Historia del año 1883/Capítulo III
Capítulo III
Leon Gambetta
Parece imposible que, después de haber concentrado tanta vida en las altas cimas de la tribuna, le haya herido, como al más humilde y más silencioso de los mortales, el cetro de la muerte. Ayer aún, el mármol retemblaba vibrante bajo sus manos, como un altar consagrado por los cánticos y por las llamas; estremecíase bajo sus plantas el suelo como un volcán herido por los sacudimientos de las erupciones; innumerables muchedumbres pendían de sus labios abrasados por el fuego de la elocuencia; ejércitos ceñidos de ideas surgían al resuello tempestuoso de su titánico pecho; y hoy, horrible frío le hiela, inerte rigidez le postra, eterno silencio le posee, cual si enviado por Dios como sus espíritus angélicos a llevar el verbo divino por los espacios y verter en torno suyo el éther con su color y con su luz, se perdiera y encerrara como una triste oruga en el polvo frío de los mismos mundos surgidos al acento de su palabra. Yo le he visto golpeando sobre los bordes de la tribuna como el Titán sobre las cimas del Etna; yo le he oído despidiendo ideas tonantes que relampagueaban como las nubes del alto Sinaí. Parecía en aquellos minutos creadores, ese cadáver yerto, al empujar hacia adelante con su ímpetu soberano el río de los tiempos y adelantar las horas del humano progreso, disponer por completo y a su antojo de la insondable eternidad. Hoy la cabeza donde ardía la llama divina cae como una inerte piedra sobre las tablas de un ataúd oscuro, y el cuerpo que sustentara con sus espaldas la Francia y la República se desploma y se derrumba, confundiéndose, como los gusanos que habrán de devorarle, con la humilde tierra.
¡Oh! No pasa, no, un ilustre mortal así de pensamiento a polvo. La vida que ha latido en su seno y que ha derramado tantas ideas inmortales en el seno de la humanidad, no se desvanece como la niebla de la mañana o como el arrebol de la tarde. Cual queda su memoria viva en el tiempo, sube su esencia incomunicable a la eternidad. Todas las convenciones de sectas más o menos materialistas concluyen por estrellarse contra un misterio tan sublime como el misterio de la muerte. Al ver los labios que despedían el verbo divino, mudos, involuntariamente se convierten los ojos al cielo y adivinan por intuiciones sobrenaturales, sumergiéndose allá en la luz eterna, que así como no se explica todo por nuestra razón propia, no se concluye todo en nuestro mísero planeta. Quien ha dado tantas alas al espíritu, no se las dio para que se troncharan en el vacío; quien sembró de ideas la conciencia como de mundos el espacio, no las sembró para que fueran una sombra más añadida por el hado a las sombras del sepulcro. El aire vital y el calor eterno circundan nuestro globo, y el alma no puede, no, estar circuida de la nada. Los átomos van a continuar la circulación misteriosa de la vida, y el pensamiento no puede ir a sumarse, no, a las frías cenizas de un cementerio. Cuando se ven seres oscuros, nacidos en las ínfimas clases sociales, sin más fuerza que la voluntad, sin más guía que su vocación, huérfanos de todo amparo, destituidos de toda fortuna, saber subir con esfuerzo, entre la indiferencia de unos y el odio de otros, contrastados aquí, aborrecidos allí, calumniados en sus móviles, y llegar a las cimas de los Estados para disponer en la tribuna del alma de una generación y en el gobierno de la suerte de un pueblo, ejercitando un ministerio de que no se dan cuenta ellos mismos, y cumpliendo un fin para ellos mismos incomprensible, unas veces levantados a las alturas y otras veces hundidos en las profundidades por inexplicables encrespamientos, persuádese ¡oh! el alma menos reflexiva fácilmente a creer que hay en las sociedades como en el Universo una finalidad providencial y que rige a los hombres como rige a los mundos una ley dimanada indudablemente de la suprema y divina inteligencia, la cual advierte más y enseña más a quien menos la reconoce y la proclama.
Los que columbramos y advertimos el ministerio providencial de Gambetta, cuando sólo sus condiscípulos más allegados le conocían en Francia; al considerar su vida, heroica verdaderamente, rompiendo con la pólvora de sus altas pasiones todos los obstáculos; su muerte, sobrevenida después de cumplir los destinos con que soñara en su buhardilla de mísero estudiante, nos confirmamos en dos ideas capitales de nuestro ser en la inmortalidad del alma espiritual y en la existencia de nuestro próvido Criador.
No había más que ver a Gambetta para descubrir en él su complexión verdadera, la complexión del combatiente. Naturaleza lo había forjado para las batallas. Su elocuencia misma fulminó más que iluminó. El exceso de sangre prestábale ardores continuos de guerra. El cuello grueso, las espaldas amplias, los brazos nervudos, los pulmones resonantes, la voz fragorosa, la melena desordenada, el ojo ardentísimo, el talante imperioso, el aire soberbio, acusaban el atleta cargado de frases tan cortantes como armas de una campaña perdurable. La hirviente sangre servíale para la tenaz y activa acción como sirven al movimiento de la máquina los hervores e impulsos del vapor. Alguna vez se le subía de súbito a la cabeza y le causaba vértigos increíbles de rabia y arrebatos cuasi dementes de odio. Pero, serenándose pronto, recobraba un fondo de dulzura inalterable, propio de aquel natural exaltadísimo, necesitado de un frecuente reposo. Así, lo mismo sus discursos que sus actos, inclinábanse, por una propensión de toda su naturaleza, incontrastablemente al combate. Su vida pública fue una guerra tenaz. Tres luchas homéricas la constituyen: primera, la lucha con el Imperio y sus cortesanos; segunda, la lucha con el extranjero y sus irrupciones; tercera, la lucha con los reaccionarios y sus maniobras. En el Cuerpo Legislativo, en el Hôtel de Ville, en la prefectura de Tours y en las elecciones subsiguientes de diez y seis de Mayo, Gambetta, como Aquiles, empleó la eterna pasión del guerrero, empleó la cólera. De modo que Dios no había hecho, no, al grande hombre infeliz, ni para la victoria, ni para el reposo; lo había hecho para el combate; y en cuanto el combate concluyera se durmió en el eterno sueño y entró en la inmortalidad, como un ser que ha cumplido todo su ministerio providencial y ha realizado toda su épica obra.
Y, sin embargo, este hombre, tan ardoroso y valiente, dio a la democracia francesa con empeño tenacísimo el carácter legal que tuvo en los años próximos a su victoria, y que tanto le valió luego para gobernarse con calma en medio de los mayores peligros y reponerse pronto, sin apelar a la guerra civil, de los hipócritas atentados dirigidos contra su derecho por los últimos esfuerzos de la reacción espirante. Después de haber puesto en la frente del césar la marca del réprobo con su arenga indignada sobre el martirio de Baudin, como las muchedumbres, ansiosas de un pronto y súbito cambio, le pidieran que las acaudillara, no tanto en los comicios como en los combates, contestóles Gambetta que habían pasado los tiempos heroicos de la democracia francesa, y que precisaba esperarlo todo, primero, de los errores del enemigo, y después, de la fuerza del tiempo y del concurso de las circunstancias. Advenido al Congreso de su nación por el voto de colegios tan ardientes como los colegios de Marsella y de París, explicó a los suyos la naturaleza pacífica de un mandato recibido para pelear en la tribuna y no en las barricadas. Inútilmente las agitaciones crecían; los discursos de Flourens y de Rochefort tronaban; los funerales de Víctor Noir, asesinado por un príncipe de la familia imperial, sobrevenían como la coyuntura propicia de una revolución formidable; Gambetta mantenía su serenidad olímpica y conjuraba con esfuerzo a los suyos para que perseveraran firmes en ir a las discusiones del Parlamento y esquivar los combates de las calles. Se necesita subir con el pensamiento a tales tiempos y evocarlos y repetirlos con la memoria para estimar todo el valor que había Gambetta menester en aquellas ocasiones solemnes de furia revolucionaria.
¡Las calles! Nada tiene que hacer un diputado en las calles. Su mandato es legal; su oficio, de discusión, de ideas; su arma, la palabra y el voto; su barricada, la tribuna. Estos hábitos revolucionarios nos han perdido siempre y han malogrado nuestras más preciadas conquistas y nuestros días más propicios. Enseñándole al pueblo la perspectiva de una revolución, la cima de una barricada, se le acostumbra a esperarlo todo de la fuerza y a no librar nada, absolutamente nada, en el derecho. Y no hay necesidad de aguijonearlos para que vayan a la pelea a estos pueblos latinos, más prontos a buscar en un minuto la muerte por la libertad que a consagrar a la libertad toda la vida. Tienen el heroísmo de un momento, que improvisa soluciones brillantes, pero frágiles, verdaderos seres efímeros, y no tienen aquella perseverancia de los sajones, aquella tenacidad de los suizos, que trabajan medio siglo por conquistar una idea, por implantar una reforma; que mil veces vencidos vuelven a luchar en los comicios y en los Parlamentos, cual si nada hubiera pasado; y que no están jamás seguros de su victoria cuando ven triunfar sus ideas, sino cuando las ven aceptadas por la conciencia pública, queridas por la voluntad general, puestas bajo el amparo de todos los poderes públicos y por el concurso de todos los medios legítimos en el altar sacrosanto de las leyes. Luego, ¿a qué vais a prometer revoluciones a los pueblos en un día señalado, a una hora fija? ¿Tenéis en vuestras manos las fuerzas sociales? ¿Imagináis que se puede mover el mundo con la palanca de la voluntad individual, y que se pueden calcular los eclipses de la pública autoridad como se calculan los eclipses del sol y de la luna? Los tribunos, los escritores no tienen, como tenía el Júpiter antiguo, siempre el rayo hirviendo y centelleando a su lado; no tienen la revolución a su arbitrio. Ideas escapadas de muchas conciencias; efluvios esparcidos por muchas indomables aspiraciones; el trabajo lento de los tiempos; las combinaciones providenciales de los sucesos; algo que se escapa a la voluntad de los individuos y que entra en la categoría de los grandes elementos sociales, decide un cambio radical, una revolución, casi siempre alcanzada antes por la fuerza de las ideas y las cosas, que por las conjuraciones y los combates de los partidos políticos. El estallido de la revolución es un momento en el tiempo. Pero la condensación de las revoluciones exige largos años, a veces largos siglos. Sobre todo, se necesita una generación pronta al sacrificio y dispuesta por las generaciones anteriores. El hombre que se compromete a hacer una revolución en día dado por su esfuerzo solitario, por su propio ímpetu, por su fanatismo, su ambición o su despecho, es como los césares, semi-dioses de los antiguos, un verdadero insensato, que cree personificar él toda la sociedad.
Rochefort y Flourens la prometían; Gambetta la dejaba, con previsión, a los tiempos y a las circunstancias. Él y aquellos políticos, o menos fanfarrones, o más previsores, que no prometían la revolución para un momento dado, para un día fijo, caían de la estima del partido republicano en impopularidad verdaderamente triste, verdaderamente aflictiva, porque indicaba con qué asombrosa rapidez cambian las opiniones de los pueblos y los ánimos se pervierten. Una de aquellas noches del mes de Noviembre de 1869, mes de ardor revolucionario, fue Gambetta, ídolo del pueblo en el mes de Abril, a una de estas tempestuosas reuniones, y, como parecía natural a cuantos le rodeaban que subiera a la presidencia, subió. ¡Nunca lo hubiera hecho! La reunión protestó con estrépito, y el orador se vio obligado a decir con franqueza que no quería imponerse al pueblo y que esperaba la confirmación de su cargo. Le confirmaron; pero la elección de los individuos restantes de la Mesa produjo verdadero tumulto. Uno de los que más gritaban, de los más desaforados, de los más intransigentes; uno de esos que, no pudiendo llamar sobre si la atención por sus méritos, la llaman por sus extravagancias, y que a grito herido se decía enemigo de la propiedad individual y partidario de la política anárquica; demagogo de temperamento, comunista de tradición, fue nombrado de la Mesa, pero no tomó asiento, porque no quería mancharse con el contacto de un Gambetta, con el contacto de un traidor. A un republicano que sostenía el principio de que los diputados se nombran para el Parlamento y no para las calles, para las discusiones y no para los combates, le interrumpieron a injurias y le ahogaron el discurso en la garganta con los gritos y las vociferaciones de «¡viva Rochefort!», el expendedor y repartidor de revoluciones en día fijo, hora precisa y a domicilio. En cambio fue acogido con espasmos de frenético delirio un orador que, levantándose con las manos crispadas, los ojos centelleantes, la melena esparcida, ronca la voz, trémulo el acento de ira, preguntó a Gambetta qué respondía al epíteto de traidor. «El desprecio», debió decir el insigne repúblico. Pero en una de esas frases, tan admirables por su concisión como por su energía, dijo:
-No quiero contestar, porque no quiero ser presidente y acusado. No rebajaré la majestad del sufragio universal hasta defenderme contra el órgano de una minoría usurpadora.
¡Traidor! He aquí otra de las manías de los partidos revolucionarios en Europa; desacreditar a sus jefes, maldecir de ellos, ofenderlos, desautorizarlos, desoír sus consejos leales, burlarse de sus lecciones aprendidas en larga experiencia, ponerlos a los ojos de sus enemigos como vendidos al poder, como traidores a la causa del pueblo, que es su propia causa; y luego, cuando merced a todas estas faltas que son verdaderos crímenes, llega la hora de las desventuras y de las derrotas, fácilmente evitables con sólo oír la voz del patriotismo y de la autoridad ganada en largos años, echar sobre ellos, los demolidos, los acusados, los puestos en la picota del ridículo, los abandonados de todos, el abrumador peso y la tremenda responsabilidad de las desgracias que han previsto, de las consecuencias que han anunciado, de los males que han querido a toda costa evitar a los suyos y de que son las primeras víctimas sin haber sido en ellos ni cómplices ni reos.
En medio de tantas dificultades, aunque asediado a la continua por el grito atronador de los intransigentes, Gambetta organizaba su partido, y de una manera muy sólida y muy firme, dentro de las leyes. La nueva era por el emperador Napoleón abierta con la designación del demócrata Ollivier para el gobierno y con la restauración del régimen parlamentario en las Cámaras, no bastó a desfruncir su altivo ceño ni a modificar su constante política. Irreconciliable con el Imperio, de quien desdeñaba con desdén verdadero hasta la devolución graciosa de los derechos arrebatados en la noche del dos de Diciembre, no quería salir, ni en imaginación, del camino de la legalidad. Esta resolución suya le obligaba con su complicado carácter a reprimir toda veleidad revolucionaria en las suyas y a descargar golpe sobre golpe con dureza sobre el Emperador y el Imperio. Los funerales de Víctor Noir, víctima de la familia imperial, no habían traído a París una revolución, como Rochefort esperara; mas habían traído a Rochefort un proceso. Periodista éste y diputado, se desquitaba con su graciosa y ligera pluma de las deficiencias de su torpe y pesadísima lengua. Y asesinado uno de sus redactores por la pistola de un príncipe de la sangre, asestó a toda la dinastía el rayo de su indignación. El artículo fue denunciado, y pedida naturalmente al Parlamento la indispensable autorización para intentar el proceso; demanda que dio coyuntura oportuna y brillante a Gambetta para esgrimir su hercúlea y atronadora elocuencia. La discusión de las autorizaciones fue tormentosísima. Los grandes oradores de la izquierda demostraron de la manera más evidente y más palmaria que aquel proceso era un trascendental error político. Hasta en los mismos grupos de la mayoría hubo un corazón bastante generoso y una palabra bastante levantada para pedir que se respetara en el diputado de la nación el principio de la soberanía nacional. Tanto honor cupo al honrado Marqués de Piré, el cual pedía que se pusiera sobre la silla de la Presidencia el retrato de Borssy d'Anglas, aquel Presidente de la Convención, tranquilo cuando los fusiles apuntaban a su cabeza y a su pecho; tranquilo cuando las injurias más soeces y las amenazas más homicidas sonaban en sus oídos; tranquilo, al presentarle en una pica la cabeza del diputado Ferand, e inclinándose profundamente para saludar, bajo el sable de sus verdugos todavía teñido en sangre humeante, al mártir de las leyes. Estas palabras fueron tomadas por una extravagancia y desatendidas lo mismo de la mayoría que del Gobierno.
Pocos debates dan una idea tan clara de la genial elocuencia de Gambetta como este debate. Gravísimo incidente sobrevino. Emilio Ollivier añadió en el extracto oficial de un discurso dirigido a Leon Gambetta, cierta palabra no pronunciada en la sesión. El Ministro había dicho en la tribuna, dirigiéndose al Diputado: «necesitaríais un relámpago de patriotismo», y añadió en el extracto: «necesitaríais un relámpago de patriotismo y de conciencia.» Gambetta se volvió airado contra tal adición, diciendo que no reconocía en nadie el derecho de calificar su conciencia, y mucho menos en quien la tenía tan cambiante y movediza. Las reclamaciones fueron ruidosas. Ollivier le dijo que se creía fuera del alcance de esos ataques, pensando que si la conciencia de monsieur Gambetta no hubiera estado por la pasión perturbada, jamas tratara de agraviarlo con aquellas injurias. «No os he dirigido ninguna injuria, decía Gambeta; os he recordado que no tenéis derecho para atacar mi conciencia. Os he dicho y os repito que no reconozco en una conciencia tan movediza como la vuestra, jurisdicción alguna sobre la mía, que es firmísima. No os disputo el derecho a cambiar de opinión; pero hay algo que no explicaréis jamás satisfactoriamente, y es el haber coincidido vuestro cambio con vuestra fortuna.» Magullado y maltrecho, el Ministro se limitó a responder, como quien sale del paso y burla el cuerpo, que no había necesidad de defender su entereza de carácter y su consecuencia política. Gambetta, cada vez más irritado, y cebándose en su presa con verdadero furor, le replicó: «Vuestros electores os han declarado indigno.» «El ejercicio del poder, dijo Emilio Ollivier, es una carga pesada de conciencia.» «No, le replicó Gambetta, no es una carga de conciencia, es un cargo de corte.» «Desde mil ochocientos cincuenta y siete, sólo he tenido un pensamiento, exclamó Ollivier, la libertad.» Gambetta le dijo: «Pero os habéis llamado republicano.» «Yo, añadió Olivier, he cumplido mi juramento. En mil ochocientos sesenta y uno dije al Emperador que diera la libertad, y yo, aunque republicano, le seguiría y admiraría. La ha dado, y le sigo y le admiro. He cumplido mi promesa.» Después de estas palabras del Ministro, la mayoría pugnaba y gritaba para que se cerrase el debate. Gambetta no quería dejarle sin respuesta y hablaba en medio del tumulto. El Presidente pronunció estas palabras: «Llamo a M. Gambetta al orden.» «Señor Presidente, está bien, dijo Gambetta; pero llamad antes a ese Ministro a la honra.»
En esto sobrevino una demostración práctica de que, obediente a su origen, el Imperio usa del Parlamento para caer en el plebiscito. La tribuna resonante, las Cámaras abiertas a una discusión continua, los partidos organizados ya y con sus jefes a la cabeza, los ministros cuasi responsables, la presidencia del Ministerio con una especie de autonomía peculiar, todas estas graves trasformaciones iban dando al régimen napoleónico todo el carácter de una república parlamentaria, cuando menos, de una monarquía representativa, y Napoleón III, metido mal de su grado en aquellas sirtes, comprendía que acababa el Imperio si desistía de su origen y dejaba en manos de los parlamentarios el carácter y la complexión de dictadura plebeya. No podía, no, llamarse nadie ya entonces a engaño. Napoleón revelaba todo el móvil de su política y todo el secreto de su plebiscito en las siguientes palabras: «Dadme nueva prueba de confianza, depositando en la urna un voto afirmativo, y conjuraréis las amenazas de la revolución, y asentaréis sobre sólidas bases la libertad, y haréis más fácil en lo porvenir la transmisión de la corona a mi hijo.» En efecto, el asegurar la dinastía era todo el empeño de la política, todo el móvil de los plebiscitos. Emilio Ollivier, que se había dado a imitar el estilo de Lamartine careciendo por completo de su estro poético y de su gusto literario, trazaba en tierna pastoral égloga una imagen virgiliana de aquel césar, consagrado como el labrador a contar sus bueyes y sus borregos para trasmitirlos con toda su hacienda al hijo de sus entrañas en la hora de bendecida muerte. Esta literatura sentimental, en que los tigres se vuelven corderos, me, recuerda los idilios con que los infames esclavistas bordan el tema de la esclavitud: el negro, seguro de su alimentación, cuidado como el mejor caballo; recluido en su cabaña a la sombra del cocotero y de la palma real; advertido, más que castigado, por el cepo y el látigo; educado y corregido en el tormento; teniendo a su amo por su patriarca y a su ama por su diosa; cantando el tango melancólico que recuerda el viento del desierto y el rumor de las selvas; incapaz de sentir sus cadenas materiales, su rebajamiento moral, su falta de dignidad, su condición de cosa aprovechable, la venta de su mujer y de sus hijos, porque vive completamente despojado de personalidad y de conciencia, como enorme feto en las próvidas entrañas de la Naturaleza. La transmisión de las naciones como se trasmiten los establos, ¿no os parece el mayor de los sarcasmos del poderoso y la mayor de las injurias al débil?
Los cortesanos auxiliaban poderosamente a su César. En la calle de Rívoli, bajo la presidencia del Duque de la Albufera, habían organizado una comisión directiva, que escribía programas, circulares, cartas, carteles, periódicos, proclamas, folletos, boletines, conjurando al pueblo a que votase «sí» y diciéndole que salía de una Constitución cesarista y entraba en una Constitución liberal. ¡Ah! Muchos y muy poderosos esfuerzos eran necesarios para contrastar tanto poder. La izquierda de la Cámara comprendió que estaba perdida si no podía organizar, frente a frente de la comisión imperial, una comisión republicana. Y organizó e instaló en la calle de La Sourdière una junta directiva que se levantara frente a frente de la junta directiva instituida e instalada en la calle de Rívoli. Pero ¡cuántas dificultades y cuántas divisiones! ¡Qué organización tan poderosa, qué fuerzas tan grandes, qué conjunto de miras tan completo, qué unidad de pensamientos, de acción, en todos los imperialistas, y qué divisiones tan profundas, qué desorganización tan completa, qué falta de unidad de idea y de unidad de acción en las filas republicanas! Mil cuestiones personales surgían a cada paso, llevando consigo mil irremediables quebrantamientos.
Aparte estas cuestiones personales, había otros motivos de disentimiento más profundos y más graves entre los miembros de la comisión republicana. Unos, como Simon y Grevy, pertenecían a la escuela que deseaba concluir con los poderes permanentes y hereditarios, para reemplazarlos por los poderes amovibles, responsables, republicanos, pero sin salir del régimen parlamentario ni quitar a las clases medias la dirección de la democracia; otros, como Peirat y Delescluze, estaban por la revolución francesa, por el Código del 93, por el Estado fuerte y por la dictadura republicana, por la Convención permanente, por la omnipotencia jacobina, por el ideal de Robespierre; mientras algunos seguían creyendo que toda reforma era inútil, todo trabajo estéril, todo tiempo perdido, toda combinación política ilusoria si el partido democrático no entraba de una vez en pleno socialismo.
Armonizar estas ideas contradictorias, reunir en uno solo estos partidos opuestos, hacer de estos capitanes desbandados huestes aguerridas, con un solo propósito y una sola bandera, obra difícil parecía a primera vista; pero la llevó a cabo, con grande tacto en su proceder y mucha elevación en su pensamiento, Gambetta, que se había ganado la jefatura del partido por el vigor de su frase, verdadero continente de ideas profundas, y por el acierto de su conducta, que mezclaba con la energía de un convencional antiguo la maravillosa flexibilidad propia de su estirpe italiana. El discurso pronunciado en tal debate constituye quizás el primero entre los timbres del orador al reconocimiento de la posteridad. No encontraréis en él aquellos esplendores literarios difundidos por la elocuencia de un Berrier o de un Guizot; pero sí la fijeza en el punto capital de la polémica y la exactitud matemática en la definición del Estado político y las enumeraciones lógicas de las verdaderas indeclinables consecuencias. Gambetta proclamó que la triste apelación al plebiscito significaba el reconocimiento positivo de una superior soberanía nacional y la revocabilidad inmediata de todos los poderes imperiales. Efectivamente buscaba el César en aquella maniobra política la seguridad de un legado y se hallaba de manos a boca, impensadamente, con el único heredero permanente de todos los poderes fundados sobre la soberanía nacional: con el pueblo. Aquel vigoroso discurso de Gambetta quedó como un eterno comentario al plebiscito y como una próxima reivindicación de la soberanía nacional inmanente y eterna.
En esto, la nación tuvo que reivindicar materialmente su poder. Los que a sí mismos se llamaban personalidades providenciales, mandadas por Dios para enfrenar la revolución y sostener la sociedad, cayeron en la sima sin fondo de una guerra sin nombre. Vencidos, rotos, prisioneros, malbarataron el honor a cambio de unos días de vida, y trajeron la desmembración del suelo nacional, que acapararan y retuvieran en una noche luctuosa, eternamente infame. Los republicanos quisieran que no les tocara en suerte la horrible liquidación del régimen imperial; pero no podían desertar del puesto de peligro a que les llamara la fatalidad incontrastable sin desertar también de todo sentimiento de honor. Los partidos no se suceden unos a otros por su propio albedrío, sino por leyes más altas y más inevitables. Gambetta, en quien predominaba la exaltada virtud del verdadero patriotismo, creyó que un retroceso inmenso venía si la República se apagaba en Francia y Francia se perdía para Europa. Movido por esta convicción, a un tiempo nacional y humana, intentó contrastar con su voluntad impetuosa los inflexibles decretos del destino. Y a este pensamiento se transfiguró. Quien le hubiera visto como yo antes y después de aceptar tamaña empresa, imaginara encontrar en él un hombre distinto. La defensa nacional se levantó en su corazón a un verdadero sacerdocio. De las ruinas quiso extraer una Francia nueva. De la derrota pensó forjar el triunfo. Dominado el Este, vencida Estrasburgo, entregada Metz, asediado el sacro recinto de París, constreñido el Gobierno a guarecerse tras la línea del Loira, que significaba media Francia perdida y disgregada de la otra media, no tuvo un momento de desmayo en aquella lucha gigante y a brazo partido con la fatalidad. Él constituyó un Ministerio de la Guerra con generales improvisados, ingenieros civiles, marinos; Ministerio por el cual circulaba el estro de un ardiente patriotismo, si no el genio de la verdadera inspiración militar. La leyenda del 93 tomaba de nuevo cuerpo allí, si no con igual fortuna, con empeño igual. Apenas es creíble, apenas, el número de soldados que se reunió, el material de guerra que se acumuló, el núcleo de ejército que se improvisó, la resistencia que se opuso, en medio de la desesperación, al poder incontrastable del hado y al decreto inflexible de la victoria. Diríase que aquel hombre vencía, por un milagro de su voluntad, a la muerte, y arrancaba de su sepulcro a Francia soterrada, como el Salvador a Lázaro corrupto. No pudo una fuerza menor y desorganizada vencer a una fuerza mayor y orgánica. Las leyes de la mecánica se sobrepusieron a las leyes de la moral. Tuvo el universo entero implacable indiferencia por la justicia o la injusticia. Reinó a su antojo la ciega fatalidad. Alemania no sólo tenía su propio ejército innumerable, tenía el ejército entero de Francia completamente a su merced. Por salvar el trono antes que la nación, los imperiales, en su horrible campaña, lo habían entregado al invasor. Gambetta no pudo salvar la integridad de Francia; pero salvó la honra de Francia. Merced a él cayó la nación, traicionada por el cesarismo, con la protesta en los labios, las armas en la mano y la esperanza del desquite en el corazón. Le había devuelto con tal esfuerzo a su patria la vida que de su patria recibiera.
Su viaje aéreo, tan ridiculizado por sus enemigos, le dio renombre universal, no sólo entre los suyos, entre los pueblos extranjeros. Yo, en aquellos días, pasados algunos en la prefectura de Tours, entreteníame mucho escuchando las aventuras aerostáticas. Recuerdo ahora mismo una expedición contada con viveza por uno de los aeronautas. Cinco eran los atrevidos. A las ocho de una mañana de Octubre habían abandonado París, alzándose a los aires desde la estación de Orleans. En quince minutos subieron ochocientos metros. En los primeros momentos parecían estar inmóviles. Desde aquellas alturas contemplaban París como un estudiante de Geografía contempla un mapa en relieve. Los monumentos, los edificios, las calles, todo se dibujaba clara y distintamente a su vista. Una hora pasaron sobre París, como si París los atrajese o como si el globo obedeciera a las ideas, a los sentimientos de su tripulación y no quisiese apartarse de aquella gran ciudad, más amada de sus hijos cuanto más perseguida y desdichada. En dos horas, el viento los llevó hacia el bosque de Bolonia, desde donde pasaron pronto sobre las líneas prusianas. Los soldados enemigos se dedicaban a cazarlos. Las descargas sonaban, las balas silbaban, pero ninguna les tocó. En cambio los navegantes llovían sobre los prusianos hojas republicanas impresas en París. A la disminución del lastre corresponde rápido ascenso. Desde una niebla frigidísima, dentro de cuyos pliegues apenas se veían los viajeros mutuamente las caras, cual si en vez de subir a las espléndidas regiones de la luz descendieran a los abismos, comienzan a entrar en espacios iluminados. Primero el sol, pálido como una gigantesca pavesa, extiende por las nubes mortecinos reflejos. Después salen de esta oscuridad y entran en pleno azul, en aire puro, luminoso, alegre, donde la vista y el pensamiento se dilatan. ¡Maravilloso espectáculo! me decían. A nuestras plantas, blancas nieblas como encrespado océano de nieve; sobre la cabeza, el cielo, en azul espléndido y en su serena alegría; por todas partes la inundación de los rayos solares, quebrándose en reverberaciones increíbles, en arreboles que la fantasía no puede combinar; al Oriente, rojas fajas de vapores con fuerza iluminados; al ocaso, tintas desvanecidas, tintas de colores del mar; el astro del día subiendo a su zenit en aquella soledad, como si brillase únicamente para los seres que lo contemplan desde la frágil nave; y allá en lo profundo la sombra del globo, proyectándose sobre las nubes, sombra oscurísima rodeada de una aureola resplandeciente con todos los colores del iris. En estos momentos llegaron hasta dos mil metros. El viento empezó a tener fuerza y el globo a marchar con celeridad. A través de las nubes pasaban a los ojos de los viajeros los pedazos de tierra, los campos, las ciudades, los ríos, de una manera tan rápida, que daba vértigos y producía el efecto de los colores de un cuadro disolvente. En algunos momentos creyeron haber andado hasta encontrarse sobre el Océano, por la parte del Havre; pero no se habían alejado tanto. Cerca de las cuatro de la tarde bajaron en el departamento del Eure. Habían recorrido en ocho horas un trayecto de noventa y cuatro kilómetros. El peso total, con toda su carga, de aquel pájaro gigantesco, era 1.436 kilos. Estas inmensas aves artificiales, y las inteligentes palomas mensajeras, fueron los medios únicos que tuvo París asediado de comunicarse con las provincias.
Parece imposible que la pasión política llegue hasta el extremo de convertir un acto de arrojo, como la increíble ascensión de Gambetta, en un acto ridículo. Pero la verdad es que los pueblos, más justos, se lo han cantado como una gloria, y esa entrada en las regiones celestes y esa caída de los aires le ha valido una mágica leyenda. ¡Bien había menester tal compensación el destinado a pasar por las terribles pruebas del terrible día de la definitiva derrota y del horroroso tratado!
Imaginaos cuánta sería la extrañeza de Gambetta en el momento de recibir la nefasta nueva. Ya estaba en Burdeos. El primer rumor vino del Oeste por las correspondencias del Times, verdadera gaceta del Canciller imperial. El Gobierno de Burdeos se apresuró a desmentirlo. Hacía pocas horas que el Ministro de la revolución acababa de pronunciar un discurso en Lila, conjurando vigorosamente a todos los franceses a que pelearan con ahínco, si, con desesperación de la propia vida, pero con esperanza firmísima en la inmortalidad de su Francia. El vigor de su enérgica frase parecía tomar filo y corte en la adversidad, templarse en las lágrimas que silenciosamente venían a sus ojos para caer, contenidas por su viril ánimo e invisibles a cuantos le rodeaban, como una lluvia de plomo derretido, sobre aquel gran corazón. Gambetta decía que un pueblo decidido a vivir no puede ser vencido.
¡Imposible describir la impresión que en ánimo tan fuerte como su ánimo produciría la confirmación súbita de las noticias llegadas por la prensa inglesa! Un rayo hirió su frente cuando el telégrafo le dijo que el Gobierno había ajustado la capitulación para la capital y el armisticio para toda Francia. Cuéntase que un ataque epiléptico le sobrecogió y que estuvo en gravísimo peligro su existencia. Burdeos se exaltó como se exaltan los pueblos meridionales, con delirio. Los edificios públicos no bastaban a contener las numerosísimas reuniones en que la suerte de Francia se discutía. Todas unánimes protestaban contra el armisticio y pedían la guerra sin tregua, la guerra a muerte. Muchas de estas reuniones enviaron sus comisionados a Gambetta para sostenerle en tan amargo trance y alentarle en su enérgica fe. No pudieron verlo, porque se había encerrado, entregándose a todo el dolor de su corazón y a todas las meditaciones exigidas por la tremenda responsabilidad que su nombre le impusiera ante su patria y ante la historia. ¡Supremas horas aquellas! ¿Aceptaba el armisticio? Perdía su significación política, soltaba de las manos su bandera, desdecía el ideal de su vida, abandonaba la patria a la misma debilidad mil veces maldecida en aquellas proclamas suyas cuyos viriles acentos recogerá la historia. Gambetta cree haber merecido que la posteridad le señale como un francés incapaz de dudar ni un momento de la inmortalidad de Francia. No podía, pues, aceptar el armisticio. Pero si lo rechazaba, la guerra civil sobrevenía; con la guerra civil la división del gobierno; con la división del gobierno la división del partido republicano; con la división del partido republicano la muerte de la República; con la muerte de la República la muerte de Francia. En crisis tan extraordinaria y suprema, Gambetta resolvió declarar que la guerra se sostendría rudamente. El armisticio, en su sentir, sólo sería una tregua, y la tregua una escuela de disciplina. ¡Imposible creer que muera Francia! Y Francia votará, por medio de sus representantes, la integridad de su independencia, la salvación de su honra, y todos los recursos en gentes y en dineros indispensables a salvar estos dos sagrados intereses que todo francés ha recibido en depósito de las pasadas generaciones y ha de transmitir a las generaciones venideras.
Lo más triste del caso era que preguntaba al Gobierno particularidades del armisticio y no recibía respuesta. Decía que viniesen a Burdeos, como habían prometido, algunos de los ministros, y no llegaban. Para mayor confusión y tristeza, el armisticio no se cumplía en el Este. Los prusianos, protestando que aquellos departamentos les tocaban por la distribución convenida, perseguían a los soldados de Bourbaky al mismo tiempo que bombardeaban a Belfort, la gran fortaleza de Vauban, último refugio en el alto Rhin de la bandera tricolor. Los infelices soldados de Bourbaky, después de haber pasado unos días horrorosos, después de haber recorrido largas jornadas a 12 grados bajo cero sobre la nieve petrificada, casi desnudos, muertos de hambre, porque la furia de los elementos había cortado todas las comunicaciones, al tocar a la frontera de Suiza, a la tierra neutral, a la tierra de refugio, son cañoneados sin piedad por los prusianos y mueren a cientos fuera de combate, sin responder a la agresión, sin haber empeñado ni sostenido batalla, víctimas de una ferocidad increíble al mundo civilizado y gravosa para ese ejército alemán, que, pretendiendo representar la más alta cultura europea, reproduce todas las salvajes iras de la más cruel, de la más implacable barbarie. Las tierras cercanas a Suiza se hallan sembradas de cadáveres.
¿Cuáles serán las condiciones de paz que el vencedor imponga a esta nación tan destrozada, tan profundamente herida? Según unos, cruelísimas. Cesión de la Alsacia y la Lorena; 10.000 millones de francos por gastos de la guerra; una colonia en el Asia; la mitad de la escuadra. Según otros, cesión de la Alsacia solamente, 2.000 millones de francos, algunas rectificaciones de fronteras provechosas para Alemania por la parte de la Lorena germánica.
Gambetta convoca la Asamblea, con el propósito de que se niegue a todas estas condiciones y sostenga la guerra, más gloriosa cuanto más desesperada. A este fin pone en su decreto de convocatoria cláusulas gravísimas. La primera es que ninguno de los príncipes que pertenecen a las varias familias pretendientes de una restauración monárquica puedan ser elegidos. Yo apruebo esta cláusula. Esos príncipes que creen siervos de sus privilegios la Francia, y la seducen con sus prestigiosos recuerdos, y la explotan bárbaramente; y luego, por aumentar algunas perlas a su corona, algunos días de gloria a sus anales, algunos títulos de orgullo a sus pergaminos, algunas preeminencias que les ayuden a perpetuar su dominación, desencadenan guerras, como esta guerra maldita, no merecen, no, tener en los pueblos libres la dignidad de ciudadanos.
Pero Gambeta añadió a esta cláusula otra que yo altamente reprobé entonces. Gambetta declaró incapacitados para aspirar a la diputación a todos los ministros, a todos los senadores y a todos los candidatos oficiales del Imperio. Fue aquélla una restricción arbitraria al sufragio universal, restricción que no puede defenderse ni por razones de justicia ni por razones de conveniencias políticas. Si Francia, al verse en el abismo de todas las desolaciones, al ahogarse en el diluvio de sangre que sobre ella ha llovido el Imperio, al tender la vista mortecina sobre las ruinas amontonadas en su privilegiado suelo y los cadáveres amontonados en las ruinas, elige a los viles cortesanos que, después de haberla deshonrado en la opresión, la han vendido a la conquista, Francia, falta de todo instinto nacional, es un órgano muerto, corrupto, de la humanidad, y merece la suerte de Polonia; merece que su territorio sea desmembrado y maldecido su nombre. Yo creo que es injuriar a Francia, que es proseguir la política autoritaria, que es sentar un funesto antecedente ese acuerdo, por el cual se votará la República como se votó el Imperio, entre listas de prescripciones, que la República no ha menester, porque es la expresión de la justicia y con su luz le basta para vivificar a los buenos y deshacer, como cadáveres insepultos, a los perversos.
El Gobierno de París envió uno de sus individuos, Julio Simón, a Burdeos, encargándole de promulgar un decreto de convocatoria en el cual ninguna de las conclusiones de Gambetta era reconocida. Julio Simón no tuvo periódico oficial donde publicar su decreto, porque Gambetta había promulgado el suyo e impedido el que traían los miembros del Gobierno. En esto, Bismarck protesta también contra el decreto de Gambetta y dice que no se ha convenido el armisticio para traer una Asamblea de ese género, sino una Asamblea libremente elegida por toda la nación y que a toda la nación represente. Gambetta escoge la ocasión para sobreponerse al Gobierno de París y denunciar ante Francia que los excluidos por su decreto son los cómplices de la invasión, los cortesanos de Bismarck, los que entregarían cien veces, por restaurar su dominación propia, al conquistador, en jirones la patria. Pero la fatalidad lo venció y tuvo que resignarse a su derrota.
En tal caso, la desgracia de Francia le pareció su propia desgracia, y el retiro y apartamiento de la cosa pública su principal deber. Envejecido prematuramente a los treinta y tres años; desgarrado como el náufrago a quien los remolinos tempestuosos han estrellado contra los bajíos y los bajíos han devuelto a las olas, mil veces pensó en una especie de abstención definitiva, equivalente a una especie de moral suicidio. Los que le acompañaron, como yo, en aquel dolor y pusieron, como yo, empeño en confortarlo, pueden decir muy claro y muy alto que jamás se quejó de haber caído desde las alturas de un gran poder a las tristezas de un voluntario destierro, sino de que hubiera Francia, la Francia de su corazón, el amor de sus amores, caído del alto y espléndido trono que desde los tiempos de Luis XIV ocupara en el centro de nuestro continente, a sus horribles catástrofes. Y, en efecto, las lamentaciones del antiguo profeta, esa elegía eterna de los pueblos vencidos y de las naciones deshechas, no hubieran podido pintar las desgracias francesas. Aquella política de conquista y engrandecimiento territorial acababa de traer la desmembración; y aquella política de socialismo y reforma social en pro de un cuarto estado, utópico, imaginario, producido para recreo de la retórica revolucionaria y justificación de la dictadura cesarista, ¡oh! había traído la horrible Comunidad de París. Los veinte años de Imperio daban la desmembración del cuerpo de Francia, descoyuntado sobre el potro de todos los tormentos, y la demencia del alma de Francia, desgarrada en el estruendo de una revolución sin salida. El fragor de los incendios llamó de nuevo la voluntad enérgica de Gambetta con siniestros llamamientos al combate y al peligro. De un lado, las avanzadas del partido demócrata soñaban con la Internacional y el colectivismo; de otro lado las huestes de los antiguos partidos monárquicos soñaban con la restauración y con la dictadura. Ni los monárquicos de Versalles ni los comuneros de París tenían razón. Los unos podían estrellarse con estrépito en la utopía de lo pasado y traer nuevas revoluciones; los otros en la utopía de lo porvenir y traer nuevos cesarismos. Necesitábase, pues, salvar la República, porque salvando la República se salvaba también la Francia, y Gambetta entró en París y dio su programa de combate a la reacción y a la revolución, tan vigoroso como su anterior programa de guerra al extranjero y a la conquista. Desde tal punto y hora volvió de nuevo a encabezar el partido republicano.
En este minuto de su vida cometió Gambetta un error, bien pronto rectificado por su finura italiana y su reveladora experiencia. Como si la República estuviese ya definitivamente asentada sobre bases inconmovibles, propuso la formación de un partido republicano radical, frente a frente del partido republicano conservador, que con Thiers y con Simon ocupaba entonces el poder y ejercía el gobierno. Los dos partidos gobernantes, radical uno y conservador otro, cuadran a tiempos de regularidad suma, y pueden vivir sin peligro bajo instituciones arraigadas y firmes. Pero crearlos sobre las lavas corrientes y en medio del combate universal, era como desgarrar las entrañas de la República, y debilitándola, impedir su sólido establecimiento. El partido conservador hubiera tenido que reclutarse, para mal de todos, en las huestes monárquicas, y el partido radical en las huestes comunistas, igualmente contrarias y opuestas a toda verdadera República. Bien pronto se tocó en las esferas de los hechos el sofisma tristemente acreditado por el incontestable ascendiente de Gambetta en la esfera de las ideas. Con motivo de una elección malhadada en París, los dos bocetos borrosos de los dos partidos republicanos en formación se mostraron dentro de las urnas, votando el conservador a M. de Remusat, insigne literato y ministro, mientras el radical a M. de Barodet, maestro de escuela lionés, avanzado y cuasi socialista. Vencieron los radicales a los conservadores en las urnas; pero radicales y conservadores fueron vencidos en la Cámara, cayendo M. Thiers del Gobierno y entrando la República francesa en poder y bajo la tutela de los monárquicos.
Para mi la página más brillante de todas las páginas que constituyen la historia épica de Gambetta, es la que comienza en Mayo de 1873, después de la victoria del partido monárquico en la Asamblea, y concluye en Octubre de 1878, después de la victoria del partido republicano en los comicios. Igual energía que en la famosa campaña de Tours, igual perseverancia rayana en tenacidad, igual valor cívico; mucho más arte, mucha más habilidad, consumada prudencia; reserva, cuando el callarse parecía conveniente; ataque atrevido, si lo demandaban las circunstancias; mesura en el paso, madurez en las resoluciones, conocimiento de las cosas, conciliación suprema de un precio subidísimo, firmeza y flexibilidad maravillosa; prendas todas que revelaban el convencional acostumbrado a los furores de la Montaña republicana, convertido en estadista por el genio florentino de disimulo, de transacción, de conveniencia, de templanza, de táctica para vencer ciertos obstáculos y burlar otros, de todo aquello en que fueron maestros los atenienses, los latinos y los italianos. Otro, más dogmático, se sublevara contra la Constitución monárquica, ideada por un realista neo-católico para Francia republicana; él, como la Constitución tenía los dos principios capitales, talismán de su credo, el principio electoral y el principio parlamentario, la recoge, la consagra y la hace triunfar por un voto, extrayendo del seno de la derrota ideada y urdida por sus enemigos, el mayor y más duradero de sus triunfos. Todavía recuerdo cómo se reía en su comedor de la Chassée d'Antin, con qué sonoras carcajadas, cuando, al felicitarle yo por el arte que había puesto en sacar de una Asamblea monárquica una Constitución republicana, le comentaba de paso, en mi mal francés, como Dios me daba a entender, el refrán español: «A caballo regalado no se le mira el diente.» Otro, más vulgar, cuando las cóleras de Broglie lo elevaban a personificación única de la Francia republicana, cayera en el burdo lazo, y se proclamara heredero inmediato del pobre Mac-Mahon dimisionario: él no; comprendiendo que su mucha parte activa en la batalla le constreñía y condenaba por necesidad a tener poca parte después en la victoria, propuso como presidente, primero a Thiers, y muerto Thiers, a Grevy, proposiciones en que a porfía se mostraban su ciencia y su experiencia política. Pues no quiero decir nada de los viajes políticos, de las reuniones populares, de los discursos al aire libre, de la organización electoral, de la lucha titánica en las urnas, del triunfo pacífico que coronó todos aquellos esfuerzos y que salvó y constituyó definitivamente sobre la tierra de Francia el sublime corolario de la revolución del cuarenta y ocho, esa trilogía del espíritu moderno con sus tres términos, por la democracia, la libertad y la República.
En tal periodo de combate, jamás se le ocurrió apelar a la revolución, jamás. «Todo está salvado, le decía yo, fortaleciéndole con mis consejos en sus propósitos de paz; todo está salvado, porque ni Mac-Mahon tiene un ejército con que derribarnos a nosotros por un golpe de Estado, ni nosotros tenemos milicia con que derribarlo a él por un sacudimiento de revolución.» Y en efecto, jamás he visto a Gambetta, jamás tan molestado, como una noche, casa de Víctor Hugo, después de comer, en que algunos diputados intransigentes de la tertulia departían sobre las probabilidades de una próxima revolución. «La Francia, decía, no necesita disparar un tiro, y no lo disparará; la Francia quiere la República, y la tendrá. No hay poder humano que se oponga en el mundo a la voluntad de Francia. Tenemos un partido republicano tan disciplinado como el ejército, y un ejército de línea tan patriota como el partido republicano y tan sumiso a las leyes. No me habléis de guerra civil, porque se me indigestará la comida, no me habléis de eso; el general Mac-Mahon se irá o no se irá, según le plazca; pero lo que se queda ya definitivamente sobre la tierra es la inviolable y pacífica soberanía de nuestra Francia.»Y confesemos que merecían así el gran pueblo como el gran tribuno por su moderación y por su prudencia.
Pero digamos la verdad, toda la verdad, debida por nosotros a la muerte y a la historia. Nuestra constante admiración a Gambetta tiene una reserva como su genio tuvo un eclipse; tiene la reserva del tiempo que se dilata desde su triunfo definitivo hasta la caída del último Ministerio Freycinet, tiempo en que lo hallamos inferior a cuanto debíamos prometernos de su genio y de su grandeza. ¡Oh! si la inspiración antigua le acompañara en este momento supremo, no diera ocasión a tantas dificultades como ha encontrado la República en su camino, y mucho menos al rápido y triste Ministerio que disminuyera en los últimos días de su vida la incomparable alteza de su nombre. Gambetta, en su trato natural con los imperialistas y en su juventud bajo el Imperio, había como aspirado por los poros de su alma una concepción del Estado muy semejante a la concepción bonapartista, la cual llevábale indeliberadamente y como de la mano a exagerar los resortes del gobierno y a desconocer los beneficios del derecho. De aquí su empeño en dar al Estado una especie de doctrina científica, cual habíanle dado los Emperadores una especie de doctrina religiosa; y al darle tal doctrina científica, surgió el funestísimo intento de limitar la libre enseñanza y cohibir la libre asociación y fundar un Ministerio de Instrucción pública completamente consagrado a defender por medios coercitivos la nueva ciencia y combatir a la antigua Iglesia. A esto unía tristemente vaguedades socialistas, de esas que sólo sirven para henchir las inconscientes aspiraciones del pueblo sin darles ninguna satisfacción verdadera; voluntariedades arbitrarias, que desdecían de su antiguo culto a las leyes y que se prestaban al rumor calumnioso de sus tendencias cesaristas; un espíritu guerrero, un espíritu de engrandecimiento desmedido, tanto en África como en Asia, el cual, además de traer un gran desequilibrio al presupuesto y aumentar los gastos, desconocía que Francia debe reconcentrar su espíritu dentro de sí misma, tomando el más soberano y el más seguro de todos los desquites, el de dar su forma de gobierno, con la virtud de la enseñanza y del ejemplo, a los pueblos circunvecinos.
De todos modos, su muerte ha herido mi corazón y mi memoria. Nuestros disentimientos de los últimos años no empecen mi admiración y mi cariño. Cualesquiera que hayan sido los errores de Gambetta, imposible olvidar sus esfuerzos supremos para defender contra el extranjero la Francia, y sus esfuerzos supremos para salvar de la reacción su República. En el primero de tales esfuerzos mostró la energía de su voluntad, y en el segundo la luz de su inteligencia. Las dos grandes faltas de su vida fueron las supersticiones de sectario llevadas a la relación indispensable del Estado con la Iglesia, y la designación de aquel ministerio de compadres, cuando su deber le imponía un Ministerio de estadistas. Menos positivismo en la inteligencia, menos jacobinismo en la política, menos tendencias cesaristas en el proceder, y su gobierno hubiera igualado a su defensa del territorio y a su gloriosa campaña electoral. La multitud innumerable de obligaciones que abruman a un estadista habíanle forzado a retirarse de París un poco, y a buscar en la soledad del campo los esparcimientos del ánimo. Allí le sorprendió un terrible accidente, la herida en la mano causada por un pistoletazo más o menos casual, pero sobre cuyo triste origen se ha guardado una prudentísima reserva. La cirugía ocurrió a la cura; y en efecto, la logró feliz. Pero la inmovilidad, la dieta, la sobra de linfas, la crónica impureza de su sangre le trajeron las enfermedades y las complicaciones que han causado su muerte. Gambetta realmente se distinguía de todos los republicanos franceses por su fuerza de voluntad y por la convicción profunda en que se hallaba de la necesidad imprescindible de reforzar los resortes del gobierno en Francia. Durante los postreros meses, en la época del ministerio Duclerc, había tenido una gran reserva y mostrado que no le impacientaba el apartamiento, a que se veía por fuerza condenado, de las altas esferas del gobierno. Cuando empezaba con la resolución de siempre a entrar por el camino que, moderando la exuberancia de su fantasía y la exaltación de su sentimiento, hubiérale alzado a las alturas de los verdaderos estadistas, le sorprende tristemente la muerte. Llorémosle, que aún dejando tantos y tan vivos recuerdos, llévase consigo muchas y muy vivas esperanzas.
Su muerte, inesperada y sorprendente, ha venido a dispertar esperanzas dormidas en el seno de los desbandados monárquicos franceses. Si alguna demostración práctica se necesitara para poner de relieve la superioridad indiscutible del régimen republicano, que los electores han preferido sobre aquel régimen imperial que han dejado muerto en las urnas, suministraríala el luto que lleva hoy con verdadero dolor la Europa republicana. Gran orador, jefe de numeroso partido, presidente respetado un día de la Cámara, futuro director del Gobierno y tal vez del Estado, con todas estas ventajas y calidades altísimas, no resultan hoy, no, sus derrotas y su muerte la derrota y la muerte del régimen republicano, establecido y fundado en cosa más sólida que la voluntad y la conciencia de los individuos, en la voluntad y en la conciencia de los pueblos. Nuestros reaccionarios se creen siempre allá en el año cuarenta y ocho y con una democracia inexperta caída por casualidad en el seno de una República improvisada, y con una Europa triste y asustadiza, dispuesta en cualquier evento a mandar los croatas del Austria absolutista o los cosacos del Don ruso contra las ciudades revolucionarias. Hoy la democracia universal, curada de utopías, conoce los límites trazados por la necesidad a su política, y gobierna con tal conocimiento de la realidad y tal respeto al tiempo, que podrían de seguro envidiarla, por su madurez y por su experiencia, los primeros estadistas del viejo mundo político. Y si la democracia gobierna con madurez, la Europa diplomática podrá ser, por motivos de necesidad, más o menos monárquica, pero no es, no puede ser de ningún modo reaccionaria. Nicolás de Rusia, Meternich de Austria, Federico Guillermo de Alemania, Fernando de Nápoles, Gregorio XVI de Roma, todos los fantasmas de la reacción europea, todos, han pasado como las pesadillas de un penoso ensueño.
Pedid reacción a los garibaldinos aquí, a los kosutistas allá, en Berlín a los diputados de la Asamblea de Francfort, en Petesburgo a los destructores de la servidumbre, o en Londres a los radicales de Cobden. Todo régimen que hoy surgiera en Francia traería consigo una revolución a corto plazo y tendría tras de sí el renacimiento de la República inevitablemente demandado por el espíritu de las nuevas generaciones y el natural progreso de los tiempos.
La República, por fin, acostumbró a Francia, nación artística y nerviosa de suyo, a todos los inconvenientes de la libertad, a sus zozobras, a sus estruendos, a sus peligros; y no recaerá, no, en el silencio y en la inacción de otros tiempos. Hay quien cree que la muerte de Gambetta excitará los ardores del partido demagógico, y aumentará su número. Por lo contrario, ese partido pierde una gran sombra, pues Gambetta, por sus creencias positivistas en filosofía y sus vaguedades raras de reforma social en política, más bien favorecía que contrariaba las plétoras de una izquierda demente. No se me oculta, no, las dificultades inmensas que trae consigo el problema de fundar la libertad moderna en pueblos tan acostumbrados a la igualdad como el pueblo francés. No se me oculta cuánto más fácil es allegar la igualdad en los senos de la obediencia servil que en los senos del derecho moderno. Comprendo fácilmente la imposibilidad de gobernar a un pueblo, tan acostumbrado al yugo monárquico, si no se crean y producen jerarquías naturales que tengan por timbre la ciencia y la virtud, generalmente reconocidas como capaces de sustituir a las fuerzas materiales del antiguo régimen. Pero no se lanza tanta cantidad de luz y de calor sobre un pueblo; no se allega filosofía tan humana como la filosofía del pasado siglo; no se intenta cambio tan radical y profundo como el cambio de la revolución francesa; no se alza tribuna tan reveladora del Verbo como la tribuna donde hablara la legión de los grandes oradores modernos, sin que todo este maravilloso éter espiritual se condense y organice por su propia virtud en el seno de una verdadera República. No temamos, pues, no, por la democracia republicana francesa. El hombre muere; la humanidad es inmortal.
De todas suertes, juzguemos a los grandes hombres con benevolencia. Es muy fácil juzgar desde el retiro de una biblioteca y sobre el frío e inconmovible pupitre al genio que ha pasado a través de la tempestad. Pero idos por el mundo social; comenzad esa carrera que no podéis medir y calcular; proponeos la reforma y la mejora en naciones acostumbradas a la servidumbre; y decidme cuántas veces vacilaréis y caeréis, críticos rígidos con la rigidez del frío de la muerte, en los combates, en los cementerios, en los abismos, en las tormentas de la vida. Quered descubrir nuevos mundos o estudiar, nada más que estudiar, la naturaleza. Aquí una tierra desconocida; allá una playa donde el aire es mortal; ya la calma chicha hasta podrir vuestros barcos, ya el huracán hasta estrellaros en los escollos; en este punto necesitaréis la perfidia y el engaño para burlar a quienes os ganan en número y en fuerza, y allá la crueldad para combatir por la vida; al través de las montañas gigantescas el alud que os hiela o el volcán que os abrasa, la nube que os envuelve y el abismo que os llama, la noche que os extravía con sus tinieblas y el sol que os achicharra con sus dardos; ora un desierto donde morís de sed, ora una laguna donde os ahogáis en el cieno, y decidme si al pasar por todo esto emplearéis los procedimientos ordinarios de la vida y no os saltará mil veces la sangre al corazón y la hiel de los hígados en una continua batalla. Pues las supersticiones del mundo moral amedrentan más todavía que las calamidades del mundo físico. El más sublime de los redentores pidió a Dios que apartara de sus labios aquel cáliz de su pasión, donde estaba contenida la salud de la humanidad. En lo alto de la Cruz lanzó esta palabra de reconvención a los cielos: «Padre mío, ¿por qué me habéis abandonado?» Y si esto pasa al que siente en sí como un espíritu divino y como una vocación sobrenatural para el sacrificio, ¿qué pasará al vulgo de los mortales? El interés que herís, el privilegio que soterráis, la ambición que no podéis satisfacer, tantas pasiones que se levantan como serpientes con sus fauces abiertas para combatir, concluyen por imponeros las leyes y las necesidades supremas del combate. Acordaos de Mirabeau. No hay hombre que haya combatido como ese hombre. Así, la naturaleza lo ha forjado en el molde donde forja los titanes; lo ha hecho grande y monstruoso como a esos seres que han vivido en otras edades planetarias; ha puesto sobre aquel rostro deforme, granizado por la viruela, una frente celeste, y entre tantas pasiones como han consumido su vida, el amor a la libertad, en el cual parece que se abrasa su sangre y se derrite todo su ser, como se abrasaba la sangre y se derretía el ser de los místicos en los celestes ardores del amor divino. Yo no conozco otro que hubiera podido acercarse a la vieja encina de la monarquía y desarraigarla; dirigirse a la aristocracia armada de sus aceradísimas espadas, ceñida de sus prestigiosos blasones, circundada de sus recuerdos, y herirla; llevar, como la nube lleva la electricidad y la lluvia, en su palabra la idea para empapar con ella el terruño feudal y bautizar en el derecho al siervo, más pegado a la tierra aún que el nido de la alondra; encontrar en medio del relámpago que a todos deslumbra y ciega la fórmula divina que todo lo salva; destruir un mundo y fundar otro con prodigios de elocuencia; precipitar lo antiguo en su caída, y cuando quiere detenerlo como una cariátide hercúlea en sus hombros, sin doblegarse, para que no caiga en los abismos hasta que su destructor, complacido en reconstruirlo por un día para probar su fuerza, no haya caído en el sepulcro y dejado la vieja monarquía privada de lo único que ya prolonga su existencia, de la sombra gigantesca de aquel genio.
A pesar de todos sus vicios y de todas sus caídas, Mirabeau era, en realidad, un milagro de la naturaleza. Lleno de tempestades el aire y agrietado por los terremotos el suelo; entre cien batallas encendidas por las pasiones más exaltadas; circuido de innumerables enemigos que le asedian; acompañado de la envidia y de la calumnia que le muerden; con mil proyectos en la cabeza, vasta como un universo de ideas, y con mil pasiones en el corazón, de grandes sentimientos henchido; trabajador y combatiente infatigable; filósofo en acción que piensa de improviso y dice en fórmulas eternas lo pensado; hombre de mundo que va de las asambleas a los salones y de los salones a los clubs; hombre de sentimientos que necesita así la amistad como el amor; hombre de Estado que prevé y calcula y tiene tiempo para todo y se encuentra en todas partes; su grande alma se asemeja a esos cometas, los cuales llenan con sus fajas y colas de luz incierta los cerúleos espacios. Aquel cerebro es un motor siempre alimentado por el fuego de grandes pensamientos; aquel corazón es una máquina que impele y expele la sangre con una fuerza generadora de acciones incesantes y continuas; aquellos nervios, como esas arpas sensibles que suenan a los tañidos del aire; aquella vida, como un torrente que se despeña y que, aparentando buscar en su tortuoso y devastador curso, ya la satisfacción de las ambiciones, o ya la satisfacción del renombre y de la gloria, busca realmente el eterno y solemne reposo de la muerte, único remanso concedido a su vertiginosa carrera.
Mirabeau es jefe de un partido político, y por tanto, general de ejército que exige suma atención y revistas continuas; es guía de un grupo parlamentario, y por tanto, cabeza de diputados que piden una dirección sostenida, la cual impela sin fuerza y mande sin imperio; es justador eterno en las justas oratorias, y por tanto, siervo de un estudio prolijo, de una meditación reflexiva, con cuya virtud recorra toda la escala de las ideas, encerrándolas en formas artísticas que hagan pensar a los hombres superiores y sentir a los pobres pueblos; es presidente de comisiones y redactor de dictámenes, que le imponen el profundizar desde la relación de los poderes públicos entre sí en la obra de un código fundamental, hasta la relación del suelo con el subsuelo en los proyectos de minas; es comandante de la Milicia Nacional, y llamado por ese cargo a guardias, a paradas, a procesiones, a fiestas, a combates; es publicista que debe ojear cien obras, dictar mil artículos, sostener polémicas; es amante de la sociedad y de la naturaleza, lo cual así le arrastra a las cenas de las bailarinas y a los bastidores de la Ópera como al retiro de Argenteuil, donde conversa con los campesinos como un labrador y recoge el rumor de las selvas y el cántico de las aves como un poeta; inmensa naturaleza tan una en sí misma y tan varia en sus manifestaciones, que cansa con sus aspectos múltiples a todos los comentaristas y que aplasta bajo su inmensa pesadumbre los sólidos altares de la historia.
Oriundo de Italia, la patria del genio; nieto de aquella Florencia tan diestra en el arte como en la política, y que ha sabido reunir la inspiración y la falsía; hijo de Provenza, donde la luz aviva el estro y caldea los corazones; miembro de feudal familia, en la que andan juntos los vicios más monstruosos con las más puras virtudes; raptor en edad bien juvenil de una mujer amada, cuyo recuerdo ha pasado a fervoroso culto en su pecho; huésped de aquellas fortalezas y calabozos guardados por las ceñudas torres, símbolos de la siniestra edad antigua; perteneciente al patriciado por su cuna y por sus gustos, al pueblo por sus doctrinas y por sus ideas; con los ímpetus del orador y las reservas del estadista; con la sensibilidad femenil de los poetas y el valor sublime de los héroes; con faltas y virtudes como ningún otro hombre; filósofo y orador, había tal ductibilidad en su complexión y tales facultades en su inteligencia, que para juzgarlo, sobre todo, en frente de las estatuas correctas y frías que en mármol de Paros nos ha dejado la antigüedad, quizás necesitemos las perspectivas inacabables del tiempo, las cuales dan con sus lejos y sus penumbras a las figuras más reales y más verdaderas de la historia, sin quitarles nada de su verdad, la alta entonación del poema y los varios arreboles de la leyenda y la apoteosis de la poesía y del arte.
Gambetta, de mejor vida pública y mucho mejor vida privada que Mirabeau, cierra con su palabra los tiempos abiertos por la palabra de éste, y corona con su espíritu el cielo inmortal de la revolución francesa por aquel otro grandioso espíritu, en medio de tempestades, abierto e iniciado. Quizás le han faltado a Gambetta, cuya historia sólo tiene catorce años, dos lustros más de vida para asombrarnos por sus calidades varias de estadista, como nos asombró por sus calidades varias de tribuno. ¡Oh muerte! que extiendes tus límites sombríos en torno del ser, a manera del negror de la noche en que van como engarzados los astros; muerte, que todo lo descompones y lo pudres, para rehacerlo y renovarlo todo, porque sin ti parecería la vida como un lago inmóvil; muerte, que envuelta en tu manto de sombras y ceñida de tu corona de adormideras, te alzas en los confines de la eternidad; muerte, implacable en tu rigidez, detente algunos minutos al pasar por el lado de ese cerebro, tan vasto en su invisible magnitud como la bóveda celeste, y perdónalo, puesto que elabora continuamente algo inaccesible a tu exterminadora pujanza, el pensamiento y el espíritu, cuya es la eternidad destinada a tender sus alas inmensas sobre la ruina y la demolición del Universo.
Pero la muerte ni ve ni escucha a nadie, como sorda a nuestros clamores y ciega a nuestras ideas; importándole poco la obra que destruye bajo sus plantas de esqueleto y la inspiración que extingue con su soplo de hielo, pues aniquila tristemente así al orador como al jornalero, así al rey como al esclavo, así al pontífice como al monaguillo, así al astro como al mosquito, cual a su vez las especies, implacables en su crueldad, se ven obligadas a matar para vivir, exterminando innumerables seres en la necesaria asimilación, por cuya virtud se apropian las sustancias y perpetúan el ser de la naturaleza. ¡Oh! Apresuraos a oír los grandes oradores, porque así como al acabarse el mal se acaba también el heroísmo, al acabarse el privilegio se acaba también la elocuencia, ese divino verbo del derecho.