Historia del año 1883/Capítulo V
Capítulo V
Las agitaciones socialistas y el gobierno republicano en Francia
Cerraríamos los ojos al resplandor de la verdad si negásemos el gravísimo estado de la Francia republicana. Relampaguea en aquellos cielos asombrados por negras nubes una tormenta preñada de innumerables calamidades. Agitación extrema en los ánimos, crisis fabril en los talleres, deficiencia inesperada en el presupuesto, alardes alarmantes del socialismo, ideas tumultuarias de los clubs, esperanzas facciosas de la reacción monárquica, procesiones rayanas en motines, insultos y atentados a la fuerza pública, saqueos de las tahonas, ataques a los coches, desórdenes allí donde se necesita más que por ninguna otra parte la regularidad del orden, una Cámara con propensiones convencionales, un Senado amedrentadísimo, una presidencia indiferente, un municipio revolucionario, un Ministerio no bien consolidado, los jornaleros exaltadísimos por esperanzas irrealizables, y los pretendientes por errores increíbles, el problema constitucional traído inoportunamente a impulsos del insensato radicalismo; todos estos terribles aspectos varios de un mismo intenso mal profundo muestran que si la política republicana y parlamentaria no toma pronto carácter conservador tan claro como resuelto, se consumirán los franceses en constante anarquía, tras la cual surgirá, como sucede siempre a los pueblos incapacitados de la moderación indispensable al ejercicio del derecho, violenta y vergonzosa dictadura.
Dos errores gravísimos predominan ahora en Francia, y de los dos dimanan cuantos males hoy deploramos y para lo porvenir tememos. Es un error el carácter monárquico de los partidos conservadores, y es otro error el carácter radical de los partidos republicanos. Los conservadores franceses no comprenden que combatiendo la República combaten la base única del orden social presente, y al combatir la base única del orden social presente dan fuerzas a la revolución comunista y callejera; mientras los republicanos franceses, a su vez, no comprenden que violentando la República y conduciéndola más allá de los límites señalados en el tiempo a nuestra generación, arrójanla en la utopía, y al arrojarla en la utopía provocan y aún justifican la reacción monárquica, o, por lo menos, la dictadura temporal.
Renuncien a toda ilusión las escuelas monárquicas francesas y a toda esperanza. Las formas del gobierno jamás obedecen a las arbitrariedades y caprichos de la casualidad; antes, como los organismos en los planetas, resultan del estado biológico de las sociedades humanas, y son como el continente necesario, y como el molde propio de la sustancia social de su vívido espíritu. Han concluido las formas monárquicas después de la revolución universal, en país tan adelantado y culto como Francia, cual concluyeron los telégrafos ópticos después de impuestos los telégrafos eléctricos por los adelantos naturales de la industria y del trabajo en armonía siempre con los adelantos naturales del pensamiento y del saber. Una monarquía encontraríase frente a frente del estado mental de las nuevas generaciones y en discordancia completa con la trasformación profundísima que ha experimentado Francia en el mundo al convertirse por su historia contemporánea y por sus radicales cambios opuestos a la fe política secular, en órgano del espíritu moderno y verbo de la idea democrática. Y encontrándose así, toda monarquía está condenada irremisiblemente a vivir en plena guerra y a perecer por la revolución. De consiguiente, no me parece amar mucho a su patria el francés deseoso de institución tan opuesta por completo al espíritu de Francia y tan preñada de irreparables catástrofes.
Sin embargo, los pretendientes atizan el incendio en que habían de quedar consumidos antes que nadie sus imprudentísimos partidarios; los periódicos realistas provocan las manifestaciones tumultuarias, aguardando de los excesos del mal un supremo remedio; y los oradores del Borbonismo y del bonapartismo en ambas Cámaras trazan apocalípticas jornadas para ver si viene por algún punto del cielo sobre los mares de cenizas y bajo las lluvias de pavesas entre los desquiciamientos del Universo y la extinción de los astros, el libertador armado con siniestro cometa por cetro parecido a guadaña y caballero con cabalgadura cuyas crines destilen gotas de humana sangre.
¡Ah! Si por traer la monarquía histórica, en cualquiera de sus manifestaciones conocidas, los monárquicos franceses corren peligro de hacer zozobrar la libertad, indispensable a todos como la luz o como el aire, y cambiarla por pretorianesca dictadura, la cual sería vergüenza y ruina de Francia, los republicanos franceses, a su vez, pecan gravemente contra su patria, y nuestra Europa no comprendiendo cómo la República democrática representa de suyo la conservación social y cómo dirigirla en proceloso rumbo hacia los falsos ideales de la utopía, extremarla en sus procedimientos, someterla sistemáticamente al socialismo, confundirla con todos los delirios, asestarla como un arma de guerra contra la magistratura y el ejército, convertirla en implacable y tenaz perseguidora del clero, equivale a servir la causa, no diré de la monarquía, imposible de suyo, pero sí diré de la dictadura, tremendo castigo propinado por la lógica inflexible de la Providencia necesariamente a todas las extravagancias democráticas, lo mismo en los antiguos que en los modernos tiempos, y lo mismo en las antiguas que en las modernas democracias.
Apenan y adoloran los últimos acontecimientos. A consecuencia de la instabilidad en el Gobierno, la penuria en el trabajo, y a consecuencia de la penuria en el trabajo, la inquietud en los trabajadores. Sábenlo muy bien los reaccionarios del partido realista y los exagerados del partido republicano; sábenlo a ciencia cierta y tratan de aprovecharlo para perder los unos la república y los otros para exagerarla, cómplices ambos mutuamente, sin voluntad ni conciencia, en sus sendas desastrosas maniobras. Podrán defenderse de tal tacha indeleble los conservadores demagógicos al uso, pero no podrán ocultar que mientras los periódicos republicanos, en su mayor parte, disuadían a los trabajadores de manifestaciones peligrosas, los periódicos realistas e imperiales, en su mayor parte, movíanlos y empujábanlos a sabiendas y deliberadamente hacia el extravío y la perdición, esperanzados de traer con jornadas de Junio dictaduras de Diciembre, como si la historia humana se repitiera con esa monotonía y las generaciones nuevas no escarmentaran alguna vez en cabeza de las generaciones suicidas a quienes destruyeron o esclavizaron sus errores y sus excesos.
No creáis que mis ideas republicanas me obligan a imputar los motines últimos a los diarios monárquicos. Conozco y confieso que hay en las democracias, a las cuales yo pertenezco, en su extrema izquierda sobre todo, harina bastante para componer y amasar un motín formidable; pero la última levadura, no lo dudéis, ha sido procurada y prevenida por la prensa reaccionaria. Yo he leído estas palabras en órgano de reyes cesantes: «Unos cuantos empellones bastan para conseguir que los jornaleros sin trabajo duerman esta noche calentitos en la mullida cama del presidente monsieur Grevy o del yerno M. Willsson.» Lo cierto es que, anunciada con oportunidad la manifestación, comenzaron a reunirse grupos de manifestantes al mediodía del once de Marzo en la inmensa explanada de los Inválidos. El gran edificio de Luis XIV, con su áurea rotonda, que semeja, por lo correcta y convencional, cortesana peluca de Versalles, destacaba sus frías líneas, de un gusto decadente, sobre sábanas de blanca nieve llovida en la glacial madrugada de día tan triste como nefasto. La concurrencia engrosaba naturalmente a medida que trascurría el tiempo y entraba la tarde; mas componíanla, no tanto trabajadores sin trabajo, pocos en número, y aún humildes en actitud, como curiosos de todos los matices políticos, muñidores de todos los clubs teatrales, pilluelos de todos los antros parisienses, locos de esos para quienes la fiebre continua y alta es el estado natural y permanente de las sociedades modernas, entregadas, según ellos, a una revolución intensa y poseídas por un sibilino delirio. Cuando ya montaba la suma un suficiente número para intentar algo, diéronse los gritos de «Al Palacio Borbón y al Elíseo»; es decir, a la residencia del Poder Legislativo y a la residencia del Poder Ejecutivo de Francia, no tanto para requerirlos a tomar alguna medida o emprender alguna reforma, como para desacatarlos ante la conciencia pública y perderlos en la opinión europea.
Mas el Palacio de la Presidencia y el Palacio de la Cámara tienen a su entrada fuerza militar, como auxilio necesario de sus respectivos poderes y seguro de su autoridad. Y ante la fuerza pública de uno y otro punto cedieron los amenazadores manifestantes, no sin haber desahogado su impotencia en gritos de rabia y en amenazas de melodrama. Constreñidos a moverse dentro de dos filas de armas trazadas con prudente antelación por la prefectura, y obligados a circular sin detenerse por la consigna de los agentes de orden público, no tuvieron medios de perturbar ni el sitio de la manifestación tumultuaria, ni el trayecto entre la explanada de los Inválidos y el Palacio de las Cortes y entre el Palacio de las Cortes y el Palacio de la Presidencia, muy cercanos, pues a la simple vista se descubren desde cualquier ventana o balcón de los alrededores el sitio donde se citaban y el sitio a donde se dirigían los ciegos tumultuados. La policía hizo a derechas su oficio, cumplió con su deber estricto, y así en los alrededores del Elíseo, como en los alrededores del Congreso, redújose a nube de verano la imponente manifestación, relampagueo continuo sin rayos y sin truenos, sin lluvia y sin granizo.
Allí estaban la Luisa Michel y la Paulina Minke, desconociendo en sus febriles mentes el estado de la sociedad moderna y en sus sublevadas personas la delicadeza del sexo femenil. Paulina empuñaba nerviosamente homicida revólver, y Luisa, sobre la escalera de un farolero, despedía las más absurdas proclamas, con ánimo de incendiar a todo París, y sin más resultado que atraer sobre su demente política y su dementada persona risas y burlas parisienses. Absurda, tanto como la triste arqueología monárquica, la triste arqueología revolucionaria. No hay Versalles poblados de reyes, ni Bastillas hinchadas de lágrimas, ni tribunales del Santo Oficio para extinguir el pensamiento, ni castillos en las alturas y siervos en los abismos sociales; por consiguiente, no puede haber en la tribuna y en el Estado aquellos Titanes que convertían las ideas en manojos de rayos para abrasar los viejos colosales poderes, ni en el pueblo aquellas muchedumbres que agitaban las teas revolucionarias en sus manos crispadas y traían los trágicos pero creadores días de la revolución universal. Luisa Michel, evocando las calceteras de la guillotina, se coloca tan fuera de sazón como la beata calcetera que busca los familiares del Santo Oficio.
Viendo que los esfuerzos para penetrar en el Congreso y para ir del Congreso al Elíseo no daban resultado alguno, las dos Pitonisas rojas, acompañadas por una parte de la multitud en delirio y precedidas de banderas negras, entre cuyos pliegues se veían sediciosas inscripciones, fuéronse por la orilla izquierda del Sena y por las antiguas calles aristocráticas de San Germán al barrio de la Universidad, en pos de la juventud que asiste a escuelas y liceos, propensa de suyo a movimientos y aventuras. Pero allí, en la montaña de Santa Genoveva, secular Aventino de las revoluciones del espíritu desde los tiempos genérisos del revelador Abelardo, sólo una carcajada histérica de menosprecio contestó a las profanaciones del progreso por las ridículas Euménides. Y no sabiendo éstas qué hacer, para no malograr completamente aquel día, persiguieron a pedradas los coches y entraron a saco en las tahonas, concluyendo y rematando tan desdichadamente la tristísima parodia del noventa y tres, sólo comparable a la parodia de Imperio representada por el príncipe Napoleón Jerónimo en sus desatentados manifiestos y en sus increíbles proclamas. A tales desacatos no había más remedio que oponer la fuerza, y a los impulsos de la fuerza en el poder no había más remedio en los sublevados que apelar a la fuga prontamente, y a la fuga tuvo que apelar Luisa Michel perseguida por la policía, ella, la profetisa del nuevo mundo social; ella, la sucesora de los antiguos gracos; ella, la Sibila del socialismo, como los deshechos calaveras o los delincuentes vulgares, sin haber conseguido más triunfo en aquel paseo de airadas pasiones que romper los cristales de algún vehículo, devorar el pan de algunas tahonas y convencer a los más célebres alienistas de que necesita la infeliz una larga cura para poner en sus goznes la desvencijada cabeza.
Después de todo esto no es maravilla que haya completamente abortado la manifestación del once de Marzo. Algunos miles de personas se reunieron ante la obra del Hôtel de Ville y en el espacio conocido con el nombre de Plaza de la Grève. Todos estos sitios gozaban de renombre por su temperatura tempestuosa, cuando nos hallábamos en el período de las revoluciones, y el barrio de San Antonio era la residencia de los trabajadores demócratas, soldados de la libertad, siempre dispuestos al combate y al martirio. Los tiempos han cambiado mucho y el sufragio ha sustituido al fusil. Por consiguiente, las manifestaciones tumultuarias no pueden hallar espacio ni eco en el sitio donde se alza el verdadero santuario de la democracia parisién y entre veteranos de la libertad que saben cuánto cuesta fundar la República y con qué trabajo se salva y se conserva. Empleó el Gobierno muchas fuerzas, expidió patrullas, apostó retenes, sacó de sus alojamientos los guardias republicanos de caballería, encerró la guarnición y supo aparejarla hasta para un combate; mas todo se redujo a una grande reunión de curiosos y a un millar de manifestantes, cansados los unos de ver y los otros de ser vistos, a las tres de la tarde, hora en que todo París volvía de nuevo a su profunda calma.
Pero apuntemos las coincidencias entre la desesperación de los monárquicos y la excesiva esperanza de los radicales, para que se vea cómo son a un tiempo enemigos en ideas políticas y cómplices del mismo crimen social y cooperadores en el mismo desastroso trabajo. M. Cuneo de Ornano escribe proclamas dignas de Luisa Michel, concitando al pueblo contra el Gobierno. El grito de «Al Palacio del Congreso» salió en la manifestación penúltima del pecho de M. Chincholle, redactor del Fígaro. La persona que más llamó la general atención por sus vociferaciones, y que primero cayó en manos de la policía por sus violencias, fue un redactor del Gaulois, antiguo secretario del príncipe Morny. Quien más impulsó las muchedumbres hacia el Elíseo fue sin duda el publicista reaccionario M. Rivière. Y al mismo tiempo el radical Joffrin presenta en el Municipio de París una proposición para que armen al pueblo y desarmen al ejército los gobernantes; y el radical Clemenceau habla de revisar la Constitución republicana, lo cual equivale a tener la República en perdurable fiebre; y el radical Ives Guyot insulta con palabras soeces al Gobierno; y el radical Clovis-Vigne dice que abofeteó a la Cámara el Senado con sus muletas de inválido. Gran maquiavelismo en los monárquicos y demencia suicida en los republicanos.
Mi amistad a Francia y mi amor a la República me inspiran la más vehemente reprobación a todas estas agitaciones gárrulas y estériles. Mas no se limitan al pueblo republicano; invaden todas las naciones y estallan a una en la cima de los mayores imperios. El Zar de Rusia remite su coronación, amedrentado por las conjuraciones nihilistas, dos años después del ascenso al trono; el Emperador de Alemania dicta leyes de dura excepción para contener con la fuerza del Estado a los mismos socialistas a quienes alienta con sus doctrinas extrañas acerca del triste socialismo de la cátedra; el Emperador de Austria sostiene improvisados y rápidos combates en las calles de Viena para extinguir las manifestaciones de los trabajadores encrespados; el Imperio británico, el primero y más poderoso y más formidable del mundo, mira con horror cómo estallan las materias explosibles bajo los grandes edificios de Londres y cómo los asesinos, después de haber inmolado al ilustre Cavendish, que representaba la reconciliación y la paz, invaden los jardines regios y atentan, hasta en aquel seguro de la majestad, a las predilectas damas de la Reina. Entre nosotros mismos los crímenes usuales en grandes regiones despobladas, las inquietudes prevenientes de las malas cosechas últimas y de la depreciación de los vinos jerezanos, el descenso de los salarios a consecuencia de mil concausas, la falta del cultivo en pequeño, tan favorable al agricultor y al jornalero, todos estos males de una región andaluza atribúyense, por el sentido común, a confabulaciones internacionales la revolución social y a influjo de los anarquistas europeos.
Respecto a España, y más aún respecto a Francia, creo que la triste agitación jamás pasará de la superficie ni ahondará en la médula de nuestras dos sociedades. El estado de los pueblos latinos, profundamente mejorado por la gran revolución económica, que ha destruido las vinculaciones y que ha desamortizado las tierras en manos muertas retenidas; tal estado hace que la utopía socialista se refugie allá en las muchedumbres de las grandes ciudades, muy ataraceadas por la terrible carestía de todos los objetos indispensable al consumo diario y en las regiones donde la propiedad se acumula, por incidencias independientes de la voluntad del legislador, en pocas manos, y las faenas jornaleras toman la triste angustia que suelen tener en las forjas y en las minas.
Pero no alcanza de ningún modo el movimiento socialista de los pueblos latinos la inmensa gravedad que alcanza ese mismo fenómeno en los pueblos germanos, sajones y moscovitas. Las raíces del feudalismo, aún a flor de tierra en Alemania; la complicidad moral de las clases altas con los ensueños apocalípticos de las clases bajas en Rusia; el carácter amayorazgado de la propiedad en Inglaterra dan mayor pábulo al socialismo en todos estos pueblos que aquí, entre nosotros, donde la división de las propiedades por la igualdad de los hijos ante la herencia y por el gran movimiento económico individualista tienden a nivelar con equidad las varias condiciones y a distribuir con proporción y con medida la riqueza por todo el cuerpo social.
Así, las últimas perturbaciones de París, la manifestación ruidosa y gárrula de los Inválidos y la manifestación abortada del Hôtel de Ville, más bien provienen de accidentes fortuitos y de la debilidad ministerial que de profundas y verdadera corrientes. Al resolverse con decisión el Ministerio por la indispensable resistencia, el orden ha entrado en su verdadera regularidad. Ha bastado que un ministro, el de Justicia, conminara seriamente a los fiscales para que persiguieran los delitos contra la seguridad pública; y otro ministro, el de la Gobernación, recordara que no pueden celebrarse reuniones al aire libre, sino en espacios cerrados y cubiertos; que otro ministro, el de la Guerra, concentrase las guarniciones en la capital, para que todos los elementos, salidos de madre, hayan repentinamente vuelto a su cauce, disipándose la manifestación amenazadora en favor de la comunidad revolucionaria como una engañosa pesadilla.
Más, mucho más hoy embarga mi ánimo y lo apena el movimiento de revisión constitucional, en hora nefasta iniciado por la extrema izquierda republicana, sin comprender cómo quebranta las instituciones nuevas y mantiene una innecesaria perturbación política. Muy pronto el partido republicano ahora olvida que la República se ganó por un voto no más en la Asamblea Constituyente de Versalles, y que la revisión significó por mucho tiempo una tendencia del partido realista y otra tendencia, no menos pronunciada y fuerte, del partido imperial contra la República. Los reaccionarios montaron una constitución frágil, con ánimo de cambiar los poderes electivos por los poderes permanentes y hacer de la nueva forma de gobierno una indefinida e indefinible interinidad. No lo creeríamos si no lo viésemos; no creeríamos que republicanos de abolengo cayeran a una en la red con tanto arte urdida por los monárquicos de convicción bajo sus plantas. Cuando la escuela monárquica sostiene que nuestras instituciones son débiles, nosotros debemos demostrar su solidez y su estabilidad. El ministerio Freycinet, débil bajo otros conceptos, en éste de la revisión constitucional tenía una gran fuerza y estaba en muy firme terreno, porque la resistía de todas veras y la contrastaba con soberano esfuerzo. El ministerio Ferry, para conciliarse los amigos de Gambetta, cuyo error consistió en una revisión relativa, también la invoca y la sostiene, aunque parcial y concreta, y aplazada para dentro de dos o tres años. Error, en mi sentir, también esta promesa increíble, aunque templada por el aplazamiento. En todos los pueblos libres las Constituciones alcanzan una respetable antigüedad. Se pierde allá en la memoria humana el origen de la Constitución británica, formada con ideas de todas las razas y fragmentos de todos los tiempos. La Constitución americana es muy vieja. Del año 48 data la Constitución federal suiza, ligeramente reformada el año 74 en sentido unitario. La Italia independiente, libre, una, cabe dentro del Estatuto de Carlos Alberto. ¿Por qué no había de caber la República francesa dentro de la Constitución de Versalles? Si el partido gobernante no lo comprende así, condena a la República sin remedio a la instabilidad, y condenándola por imprevisión a la instabilidad, fomenta las supersticiones monárquicas y trae la reacción universal.
Muchos republicanos de buena fe comienzan a comprender esta verdad evidente, y a tirar hacia atrás en el camino de perdición que habían emprendido al borde oscuro, del abismo donde abre su tenebrosa boca esa grande incógnita. Monsieur de Clemençeau, en cuyo espíritu late, como en todos los espíritus de alguna superioridad, la idea gubernamental, sigue más bien con aparato retórico que con profunda convicción política, la idea de revisión, pero encerrándola en tales misterios que parece, cosa tan clara y conspicua, un verdadero misterio. Monsieur Anatolio de la Forge, carácter elevado y entero, aunque muy radical en sus ideas, entiende que no puede llegarse hoy al radicalismo práctico; y retrocede y se acoge a la estabilidad constitucional. Idéntico proceder sigue un demócrata honrado y antiguo, M. Mairic, diputado de Narbona, quien dimite su cargo porque es designado como revisionista en las últimas elecciones, y alcanza todos los peligros de la revisión. Su amor a la patria y a la libertad le ha mostrado que con esas amenazas de cambios indefinidos se corre a la vaguedad política, y que con la vaguedad política se cae pronto en la incertidumbre pública, y que de la incertidumbre pública se pasa más pronto aún al malestar general. No ha nacido un hombre de su temple para mirar más a la tribuna pública que a la propia conciencia, para seguir más al comité de los electores que al conjunto de los franceses, para encerrar sus ideas en el distrito casero y no en el pueblo todo, para destruir ministros y encontrarse luego con que se han destruido ministerios, y con los ministerios todo gobierno, y con todo gobierno la libertad, la democracia, la República, la Francia; porque puestas las sociedades humanas en la terrible alternativa de optar entre la dictadura y la anarquía, optan siempre por la dictadura. Corregid, republicanos franceses, vuestras leyes paulatinamente dentro de la Constitución, pues los periodos constituyentes sin necesidad equivalen a periodos revolucionarios sin fuerza, y los periodos revolucionarios sin fuerza material y sin fuerza creadora traen un desmayo y enflaquecimiento necesarios, a cuyo término se halla la debilidad, que llama la dictadura y el cesarismo para dormir en paz el sueño abrumador de la reacción.
Sí, la revisión constitucional trae consigo toda suerte de riesgos dañosísimos sin compensaciones de ninguna ventaja. Un suicida instinto de perdición tan sólo puede aconsejar que, para combatir a todos los pretendientes, se resuciten y evoquen todas las pretensiones. Aquéllos que suspiran por una especie de Asamblea soberana, sin límites en su autoridad y sin contrapesos a su poder, no saben cómo hay una concepción más avanzada todavía dentro de la democracia: el plebiscito, y cómo dentro del plebiscito late por fuerza una amenaza terrible ¡ay! el Imperio. Así que pongáis en tela de juicio la Constitución vigente, producto, como todas las obras duraderas, de transacciones entre lo pasado y lo presente y entre lo presente y lo porvenir, vendrá por fuerza el debate universal sobre lo divino y lo humano, con la triste atomización de las ideas y la guerra feroz entre los ánimos. Vuestra obra de paz y de concordia se habrá venido a tierra. Una discusión a muerte, de las que siembran irreconciliables odios entre los individuos y las familias, traerá una de esas guerras espirituales, si menos cruentas, más largas que las guerras civiles, a cuyo término tendréis que someteros, como todos los pueblos divididos por pasiones implacables, al silencio y sumisión del más exagerado despotismo. Y surgirá la pretensión monárquica cual surgirán las demás pretensiones análogas. Y viviréis en perpetuo aquelarre de ideas confusas, en sábado infernal de teorías políticas. Y aquí surgirá la vieja sociedad, como una de esas horribles apariciones que vomita el purgatorio sobre la campesina gente al toque de ánimas; y allí vendrán de nuevo los doctrinarios, atribuyendo todos los males al sufragio universal y demandando el regreso a las clases medias y el sacrificio de las ideas democráticas, así para salvar un resto de libertad como para traer un seguro a la paz; y más allá se levantará el Imperio, mezcla informe y absurda de Carlo-Magno y Robespierre, proponiendo la dictadura perpetua para castigar a los gárrulos parlamentarios y cumplir las promesas del redentor socialismo; y más allá vendrán los comunistas de la cátedra ocurriendo con un Estado fuerte al remedio de tantos males como trae la triste agitación y con un procedimiento empírico a la cura de tantas llagas como abre la inquietud general en las fuerzas del infeliz trabajador; y tras todas estas legiones anárquicas y anarquizadoras, el cortejo de insensatos y dementes que hay allá en el hondo seno de los abismos sociales, el nihilista con la fórmula de guerra implacable a todo poder en los labios, y en las manos el siniestro rayo de la revolución cosmopolita.
Y si, al fin y al cabo, los republicanos estuvieran unidos, vaya en gracia. Pero ahí la división será más terrible todavía, y el resultado de tantas controversias y disputas mucho más infausto. Vendrá quien proponga la fortificación del poder ejecutivo, lanzado hoy a la calle, como trasto viejo, por la supremacía parlamentaria; quien arbitre una Constitución como la Constitución americana y suspire por un federalismo como el federalismo helvético; quién suprima el Senado por freno harto fuerte para el movimiento de una República popular; y quien maldiga del Parlamento y de las Cámaras, erigiendo sobre sus ruinas un remedo de Imperio con formas de República, semejante al que idearon los sucesores primeros de César para dorar un poco la ignominiosa esclavitud del pueblo.
No puede, no, darse mayor desventura, para iniciar agitaciones morales, que la triste agitación material, capaz de proponer a los pueblos cansados de fiebres la celebración del triste aniversario de la Comunidad revolucionaria como una verdadera fiesta nacional, cuando la Comunidad lo primero que combatía y que negaba era la nación. El Gobierno ha tenido que ponerse firme sobre sus estribos y que armarse del arma de la ley para contrastar tamaño atentado a la conciencia nacional. En virtud de semejante decisión ha preso a los anarquistas más tumultuarios y ha traído sobre París las guarniciones de los alrededores, proponiéndose contrastar la fuerza desordenada de abajo con la fuerza formidable de arriba. Y efectivamente ha pasado el l8 de Marzo, día del aniversario tan temido, y no se ha experimentado en París agitación de ningún género, por tantos aguardada. Los parisienses hanse ido al campo como suelen, y las fiestas idílicas y las églogas han reemplazado a las esperadas explosiones de vívido entusiasmo confundidas con explosiones de dinamita. El campo de Marte, sitio extensísimo, donde se pierden, como en triste llanura de la Mancha, los bordes del horizonte sensible por los inmensos espacios desiertos, no ha visto aparecer ni siquiera un revolucionario. Los curiosos miraban desde las alturas del Trocadero, y sólo descubrían los grandes edificios de París envueltos en una especie de cenicienta niebla, parte por un rayo de sol mustio esclarecidos, y parte asombrados por cenicientas nubes, aunque era el día de los llamados allí hermosos.
Pero si los anarquistas no han podido reunirse al aire libre y en público, hanse desquitado bajo techo y en asambleas particulares o privadas. El barrio latino ha celebrado el aniversario con bien poco entusiasmo. Algunos estudiantes habían querido prestar homenaje al triste recuerdo, sin haber acertado a mover con verdadero afecto ni a decir una palabra elocuente a su edad, tan propia para el idealismo y tan ajena de suyo al desengaño. Nada de provecho; disertaciones y más disertaciones, la mayor parte leídas y, por consiguiente, untosas y olientes al aceite de la vigilia, y poco idóneas para despertar las grandes pasiones, que despiertan con facilidad una palabra inflamada y un gesto imponente. Luego no había en aquel conjunto de innovadores socialistas ninguna unidad, y en cada discurso particular surgía una opinión individual, reñida con las opiniones que antes o después de aquella se proferían y expresaban. Un viejo comunista, individuo de la Comunidad revolucionaria en aquel tempestuoso tiempo, expidió larga disertación sobre su historia, y actor e historiador a un tiempo, no tuvo un acento siquiera que pudiese conmover a su auditorio. Hubiérase cualquiera creído en la Trapa de los cartujos deshabituados del lenguaje y no en la capital ateniense de los oradores ingeniosos, a no salir un tal Delorme con arrebatos enfáticos y originalidades y extravagancias ridículas. El Imperio de los Bonapartes había hecho de Francia una China, y la república de los burgueses ha hecho de Francia una Suiza, decía; por consiguiente, los franceses resultan hoy una mezcla muy curiosa de chinos y helvecios. Después de haber dicho esta gran barbaridad, se levantó, en alas de su entusiasmo profético, a encarecer y alabar los equinoccios. Y como algunos se explicaran este grandísimo entusiasmo de un héroe de la igualdad por la igualación estacional de las noches con los días, él ha dicho que no, que hacía tales encarecimientos por haber venido en un equinoccio, en Setiembre, día 4, la República, y en otro equinoccio, en Marzo, día 18, el socialismo. Y una carcajada general disolvió esta reunión comunera, en la que brillaba más la llama de los ponches que la llama de los pensamientos.
En otras salas han menudeado los discursos incendiarios y las amenazas de forjar una sociedad nueva en el molde hirviente de una revolución popular. Mas como quiera que faltasen los principales jefes, presos por el Gobierno, y que Luisa Michel, perseguida, hubiera desaparecido, no tuvieron animación los varios congresos anarquistas celebrados a un tiempo en diversos puntos de París. A propósito, Luisa Michel ha encontrado una discípula, quien deja muy atrás a su maestra en exageración y en violencia. Celebrábase una reunión de radicales, y en la reunión de radicales hablaba un regidor del Ayuntamiento parisién, tan avanzado como el demócrata socialista Mr. Ives-Guyot. El socialismo de su conciencia y el temperamento de su ánimo no fueron parte a impedir que conociera cómo las manifestaciones varias al aire libre, ideadas en Paris, eran obra y hechura de la reacción universal, decidida, por la cuenta que le tiene, a desordenar la República, para ver si viene, sobre el oleaje de una grande anarquía, el anhelado Imperio. Aún el orador no acababa de proferir esta justa imputación de las maniobras anarquistas a los partidos reaccionarios, cuando entró numerosa turba comunera y se dirigió a la tribuna, demostrando una vez más, con sus violencias, cómo respeta el partido demagógico la libertad de la palabra y la inviolabilidad del pensamiento. En pocos segundos Ives-Guyot se vio asaltado por una inmensa muchedumbre que le profería en los oídos palabras de muerte y le denostaba con homicidas insultos. Por un movimiento indeliberado de natural defensa, echóse hacia atrás, y al echarse hacia atrás, los energúmenos, poseídos del demonio de la ira, le cogieron a una con violencia y le derribaron sin piedad en tierra. Una vez derribado, echáronse rabiosos, todos en tropel, sobre su cuerpo. Uno le escupió y otro le pisoteó, y aún hubo quien, asestándole una cuchillada tras de la oreja hizo brotar de su cuello humeante sangre. Pues hoy los espectadores cuentan aún más, cuentan que la discípula de Luisa, enardecida por aquel espectáculo, conminó a los comuneros a quienes capitaneaba, con el aire de una Judith o de una Herodiades, para que cercenaran la cabeza en redondo al cuerpo del Holofernes municipal, y le permitieran a ella mostrarla en triunfo por calles y plazas, puesta en la punta de una buena pica, cual pasaba frecuentemente allá en el tiempo épico de la revolucionaria Convención.
Al demonio no se le ocurre celebrar el aniversario de la Comunidad revolucionaria. Todo cuanto desune al partido republicano francés debe relegarse al juicio de la historia y evocar lo que une, ya salvado de los ultrajes del tiempo y ungido por la conciencia universal. Cuantos proponen que las fechas nefastas del desorden y del incendio pasen por estrellas fijas en los horizontes del espíritu y en los anales de la historia, desconocen por completo la naturaleza humana, y olvidan cómo en ella, tarde o temprano, se imponen los sentimientos y las ideas de justicia. La fecha de la Comunidad es una fecha horrible. Sólo un pueblo dementado por la fiebre revolucionaria puede cometer un suicidio moral tan espantoso. La República vive y vivirá en Francia, porque la República resulta, después de todo, allí, la combinación mejor entre la estabilidad y el progreso como el mejor antídoto a la utopia y el más seguro preservativo contra la demencia socialista. Que jamás olviden estas verdades los republicanos franceses.