Historia del año 1883/Capítulo II

Capítulo II

Serie lógica de las principales cuestiones Europeas

El asunto capital de la política europea es el sentido dado por la cancillería germánica y el canciller Bismarck al pacto diplomático de alianza estrecha entre Prusia y Austria. Mucho ha costado al grande político reducir a satélite suyo el sol en torno de cuyo disco había por tantos siglos girado su patria. Los dos gérmenes de nación, el electorado humildísimo de Brandeburgo y el espléndido ducado de Austria, divididos por sus caracteres geográficos y religiosos, debían en una competencia sin término tirar cada cual de su lado a reunir en torno suyo las fuerzas de su raza, tan anárquicas y disgregadas por el natural individualismo germánico, abocado de suyo siempre a las divisiones atomísticas en que sólo quedan las individualidades aisladas. Por estas inclinaciones irremediables a la división parcialísima, no hubo pueblo en la tierra tan necesitado de un verdadero núcleo como el pueblo alemán. Sus ciudades municipales y republicanas, sus electores poderosos, sus reyes varios, sus príncipes eclesiásticos, sus señores feudales, eran atraídos por centros varios, como esos crepúsculos brillantes diseminados y esparcidos por los espacios cuasi al acaso, que concluyen por obedecer y rendirse al astro mayor, en cuya esfera de atracción penetran. Naturalmente, las dos ideas que se habían dividido la conciencia germánica, los dos altares que se habían trocado en fortalezas, los dos campamentos de las guerras religiosas, los Austrias y los Brandeburgos, habían de aspirar, personificación éstos de los luteranos, personificación aquéllos de los católicos, a producir y crear una Germania grande, a su imagen semejanza. En la revolución religiosa, por la fuga de Inspruk y el desacato de Mauricio de Sajonia; en la guerra de los treinta años, por la paz de Westphalia; en la guerra de los siete años, por el establecimiento definitivo de la monarquía prusiana, las fuerzas católicas iban de vencida por necesidad al empuje impetuoso de las fuerzas protestantes. Pero vino el Imperio napoleónico, que descompuso el mapa de Alemania, y tras el Imperio la Santa Alianza, que promovió un terrible retroceso; y Austria quedó con predominio sobre Alemania, el cual contrastara la creadora revolución del cuarenta y ocho, hasta que lo destruyera para siempre la terrible batalla de Sadowa. He indicado a la ligera estos recuerdos para explicar cuán irreductibles son a una síntesis elementos tan contradictorios como Alemania y Austria, y cuántos esfuerzos y aún sacrificios ha necesitado consumar el Canciller para poner olvido en las venganzas, bálsamo en las heridas, honor en las derrotas, consuelo en los destronamientos, persuadiendo al Austria de que todo el secreto de su política estaba en trastrocar la enemistad antigua en profunda y constante amistad, precursora de una inviolable alianza. Y en efecto, Austria es hoy el órgano de Alemania en Oriente.

La Germania que rodeó de tribus enemigas e irruptoras el antiguo Imperio romano, hállase hoy su vez por análogas amenazas circuida en todas sus fronteras del Norte y del Oriente. La raza eslava y la raza mongólica, el Imperio moscovita y Imperio turco, contrastan su poder como en otro tiempo los godos y ostrogodos del Danubio, los cimbrios de los Alpes, los alemanes del Rhin, contrastaban el poder latino. Alemania necesita, pues, que una potencia verdaderamente alemana ejerza predominante tutela sobre jóvenes pueblos eslavos y sobre los viejos pueblos turcos. En la descomposición del Oriente, donde no se sabe qué admirar más, si los seres en germen o los seres en podredumbre, no puede suceder cosa tan grande como el nacimiento de las naciones eslavas y como la muerte del Imperio turco sin que Alemania intervenga directamente y saque algún provecho de tan graves acaecimientos. Además, no hay nacionalidad poderosa en el mundo si carece de salidas hacia el Mediterráneo o de colonias en los grandes archipiélagos y continentes de Asia, de África y de Australia. Alemania, pues, cree necesitar que una potencia verdaderamente alemana penetre por las riberas del Adriático en el corazón de Europa y pese con tanta pesadumbre a su vez en la península de los Balkanes que le abra un camino hacia el continente de los grandes recuerdos y de las provechosas colonias. Imposibilitada Prusia por el ministerio que ha de realizar en el inmenso campo germánico, de vaciar su vida y sus fuerzas fuera, quiere a toda costa que Austria, en cuyo seno habitan los cheques, los ruthenos, los croatas, los eslavos de todas procedencias, realice una hegemonía sobre las nacionalidades eslavas del Sur, como tiene Rusia realizada y cumplida otra hegemonía sobre las nacionalidades eslavas del Norte. Así quita cada vez más su carácter germánico al antiguo Imperio de Carlos V y al antiguo ducado de Austria, para sellarlos con el oriental sello de los húngaros y para dirigirlos a los senos procelosos del formidable y temido eslavismo. No hubiera, no, Prusia cumplido su obra providencial con despedir a los austriacos de la Confederación germánica, sino les hubiera señalado el camino de Oriente, abierto a las proezas de su genio. Así Austria rige, siquiera sea nominalmente, a Hungría; concuerda, siquiera sea en apariencia, la voluntad de los rumanos desprendidos de su patria con la voluntad de los magyares y de los croatas; ejerce una tutela sobre los bosniacos semieslavos y semimongoles; atrae al radio de su atracción Servia y Bulgaria, solicitadas de continuo por el inmenso Imperio ruso; y poniendo los ojos en Salónica, una entre las primeras claves de la península balkánica, demuestra que no consentirá en paz la rusificación de Constantinopla cuando llegue de nuevo el día tremendo, día verdaderamente apocalíptico, en que los cristianos bizantinos lleguen-a desquitarse de su terrible rota y a reivindicar su antiguo Imperio.

Pero algunas veces el Austria suele fatigarse al contemplar el proceloso camino que le señala en las tristes eventualidades de lo porvenir su terrible paracleto el canciller Bismarck, y tiende a detenerse con algún espacio en las cuestiones interiores húngaras o germánicas. Pero cuando tal hace, levántase el férreo Canciller con imperio a decirle aquella palabra oída por Ahasverus de continuo en los aires: « Anda, anda, anda.» Y no tiene más remedio que andar, pues de lo contrario la enemiga de su implacable dominador se desencadenaría contra el Austria, rompiéndola en mil pedazos como el fuerte oleaje a la frágil barca en los remolinos de la tormenta. Austria no es más que Alemania en Oriente. Esos partidos austriacos tan soñadores que creen posible tener una intervención directa en los asuntos germánicos, han de resignarse a vivir como Dios les dé a entender allá en las fronteras semiaustriacas del Imperio turco y del Imperio ruso, donde tienen todavía un ministerio histórico que cumplir y un papel providencial que representar en pro de la grande patria alemana. Tal es la orden imperiosa ida últimamente a Viena desde las tristes soledades de Varzin, pobladas tan sólo con los ensueños gigantescos que al fin de sus días llenan como nubes en el ocaso la vasta mente de Bismarck.

Si Austria vacila; si alguna vez recuerda que Prusia sa ha engrandecido quitándole dominios morales y dominios materiales en Alemania; si compara sus desgracias con las desgracias francesas y recuerda que han ido a la par en estos últimos tiempos; si tiene alguna veleidad occidental; si pretende algún género de influencia sobre sus antiguos vasallos como Baviera o como Sajonia; el Canciller no tarda en amenazarla nada menos que con una alianza moscovita, lo cual equivaldría en último término al Juicio final del austriaco Imperio. Ahora mismo, con ocasión de la última correría del ministro ruso Giers, la prensa prusiana unánime ha recordado a los austriacos que implacable indiferencia suele tener Bismarck en sus alianzas, y cómo le daría lo mismo unirse con Austria para vencer y aplastar a Rusia, como unirse con Rusia para vencer y aplastar al Austria. El mismo Katkoff, es decir, el publicista a quien los eslavófilos de Moscou tienen por su oráculo, ha dicho que no vería con desplacer una estrecha alianza entre los dos Imperios, moscovita y alemán, de antiguo unidos por tan estrechos y formidables lazos. Y todo esto ha sobrevenido porque Kalnoky, el primer ministro de la monarquía austro-húngara, ha preferido en estos últimos tiempos fijar más su atención sobre los asuntos germánicos que sobre los asuntos orientales, y Bismarck quiere que Austria vaya de continuo y sin desencanto al Oriente. Así, le ha recordado que tienen los dos Imperios germánicos una estrecha alianza cuyo principal objeto es asegurar a Prusia la posesión de Alsacia y de Lorena, como sostener al Austria en Oriente y empujarla en las complicadas eventualidades de lo porvenir hacia la codiciada Salónica. El pensamiento de Bismarck está claro. Para Prusia todos los pueblos alemanes del Norte y del Mediodía, sin excluir a la Baviera y al Austria, y para el Austria una verdadera hegemonía sobre los elementos esclavos de todo el Mediodía.

En tal repartición de las fuerzas alemanas, Austria está irremisiblemente condenada como salió un día de la Confederación germánica tristemente, a salir otro día del territorio germánico y convertirse por ensalmo en una potencia oriental de carácter semiasiático. Por tal razón, sin duda, los partidarios más fieles de tal dinastía, en estas últimas horas de su dominación y en estos últimos instantes del año, han redoblado sus muestras de lealtad y de cariño a esa gigantesca sombra. La casa de Habsburgo reina desde el 27 de Diciembre de 1283, es decir, que reina hoy hace seis siglos. Rodolfo I invistió en Auxburgo a sus hijos Alberto y Rodolfo con los ducados de Austria, Estiria y Carniola, desprendidos de Bohemia y que debían formar los núcleos del inmenso Imperio próximo a desaparecer de Alemania. Tal dinastía, hechura de un caballero feudal en quien se juntaban las condiciones del terrateniente germánico y del condotiero italiano, alzóse más tarde con Bohemia y Hungría, reinó en España, Portugal e Italia, tuvo a su merced los Países-Bajos y una gran parte considerable de Francia, imperó en Alemania, y extendiéndose como un sueño por las tierras occidentales y orientales del planeta, poseyó las dos Indias, siendo la cruz de su corona imperial, unida con la cruz de la tiara pontificia, el remate de la tierra, esmaltado por los resplandores del cielo. Durante muchos siglos, Austria, enemiga de Suiza y sus republicanos, enemiga de los protestantes en Alemania, enemiga de los comuneros en Castilla, enemiga de los holandeses, Carcelera de Venecia y Milán, acaparadora de Polonia y sus restos, ha representado la estabilidad monárquica y ha servido a la reacción universal. Hoy el destino la expulsa de Alemania y la obliga fatalmente a ser una especie de Imperio asiático. Esto, después de todo, prueba cómo los viejos poderes tradicionales nada tienen que hacer ya en la libre y democrática Europa.

Como siempre, Francia llama capitalmente nuestra atención, y en Francia, el debate sobre la gestión económica. Jamás ningún presupuesto embargó los sentidos y potencias de un pueblo, como embargado el presupuesto último los sentidos y potencias del pueblo francés. Desde principios del otoño comenzaron a sentirse múltiples síntomas de malestar, graves en todas partes, gravísimos en democracia tan trabajadora de suyo como la democracia de allende. Bajaban a una todos los valores y a una se resentían todos los ingresos. Los más apasionados por la forma republicana sentíanse doloridos de una situación que dañaba por extremo a la República, la cual, o no es nada, o es el seguro universal de todos los intereses legítimos. En esto apareció un artículo del antiguo ministro M. Leon Say, economista ilustre, y este artículo un terrible augurio de próximas catástrofes en la triste y malparada Hacienda. Tal artículo produjo indignación grande, por creer, y con fundamento, el sentido común, tan certero en fijar las cosas universalmente sentidas, que cuadraba mucho más a un ministro el prevenir todos esos males desde las alturas del Gobierno con oportunidad, que deplorarlos inútilmente desde los bancos de oposición a deshora. Pareció tan extraño el proceder y tan inexplicable, que los recelosos vieron todos en la obra científica del economista un golpe certero a la República, y en el golpe una conjuración urdida con maquiavelismo a favor de los Orleanes. El rumor público tomó tales proporciones, que Leon Say hase visto en conciencia obligado a templar muchas de sus primitivas afirmaciones y a reconocer que depende todo el malestar de un trabajo, al fin y al cabo reproductivo, es a saber: del enorme caudal consagrado en estos últimos años a obras públicas, las cuales con seguridad trasformarán el suelo de Francia y enriquecerán su cuantioso presupuesto.

No han faltado en esta campaña parlamentaria las arriesgadas proposiciones económicas que allá en la oposición se acarician y que, una vez en el poder, se desvanecen. La derecha, por boca de un excelente orador suyo, ha exigido cien millones de rebaja. Y como le preguntaran sobre qué género de gastos, ha remitido su rebusco al Sr. Ministro de Hacienda. Y cuando, acosado éste, ha insistido en que se le señalarán las oficinas o gravámenes que debía en tal apuro abrogar, le han señalado los reaccionarios la instrucción pública, cual si el deber de doctrinar a las generaciones nacientes no fuese ya el primero entre los deberes sociales. La oración del Ministro de Hacienda, M. Tirard, más informado que sus contradictores, ha venido a desvanecer las añejas dudas y a encalmar los agitados ánimos. Mientras en el gobierno de la Restauración solamente se consagraban 27 millones de francos para el deber de amortizar la deuda, en el presupuesto de la República se consagran hoy 137 millones, con lo cual se han amortizado, desde el año 71, 2.200 millones de deuda. Nada tan saludable para desvanecer dudas y aplacar temores como la luz vertida por los debates parlamentarios.

Una larga discusión se ha empeñado en Italia sobre tema de la mayor gravedad, sobre el juramento político. Fórmula tan opuesta en su letra y en su espíritu al derecho de la humana conciencia, mostrará en la lógica real y objetiva de los hechos su incompatibilidad radicalísima con todo el espíritu moderno, promoviendo continuas dificultades en el seno de las Cámaras. No se puede, no, en sociedades asentadas sobre la base capital de la soberanía de los pueblos, y ceñidas con los derechos inviolables de la humana conciencia, proferir esas fórmulas, cuyo texto liga lo eterno, el alma y su fe, a lo transitorio, el poder y su organismo. Allí donde la monarquía proviene del pueblo y se asienta en el plebiscito, están demás los votos feudales y teocráticos, propios de los tiempos férreos y de las sociedades teocráticas. El Estado, forma externa del derecho interno, debe limitarse a procurar la coexistencia de las personalidades libres en sus respectivas autonomías, como se limita el espacio a dar sus respectivas órbitas a los diversos cuerpos astronómicos. Por eso los poderes públicos han de reducirse a exigir la obediencia material, y no el asentimiento interno, que sólo tienen derecho a recabar las religiones de las conciencias que creen sus dogmas y obedecen su moral. Nunca están más cerca de caer las monarquías que en los momentos de superstición, ajena por completo a la crítica moderna, en que se las quiere sacar de su carácter constitucional y laico para convertirlas en una especie de divinidad metafísica y abstracta. Reino tan revolucionario como el reino de Italia no debía nunca tener fórmula tan arqueológica y feudal como la fórmula del juramento.

Así es que un diputado exaltadísimo, al entrar en la Cámara, se negó a prestar el juramento, un diputado por Macerata, de cuyo nombre no queremos acordarnos, pero a quien estamos en la obligación de aplaudir, no por las exaltaciones de sus sentimientos políticos, por la resistencia incontrastable a la fórmula humillantísima del juramento político. Yo de mí sé decir que si la libertad de nuestra gloriosa tribuna y la tolerancia de nuestras arraigadas tradiciones parlamentarias no me hubieran permitido en su amplitud dar por nulo y no advenido el juramento a D. Alfonso XII, jamás lo hubiera prestado, porque yo puedo acatar y obedecer al Rey, pero no puedo servirle y mucho menos exaltarle con homenajes internos tan extraños a la naturaleza de mi derecho como a la naturaleza de su autoridad. En las Cámaras italianas hoy no existe la libertad de palabra impuesta por las costumbres en las Cámaras españolas. Y no tiene más medio el diputado resistente a la feudal fórmula que abandonar el Congreso e irse a su casa. Tal ha hecho el diputado por Macerata. Mas, al dejar desocupado su sitio, ha surgido el problema de su representación, y al surgir el problema de su representación, el Ministerio ha propuesto una ley en cuya virtud quedan vacantes los distritos de los injuramentados después de transcurrido cierto tiempo; ley verdaderamente reaccionaria para presentada por un Ministerio progresivo.

Así, todos los elementos conservadores se han apresurado a inclinarse del lado ministerial para darle al Ministerio su color, sabiendo, como saben, cuánto gana un partido cuando sus ideas fundamentales y propias las aceptan y validan los más implacables adversarios. Pero mientras han procedido así los conservadores, por deber y por necesidad se han ausentado los liberales, y entre todos ellos el más venerable y querido, el célebre Cairoli. Todos a una en todas partes, aún sus mayores enemigos, confiesan que pocos espectáculos tan admirables como la presencia de tan verdadero héroe, que ha dado a la patria los mejores entre los suyos, jefe de una legión de mártires y que lleva las cicatrices abiertas en defensa de la persona del Rey, levantándose a protestar contra el entusiasmo sobrado realista de sus platónicos y ojalateros correligionarios y amigos. A quien más han alcanzado sus justas reconvenciones ha sido al Ministro de Justicia, Zanardelli, quien, de suyo inclinado a las ideas radicales, cambia con tanta facilidad y presenta proyectos de ley, por lo menos, arriesgados y temerarios. El viejo Depretis, como le llaman familiarmente sus amigos, se ha presentado en el combate con todos los ardores de la juventud entusiasta y todos los prestigios de la vejez honrosa. Para él no pueden dar los diputados italianos muestra mayor de ciega ingratitud que negarse a jurar fidelidad al primogénito de aquel que, habiendo hecho la patria, la representa y la personifica en su descendencia. El diputado Crispi ha respondido al Ministro; y sin caer de lleno en la extrema izquierda ni tocar en los linderos de la República, sobria y prudentemente ha expresado el deseo de ver circuida la monarquía italiana por instituciones democráticas. La verdad es que los servicios prestados por la Casa reinante a su patria tienen poco que ver con la fórmula verdaderamente arqueológica de tamaño increíble homenaje. O hay que negar toda legalidad a los partidos republicanos, expulsándolos del suelo de la patria como los viejos Estuardos expulsaron a los inmortales peregrinos del seno de Inglaterra, o hay que reconocer los derechos inviolables del humano pensamiento a la profesión y a la confesión de su fe. Nosotros creemos que la conciencia permanecerá esclava mientras acepte fórmulas coercitivas del Estado ajenas a su natural inspiración, y que los hombres no llegarán a ciudadanos mientras presten acatamiento eterno a poderes movibles y transitorios.

Un asunto no menos grave que las fórmulas parlamentarias ha exaltado la opinión y la conciencia pública en estos últimos días. Cierto estudiante de Trieste, más eslavo que italiano, así por su nombre, Orbendak, como por su complexión, se había enamorado perdidamente de Italia, cual pudiera enamorarse con locura en edad temprana de una hermosa joven. Llamado a la reserva, no sabía cómo proceder para desprenderse de tal carga opuesta por completo a su deseo, embargado por el anhelo de la patria, que creía merecer en la religión de su entusiasmo. Así, desertó de las banderas del Austria, y se acogió al patrocinio de Italia. Pasó, pues, de los cuarteles austriacos a las escuelas romanas, donde aparecía como un apóstol y un mártir de su ciudad irredenta, ciudad italiana por la geografía y por la lengua, si austriaca por una secular dominación y una vieja conquista. En Roma, la exaltación natural a quien tenia tales antecedentes creció mucho, hasta darle aquella sed inextinguible de martirio, que despierta la tierra de los mártires. En todas las manifestaciones políticas veíasele con frecuencia encendiendo los ánimos y excitando al combate. Para su fantasía enardecida, ningún título tan ilustre y honroso cual ese título de romano, que han lucido tantos y tantos héroes en la antigua y en la moderna historia. Por consiguiente, nada tan fácil como comprender a la romana los caracteres de la virtud y pensar que podía servir a la patria de su elección personal con hechos como los antiguos de Casio y Bruto. Así, pensó en asesinar al Emperador de Austria, y este pensamiento le condujo a Trieste cuando el postrer imperial viaje, y ya en Trieste, cayó bajo el poder de los consejos de guerra, que le condenaron a muerte.

Joven, elocuente, de alta estatura, de rubio cabello y azules ojos, tenía todos los caracteres de un apóstol, y las gentes más prosaicas adivinaban, ora en sus palabras de ferventísima exaltación, ora en sus miradas de fuego, el destinado a pelear y a morir por el pueblo de sus decididas preferencias. Así, cuando llegó a Italia la noticia de la terrible suerte que le aguardaba, conmovióse la nación toda, especialmente la juventud liberal, desde un extremo a otro extremo de la Península, y acudió a todos los medios, a todos, de conservar una vida en peligro sugeridos por el afecto. Las personas de mayor influencia intercedieron. La solemne voz de Víctor Hugo sonó. Pero la razón de Estado ha prevalecido en los Consejos imperiales, y el enamorado de Italia ¡oh! acaba de morir en una horca.

El relato de sus últimas horas ha corrido por todas las regiones del suelo itálico. Quién describe su serenidad, quién su entereza, quién su patriotismo, quién su resignación sublime al holocausto y al martirio. Éste cuenta que no tuvo una hora de intranquilo desfallecimiento, y aquél que fue al cadalso como sólo saben ir los verdaderos mártires, comprendiendo la enormidad del sacrificio y aceptándola como el complemento austero de un deber penoso. Cuentan todavía más; cuentan que lanzado al vacío, sus estremecimientos fueron horribles, repitiéndose a largos intervalos, en que parecía como yerto, para colmar el propio sacrificio y justificar el horror ajeno. Todos estos relatos han corrido de boca en boca y se han agrandado con verdadera grandeza, la que tienen de suyo naturalmente sobre nuestro sombrío planeta los misterios todos de la muerte. Y ha sido universal, si, el estremecimiento de la juventud italiana, que ha sentido en el frío lazo al cuello de su mártir ceñido los últimos restos de las ligaduras que por espacio de muchos siglos han ceñido y atado al carro de Austria los miembros encadenados de Italia. En tal situación, hanse las manifestaciones sucedido con una grande celeridad, y han tomado un carácter de horrible hostilidad al Imperio austriaco. En las altas regiones de la política, los hombres de Estado verdaderos lamentan tamaña imprudencia y temen que siembre gérmenes de discordia entre Alemania e Italia, puesto que Alemania se halla indisolublemente unida por necesidad en estos supremos instantes al Imperio austriaco. La verdad, es que por todas partes se descubren sombras y sombras espesísimas en los horizontes de Europa.

Vuelve a presentarse como un factor importantísimo de la política europea al Imperio ruso. El viaje último de su primer ministro Giers, que ha conversado con Bismarck en Varzin y con Mancini en Roma, engendra innumerables aprensiones y suscita muchos y muy graves problemas. Ese inmenso Estado, a pesar de la debilidad que le presta su población escasa en sus inmensos dominios, tiende por el Occidente a dirigir sus lineas férreas estratégicas sobre las regiones centrales de Europa, y tiende por el Oriente a disputar el incontrastable predominio inglés en el vasto continente asiático. A mayor abundamiento, su ejército se organiza con mayor pujanza cada día, y sus armamentos se concentran con mayor fuerza en Armenia, punto estratégico de primer orden para maniobrar pronto, así en los territorios asiáticos cual en los territorios europeos del agonizante Imperio turco. Rusia tiene con seguridad enclavados dentro de Turquía dos príncipes, los cuales han de moverse a una señal suya como a ella le plazca. Es uno el Príncipe de Montenegro, y es otro el Príncipe de Bulgaria, especie de vasallos feudales obligados por sus posiciones respectivas a obedecer el indiscutible mandato de Rusia.

Podría este colosal Imperio indudablemente moverse con desembarazo, de no tener en sí la grave dificultad de sus agitaciones interiores, tanto más temibles cuanto más ocultas. A cada paso quedáis sobre la tierra de Rusia, sentís bajo vuestras plantas la oscilación de un terremoto y el cráter de un volcán. Diríase que aquel suelo se levanta, no sobre las bases graníticas de todo el planeta, sino sobre los círculos tempestuosos de una continua tormenta. Las sociedades secretas extienden sus mallas espesas desde la corona del soberano hasta la cabaña del mugick. Los periódicos clandestinos parecen redactados por genios invisibles y llovidos por misteriosas nubes. En ninguna parte se siente con tanta verdad tal estado como en las Universidades, en esos centros de las ideas y de las esperanzas donde se renuevan los Estados con la savia recibida de las venas en que la vida universal circula con más ardor, de las venas de la juventud. Todos los conocedores de Rusia pintan a una con los más sombríos colores la triste condición del estudiante moscovita. Como no existen allí las clases medias con el poder y con la fuerza que gozan en Francia, no puede haber esos estudiantes alegres, vivos, retozones, inquietos, que llevan por todas partes el movimiento natural de su interior y propio regocijo. Pobres hasta la miseria, enflaquecidos y enfermos por el hambre, los estudiantes rusos suelen distinguirse de todos los estudiantes europeos por la contradicción inconciliable y eterna entre su mísera suerte y sus altas y constantes aspiraciones. Educados luego en aquellas Universidades parecidas a cuarteles, o por catedráticos ortodoxos que hacen de la religión bizantina una especie de mecanismo, o por catedráticos materialistas que hacen del pensamiento una fuerza material, despéñanse necesariamente sus inteligencias y sus corazones por los agrios desfiladeros de un desconsolador nihilismo. Tal estado de los ánimos engendra por fuerza una constante agitación y derrama por doquier una eterna zozobra.

Así, las medidas más simples traen los resultados más desastrosos. Como quiera que ciertas clases no pueden mandar sus hijos al estudio si carecen de oficial apoyo, las autoridades burocráticas tienen que ocurrir a esta necesidad y que fundar innumerables becas. Tales becas daban derecho en otro tiempo a una pensión mínima, pero que, cobrada personalmente, convenía para los estudios y dejaba en libertad a sus poseedores. El deseo de disciplinarlo todo y de someterlo todo al régimen militar de los cuarteles ha hecho que los estudiantes rusos se hallen hoy con una reforma, en cuya virtud, para disfrutar las becas, tendrán que vivir en comunidad como frailes y que someterse a una severa disciplina como soldados. El disgusto ha sido general en Rusia. Los estudiantes de Petersburgo han comenzado por expresar, bien ruidosamente por cierto, una protesta vehementísima, y a los estudiantes de Petersburgo han seguido los estudiantes de Moscou, y a los estudiantes de Moscou han seguido los estudiantes de Kiew, dilatándose por todas partes con mucho empeño esta especie de pronunciamiento estudiantil. Y ha intervenido en su represión desde la policía hasta el ejército, desde los agentes administrativos hasta los tribunales ordinarios, para encontrar al fin y al cabo que toda Rusia, y mucho más la Rusia joven, se encuentra hoy tristemente minada por las devastadoras fuerzas del nihilismo.

Así, no es mucho que la ceremonia de coronar al Emperador se dilate indefinidamente. Los zares de Rusia no lo son a la verdad en toda la plenitud del poder hasta que no han sido consagrados, de igual suerte que los reyes de Aragón y Cataluña no eran verdaderos reyes hasta que no habían jurado los fueros sacrosantos de ambos pueblos. Por la consagración el autócrata reconoce algunas limitaciones a su poder absoluto, siquier provengan estas limitaciones de un poder tan cómplice del absolutismo como el poder de la Iglesia. La coronación equivalía en Rusia y en los pueblos adheridos a Rusia, equivalía en el fondo a un contrato con la nación y al reconocimiento de que vive con alguna independencia hasta donde parece como desaparecida y muerta bajo el sudario de un manto imperial y bajo el peso de una férrea corona.

Es un acto de tal naturaleza la coronación de los zares, que los rusos lo elevan allá, en sus letras patrias, a mística leyenda. El Kremlim de Moscou guarda recuerdos vivos de tales ceremonias tras sus muros blancos cual los mármoles y sus torres verdes cual las selvas y sus puertas del color sonrosado de los arreboles del ocaso. Allí están las catedrales en cuyos hieráticos senos las fórmulas de la coronación se guardan como los dogmas religiosos en los antiguos santuarios. Allí está el trono portátil de madera esculpida bajo el cual ayer se consagraba Waldimiro el Monomaco y se consagran hoy sus poderosos descendientes. Las grandes y rígidas figuras bizantinas con sus líneas sagradas, con sus ojos fijos, con sus mantos litúrgicos y con sus peanas angélicas, parecen formar allí el calendario vivo y animado de la horrible autocracia eslava. Cuando se ven aquellas alas de oro, aquellos nimbos cuajados de piedras preciosas, aquellas reliquias incrustadas en paredes por los artistas griegos esculpidas y cinceladas, parece que veis en formas y relieves la ortodoxia bizantina en su Empíreo y con todas sus innumerables jerarquías.

No hay tradición alguna tan arraigada en Rusia como la tradición del épico ceremonial relativo a las coronaciones. Sus mayores publicistas, sus primeros poetas las describen con la sencillez de Homero, creyendo que toda su grandeza está en su prístina y antigua originalidad. Cuando leéis tales páginas creeríais leer anales propios de las cortes asiáticas y asistir a ceremonias dignas del Oriente. Los arciprestes precedidos de la cruz, acompañados de diáconos que llevan el agua lustral en jarros de oro, bendicen, rociándolo, el camino que ha de seguir y pisar la persona del Emperador. Ningún cortejo puede haber en el mundo que se asemeje al cortejo de los zares, con sus ministros vestidos a la europea; con sus damas de honor peinadas a la rusa; con los representantes de los mercados y ciudades envueltos en sus túnicas recamadas de oro; con los chinos y sus trajes de bordados varios; con los tártaros ceñidos de pieles finísimas; con los georgianos de pantalones bombachos y yataganes corbos; con los persas, que parecen sacerdotes de antiguos templos; con los turcomanos medio salvajes, luciendo unos las condecoraciones de las primeras cortes del mundo y otros los arreos de las primitivas selvas, llevando éstos a la espalda su escopeta de caza como si estuvieran todavía en los desiertos de la estepa, y aquéllos su sable bruñido y cincelado como un símbolo verdadero de las grandezas y esplendores propios de las varias razas del Asia. Son de ver los guardias imperiales con sus corazas rojas sembradas con estrellas de plata; los heraldos con su traje de áureo tisú, la toca de encendida escarlata y la maza de oro macizo; los clérigos mitrados con sus dalmáticas rociadas de pedrería, sus tiaras persas en la cabeza, sus ricos incensarios en las manos; los palios que semejan águilas abriendo sus alas para los combates; en fin, los tronos que creeríais sedes verdaderas de dioses, los símbolos varios de la desmedida omnipotencia.

Pues bien; todas estas grandezas, todas, se ven detenidas y contrastadas por una conjuración enorme, tanto más de temer cuanto que se halla en todas partes y no se la ve y no se la toca en ninguna. Impalpable, fantástica, incoercible, cual esos seres fingidos por las leyendas de la Edad Media, vestiglos y vampiros que chupan allá en su sed rabiosa la sangre de Rusia, persiguiendo con persecuciones incansables a sus nefastos zares. Rusia en tal estado sólo puede tener una salida, la guerra exterior. Mientras no se divierta su espíritu inquieto de la interior concentración que hoy lo consume y lo postra, no habrá, no, esperanza de quietud para pueblo tan desgarrado por ambiciones imposibles, nacidas todas de fantásticos ensueños. El zar, encerrado en Gatchina, convertido en una especie de divinidad invisible como los micados asiáticos, no puede salir del tristísimo y apartado retiro donde se consume sino para una guerra tan poderosa y grande que llegue hasta romper y desquiciar el planeta como una catástrofe apocalíptica.

De aquí el que Rusia no descanse hoy un punto en urdir política de tal género aviesa que atraiga tarde o temprano un conflicto universal. Para los rusos hay cuatro gérmenes de batallas ciclópeas en el presente mundo europeo. Es uno de ellos el despojo y botín que ha de resultar para las potencias circunvecinas del postrimer día de los sultanes y su Imperio. Es otro de ellos la rivalidad eterna de la raza germánica y de la raza eslava, sujetas como las especies enemigas a eternas e irremisibles guerras. Es otro de ellos el empeño de Austria por disputarle al Imperio ruso una parte de la península balkánica y otra parte de la tutela eslava. Es otro de ellos el poder de Inglaterra sobre Asia, poder que le disputará siempre, y con grandísimo empeño, una potencia tan asiática y tan formidable como Rusia. En estas tremendas complicaciones se ven surgir elementos tales de guerra y destrucción, que pueden compararse con las fuerzas ciegas de la muerte. Cualquiera diría que va el mundo a quedar prendido en el manto de los zares como la pobre mosca en las telas de la araña. Así, la política rusa va poco a poco apoderándose del centro misterioso de la región asiática y ramificando las diversas razas contradictorias que pululan en sus inmensos senos. Lo que más prueba su angustia en este momento y su necesidad de prepararse con una grande anticipación a las eventualidades futuras, es el cambio de política respecto a Polonia. Todo el mundo sabe, o por lo menos todo el mundo recuerda, que Rusia, en su amor supersticioso a las razas esclavonas, exceptuaba siempre la infeliz Polonia. Carne de su carne, sangre de su sangre, alma de su alma, no habían bastado, no, todos estos antiguos títulos y timbres para matar un odio nacido del recuerdo de la antigua servidumbre rusa a que dio lugar la conquista polaca sobre los moscovitas, de la cual fue luego tardío pero cruel desquite la desmembración y el repartimiento consumados en los días de la grande y terrible Catalina. Desde tal conquista los rusos no pudieron ver a los polacos, y desde tal desmembración los polacos no pudieron ver a los rusos. Cuantos moscovitas querían la unidad eslava chocaban a una con esa Polonia rebelde siempre y protestando siempre contra las demás naciones de su propia familia, y especialmente contra Rusia. Descoyuntada, disyecta, dividida, rotos sus miembros, despedazadas sus carnes, Rusia no ha tenido piedad de Polonia, ni Polonia voluntaria sumisión a Rusia. Cada tres o cuatro lustros la nación mártir se ha levantado en el potro de sus tormentos para decir y significar que no había concluido su martirio, porque no había concluido su vida. Pues bien; ahora, en este momento histórico, Rusia teme tanto la unión de austriacos, alemanes y escandinavos contra ella, que intenta reconciliarse con Polonia la mártir, a fin de oponer a los odios de tantas razas enemigas la unidad y la fuerza de la familia eslava.

Uno de los acontecimientos que más han movido el pensamiento ruso a las grandes maquinaciones de que saldrá indudablemente la guerra, es el triunfo incondicional de los ingleses en Egipto. La Turquía desmembrada, y no en provecho de Rusia; el leopardo inglés sobre la cúspide altísima de las pirámides africanas; los caballeros de San Jorge por las orillas del Nilo; el Jetif preso en su palacio; el general de los tropas egipcias conducido a Ceylán: todo este contraste profundísimo de las últimas operaciones realizadas por los rusos en Turquía durante su postrer campaña, y todo este desquite británico, que, no satisfecho con la isla de Chipre, toma también la tierra de los Faraones, ha sublevado la conciencia moscovita, dirigiéndola resueltamente a pensar en nuevas empresas orientales.

Y los sucesos apremian. Lord Duferin, el embajador mismo de Inglaterra que ha luchado con tanto empeño en Constantinopla contra la influencia rusa, dispone a su antojo del Egipto. Nuevos tribunales se fundan. Nuevas comisiones de percepción de impuestos se organizan. El Jetif, tan sumiso, parece a los ojos británicos soberbio, y está bien cerca de ser destronado y depuesto para que le suceda un niño, sobre cuya cabeza pueda ejercer el grande Imperio sajón una simulada regencia. El código penal y el código civil dejaron de inspirarse allá en los principios del Korán para inspirarse de algún otro modo en los principios de la legislación británica. La tierra de Egipto será definitivamente anexionada, por este o por el otro camino, por un protectorado más o menos amplio, más o menos hipócrita, a la tierra británica. Y esto no lo puede consentir Rusia, porque de seguro equivaldría hoy a una disminución del poder ruso en Oriente.

Lo que más indigna hoy a los diplomáticos moscovitas es el hipócrita lenguaje de la cancillería británica. Al mismo tiempo que condenan en bélicos tribunales al desgraciado Arabi, ensalzan su programa. Según ellos, los ingleses han cogido el Egipto y han captado su gobierno tan sólo para fundar una indígena y nacional administración. No les ha bastado, pues, según la prensa rusa, convencer y dominar al Egipto; lo han escarnecido también e insultado. Quieren rehacer un partido nacional cuya existencia negaron siempre, tan sólo para que sirva como de responsable fiador a la descarada conquista. Todo cuanto se arbitra por los ingleses tiende a formar en Egipto una especie de India, si bien africana. Habrá, sí, Asamblea de notables, pero concretada únicamente a tratar de agricultura. Habrá, sí, ejército nacional, pero en que sean egipcios todos cuantos hayan de obedecer e ingleses todos cuantos hayan de mandar. Habrá un virrey de quien sea verdadero rey el Parlamento y la corona de Londres.

Mientras Derby al entrar de nuevo en el Gabinete declara que quiere la paz con Francia y la amistad de Francia; mientras Chamberlein se dirige a sus electores para contarles que no quiere al pie de las Pirámides una nueva Irlanda; mientras Carlos Dilke, otro radical, sube a la categoría de ministro en nombre de los principios progresivos, la política que triunfa y prevalece hoy en los Consejos británicos es la política de Disraeli, tan vejado en vida y tan seguido en muerte.

Aquel espíritu de Cobden, que soñaba con la paz perpetua, que sustituía las relaciones mercantiles a las relaciones guerreras, que levantaba el régimen del trabajo y hacía del Imperio inglés una inmensa legión de trabajadores, aquella política se ha olvidado y perdido como un sueño para ser tristemente reemplazada por la política de las anexiones, de los engrandecimientos, que hoy halagan el amor propio nacional, y no muy tarde, no, sembrará guerras, en las cuales habrá de perder más el pueblo que más comercia y trabaja. Rusia siente la batalla y husmea la sangre como un animal carnívoro. Sus huestes se levantan a los aires como se levantan los buitres en las grandes carnicerías humanas. Nación asiática de combate, aprovecha cuantas ocasiones le depara el hado de emplear los instrumentos de la conquista y de ir a las citas de la guerra.

Mucho ha festejado la Gran Bretaña su conquista. Las tropas han sido recibidas con lauros, a pesar de haber logrado victorias tan fáciles como la victoria de Tell-Kebir. La elocuencia política de sus periódicos se ha agotado en loas continuas a la previsión británica. Después de haber ido con toda resolución a la guerra, no se han cansado de decir y declarar que esta guerra tenía por objeto único la paz. Y sin embargo, pocas veces el mundo se ha visto, muy pocas, tan afligido como se ve hoy por la triste perspectiva de grandes conflictos guerreros. Italia y Austria, que parecían haber olvidado sus antiguos rencores, se insultan y amenazan mutuamente como en los tiempos de la esclavitud tristísima de Milán y de Venecia; Alemania y Rusia, que durante la dominación de Alejandro II parecían un solo pueblo, se aperciben a tremendo choque; deslígase la estrecha y tradicional amistad existente desde la guerra de Crimea entre Inglaterra y Francia; esta nación continental, cuya suerte se halla fija en el centro mismo de Europa, se apodera de Túnez, se arraiga en las líneas argelinas cercanas a Marruecos, se alza con la tutela de Madagascar, se apercibe a una guerra en Tonkin, y por todas partes se dirige al aumento de un régimen colonial que no le servirá mucho, por divertirla y distraerla del primero y más capital de todos sus ministerios, del influjo permanente, intelectual y moral, sobre toda la Europa moderna, influjo a que le dan derecho las preclaras dotes de su ingenio y la especial naturaleza de sus instituciones políticas. Por consiguiente, nos encontramos hoy con que las ambiciones por todas partes se han avivado y los temores de guerra por todas partes han crecido. Me serena y tranquiliza un poco el pensar que acaban de salir al gobierno dos hombres como Derby, enemigo de todas las intervenciones, y Dilke, de ideas verdaderamente radicales y favorables por tanto a la paz de Europa. Que la tranquilidad general no se resienta y Dios prospere la causa de la libertad y de la justicia: he ahí nuestros votos al cerrar y concluir esta larga e incorrecta historia.

En el momento mismo de soltar la pluma nos sorprenden las noticias telegráficas anunciándonos que ha escrito un manifiesto el príncipe Napoleón Bonaparte, por el cual acaba de ser encerrado en la Conserjería. Tal ruido han armado los reaccionarios europeos con la especie de confundir la muerte del gran orador Gambetta y la muerte del gran principio republicano, que han llegado a creerlo así los pretendientes y han requerido las plumas para escribir sus memoriales. Pero la República funda su fuerza en la gran virtud propia de su organismo y en la necesidad social que la impone, y la justifica por medio de sus leyes incontrastables. Así es que la Cámara no ha debido conmoverse ni apresurarse a tomar medidas de proscripción. Vencidos están todos los pretendientes, sombras de lo pasado, que se desvanecen, pero ninguno tanto como el príncipe Napoleón Bonaparte. La República no debe oír sus proclamas ni saber que un despechado la mofa y la denuesta. ¿Qué le importan los ciegos al sol y los ateos a Dios?


Enero de 1883.