Historia del año 1883/Capítulo XVI
Capítulo XVI
Satisfacciones a Inglaterra
Confieso, y me cuesta la confesión mucho, no creí nunca en la soledad silenciosa de mi retiro, al trazar algunas líneas sencillas referentes a Irlanda, verlas pasar, truncadas y maltrechas por el telégrafo, a Londres, para mover en mi contra, órgano tan respetable de la opinión inglesa como el Times, quien me amenaza con retirarme afectos, los cuales me holgarían mucho, de creerlos ciertos, como la estima y admiración, copio sus palabras, de una considerable parte de Inglaterra. Conformaríame fácilmente con tal eclipse, fiando a la claridad completa de mis ideas y a la virtud eficaz del tiempo prestarme de nuevo su benéfica luz perdida, si no me urgiese desvanecer dos equivocaciones gravísimas: primera, la de atribuirme, por algunas frases cortadas, un concurso moral a crímenes tan abominables como el asesinato de lord Cavendish, y segunda, la de creerme con despego y desamor a nación de mí tan admirada y querida como la libre y parlamentaria Inglaterra. Mis ideas radicales y republicanas de siempre no empecen a la enemiga mía con los medios violentos en general, y en particular con los medios criminales, más odiosos cuanto menos obstáculos encuentran el pensamiento y la asociación libres para defender y reivindicar el derecho.
Casualmente, si el temor de alargar mi respuesta, y la seguridad de ser creído bajo mi palabra no lo impidiesen, copiaría en estas columnas las múltiples reprobaciones por mí lanzadas contra los que imaginan prosperar causas como la causa de Irlanda, con crímenes como las inmolaciones de magistrados integérrimos, acaso en el minuto de preparar una reforma y de traer un progreso, y como las expulsiones de materias fulminantes que sólo alcanzan a los ciudadanos inofensivos y sólo consiguen sembrar terrores verdaderamente reaccionarios y traer furiosas represalias propias para prolongar el inútil estado de guerra e impedir el necesario advenimiento y triunfo de una cumplida justicia.
En cuanto el partido que gobierna hoy la Gran Bretaña subió al poder y se anunciaron las primeras perturbaciones irlandesas, dije a los temerarios y a los impacientes cuan mal procedían buscando en la revolución remedios sólo asequibles por la reforma, y cuan descastados e ingratos se mostraban con el gran estadista y orador, que, además de abrogar la Iglesia oficial protestante, se apercibía por medidas económicas, más o menos radicales, a reparar en parte los desastres de antiguas guerras y las arraigadas injusticias de seculares conquistas. Siempre dije, usando un ejemplo muy cercano a nosotros y para nosotros muy doloroso, que los celtas habían procedido mal en Inglaterra, mostrándose más airados con el partido radical que con el partido conservador, como ciertos compatriotas nuestros, que no quiero nombrar, procedieran el año setenta y ocho con todos nosotros, al sublevarse, después de haber sufrido en silencio el antiguo régimen, cuando llegaban los que se apercibían a soterrar la esclavitud y a compartir con ella los beneficios varios de la libertad nacional. Conste, pues, que lejos de alentar las perturbaciones irlandesas y sus utópicas tendencias a una separación de Inglaterra, las he reprobado, aconsejando la concordia de ambos pueblos en derechos y libertades comunes a la sombra y abrigo de una misma nacionalidad.
Las palabras adrede arrancadas con arte de mi artículo último, y difundidas por The Times a la mañana siguiente, con tal dolor suyo y extrañeza mía, estaban allí para probar cómo no conviene de ningún modo seguir con pueblo, capaz de cosas tales cual ese horrible sacrificio de Carey, los procedimientos conservadores por un orador aconsejados en sus últimos discursos, y cuan preferible me parecía una política de conciliación, por ejemplo, la sabia política del ilustre Gladstone, quien destruyendo cada día una injusticia y preparando un progreso, destruye la chispa generadora de nuevas tempestades en aquel cielo y prepara días serenos de libertad y de paz para las regiones componentes de la misma patria. Y al llamar a los irlandeses Macabeos, por su arrojo y por su tenacidad, no quise llamar Antíoco a Inglaterra, ni pasó por mis mientes compararla con el profanador del Santo Templo; antes por el contrario, los llamé así, recordando que muchos hijos de la valerosa familia celta demostraron esas prendas de valor en defensa de la patria inglesa, cuyos anales han ilustrado con mil ilustres y hasta recientes victorias, pues no debe olvidarse cómo los soldados de Waterloo y los soldados de Egipto vencieron bajo el mando de generales nacidos en el seno de Irlanda.
Ceda un poco en su natural susceptibilidad el ilustre diario, y vea cuántos ejemplos de temeridades en la palabra nos ofrecen unos ingleses al hablar de otros ingleses en sus polémicas perdurables, sin que a nadie se le haya ocurrido achacarles por eso desamor u odio a su madre patria la venerable Inglaterra. Pocas escuelas tan admiradas y admirables como la escuela radical británica. Un apóstol tan ilustre como Cobden la encabeza, un orador tan grande como Brigth la mantiene, un político tan consumado como Dilke la ilustra hoy mismo, un tory tan grave como Peel acepta en parte sus principios, a pesar de haberlos tanto tiempo combatido, y difunde con esta inmortal apostasía el bienestar entre las clases pobres, que alivian su miseria con el blanco pan cocido al fecundo calor de la libertad económica. Pocos movimientos en el mundo con inteligencias tan luminosas, voces tan inspiradas, ideas tan brillantes, pléyades tan celebradas de almas inmortales como el movimiento liberal inglés que han impulsado Gladstone, Stuat Mill y Macauley, por citar tan sólo en esta breve réplica los nombres de primera magnitud, cuyo resplandor se dilata por los horizontes todos de nuestro planeta y cuya honra entra en el patrimonio común de la honra universal y humana. Pues bien; todo un aristócrata británico, en los ardores del combate y en los apremios de la improvisación, compara los radicales con los bárbaros devastadores del Imperio romano y los wighs con los humillados césares Honorio y Arcadio, mengua de nuestra especie y afrenta de la Historia. Supongo que, a pesar de haber calificado así lord Salisbury en la célebre revista Quarterly a la parte más ilustre de Inglaterra, no le negarán la mano en la Cámara de los Lores los por él calificados, como a mí no me negarán los ingleses todos aquellos antiguos afectos de que tanto me honro y envanezco, por haber calificado de Macabeos a una considerable parte de sus mismos compatriotas, sobre todo cuando jamás pudo, ni por imaginación, ocurrírseme comparar a su ilustre patria con el perverso Antíoco.
Yo, cual todos los españoles liberales, he amado siempre a Inglaterra, patria dela libertad parlamentaria. Yo he creído y sigo creyendo que la causa única de disentimiento antiguo entre Inglaterra y España desaparecerá con el tiempo, en cuanto la política de paz y de libertad predomine sobre la política de guerra y de recelo. Por lo demás, ningún español puede olvidar que vuestra sangre se mezcló con nuestra sangre mil veces en la gloriosa porfía por la patria independencia, y ningún liberal que nuestros padres perseguidos por la reacción del veintitrés encontraron bajo los techos británicos nuevos hogares y en su ilustre suelo una segunda patria. Si el absolutismo de origen extraño, que descuajó nuestras libertades históricas, no prevaleciera sobre las cortes y los municipios nacionales, ¡oh! España fuera en Europa la Inglaterra continental por sus procuradores, sus jurados, sus alcaldes y sus justicias. No hay sino mirar la índole del genio inglés y la índole del genio español en las letras, su mutua independencia de toda regla convencional, su idéntico desasimiento de los códigos y modelos clásicos, su variedad original, sus contrastes de tristeza y de risa, sus sarcasmos junto a sus sublimidades, el desorden de la inspiración semejante al desorden de la naturaleza y la profundidad íntima en el pensar y en el sentir de un Shakespeare y de un Calderón, para convencerse de cuan estrecho parentesco guarda en dos pueblos de tan diversas ideas religiosas y tan porfiadas competencias marítimas, la respectiva esencia y el fondo respectivo de sus sendos caracteres nacionales. Puesto que los audaces navegantes, reveladores de la tierra en el Renacimiento, llegados en sus exploraciones desde la cuna hasta la tumba del sol; aquellos que hallaron el mundo de lo porvenir con el hallazgo de las Indias occidentales y el mundo de lo pasado con la reaparición de las Indias orientales, evocadas unas y otras por su numen del fondo de las aguas; los que doblaron el Cabo de las Tormentas, y acometieron y realizaron por vez primera la navegación fabulosa en torno de nuestro globo; los legendarios héroes de la Península ibérica, vencidos por la fatalidad, han dejado su antiguo imperio marítimo a Inglaterra, nosotros sabemos y estimamos cuánto contribuye a la cultura universal una potencia tan grande, que impide con el respeto de su nombre las antiguas irrupciones desprendidas desde las mesetas centrales del Asia tantas veces sobre las tierras de Europa; cómo contrasta la confederación de las tribus fatalistas aún esparcidas por las riberas meridionales del Mediterráneo y por los edenes del Bósforo; cómo limpia de piraterías los espacios oceánicos y persigue la trata; cómo deja por doquier mercados abiertos a las emulaciones de la actividad y a la competencia y circulación de los cambios; cómo asegura la navegación universal; y deseamos que desaparezca cualquier motivo de recelo entre nosotros, y cooperemos todos en el Nuevo Mundo por nuestras dos razas cristianas, y en el Viejo Mundo, en que tenemos tantos intereses comunes, a la libertad completa de los mares y a la paz perpetua de los continentes; para que un régimen de trabajo, creador y pacífico suceda en todo el orbe al antiguo régimen de guerra y de conquista, mejorando así la condición de la humanidad y mereciendo las bendiciones de Dios. Ya ve mi contradictor ilustre cuan lejos me hallo del odio a Inglaterra imputado por sus recelosas sospechas; pues, al contrario, deseo para la iniciación de mayores empresas, una inteligencia estrecha entre las naciones occidentales, Inglaterra, Francia, Italia, Portugal y España, que aminore las causas de conflictos guerreros en el continente nuestro, y lleve de común acuerdo el espíritu moderno, esa luz etérea y vivificadora por toda la redondez del planeta.
Continúa en Francia la política firme, cuyo logro queríamos con impaciencia cuantos queremos la consolidación y robustecimiento de una verdadera República. Los discursos últimos y las últimas votaciones tienen la inmensa ventaja de señalar límites conocidos a una política vaga en otro tiempo y reunir alrededor de tan saludable cambio una mayoría compacta. Nadie duda en el mundo ya que la República francesa responda como debe al movimiento y al progreso; pero muchos dudan de que responda como debe también a la conservación y a la estabilidad en el equilibrio de fuerzas contrarias sobre cuya combinación se alzan las sociedades humanas. Pues no puede ya con fundamento dudarse de cuan idónea es la República para los dos necesarios fines, tras los últimos sucesos y el rumbo decisivo tomado por Cámaras y Ministerio. Ciego estará quien desconozca de hoy en adelante que la Presidencia y la Representación popular llegarán a sus términos legales en completa paz; que armada y ejército cumplirán sus deberes múltiples con estoica inflexibilidad; que proveerá el sufragio universal de mayorías numerosas y firmes a los Gobiernos, bastante previsores para combinar el progreso medido con la estabilidad serena; que ningún pretendiente se antepondrá y sobrepondrá jamás a la nación, cada día más libre y cada día más tranquila en el pleno ejercicio de todo su poder y en el respeto religioso a todos los derechos, factor integrante de la paz europea y ejemplo luminoso de los pueblos todos; con lo cual cumple aquel ministerio de revelaciones humanas confiado a su numen y a su prestigio por la filosofía y la revolución del último siglo, por cuya virtud será siempre como la palabra o verbo del espíritu progresivo, como la concentración o foco de la cultura universal. Desengáñense los monárquicos españoles, tan implacables enemigos de la República francesa: un Gobierno que tiene a raya las camarillas ilegales; que despide sin zozobras a ministros como Thibaudin; que impone silencio a pretendientes como los Orleanes; que desahucia los anárquicos proyectos del Ayuntamiento parisién; que habla tan severo lenguaje y emplea tan activa energía en medio de las mayores libertades conocidas allí; que cuenta con ejército de suyo tan sumiso y con mayoría por grandes convicciones unida y compacta; puede dar envidia, y mucha indudablemente, a los Gobiernos y a los partidos realistas, empeñados en denostar a Francia porque se dirige a sí misma en calma completa bajo la sublime advocación de una estable República. Nosotros sólo debemos pedir a nuestros fraternales amigos, los ministros de allende, que perseveren a una en su obra de pacificación democrática, sin temer ni a las maniobras de los príncipes pretendientes en el interior, los cuales habían de satisfacerse con la dignidad de llamarse ciudadanos en tan grande pueblo, ni a las aparatosas e inútiles visitas de los príncipes ilustres en el exterior, los cuales no pueden contrastar con su presencia el afecto de todos nosotros los liberales y los demócratas a Francia y su República.
Después de nuestra patria no estimamos los españoles a ninguna de las naciones modernas tanto como a la inmortal Italia. Tenemos de común con ella nuestra sangre, y casi, casi nuestro idioma; pues el español y el italiano parecen dos derivaciones de una sola y misma madre. Si la República francesa nos asegura el predominio de la democracia en el continente para todo lo que resta de siglo, la independencia italiana resulta un dato importantísimo en los progresos universales; primero, porque nos da un pueblo libre más en el concierto europeo, aumentando las fuerzas progresivas del conjunto; después, porque nos liberta del poder temporal teocrático, ese arrebol postrero de la disipada Edad Media. Pero no puede negarse que Italia libre ha desatendido deberes muy altos al desasirse de Francia por cuestión tan baladí como el protectorado tunecino e ingresar en la triste alianza de los Imperios centrales, encaminada contra la libertad y la democracia modernas. Jamás desistiré de mi constante predicación a favor de una inteligencia entre Italia y Francia. El día que cayera la República se vería muy amenazada la unidad italiana, y el día que cayera la unidad italiana se vería muy amenazada la República francesa, por el inevitable predominio de la reacción universal, contraria de todo en todo a esas dos creaciones supremas del espíritu moderno.
Y no le basta en sus supersticiones a la susceptibilidad italiana con suponer cosa tan absurda e inverosímil como que Francia pugna por la restauración del poder temporal de los Papas; encuentra pretextos a su odio en mil accidentes varios y en mil proyectos descabellados, cual si no pudiera tener jamás razones y motivos en su propia conciencia. Para convencerse de cómo Italia yerra siempre que trata de Francia basta con recordar los proyectos imputados a ésta en publicaciones diarias. Ya dicen que ha resuelto para las eventualidades múltiples de lo porvenir anexionarse Liguria, cual se anexionó en otros días Saboya, y ya que pide la misma Cerdeña para fortalecer y asegurar su predominio en el Mediterráneo. Parece imposible que se pueda ocurrir a pueblos, en la política y sus artes consumadísimos como el pueblo italiano, cosa tan descabellada como esas supuestas ambiciones francesas. La grande nación latina experimenta demasiado el dolor de las desmembraciones propias para cometer el crimen, doblemente punible, por sí mismo y por las circunstancias, de aspirar a las desmembraciones ajenas. Limitado a pedir la devolución de Alsacia y Lorena, más unidas cada día estrechamente con Francia, no quiere separar a ningún pueblo de su patrio techo. Harto le costó a fines del siglo dominar a Córcega, definitivamente adherida hoy a su cuerpo y a su espíritu, para irse mañana en pos de nuevos territorios por el Mediterráneo, de donde nos conviene a todos, y el reintegro de cada isla y archipiélago bajo su nacionalidad correspondiente. Si las cuatro naciones latinas se hubieran puesto hace tiempo de acuerdo respecto a las cuestiones mediterráneas y a la costa Norte del África, no veríamos quizás hoy en una y otra orilla del Mediterráneo sucesos tan opuestos y contrarios a nuestros intereses permanentes. La política de unión estrecha entre los pueblos latinos conviene a todos ellos en general, pero muy particularmente a Italia. Un recelo excesivo del apostolado democrático de Francia en contra de la dinastía italiana paréceme que ha paralizado mucho la saludable acción de esta última potencia, y arrastrádola, como un aerolito sin dirección y sin órbitas, en carrera vertiginosa e incalculable a la terrible atracción de las potencias del Norte.
No subimos, en verdad, mucho si subimos desde Italia en este momento a Rusia. El proceder de los italianos en sus alianzas está relacionado con la cuestión de Oriente, y en la cuestión de Oriente nadie puede quitarle ya el primer papel a Rusia. Casualmente la presencia del gran ministro británico en Elseneur ha demostrado una inteligencia entre Rusia e Inglaterra, y la inteligencia entre Rusia e Inglaterra, casualmente también, ha embargado mucho la móvil atención de Italia. Dígase lo que se quiera, las alianzas naturales resultan más sólidas que las alianzas arbitrarias, y no es natural ni explicable una grande alianza entre la nueva Italia del progreso y los viejos Imperios de la conquista y de la guerra. Sucede con las alianzas de Italia y Austria lo que sucede con las alianzas de Austria y Servia. Es natural que Servia se una con Rusia, pero su dinastía combate con fuerza esta ley de la Naturaleza: es natural que Italia se una con Francia, pero su dinastía combate a su vez con fuerza esta ley de la Naturaleza. Mas las dinastías no pueden sustituir su voluntad a la Providencia, y bien pronto vendrá ésta con sus decretos incontrastables a imponer sus leyes irremisibles. Cuanto más la política interior rusa hoy se agrava; cuanto más los problemas territoriales y el fondo social se agita; cuanto más crecen las conspiraciones misteriosas por todas partes, menos probabilidades hay de conservar allí la paz externa, herida, o, por lo menos amenazada siempre, a causa de la necesidad imprescindible, allí sentida en todos, del movimiento guerrero y de la cruzada bizantina. Por tal razón, Rusia gana las elecciones de Servia contra su propio monarca, empeñado en servir al Austria, y se apercibe a escarmentar las veleidades múltiples de ingrata emancipación sentida por su hechura la monarquía búlgara y su antigua e inconstante aliada la monarquía rumana. En esta competencia de alianzas entre Prusia y Rusia laten las causas de guerra inminente y próxima entre Austria y Rusia, que puede muy fácilmente arrastrar de un lado a Francia y de otro lado Germania, encendiendo así la guerra universal, que todos tememos y que todos quisiéramos evitar, pues nada convierte a la tierra, nuestro planeta, en una especie de infierno como ese vapor de sangre subiendo a las alturas desde los campos de matanza para mostrar nuestra crueldad, y provocando la cólera de Dios, que nos ha criado para la libertad y para la paz.
Mas no debo hablaros, en el corto espacio que me resta, de la política; debo hablaros de la poesía rusa. Este gran pueblo acaba de perder uno de sus más ilustres pensadores, y los pueblos, desde lejos, sólo se ven por el resplandor de sus pensamientos, como las regiones sólo se ven desde lejos por la eminencia de sus cordilleras. Este pensador es el inmortal Tourguenieff, nacido en las estepas de Rusia y muerto, como los rusos principales, en extraño suelo, por causa de un voluntario destierro. Hace algunos días ya, brillante legión de pensadores franceses, Renan, Simon, About, entre muchos otros, reunidos en la estación del Norte, despedían con lágrimas amargas y oraciones plañideras un ataúd que marchaba desde la única iglesia griega en París hoy existente, custodiado por algunas almas piadosas, hacia las tierras boreales de nuestra Europa. Contenía el ataúd los restos de Tourguenieff. Así, al llegar a Petersburgo, muchedumbres innumerables se agolpaban a su paso en actitud triste, recogida, silenciosa, como cumple a pueblos capaces de sentir cuánto pierden cuando en los abismos de la muerte desaparece quien ha movido los corazones y ha iluminado las inteligencias con la luz y con el calor del Verbo Divino encerrado en el arte o en la ciencia que, materializando el ideal y poniéndole hasta el alcance de nuestra mano, acerca lo infinito a la humana limitación, lo absoluto a nuestra fragilidad, lo celeste a nuestras sombras, y hace de Dios algo humano y del hombre algo eternal y etéreo en los misterios sublimes de una continua encarnación. Después de haber acompañado el féretro por las calles en procesión gigantesca y conducídolo hasta la puerta de un oratorio bizantino, donde le dijeron las oraciones de los muertos en el rito griego, enterráronlo allá en apartado cementerio, bajo la estepa fría, que amara con exaltación, junto a los restos de Bellinsky, su maestro y su guía en las letras, a la sombra de un grupo de sauces, de ese árbol cuyas ramas se vuelven hacia las oscuridades frías de la tierra, en vez de subir hacia los esplendores del cielo, y, sepultado, repartiéronse los asistentes las flores de sus innumerables coronas como reliquias de una sublime muerte y como recuerdo de una gloriosa vida. El mundo burocrático y oficial faltaba, porque La Voz del Eslavismo, o sea el periódico de Katkoff, había dicho como Tourguenieff perteneciera por su vida toda, muy de antiguo, a los occidentales, y quien perteneciera por su predilección a los occidentales, a esos librepensadores demócratas, no podía en muerte aspirar al culto de los rusos, monárquicos de un Zar omnipotente, y ortodoxo de una religión bizantina. Mas la inevitable ausencia del elemento burocrático y oficial sólo sirvió para que se viese con mayor claridad el afecto inspirado al pueblo por el difunto y la espontaneidad generosa de aquella sublime manifestación.
Y la merecían, tanto el artista como el hombre. Tourguenieff no pertenece a esas almas que dan luz de sus inteligencias sin dar al mismo tiempo calor de su corazón. Tourguenieff escribía porque amaba. Y amaba con exaltación al humilde, al débil, al desgraciado, al siervo. Sus obras no tienen más que un objeto: la manumisión y libertad del esclavo. Cuando vemos la indiferencia de los escritores griegos o romanos por el ser inferior que gime allá en los abismos de las hondas ergástulas y que muere allá en los combates del circo, después de haber sido cazado en la montaña tracia, puesto a la venta en el bazar y destituido y privado hasta de los sentimientos más naturales y de los goces más humanos bajo la pesadumbre de sus enormes cadenas; cuando vemos esta indiferencia y la comparamos con el amor a la humanidad entera de los escritores y de los oradores modernos, tan solícitos por los representantes postreros de la servidumbre histórica, tanto en la estepa moscovita como en las selvas tropicales, no podemos menos de ufanarnos por nuestra civilización y creer que muchas faltas le perdonara la Providencia por su amor al derecho natural y a la eterna justicia.
Tourguenieff había recorrido como cazador las tierras moscovitas y visto en ellas tal número de infelices pegados al terreno señorial, que, describiéndolos y describiendo su desgracia irremediable, hacía tanto por su emancipación cual todos los estadistas innovadores juntos, pues obras como una emancipación general sólo pueden acometerse por impulsos indeliberados y generosos del corazón y consumarse por estos ardores de la elocuencia, y del arte, los cuales, encendiendo la sangre y agitando los nervios, llevan a unos al combate y a otros a la muerte con desinterés sublime por una causa popular y justa, controvertida mucho tiempo en las alturas del espíritu antes de prevalecer en las regiones inferiores de la legislación y de la política.
Novelista, exclusivamente novelista, nos ha pintado Tourguenieff la sociedad rusa mucho mejor que los primeros políticos moscovitas, como nuestros poetas del siglo decimosexto y decimoséptimo pintaban mejor en el teatro y en el romance a su tiempo que los diputados en las Cortes o las estadistas en las disertaciones. Aquel partido, engendrado por la tiranía política de los Zares y por la intolerancia religiosa de los sacerdotes, con su puñal y con su tea en las manos, su duda y su sarcasmo en los labios, su negación universal y su ateísmo en la conciencia, enemigo del Estado y de la sociedad, resuelto a disipar el aire atmosférico y a extinguir el sol y las estrellas para volver a lo único verdaderamente grande, inmenso, ilimitado, eterno, a la nada infinita, de la cual nunca debimos los mortales salir, ya que tan condenados habíamos de hallarnos en el mundo a dolores eternos; aquel partido, en el cual no creían los conservadores europeos hasta que vieron saltar por los aires el Palacio de Invierno y caer en pedazos el Emperador Alejandro, se halla mejor descrito que en todas las disertaciones nihilistas de Bakounine y sus discípulos, en las obras literarias del poeta eximio, a quien las intuiciones de la fantasía y los presentimientos del corazón revelaron el demagogo típico alzado en sus páginas con la persona de Bazaroff mucho antes que se alzara en la realidad para extender el terror en Rusia y recluir al Zar en Gatchina: que tan certeras y exactas resultan en la historia siempre las adivinaciones y las profecías del verdadero genio.
Yo conocí a Tourguenieff personalmente hace tiempo en casa de nuestro común ilustre amigo Mr. Julio Simon, y jamás olvidaré aquella sacerdotal figura profética, muy semejante, por lo alta y por lo inmóvil, a las figuras litúrgicas de las iglesias griegas. Sus sedosos cabellos blancos y sus luengas barbas, blancas también, le daban cierta gravedad que desaparecía en cuanto mirabais la retina móvil, iluminada, sensible a todas las emociones, acariciadora como una suave luz o como una melancólica melodía, punto de su rostro donde se condensaba toda su alma, la cual salía de allí a iluminar con rayos invisibles de ideales etéreos a todos los circunstantes. No poseía en la conversación esa facilidad inagotable de los meridionales, que tanto regocija siempre a una sociedad sentada en torno de limpia y bien provista mesa; pero, en cambio, sus profundas sentencias interrumpían el diálogo de los gárrulos, provocándolos al silencio de una meditación reflexiva. Tourgenieff había pintado en sus brillantes cuadros lo mismo que había visto en su tormentosa vida. La sociedad rusa, especialmente, privaba en su ánimo y surgía en sus descripciones. Y pocas sociedades tan dignas de llamar la general atención por sus contrastes bruscos y sus disonantes extremos. Aquellos Zares, jefes de una sociedad tan exclusiva como la sociedad eslava, y alemanes por sus orígenes y por sus gustos; aquel clero, blanco y negro, pagado de su autoridad y presidido por un Consistorio, a cuyo frente se hallaba todo un general de caballería; los aristócratas, muy amigos de sus privilegios históricos y muy dados a destruirlos con sus ideas occidentales y democráticas; los reformadores, muy avanzados en sus tendencias y muy creídos a una de que impulsaran su nación estancándola en la tribu tártara y en la propiedad comunista; o el ortodoxo griego, que, después de haber orado ante la Virgen bizantina, cuyo rostro se halla metido en aureola pesadísima de oro macizo cuajado de brillantes y esmeraldas, después de haber clavado la frente como un paria indio en las losas del templo santo, suspira por los eslavos pegados al seno de la naturaleza y adoradores de un bárbaro paganismo; el rústico, el mujich, con quien los innovadores cuentan para incendiar el mundo y renovarlo, adscrito, como la planta y sus raíces, al terruño; el siervo, recién manumitido, añorándose de su cadena como el señor feudal de su propiedad; todos estos contrastes bruscos, presentados con sencillez increíble, dan a las novelas rusas de Tourguenieff el carácter, que falta por el exceso de tradiciones y el número de modelos a los de más literatos europeos, la naturaleza y difícil originalidad. Sintamos todos que los cielos de Rusia, ya oscuros, hayan perdido ese foco de increada luz, y honremos la memoria de quien ha contribuido, sin esgrimir más arma que su pluma brillante, a la emancipación de los siervos en las estepas de Rusia.
Los pueblos protestantes han celebrado el cuarto centenario de Lutero con universales jubilaciones. Temíase que las apologías del reformador provocasen vejámenes contradictorios y que tales contradicciones trajeran, sin remedio, en los pueblos divididos por creencias contrarias encuentros en las calles, y tras los encuentros las disputas y perturbaciones propias de los grandes y trascendentales dogmatismos. El régimen cesarista organizado contra la religión católica por el Gobierno germánico en tan mala sazón, había interrumpido aquellas relaciones de los dos cultos, celebrados muchas veces y en muchas partes bajo las bóvedas de un mismo templo, allá por tierras de Alemania. Bajo tal consideración creíase fácil una serie de manifestaciones y contramanifestaciones opuestas. Ningún apóstol de ninguna idea se presta como Lutero a estas disputas cuasi guerreras, apareciendo a los ojos de unos como el nuevo revelador que rejuvenece y salva el cristianismo en medio de la sensualidad pagana traída por el Renacimiento, mientras a los ojos de otros aparece como el protervo revolucionario, atreviéndose desde las aras del claustro al Pontificado, cual se atrevió Luzbel desde su angélica beatitud a Dios, para engendrar en la tierra los infiernos del cisma. De juicios tan contradictorios podían temerse disputas múltiples y desordenadas en tiempos como este de movimiento antisemítico. Por fortuna, la libertad religiosa está más arraigada hoy de lo que creen los reaccionarios, y el respeto a la inviolabilidad de las conciencias pasa cada día más a las costumbres.
Si los católicos y los protestantes de Alemania no han podido concordarse para celebrar al creyente, se han concordado para celebrar al patriota; y nosotros, que no pertenecemos ni a la religión luterana ni a la raza germánica, españoles y católicos de nacimiento, podemos celebrar sin escrúpulo al que, iniciando la libertad de pensamiento y examen, ha iniciado las revoluciones modernas, a cuya virtud hemos roto nuestras cadenas de siervos y proclamado la universalidad de la justicia y del derecho.