano cuadrangular, y además unas cuantas caras de perfil, con un tocado a manera de corona. ¿Qué representaba este objeto? ¿Cuál era su destino? Nosotros le hemos dado el nombre de El plano de Chordeleg.

De la lengua de los antiguos cañaris no nos quedan más que unas pocas palabras, conservadas por una dichosa casualidad. Las pondremos aquí, con la misma manera de escribirse con que están en el antiguo documento histórico, donde hemos tenido la fortuna de encontrarlas, y procuraremos interpretarlas, restituyéndolas primero a la pureza de su genuina ortografía, mediante conjeturas que no carecen de sólidos fundamentos.

He aquí las palabras.

Tamal-aycha era el nombre que el río Jubones tenía en la lengua de los cañaris, y quiere decir el Comedor de hombres: llamósele de los jubones, porque, cuando la conquista, se arrebató una carga en la que había solamente jubones.

Leo-quina significa laguna de la culebra, y así era llamada la laguna que está sobre el pueblo del Sígsig, en lo más yermo de la Cordillera Oriental. Según las tradiciones de los cañaris, ahí en esa laguna se había ahogado en muy remotos tiempos una enorme culebra, por eso, la laguna misma era adorada, y la culebra figuraba entre los símbolos míticos de su religión.

Guap-don-deleg quiere decir llano espacioso como el cielo, y tal era el nombre que daban en su lengua los cañaris a la extensa llanura, donde, andando el tiempo, se fundó la ciudad de Cuenca.

El valle del Azogue se llamaba en la misma lengua Peleu-sy, que equivale a flor amarilla, por las muchas retamas que crecen en aquellas cañadas y colinas.

Los cañaris, según dijimos antes, adoraban como su dios principal a la Luna, y contaban el tiempo dividiéndolo en meses lunares, y de doce de estos meses formaban un año.

Tales son las noticias, que, con grande trabajo y mucha paciencia, hemos podido reunir acerca de las condiciones sociales, en que se encontraban las antiguas naciones indígenas ecuatorianas, conquistadas y avasalladas por los incas del Perú.