Historia del año 1883/Capítulo VII
Capítulo VII
Las dos naciones ibéricas
Nuestro espíritu, inquieto de suyo, por lo mismo que lleva en sus senos la idea de lo infinito, no puede resignarse a llevar, como el prisionero su cadena, la tierra tan sólo consigo; y ambicioso de dilatarse y extenderse, abre sus dos alas angélicas de la razón y de la fantasía, vuela por la etérea inmensidad, devora los espacios inconmensurables, trasforma en eterno el tiempo, y no se para, después de tan vertiginosa carrera por lo ilimitado y lo indefinido, hasta mirar frente a frente, como al disco del sol deslumbrador la serena retina del águila caudal, aquellos ideales de perfección absoluta, arquetipos humanos de las ideas y de las cosas, perpétuamente contenidos en la esencia misma del Eterno. Nada tan abstracto como aquello que parece más real; nada tan fantástico como aquello que parece más tangible, a saber, el individuo solo, entregado a sí propio y reducido a vivir en las entrañas de la naturaleza material, como el feto en las entrañas de la madre. Con razón ha dicho el mayor de los filósofos modernos, Hegel, que al afirmar de una entidad cualquiera tan sólo que es, afirmamos tan poco de toda ella, que casi esta simple afirmación del ser primero se confunde con la nada; porque no es grandioso el ser, ni pleno, ni perfecto, sino cuando, tras largo desarrollo, con multiplicidad innumerable de objetos a que dirigir y enderezar sus facultades, vive vida inmensa en numerosas manifestaciones de una variedad infinita. Despojad al hombre del hogar en que habita, necesario a su cuerpo como la vital atmósfera; de la familia, en que se dilata su corazón y sus primeros afectos se emplean y ejercitan; del amor, que le conduce, con su dulcísimo imperio, a salir fuera de sí mismo para mezclar su vida con otra vida, perpetuando la especie; del noble sentimiento llamado amistad, por cuya virtud funda espirituales asociaciones, indispensables a su dilatación y crecimiento; del municipio, en que halla hogar mayor que su hogar propio; de la provincia misma, que no constituye una entidad arbitraria creada por una burocracia mas o menos previsora, sino un organismo natural, correspondiente a las regiones y su diversidad; del Estado, en quien libra la justicia y pone como el seguro a sus naturales derechos; de la Iglesia, en que cree su conciencia; de la nación, a que su alma está como adherida; del arte, por cuya virtud siente, y de la ciencia, por cuya virtud piensa las ideas; despojadlo de todo esto, cuyo conjunto constituye la plenitud absoluta de la existencia humana, y decidme si no llegáis a convertirlo en el salvaje de las abstracciones y utopías naturalistas, mucho más débil y mucho más desgraciado que todas las alimañas en los espacios de esta naturaleza, la cual a los demás seres se les entrega de grado, y no se rinde al hombre como no la venza y sujete por los esfuerzos del pensamiento y del trabajo.
Por mucho que los egoísmos, a veces benditos, del hogar y de la cuna quieran detenernos bajo el paterno techo, la vida verdadera no se detiene sólo en límites tan reducidos, no, se dilata en más amplios espacios. Todas las almas verdaderamente cultivadas saben que pertenecen por unas relaciones a su pueblo, por otras a su nación y por otras aún mayores a su raza y a la humanidad, en que individuos, familias, razas y naciones a una se identifican y confunden. No, yo no pertenezco solamente a la extensión reducida en que vi la luz primera. Una revelación misteriosa, como todas las revelaciones, y cuya divina llegada indecible al seno de mi alma no podría señalar con fijeza, díjome cómo allende las montañas circundadoras de mi valle había tierras y tierras, las cuales se juntaban para formar una sola patria bajo una sola bandera. Y amé a esa patria como amé a mi madre, con el mismo santo y desinteresado y fervoroso amor. Y no pregunté para quererla, no, si Dios o la naturaleza habían levantado sus límites y sus fronteras; si la conquista o la casualidad habían en el mismo haz unido y apretado a sus hijos; si la cruzada de tal tiempo y el casamiento de tal monarca habían sumado sus regiones y reducídolas a perfecta unidad: nada de todo eso yo sabía; pero indeliberadamente, con la inconsciencia propia, de los misterios y de los secretos del alma, envanecíame de hablar una lengua tan sonora y majestuosa como la nuestra; holgábame oyendo las canciones populares que vuelan de boca en boca en alas de nuestros puros aires y murmurando los versos de nuestros poetas; inclinábame a escuchar las hazañas de nuestros héroes, que se confundían allá en mis sueños de niño con los ángeles del cielo, y tras la figura patriarcal de mi abuela, sentada bajo la campana de la grande chimenea, donde me refería las hazañas de nuestra guerra de la Independencia, vislumbraban mis ojos la imagen de mi España idolatrada, desde los balbuceos de mis primeras palabras y desde los latidos de mis primeros sentimientos, como se idolatra en este mundo por todos los bien nacidos a la madre patria.
Y luego vi, ya en años más crecido y maduro, que no sólo tenemos las afinidades misteriosas con nuestros conciudadanos, hijos como nosotros de la misma nación, sino que tenemos además las afinidades con otras gentes más cercanas a nuestro modo y manera de hablar, de sentir, de pensar, que todo el resto de las familias y de las naciones terrestres. No preguntéis a la Historia si estas afinidades de raza que ahora expongo provienen de la naturaleza, de la geografía, de la política o de otros elementos vitales, más o menos fuertes; básteos saber a conciencia que tales afinidades existen, y apercibíos a estimarlas en todo su valor, porque las razas formarán más o menos tarde, no muy tarde quizás, nuevas nacionalidades en grandes confederaciones. Decidme por qué se parecen tanto Provenza y Cataluña; por qué influye Francia en España con tal influjo y España en Francia; indicadme las razones varias para que Génova sea una ciudad tan española como Sevilla y Valencia sea una ciudad tan italiana como Palermo; contadme las causas varias que han determinado esa unión de los marineros del Mediterráneo y que han hecho de las lenguas neo-latinas un solo idioma casi, expresivo de un solo y mismo espíritu. ¡Ah! Como existen las afinidades afectivas o individuales que forman las familias; como existen las afinidades mayores y más colectivas que forman las naciones, existen las afinidades que forman las razas, siquier no puedan hallarse sus leyes como se han hallado las leyes de las cristalizaciones químicas y las leyes de la gravedad y de la gravitación universal, porque las libertades humanas, en su infinita riqueza y en su poderoso albedrío, no pueden reducirse a fórmulas semejantes, por su sencillez y exactitud, a las fórmulas explicativas de la mecánica y la dinámica y la matemática del uniforme material Universo.
Pues debiendo interesarnos por nuestra gran familia, la raza latina, como se interesa el heleno del Ática por el heleno de la Macedonia; como se interesa el eslavo de Bohemia por el eslavo de Montenegro; como se interesa el latino de Rumanía por el latino de Córdoba y Mérida; como se interesa el germano de la Pomerania por el germano de la Turingia o de la Suabia, ¡cuánto más no debemos interesarnos por aquellos de nuestros hermanos que se nutren de la misma tierra y se alumbran y vivifican a la luz y al calor del mismo cielo, cual una familia que se calienta al mismo hogar, se mantiene a la misma mesa y vive bajo el mismo techo! Así yo he sostenido siempre, y sostengo ahora más que nunca, la identidad en la Península de Portugal con España, y la identidad de España y Portugal con las diversas naciones ibéricas que se alzan a una en el Nuevo Mundo. No basta para constituir nacionalidades varias y diversas que se aparten los pueblos por líneas de fronteras más o menos arbitrarias por colores de pabellones más o menos vistosos, por legiones de ejércitos mejor o peor uniformados, cuando los ríos mezclan sus aguas, las tierras sus átomos, los cielos sus horizontes, las montañas sus cordilleras, los pueblos su sangre, las historias sus recuerdos, las almas su religión, sus ideas y su palabra. Si creéis que basta un rey en el trono de Portugal y otro rey en el trono de Castilla para separar lo que juntan la naturaleza, la sociedad, la tradición, el arte, los tiempos y Dios, miserablemente os engañáis. Legislarán cuatro cámaras en la Península; existirán mayor o menor número de carabineros en la frontera; celarán, arma al brazo, sendos centinelas nuestros límites respectivos; pero no podrán impedir que las cordilleras lusitanas formen una sola línea con las cordilleras españolas y sean como la espina dorsal y el esqueleto de un solo y mismo cuerpo; que las aguas del Tajo lleguen a Lisboa con los retratos de las torres de Toledo y de las florestas de Aranjuez en la superficie de sus cristales, como con los acentos del Romancero y de Garcilaso en los susurros de sus ondas; que Soria, Zamora y Oporto se asienten a las orillas del mismo río y nutran sus almas con el relato de los mismos recuerdos; que no haya entre las bienhadadas tierras galaicas y las hermosas tierras lusitanas separación alguna geográfica, sino llanuras y ríos para juntarlas y confundirlas; que las mismas familias de pueblos resplandezcan a una en las genealogías lusitanas y en las genealogías españolas; que adoremos al mismo Dios en altares idénticos, y para dirigirnos a él y a los hombres tengamos el mismo idioma, el verbo de la idea en maravillosa lengua; porque bajo nuestras frentes late un solo espíritu, como sobre nuestras frentes se dilata un solo cielo.
Yo sé muy bien que las egoístas supersticiones de un patriotismo estrecho, empeñadas en separamos, invocan a cada paso recuerdos enemigos, como la batalla de Aljubarrota o la batalla de Toro, come el nombre del prior de Aviz o el nombre del Duque de Olivares. Mas yo pregunto cuál de las nacionalidades constituidas hoy no ha tenido entre sus diversas regiones más guerras, muchas más guerras que Portugal y España. Traidor llamaban los castellanos de la Edad Media, en acerbos apóstrofes, al río Ebro, que ha tenido el privilegio de dar su nombre a toda la Península, porque regaba la tierra de Aragón y sus campos con el agua recogida en tierra y campos de Castilla. No se pueden abrir las historias sin hallar a cada paso luchas abiertas de Castilla con León, de León con Galicia, de Galicia con Asturias, de Asturias con Cantabria, de Cantabria con Vasconia, de Vasconia con Navarra, de Navarra con Aragón y de Aragón con todo el mundo. El rey Don Sancho muere asesinado en el cerco de Zamora, y la superstición atribuye aquel asesinato al propio hermano del rey, al gran Alonso VI. El gran batallador Alonso I de Aragón rompía en guerra diariamente por Castilla. Don Juan II peleaba, cayendo como un alud, desde las montañas navarras, con castellanos y con catalanes, cuando el cielo había destinado a su hijo y heredero para fundar la unidad perdurable de la nación española. Quizá las calles mismas, las casas de nuestras ciudades clásicas han tenido más guerras entre sí que Portugal y España. Las competencias guerreras fueron de antiguo como leyes de la vida. Túvolas esa Francia, hoy tan una con la Borgoña, con la Provenza, con la Gironda, con las regiones que más se gozan y recrean y envanecen hoy con formar y constituir la Francia una y sola. No hablemos de Italia. Milán combate a Pavía, Pavía combate a Rávena, Rávena combate a Ferrara, Ferrara combate a Venecia, Venecia combate a Padua, Padua conspira contra Florencia, Florencia aborrece a Siena y a Pisa, Pisa prefiere que se la traguen el mar y el Arno a juntarse con el resto de Toscana, como Génova recibe la tutela de los españoles y no la tutela de sus hermanos los piamonteses, como Palermo proclama la dinastía de los reyes de Aragón frente a la dinastía de los pontífices de Roma. Los portugueses y los españoles no se han tratado jamás entre sí como los güelfos y los gibelinos de Italia. Aquel conde Ugolino encerrado en la torre de Pisa, entre tinieblas como las aves nocturnas, y constreñido por el hambre a comerse sus propias carnes en las personas de sus hijos; que sólo quita los labios y los dientes de los cráneos recién roídos y sólo con las cabelleras muertas se limpia la sangre de sus labios humeantes como el hocico de las fieras para maldecir a sus enemigos con maldiciones propias de los rugidos que dan los condenados en los infiernos; aquel Conde antropófago, la más trágica de todas las figuras en el más trágico de todos los poemas, ¡ay! es la imagen viva de las guerras interiores y civiles de esa Italia, tan unida hoy, que forma con el coro de sus ciudades enlazadas entre sí a la sombra del antiguo Capitolio, la más bella y más melodiosa armonía que pueden escuchar los humanos oídos en el mundo.
Las naciones se forman, no por los sellos de sus cancilleres o por la heráldica de sus monarquías, sino por la identidad de complexión nacional entre todos sus pueblos y por la identidad de destinos sociales en toda la historia. Dos naciones elaboran la misma idea; y al sustentarse con ella el espíritu humano pocas veces pregunta si esa idea se ha elaborado en esta u en otra región diversa, como no preguntáis nunca si la miel, que aroma y endulza vuestro paladar cuando la extraéis del panal, se ha elaborado por tal o cual abeja. Nada más diverso en apariencia que las ciudades griegas, con sus dialectos varios, con sus géneros de arquitectura diversos, con sus poesías y letras respectivas, con sus legislaciones opuestas, con sus guerras civiles que han manchado los campos del Peloponeso así como las aguas del Egeo; y sin embargo, el arte griego, el pensamiento griego, el tipo griego, han pasado a la historia como la obra de un solo espíritu y han constituido una divina religión que se llama hoy el helenismo. Están destinados a formar un solo pueblo aquellos territorios y aquellos ciudadanos que, divididos en Estados a veces contrarios, elaboran una misma idea, porque la idea es lo sustancial en la vida y en la historia. Se caracteriza la moderna Alemania por haber llevado a la religión cristiana el individualismo de la Alemania antigua; se conoce la moderna Italia por haber traído al seno de nuestra Europa el arte y el derecho de la Grecia y de la Italia clásicas; se distingue la moderna Francia por haber traído a nuestra existencia el ingenio, la gracia, la oratoria y el espíritu comunicativo de los antiguos galos; se define la moderna Inglaterra por la independencia personal, por el hogar inviolable, por el juicio de los iguales, por el temperamento indócil y aventurero que corresponden a la navegación y al comercio, por el gobierno parlamentario, por todo cuanto señala profundamente a sus dos fundamentales pueblos, los sajones y los normandos. Pues bien; no hay sino detenerse a reflexionar un poco sobre la vida histórica de Portugal y de España, para comprender que tienen la misma complexión, que producen y elaboran la misma idea, que forman la misma santa patria.
Por mucho que os empeñéis no halláis diferencias esenciales entre la región portuguesa y la región española; y cuando no hay diferencias esenciales entre las regiones, se suman como las cantidades homogéneas. Si tal es su gusto, pueden darse la satisfacción de tener y gozar gobiernos aparte, presupuestos aparte, administraciones aparte, armadas y ejércitos aparte; nadie menos que yo les disputa y regatea semejantes derechos, como republicano de abolengo y observador escrupuloso, por consiguiente, del respeto debido a la voluntad de las naciones. Mas no hay que olvidarlo, el equilibrio de las sociedades se funda en la conciliación y armonía de opuestos elementos, como en la armonía de fuerzas contrarias la mecánica celeste, como en la coexistencia y correlación de humores enemigos el cuerpo humano, como en síntesis y series de ideas a primera vista contradictorias las síntesis de nuestra razón y las bases de nuestra ciencia. De igual suerte que hay en la naturaleza un elemento generador de lo general y de lo universal coexistente con otro elemento generador de lo individual y de lo particular; un elemento que compone la aglomeración y colectividad de las especies junto a otro elemento que compone la expansión y particularidad de los individuos, correspondiendo a los dos principios esenciales de unidad y de variedad, hay en las sociedades impulsos de repulsión que tienden a diversificar los pueblos y aislarlos en su autonomía y en su independencia junto a impulsos de atracción que tienden a confundirlos e identificarlos bajo la misma superior unidad. Así como es de una dificultad inmensa, y a veces insuperable, juntar pueblos nacidos para componer nacionalidades diversas, como los croatas y los húngaros, como los alemanes y los latinos, como los helenos y los turcos; es de inmensa dificultad también separar por las leyes humanas o escritas los pueblos varios que han juntado en apretadísimo haz leyes naturales o divinas. El déspota, que suma y aglomera pueblos, lanzándolos con los chasquidos de sus fustas en la misma negra ergástula, tendrá que mantenerlos por fuerza en los senos de la monstruosa prisión, como hacen los zares con tantas naciones sometidas por su férreo cetro a una imposible unidad; pero el hijo, el hermano, el padre, que se va del seno de la familia natural, como se han ido, por ejemplo, los pueblos del centro en América, por su lado cada cual, volverán tarde o temprano, cuando generaciones más progresivas e iluminadas sucedan a las generaciones supersticiosas; volverán, sí, por propio impulso, por voluntad propia, por móviles más o menos reflexivos, al común techo del patrio respetable hogar.
Nadie puede romper las leyes naturales de la variedad, pero nadie puede romper las leyes naturales de la unidad. El macedonio de los Balkanes y el mongol venido desde la Tartaria al Ponto no podrán estar mucho tiempo unidos, aunque lo mande la conquista y lo necesite la diplomacia, mientras no pueden estar separados los españoles y los portugueses, aunque tengan dos gobiernos distintos y formen dos Estados diversos, porque los juntan y confunden de consuno Dios, la naturaleza y la historia.
¡Oh! ¡Cuántas mayores diferencias entre los pueblos de la península italiana que entre los pueblos de la península ibérica! Los que han unido las regiones itálicas, los fundadores de la nueva nacionalidad, hablan francés más bien que italiano. Cavour era de Saboya, Garibaldi era de Niza, y Víctor Manuel de aquella dinastía, extranjera siempre a los negocios italianos, y suspensa por largo tiempo entre la influencia española y la influencia francesa. El Véneto, libertado de las irrupciones bárbaras en las lagunas de San Marcos, apenas tiene cosa que ver con el bizantino sustentador de la autoridad imperial de Constantinopla bajo los exarcas de Rávena; el etrusco de Toscana se diferencia mucho del sabino que puebla las montañas del Lacio; como el griego de Nápoles se diferencia del árabe de Palermo, y el árabe de Palermo, a su vez, del celta y del ibero que habita las cordilleras del Piamonte o las costas de Liguria. Pero si nosotros dejamos aparte los vascos, raza de suyo autóctona y antigua, ¿qué diferencia encontraréis entre cántabros, galaicos, lusitanos, pertenecientes todos a la misma familia, y modificados todos por los mismos accidentes históricos? Habrá podido el normando en sus irrupciones dejar por las costas de Galicia huellas que no ha dejado por las costas de Andalucía; podrán el fenicio, el cartaginés, el griego, tener en los pueblos del Mediterráneo descendencia desconocida en los pueblos de Portugal; pero el fondo celta e ibero, médula de nuestros huesos, y la sobreposición latina y árabe, obra de duradera conquista, permanece y permanecerá en toda nuestra nacionalidad, como en nuestro físico la complexión y como en nuestro moral la conciencia. Somos, pues, los iberos un solo y mismo cuerpo.
Así elaboramos la misma historia. Componemos tribus varias de pueblos, hasta que viene a darnos su disciplina y unidad la legión romana. El elemento germánico se dilata de igual manera en una y otra orilla del Tajo. Los Concilios de Braga compiten con los Concilios de Toledo. La civilización gótica de Portugal se asemeja en todo a la civilización gótica del resto de España. La misma sobreposición en los godos del bizantinismo, absorbido al rápido paso por Grecia; la misma facilidad de cambiar la religión indígena por el arrianismo oriental, y el arrianismo oriental por el símbolo de Nicea en todos aquellos pueblos varios; el mismo respeto a la cultura y civilización romana y el mismo combate cruel entre los elementos teocráticos y los elementos militares; idénticos caracteres de civilización fundamental en unas y otras regiones. Pues así como no advertís diferencias en el paso de Extremadura a Portugal, ni diferencias en las dos orillas del Duero y del Miño y del Tajo, menos diferencias advertís todavía en las líneas del tiempo y en los periodos de la historia. Cuando se quiebra el cetro de los godos en las orillas del Guadalete, y rápido como el viento, llega el árabe al sitio de Mérida, cuyos monumentos le inspiran admiración tan grande, Portugal cae bajo el yugo mahometano como cayera España. Y desde que cae bajo el yugo mahometano, es decir, desde el siglo octavo, las armas cristianas, entradas allí, cuando las dirigen reyes, están dirigidas por reyes de Castilla o de León, únicos soberanos católicos que Portugal conoce hasta la época de su separación, hasta el siglo duodécimo. Por consiguiente, la identidad es completa en toda la historia antigua, y nada menos que en once siglos seguidos de la moderna historia. ¿Existen muchos pueblos en el mundo que alcancen esta fundamental identidad de recuerdos?
Unidos antes, nos separamos en el siglo duodécimo por la fuerza incontrastable del elemento feudal; y vueltos a unir en la segunda mitad del siglo decimosexto, nos volvimos a separar en la segunda mitad del siglo decimosétimo por la influencia nefasta del elemento jesuítico. Pero separados y todo, cumplimos igual fin humano en la historia y en la tierra, pasamos por las mismas fases en el espacio y en el tiempo, como un pueblo solo que somos, animado de igual, idéntico espíritu. Pudo Alonso VI en su grandeza perpetuar el triste principio de la patrimonialidad de los reinos, traído de allende por Sancho el Mayor de Navarra; y después de haberse opuesto con tanta pujanza y esfuerzo a la división feudal hecha por su padre, el primer Fernando, oposición que le costó largo destierro entre los árabes; y después de haber extendido Castilla y dádole una capitalidad como Toledo, que compitiera con Burgos y con León y señalara el camino de Andalucía y de Valencia, pudo dividir y rasgar el patrio suelo, legando a uno de sus yernos Portugal en feudo; pero no pudo rasgar la unidad natural de ambos pueblos y legar en feudo, por regio testamento, el alma una de la patria. Pueden las ligerezas y livianidades increíbles de Doña Urraca de Castilla y de Doña Teresa de Portugal sembrar discordias dentro de las regias familias castellanas y elevar estas discordias, engendradas muchas veces en los tálamos del adulterio, a grandes batallas guerreras y políticas; pueden aquellos extraños príncipes de Borgoña, raza extranjera y feudal, mirar antes a la propia medra que a la grande nación donde los había llevado el más funesto de los principios monárquicos, el principio hereditario, personificado en las dos hijas del gran Alfonso VI; pueden, a su antojo, partir en aereolitos informes el majestuoso astro de Castilla, que se levantaba en los espacios como un sol deslumbrador; pueden las múltiples discordias que traían entre sí los Gelmírez, los Traleas, los nobles de Galicia y los nobles de Portugal, los obispos en armas y los privados y favoritos de corte, quebrantarnos y dividirnos; pero no pueden impedir que Alonso Enríquez y Alonso Raimúndez, primer rey aquél de Portugal y primer emperador cristiano éste de España, cumplan el mismo destino y combatan a los árabes con la misma pujanza, como si fueran una sola personalidad, la personalidad total de la nación. Sí, la nación permanece una y total, aunque sus gobiernos sean varios y diversos. Leed los volúmenes tercero y cuarto de la monumental historia que ha consagrado Herculano a su patria, y decidme si halláis diferencias muy esenciales con Galicia, León y Castilla en las constituciones varias y en los organismos complicados de la política y administración general. La propiedad se constituye como en Castilla; los realengos se diferencian de los señoríos como en Castilla; los propios tienen igual influencia que entre nosotros, en la condición de los siervos; se generan y robustecen los municipios bajo las mismas leyes generales; y se juntan las Cortes en virtud del mismo principio y para satisfacer una misma necesidad.
Y continúa la identidad. El siglo decimotercio es en Portugal, como en Castilla, el siglo de las épicas victorias sobre los árabes y de la rápida extensión de los Municipios en la sociedad. A comienzos de tan grande siglo, los portugueses contribuyen a la victoria sobre los almohades en las Navas, como habían contribuido en el siglo duodécimo al combate con los almorávides en Extremadura y contribuirán en el siglo decimocuarto a la rota de los benimerines en las orillas del Salado. E igual identidad, igual, durante la centuria que sigue a la centuria decimatercia. El rey D. Pedro de Portugal es el mismo rey D. Pedro de Castilla, como D. Pedro de Castilla es el mismo rey D. Pedro de Aragón. Los tres representan la supremacía del Estado central sobre los Estadillos feudatarios; los tres sirven a la unidad monárquica; los tres combaten con sus respectivas aristocracias; los tres representan el terror de una revolución radical contra el feudalismo histórico; y, por tanto, los tres recurren con igual empeño a la crueldad y a la perfidia. Después de todo esto, nada significa, pero absolutamente nada, que Castilla y Portugal tuvieran diferencias, terminadas por la batalla de Aljubarrota, cuando acababan de combatir, en porfías diversas, Castilla y León, Cataluña y Mallorca, destinadas a formar una sola nacionalidad, que ha de permanecer íntegra y una por siglos de siglos en el espacio y en el tiempo.
Pero donde la identidad más se revela es en el siglo de los descubrimientos. El infante D. Enrique de Portugal, presidiendo las huestes cristianas desde Lisboa a Ceuta, e internándose por los desiertos africanos, con la fe viva en Dios y la esperanza de dilatar la patria, no busca tanto como él creía un camino que le lleve hacia el Oriente y sus soñados imperios, no; busca el desquite de toda la raza ibera, y abre frente a frente de los últimos términos, donde la Europa se acaba y el sol se pone, las puertas del África, inscribiendo en ellas de antemano, y con las previsiones proféticas del genio, los enigmas de un ministerio histórico y social que trataran de cumplir Cisneros y Carlos V, como D. Enrique, D. Fernando y D. Sebastián de Portugal: prueba del pensamiento común y de la común voluntad que animan a toda nuestra raza. ¡Oh! aquel príncipe constante, martirizado en los desiertos africanos, y al cual consagrara Calderón uno de sus inmortales dramas, representa todavía, con la fijeza dada por el arte a todos sus prototipos, la paciencia y la tenacidad que ha de tener nuestra raza y emplear en su futura obra de civilizar el Imperio marroquí y extender la cultura ibérica por el norte de África. Yo he oído a los pilotos de nuestras naves, a los cronistas de nuestro ejército, a cuantos acompañaron las españolas huestes por los desfiladeros de Sierra-Bullones, por las campiñas de Tetuán, por los arenales de Vad-Ras, cómo todavía, en los arreboles formados por los rebotes del sol sobre las áureas arenas del desierto y en las orillas recamadas por las azules ondas mediterráneas y sombreadas por las palmeras orientales, ven los ojos cristianos, exaltados por la fiebre que den aquellos climas y aquellos recuerdos, la imagen del rey D. Sebastián señalando, como los ángeles batalladores en los cuadros de los combates religiosos, con su cetro de oro y su espada de fuego el camino sembrado con los huesos de sus legiones de mártires, por dónde hay que ir al común logro de nuestro pensamiento nacional.
Pero ¿qué más? Cuando Constantinopla cae y América surge; a la hora de las grandes revelaciones, en que Polonia, por medio de sus astrónomos, fija nuestro sol en el foco de las elipses planetarias, y Alemania, por medio de sus doctores, fija la conciencia libre en los senos del alma emancipada, e Italia, por medio de sus artistas, levanta las estatuas antiguas, dobla la historia europea, trasfigura en los Tabores de sus artes al hombre moderno; el indio histórico, creador de los dioses arias, oráculo y origen del paganismo griego, cargado con toda la joyería de los primeros tiempos de las castas, llega bajo la mano de Gama, en aquellas naves que han vencido mil tormentas y que han descubierto mil enigmas, a los muelles de Lisboa, casi al mismo tiempo que llegan a os muelles de Barcelona, bajo la mano de Colón, los indios de la joven América, trayendo los unos la tierra oriental, el mundo de lo pasado, y trayendo los otros la tierra occidental, el mundo de lo porvenir; expediciones en las cuales no sólo se recogen las perlas y esmeraldas que van a coronar las sienes del Renacimiento, los aromas de olorosas especias que van a embriagar los sentidos y encender la sangre, los coros de islas y el número de continentes que van a extender nuestro nombre y a esparcir naciones de nuestra estirpe ilustre por todos los senos del mar y de la tierra, si no como vías lácteas de ideas que han de iluminar al planeta, como provenientes de un genio para el cual no habrá, como para su sol no hay ocaso en el cielo, eclipse ni ocaso en la Historia. ¡Oh! Realizamos una obra común españoles y portugueses. Os atrevisteis vosotros a llamar al cabo de las tormentas tórridas el cabo de la Buena Esperanza, para que ningún barco explorador se detuviera, como nos atrevimos nosotros a pasar la nefasta línea ecuatorial para que ningún pueblo quedara oculto a la humana vista; fuisteis vosotros, con vuestros Alburquerques y Almeidas y Vascos, al mar Rojo, a la isla de Ceylán, que os ofreció los tributos de su vida exuberante, al canal de Mozambique, a la misteriosa Etiopia y a la fecunda India, entrando en aquellas ciudades antiguas que os revelaban sus secretos, a guisa de templos profanados, como fuimos nosotros por los Andes, por el Imperio inca y azteca, por las Antillas, apercibiendo tierras nuevas al nuevo espíritu; y luego, unidos con Magallanes y El Cano, pasamos de Europa al Asia por un estrecho que parecía en el Nuevo-Mundo abierto a nuestros milagrosos conjuros, circunvalamos por vez primera la tierra, dejando toda su esfera ceñida con tal zodíaco de glorias lusitanas y españolas, que brillarán en la memoria tanto tiempo como puedan brillar las varias constelaciones en la inmensidad de los cielos. Si Alemania fue la reveladora de la conciencia, Italia la reveladora del arte, Portugal y España han sido las reveladoras de la Naturaleza.
No quiero continuar buscando igual identidad en la historia de nuestra servidumbre y de nuestra desgracia. Olvido cuanto hiciera la Inquisición por abrasar la sangre de nuestras venas y el jesuitismo por extinguir las ideas de nuestro espíritu. Callo la identidad de nuestra suerte, no sólo bajo el cetro de los dos Austrias, sino después de haberse apartado ambas naciones, más por la torpeza de Felipe IV y su valido que por la voluntad y el deseo de Portugal y los portugueses. Cuando vosotros llorabais por calles y plazas la muerte del primogénito de D. Juan II, en cuyas sienes se veía resplandecer, por combinaciones dinásticas, la corona de España, llorabais vuestra separación de nuestra patria, como nosotros, cuando vamos al monasterio de los dominicos de Ávila y vemos en el crucero la tumba gótica del príncipe destinado en el pensamiento de los Reyes Católicos a recoger las dos diademas y fundirlas en una sola, nos entristecemos al recordarlo malogrado en su mocedad, por nuestra separación de Portugal. Separados y todo, vuestro siglo decimoctavo es idéntico a nuestro siglo decimoctavo, y vuestro siglo decimonono idéntico a nuestro siglo decimonono. Tenéis que recabar como nosotros la independencia patria, herida por la triste ambición de los Napoleónidas; y tenéis, como nosotros, que recabar las libertades modernas en revoluciones audaces contra los conjuros y los esfuerzos de la reacción universal. Por consiguiente, fuimos unos ayer, somos unos hoy, seremos unos más todavía mañana.
Las instituciones modernas tienen de bueno que no se dejan limitar, cuando así conviene a los intereses generales, por antiguas potestades históricas más o menos valiosas. Dentro de la política contemporánea, y de sus combinaciones, sobran recursos para estatuir formas y maneras de vida, que prestándonos la fuerza propia de todas las grandes unidades sociales, no mengüen para nada nuestras respectivas autonomías y nuestra mutua indispensable independencia. Antes de llegar a donde llegarán, digan lo que quieran las generaciones presentes, a donde llegarán, repito, las generaciones venideras, a una confederación, hay que preparar muchos caminos, y hay que hacer muchos pactos, así mercantiles como diplomáticos, así literarios como económicos, a fin de obligar a confluir nuestras vidas en los mismos cauces como confluyen nuestros ríos. Discusiones célebres en Cámaras extranjeras han mostrado a nuestros vecinos en cuanto los estiman aquellos que los protegen. Las palabras de Brigth aún pueden atribuirse a la improvisación parlamentaria de las ideas falsas, que todos los protestante s puritanos y cuáqueros suelen tener de los pueblos católicos; pero si los ojos de nuestros vecinos se han fijado en el célebre volumen de Sir Teodoro Martin, a quien atribuye la vulgar opinión origen altísimo, por tratarse de la vida íntima del príncipe Alberto, verán allí el concepto en que los tienen y las palabras que les aplican sus grandes y poderosos aliados, palabras que no repetiré yo aquí, primero, por no creerlas justas, y después, por no turbar con recuerdos tristísimos estas líneas de paz y de concordia. Por lo mismo doy de mano al recuerdo de aquel día en que un extranjero buque se presentó en vuestros puertos a violarlos; y doy aún más de mano a la consideración de lo que os ha pasado a vosotros en el Congo y a nosotros en Borneo para no avivar con palabras imprudentes pasiones imposibles de satisfacer hoy sin perpetrar una temeridad que rayaría en la demencia del suicidio. Pero sí quiero deciros que la industria cumple sus fines providenciales, completando las fuerzas del Universo; que hilos telegráficos y líneas férreas acercan cada día más uno a otro nuestros respectivos territorios; que las colonias nuestras y vuestras exigen el amparo de una gran fuerza, pues ya va diciendo quien sabe y puede, como no deben consentirse colonizaciones a quien carece de medios para mantenerlas e ilustrarlas; que las razas del Norte han fundado en el centro de Europa esa grande Confederación germánica, dentro de la cual caerá definitivamente el Austria, como han caído tantos otros pueblos; que la fraternidad eslava se dibuja en el Oriente y no es dado resistir a estas tendencias generales sin precipitarse abrumados por la fatalidad en triste decaimiento; que una patria ideal de todos los iberos se va formando por la condensación de grandes pensamientos emanados de las inteligencias mayores de uno y otro pueblo, y a esos idealismos, aunque parezcan vagos y etéreos, no se resiste mucho tiempo, pues, como el oxígeno universal, encienden la vida y transforman los objetos. Sí, la patria ideal, en que todos pensamos, y que todos queremos, es hoy una soñada utopía, pero será mañana una viviente realidad.