Historia del año 1883/Capítulo XV
Capítulo XV
Cambios trascendentales en la política francesa
El Gobierno francés ha comprendido, por fin, que necesitaba oponer un veto a las utopías radicales y encerrar el torrente, desbordado hace tiempo, en el cauce de una firme política. Las últimas elecciones particulares venían dando al radicalismo un gran predominio, y este predominio se derivaba de una confusión perniciosa entre los verdaderos ministeriales y sus irreconciliables enemigos. Urgía trazar una línea de división muy recta y muy clara entre la República prudente y la República temeraria, opuestas de todo en todo, por aspirar aquella con arte a robustecer las instituciones democráticas, y ésta con exceso a conducirlas por los peligrosos espacios de la utopía. La necesidad se ha impuesto con sus imposiciones incontrastables, y los dos grandes discursos de Rouen y el Havre la han completamente satisfecho, iniciando una política de conservación consagrada exclusivamente a robustecer la estabilidad republicana y servir el desarrollo graduado del progreso pacífico. No puede tolerarse por más tiempo que los socialistas comuneros pretendan convertir la República en dócil instrumento de anarquía; que los regidores parisienses eleven instituto administrativo tan subordinado y subalterno como la municipalidad a convención nacional; que los demagogos ciegos recojan por medio de Thibaudin el ministerio de la Guerra para derrochar cuantos ahorros de fuerza el Gobierno francés acumulara los años últimos en defensa de Francia; y que, a la sombra del Estado, crezcan los ateos del Estado, inscritos en las bárbaras huestes congregadas contra su autoridad y su existencia. M. Ferry ha perfectamente procedido al declarar una guerra sin cuartel a esos republicanos sin norte y al anunciar que su política marcha con reflexión y madurez a disuadir al sufragio universal de alentarlos y sostenerlos. Ya sabemos que hallará dentro del propio partido gobernante oposicionistas antiguos, incapacitados de ningún oficio político en cuanto por la llegada irremediable de sus correligionarios al Gobierno se ven privados de hacer la oposición; pero estas máquinas de guerra no se desmontan fácilmente ni en pocos días, y hay que impedir los disparos contra sus propias ideas, vista la imposibilidad material de que no disparen y dejen de cumplir el fin providencial para que fueron montadas. El telégrafo europeo, devoto a la monarquía, comunica en estos trances a los cuatro vientos que los radicales van a reunirse como los tebanos en la más apretada legión y a tomar por asalto el maltrecho Gobierno, capaz de resistir al radicalismo. Pero no debemos confundir el usual lenguaje de la tribuna con el usual lenguaje de la prensa, ni los periodistas con los diputados. En el retiro de una redacción, y bajo el velo de un anónimo se prestan los rencorosos juramentos de Anníbal, cuyos juramentos suelen desvanecerse y disiparse así que llega la hora de aceptar en la tribuna tremendas responsabilidades públicas, que las lanzas se tornan cañas o las plumas lenguas, y no quedan ánimo ni resolución bastantes a repetir las insensateces improvisadas en las redacciones de El Intransigente o de La Justicia. Tengo a la vista los informes oficiales de las reuniones avanzadas; ninguno de los reunidos quiere, no ya la victoria, ni aún el combate. Clemenceau se ha eclipsado en todo este calorosísimo estío de garrulerías, y ha vuelto misterioso y retraído como quien se apercibe a un saludable retroceso. Barodet se ha trocado en una esfinge, después que le salió mal su empeño de convertir los programas radicales en aquellas peticiones del ochenta y nueve cuya virtud y fuerza derribaron al rey absoluto y trajeron la creadora revolución. Los más atrevidos se hallan descorazonados, porque comprenden cómo van a representar con la República el refrán aquel de «Tanto quiere la gata a sus hijos, que se los come.» Y después de tal gritar han reunido escasísimos representantes juramentados para no decir lo que sucede ahora en sus reuniones; y aunque se juramentaran para lo contrario, importaría lo mismo, pues no dicen ahora nada, por una razón bien sencilla, porque nada sucede. Las cuestiones varias se irán resolviendo a medida que se vayan presentando y en sentido favorable a la estabilidad republicana, cada día más firme, porque la general opinión siente y reconoce ya su inevitable necesidad. Saldrá lo mejor que pueda el Gobierno de sus conflictos con China, los cuales, entre sus muchos inconvenientes, tienen el de una grave disidencia con América e Inglaterra, y convertirá su atención al problema de los presupuestos, un tanto dificultoso, y a la general administración, de muchos cuidados necesitada hoy, dando de mano a las agitaciones políticas, incomprensibles de todo punto allí, donde la sociedad ha llegado a un bienestar jamás conocido en el mundo y las instituciones democráticas a su madurez y a su consolidación. Para seguir un camino de prudencia el Gobierno sólo necesita inspirarse con perseverancia en las últimas votaciones y elevarlas a leyes de proceder y de conducta. Tras agitadísimo verano, recientes deplorables sucesos, lanzado Thibaudin del Ministerio, dichas las firmes palabras de los últimos discursos, iniciada una resuelta política, la Cámara popular más cercana de suyo a las muchedumbres que a la Cámara senatorial y más en comercio y contacto con los electores después de largas vacación es, le ha dado una mayoría de ciento sesenta votos, fuerza legal incontrastable, con cuya virtud puede fácilmente burlar todas las maquinaciones monárquicas después de contener todas las mareas demagógicas. El tono con que Mr. Ferry ha corroborado en el Parlamento sus frases de Rouen y el Havre, nos prometen una política muy conservadora, y esta política muy conservadora nos asegura la paz y la robustez de esa gran República, en cuyo desarrollo pacífico están a una interesados todos los liberales del mundo.
Pasemos a otro asunto. ¿Habéis visto alguna vez en vuestra vida el Rhin azul? Yo jamás podré olvidarlo, sobre todo en las regiones próximas a su fuente; cuando se vierte del celeste lago de Constanza, y fluye por las honduras entre colinas tapizadas de viñedos; tras los cuales, y al segundo término, los bosques verdinegros de piramidales malezas se tienden hasta muy cerca de las alpes tres cimas níveas, cuyas rotondas de gigantescos cristales contrastan con los diminutos campanarios argenteos diseminados por aquellas orillas, que parecerían virgilianos idilios si no las asombrasen y oscureciesen los recuerdos sombríos de la guerra. Pues bien; allí, en las riberas rhinianas, el Emperador de Alemania, llevando en sus sienes el casco férreo que sirve como de base a la corona imperial, ha reunido sus príncipes feudatarios para celebrar la erección de una estatua levantada en Niederwald, y que representa la Germania vencedora, en toda su robustez, mirando con aire de verdadero desafío a esas tierras latinas, tan detestadas por los germanos y tan queridas por el sol, tierras cuya riqueza tienta eternamente con sus jardines cargados de flores y sus huertos henchidos de frutos y sus ciudades por el arte inmortal esmaltadas el apetito de las gentes ocultas en las sombras eternas. Yo aborrezco todos estos holocaustos ofrecidos a la conquista y a la guerra. Si nosotros, los latinos, hubiéramos de recordar hoy todas las victorias alcanzadas sobre Alemania, vencida en Alejandría por las ciudades lombardas, vencida en Mulberga por los tercios españoles, vencida en Valmy por los republicanos franceses, vencida en Jena por Bonaparte, cometeríamos un acto de insensata demencia contraria al progreso universal. No se ilustran los pueblos con la ciencia, no se redimen de sus abrumadoras cargas militares, no se comunican mutuamente sus almas en la comunión de los pensamientos, cuando erigen esos arcos de triunfo a cosa tan varia e inconstante como la fortuna, capaz de llevar un emperador como el emperador Guillermo desde las humillaciones vergonzosas de Olmutz hasta las soberbias victorias de Sadowah. Yo creo que una República de paz, como la República francesa, no sentirá veleidades de guerra, incompatibles con su naturaleza y contrarias a su libertad. Pero no hay derecho en el soberano alemán a quejarse del temerario lenguaje por algunos periódicos franceses empleado para mantener las esperanzas de próximo desquite, cuando todo un emperador, circuido por los príncipes sus vasallos, a la orilla del disputado Rhin y a la vista de recientes desmembraciones, alza un altar y un ídolo a la conquista y a la guerra.
Nosotros alzaremos los ojos sobre todo trofeo de la fuerza, y saludaremos otra Germania, muy diferente, aquella que inventó las letras de la imprenta, que redimió el alma humana, que señaló a la inteligencia sus límites en la Critica de la Razón Pura, que introdujo la síntesis del saber en la filosofía hegeliana, que formuló en sus libros de filosofía el derecho natural, y encantó con los acentos de las óperas de Mozart y de las sinfonías de Beethoven nuestros oídos, y con las creaciones de Goethe y de Schiller, nuestro sentimiento y nuestra fantasía; Germania que, vencida en los campos de batalla, reinaba con su dominio espiritual sobre la conciencia, mientras, la hoy vencedora, no tiene aquella inspiración antigua en su mente, ni aquel verbo divino en sus labios, triste y humillada, esclava de la materia y de la fuerza.
Los que miran sólo el lado superficial de las cosas creen a Alemania fortalecida mucho en su poder con el concurso de Austria, sin advertir toda la debilidad consustancial a esta monarquía; Babel de razas, las cuales aguardan próximo llamamiento para romper unas con otras en cruentísima guerra. Mucho se huelga y complace la corte de los Habsburgos con las victorias diplomáticas recientes que le han llevado a su alianza los Reyes de Rumanía y Servia, cuando no hace mucho dirigía intimaciones varias al primero, porque reivindicaba la Transilvania, dominio austriaco, y al segundo porque pactaba con Rusia, esa eterna enemiga del Austria. En Oriente, las afinidades sociales, que juntan a los grupos humanos, y los disciplinan en grandes colectividades, obedecen más al parentesco de la raza que al parentesco de la nacionalidad. Unidos están, bajo el techo de la misma nación, eslavos con austriacos, alemanes con cheques, húngaros con rumanos, y se aborrecen de muerte. Los conflictos postreros del verano que ahora concluye, prueban como cada nacionalidad varia del Austria; informe pedirá su autonomía propia, su cuerpo y su alma, en el instante supremo de una irremisible catástrofe. Los croatas viven tan de malas con el Estado magiar como los magiares vivían de malas con el Estado austriaco en tiempos a la verdad no muy remotos. Y así que los magiares constituyeron una verdadera nacionalidad junto a los austriacos, pugnaron los croatas por constituir otra verdadera nacionalidad junto a los magiares. Mucho regatearon éstos los términos de una cordial avenencia y mucho se opusieron al deseo de sus convecinos; pero al cabo aseguráronles algunas garantías, las cuales no han bastado a su tranquilidad, diariamente rota por sublevaciones continuas con caracteres de guerra civil permanente. Allá, en los llamados confines militares, una especie de Marcas, donde viven antiguas familias, sin otro ningún oficio más que las guerras continuas, estas agitaciones, agravadas por el terrible movimiento anti-semítico, muestran como queda la barbarie antigua bajo el áureo cascarillado de la cultura moderna. Esperemos en la debilidad incurable del Austria para evitar, por lo menos para detener, el estallido de una próxima guerra en los senos de Oriente. Las confabulaciones entre los monarcas danubianos y los Césares germánicos no han traído las ventajas que aguardaban aquéllos y éstos. El Rey de Servia no ha dudado en ir a Hamburgo, y el Rey de Rumanía en ir a Viena; pero sus naciones, a la verdad, no han ido con ellos. Al contrario, el primero ha perdido las elecciones últimas y el segundo se ha encontrado en las Cámaras con una oposición formidable. Los reyes hoy no rigen sus pueblos sino bajo dos condiciones, la de someterse a su soberanía eminente y la de representar su opinión general. Si los Monarcas de Servia y Rumanía se creen superiores y anteriores a sus respectivas naciones, en guisa de ciertos monarcas occidentales que no queremos nombrar, estallarán allí las revoluciones sin remedio; y a las revoluciones sin remedio sucederán los destronamientos sin apelación.
El Emperador de Austria encuentra un poderoso enemigo a sus ambiciones en el elocuentísimo estadista, en Mr. Gladstone. Ningún político inglés posee como este ministro el secreto de mover la opinión pública y acalorarla y encenderla en la fría Inglaterra. Una serie de discursos le bastó últimamente para derribar la política conservadora, cuando parecía subir al zenit de su grandeza y de su gloria. Con libro escrito en su mocedad respecto a los Borbones de Nápoles, y leído por todos los liberales de aquel tiempo con lágrimas de indignación y rabia en los ojos, preparó el proceder de su ilustre patria en el destronamiento de los tiranos y en la inmortal expedición de Garibaldi. Una carta sobre los búlgaros determinó la libertad de estos orientales, tanto casi como las empresas del zar Alejandro. Y Mr. Gladstone cree que los Habsburgos de Austria no tienen afinidad alguna con los pueblos semieslavos de los Balcanes, y no deben, por tanto, aspirar a una hegemonía sobre todos ellos con los títulos que su protectora natural y legítima, la eslava de sangre, y bizantina de religión, y oriental de carácter, potente y ortodoxa Rusia. Los eslavos, por más que sus dinastías crean llevarlos como corderos a la federación diplomática entre Austria y Prusia últimamente tramada, propenderán siempre a la natural alianza moscovita. No hace muchos días un ilustre general ruso, ministro de Alejandro II en las cortes danubianas mucho tiempo, me hablaba en Biarritz de las convenciones diplomáticas arregladas por el Rey de los servios con los Emperadores de Alemania y de Austria, diciéndome su vanidad completa, por faltas de toda base natural y sólida. En efecto; hacen mal, muy mal, esos pastores de pueblo, como llamaba Homero a los reyes de su tiempo, en hipotecar tan arbitrariamente la voluntad soberana de sus pueblos, e inscribirlos en los ejércitos convenientes a los pactos secretos y a las artificiales alianzas de sus impopulares dinastías. No tendrá jamas un rey Milano sobre sus tropas el influjo moral que tuvo un emperador Napoleón sobre cuantos vestían uniforme y llevaban armas. Pues el gran general contaba en Lepzik contra el ejército austro-ruso con varios regimientos de Wurtemberg y de Sajonia, los cuales no pudo retener consigo; porque, a lo más recio de tan gigantesca batalla, cuando mayores prodigios de inteligencia militar hacía, y sustentaba todo el empuje de los trescientos mil soldados puestos en línea por la coalición tremenda con sólo ciento cincuenta mil escasos, acordáronse de su estirpe y fuéronse a las banderas mismas contra cuya causa peleaban: ejemplo inolvidable, dado por los alemanes, a cuya repetición se hallan muy expuestos cuantos eslavos pretendan llevar tropas eslavas contra el pontífice-rey de todos los eslavismos en armas, contra el emperador Alejandro. Y no es Inglaterra factor en tal manera baladí, que pueda prescindirse de su consejo y de su voto por la grande alianza pruso-austriaca. Un veto indirecto suyo en la última campaña del moscovita contra el turco rasgó los tratados de San Estéfano, a la hora misma de su inmediata realización y detuvo al descendiente y representante de Constantino en la entrada misma de aquel templo de Santa Sofía para cuya posesión, prometida por antiguas leyendas, han armado y sostenido los moscovitas en el ardor de su fe tan formidable Imperio.
No cabe duda que la resuelta inclinación de Gladstone por la bizantina Rusia desconcierta mucho el plan de la católica Austria. Su resultado primero hase visto ya claramente. Turquía, que llamaba con repetidos golpes a las puertas de los dos Imperios centrales para ingresar en sus alianzas y recorrer su órbitas, ha retrocedido y entrado en la inteligencia diplomática bosquejada entre Francia, Rusia, Inglaterra, Dinamarca, Suecia y Grecia, para impedir el desmedido crecimiento de Alemania, cuya soberbia terrible águila cree hoy la Europa entera un nido asaz estrecho, y del cual rebasan sus dos alas formidables y negras.
La cuestión de Irlanda, con todos sus terribles incidentes, debilita mucho al Gobierno de Inglaterra. En estos últimos días los ultra-protestantes l y ultra-ingleses han dado muestras de sí, como frecuentemente suelen, tomando ruidosos desquites en ciertas regiones irlandesas, donde señorean y dominan, del influjo y poder ejercido por las ligas agrarias en otras regiones distintas. Y no se han contentado con maltratar a sus enemigos allí donde son éstos inferiores en número; han pedido que no se les permita en adelante reunión de ningún genero, ni asociaciones permanentes, porque de permitírselas, empezará una guerra civil continua y correrá mucha sangre por campos y por calles. La situación del Ukter, cada día más grave, sirve a estos intolerantes de base para pedir con grandes instancias tal derogación a las libertades inglesas. Pero la prensa británica toda, con ese buen sentido natural a su raza y agrandado por la práctica fiel y antigua de sus libertades históricas, truena contra semejante pretensión, y dice que así como los orangistas se oponen a las predicaciones del ideal político de los ligueros, podrían los ligueros oponerse a las predicaciones del ideal religioso de los orangistas, cortos, muy cortos en número e importancia, por aquellas regiones, esencialmente celtas y católicas. Tienen razón los periódicos ingleses. Quien desee comprender toda la importancia del movimiento separatista irlandés no tiene sino advertir cuanto pasa en el proceso de O'Donnell, para cuya defensa en justicia se han reunido ya, por medio de una suscrición popular, sumas considerables. Este O'Donnell tomó sobre sí el cumplimiento de una sentencia dictada por la conciencia irlandesa, en guisa de tribunal inapelable. Nadie ignora que los asesinos de Cavendish jamás hubieran llegado a ser descubiertos sin una infame delación dada por cierto Carey que pasó de cómplice y acusado a testigo de la corona, o a acusador, y acusador retribuido. Tal traición llevó al patíbulo a varios patriotas, adorados hoy como santos y mártires por la sencilla fe de un pueblo, decidido a recobrar su antigua independencia patria. Y si adoró el pueblo como santos a los mártires, imaginad cómo aborrecería, con qué aborrecimiento, al delator.
Todo el poder inglés no alcanzaba, no, a preservarlo del fallo y de la ejecución. Hubo necesidad imprescindible de arrancarlo a todo comercio y relación pública con sus compatriotas y recluirlo como un cenobita en la soledad. Pero allí, aunque oculto, aunque solo, aunque soterrado casi, no podía vivir, como si los átomos de tierra y los soplos de aire se rebelaran a una en su contra y despidieran al traidor, ni más ni menos que despide el mar a los cadáveres. Lo cierto es que no podía vivir, temeroso de ver bajar a los antros de su reclusión los vengadores de los antiguos cómplices por su vil delación entregados al verdugo. Extrajéronle de allí con supuesto nombre y lo mandaron a las tierras meridionales del continente africano, donde creían que no llegaba ni podía llegar la terrible venganza. Pues llegó allí. De nada valió el nombre supuesto, el buque seguro, la tripulación escogida, los pasajeros revisados, el orden a bordo, el mar inmenso, el rumbo largo, el clima insano, el sol ardiente, los misterios del silencio y del secreto confiados a mudos; todo lo rompió el pueblo irlandés con los fatales decretos de su voluntad inflexible; y una mañana, cuando más descuidado estaba el reo, salió el verdugo y le asestó un tiro que le dejó muerto en el acto; castigo excepcional a un crimen también excepcional. Pues una raza de tamaño aguante, confesémoslo, es una raza invencible. La política reaccionaria, diga lo que quiera el conservador Norcothe, sólo servirá para exacerbar sus iras; y una política de transacciones, capaz de dar alguna esperanza de redención a este pueblo de Macabeos, podrá calmar los ánimos exaltados e interrumpir la procelosa guerra.
Háblase hoy mucho en Alemania de un grave asunto, de las últimas correrías aquende y allende los Alpes emprendidas por un cardenal muy renombrado, el célebre Hohenloe. Al comienzo de los disentimientos entre la corte de Roma y la corte de Berlín, como ésta le mandara ese mismo Cardenal de ministro plenipotenciario o embajador a aquélla, y no quisiera de ningún modo recibirlo, por creer el nombramiento de un eclesiástico atentatorio a sus antiguas prerrogativas, y desconocedor de su poder temporal, Bismarck respondió con estas rudas palabras: «Pues enviaré al Papa, en adelante, de ministro, a cualquier coronel de caballería.» El Cardenal no goza reputación muy sólida, pues la inquietud continua de su ánimo exaltado y el desasosiego de sus ambiciones mundanas le han metido en mil imperdonables aventuras políticas, célebres todas, cuáles por ligeras, cuáles por descabelladísimas e insensatas. Yo recuerdo haber visto una quinta suya, cuando mi estancia en Roma, por los alrededores de Albano. Acabábamos de pasar un día entero en comunicación estrecha con las gigantescas ruinas, que levantan el ánimo a tiempos muy dignos, por apartados y solemnes, de compararse con la eternidad. Habíamos recorrido aquella villa de Adriano, una especie de ciudad inmensa, donde apercibía el gran Emperador cierta especie de sincretismo artístico y monumental, cuando Roma realizaba el sincretismo de las ideas jurídicas, Alejandría el sincretismo de las ideas filosóficas, Jerusalén el sincretismo de las ideas religiosas en esas grandes conjunciones de astros, que tiene así el tiempo como el espacio. Nuestros oídos y nuestros ojos se habían a una encantado con el fragor de la cascada eterna de Tívoli, que aún resuena y cae, como al recibir los suspiros y los yambos de los poetas clásicos. Habíamos contemplado los fragmentos de aquel Túsculo, donde Cicerón escribiera tantas elevadas páginas, y los espacios de aquel campo, desde cuyas eminencias miraba en los lejos del horizonte Aníbal airado la Ciudad Eterna, condensando en la solitaria retina, que fulguraba por su faz de fiera, todos los odios de una raza condenada por Dios a perpetua guerra con otra enemiga raza, cuyo exterminio le reclamaban las almas luctuosas de cien generaciones muertas, y venidas del Orco a pedirle para sus manes inquietos el inefable consuelo de una suprema venganza.
Pues no quiero deciros los afectos que despertaría en mi ánimo la extraña quinta del Cardenal, visitada después de tales sitios y ruinas, aquella quinta con sus aires de Trianon, sus fuentes de aparato, sus jardines a la versallesa, sus árboles recortados por tijeras irreverentes, su lujo aparatoso y su imperdonable vulgaridad entre tantas enormes grandezas. El cardenal Hohenloe tiene la diócesis de Albano, esa Roma sana y montañosa; pero Albano rinde muy poco y no corresponde a sus múltiples necesidades. Así es que acaba de presentar su dimisión para descender de Cardenal-Obispo a Cardenal simple. Y en cuanto presentó esa dimisión, le mandó el Papa comparecer a su presencia; y en cuanto compareció a su presencia, retirarla sin excusa. El dimisionario, que preparaba un viaje a sus tierras de Alemania, pidió una licencia. Negóse León XIII a concedérsela, y se ha ido sin ella. Pocos días después hallábase muy gozoso en Baviera, donde no daba muestras de recordar los disgustos dejados tras de sí en Roma. Y después de haber hecho varias visitas de corte y de mundo, como decimos ahora, entróse de rondón y sin previo aviso nada menos que en casa del Conde de Barbolans, ministro del usurpador y excomulgado rey de Italia en la corte de Baviera. Y no pararon aquí las visitas. Seguidamente fuese a ver al célebre Doellinger, al ilustre sabio, gloria de las ciencias eclesiásticas y piadosas, quien después de haber ilustrado su apellido con obras verdaderamente ortodoxas referentes al dogma y a su historia, renegó del catolicismo, cuando el catolicismo promulgó el Sillabus y declaró la infalibilidad. Así que Munich supo tales visitas, comunicólas por el telégrafo a los cuatro vientos, y así que se comunicaron, dieron ocasión y pábulo a mil interpretaciones diversas.
Decíase que Hohenloe andaba tan divertido de sus deberes eclesiásticos y tan fuera de las vías religiosas, por no haber alcanzado las dos ricas mitras con que soñaba, Breslau y Posen. La primera no es solamente mitra, sino también corona, pues Breslau pertenece a los fragmentos, más o menos íntegros, de instituciones antiguas respetadas por el tiempo; y conserva su categoría, más o menos honoraria, de principado eclesiástico. En cuanto a Posen, dicen los industriados en las interioridades más íntimas del Vaticano, que no debiera el Obispo haberla solicitado, cuando vive todavía el titular y propietario, depuesto por su adhesión a la iglesia y su enemistad con Bismarck. Los rumores mal intencionados crecen con grande crecimiento, y muchos imputan a falta de dinero la sobra de inquietud en el Cardenal. Pero no puede faltarle agente como ése tan útil a la vida, cuando ha heredado un millón de francos y conserva una galería de cuadros legada por monseñor Merode. La Germania, El Univers de allende, truena contra el Cardenal, y escupe a su rostro bendito esos improperios naturales a la prensa ultramontana, tan ruidosos y tan groseros.
Pero hay muchos empeñados en que anda con tal movimiento y en libertad tanta el Cardenal, porque tiene un expreso encargo pontificio de abrir las puertas del catolicismo a Doelinger por medio de una expresa y solemne absolución, así como de pactar una inteligencia estrecha entre Italia y León XIII por medio de Bismarck. Sea de esto lo que quiera, deben sus amigos aconsejar al buen prelado que se deje de veleidades rebeldes y vuelva sumiso a los pies del Pontífice, pues nada tan inútil como el combate inconsiderado entre un solo individuo eclesiástico, siquiera tenga tras de sí todo un emperador germánico, y la potente autoridad y el inconstable poder espiritual del Papa y de su Iglesia.